¿Por qué estudiar religión?
Empecemos con una pregunta básica: ¿que es la religión? Más que básica, a algunos quizá les parecerá tonta. Todos —creyentes, ateos, agnósticos, curiosos o indiferentes— suponemos que sabemos más o menos qué es la religión. Pero, ¿es así realmente? Durante muchos años estudié religión: hice mi maestría y mi doctorado sobre el tema en la Universidad de Harvard. Doctorarse es un proceso largo: dos años de cursada, un año para preparar seis megaexámenes escritos de tres horas cada uno, más un examen oral de dos horas, un año para preparar la propuesta de tesis y después los años que lleva escribirla —escribir un libro, básicamente— mientras uno da clases.
Después de todo ese tiempo y de todo lo que estudié, descubrí un secreto incómodo: los especialistas no se ponen de acuerdo en qué es la religión. La verdad es que nadie lo tiene muy claro. Uno de los fundadores de la disciplina académica de los estudios religiosos (o estudio de la religión), Mircea Eliade, lamentaba la falta de un término más preciso que “religión” para nombrar la experiencia de lo sagrado. Wilfred Cantwell Smith, otra figura central en el estudio de la religión y fundador del programa de estudios religiosos de la Universidad de Harvard, escribió un libro, The Meaning and End of Religion (El sentido y la finalidad de la religión), en el que pidió que se sustituyera esa palabra por una nueva. Mientras que Jonathan Z. Smith, tal vez el mejor historiador de la religión de las últimas décadas, dijo en Imagining Religion: From Babylon to Jonestown (Imaginando la religión: de Babilonia a Jonestown) que la religión no tiene existencia aparte de lo que escriben los especialistas en las universidades.
Esto es menos extraño de lo que suena. Se supone que la palabra “religión” describe una experiencia fundacional del ser humano; irreductible y universal. Sin embargo, en la Grecia clásica carecían de una noción de la religión como algo separado de otras esferas de la vida. Lo mismo ocurría en el Antiguo Egipto y en la India. Ni el hebreo clásico ni el sánscrito tienen una palabra que signifique esa idea.
La religión es un concepto muy difícil de definir. Etimológicamente, la palabra proviene del latín religio y es cercana a religare, que significa atar, mantener cerca, o apreciar. Por supuesto, se puede mantener cerca o apreciar prácticamente cualquier cosa. Cualquier obsesión o preocupación podría ser algo religioso.
Dada esta ambigüedad, no es sorprendente que haya tantas definiciones de la religión o enfoques acerca de ella como teólogos, filósofos, psicólogos, sociólogos o antropólogos que abordaron el tema. Ciertas definiciones se centran en la creencia en un dios o en dioses. Como dijo Edward Burnett Tylor, antropólogo inglés del siglo XIX, “parece preferible simplemente definir la religión como la creencia en seres espirituales”. Por muchos años dicté un curso de “Introducción a la religión”, y esta definición de Burnett me habría obligado a sacar a Buda de ella (y de este libro), porque el propio Buda no creía en los seres espirituales. Habría sido una lástima: el budismo es muy, muy interesante.
Otras definiciones hacen un esfuerzo monumental para no poner el eje en la creencia en seres espirituales o dioses. Para el antropólogo estadounidense Clifford Geertz, la religión incluye cinco elementos: “(1) un sistema de símbolos, (2) que actúa para establecer motivaciones y estados de ánimo poderosos, penetrantes y duraderos en los hombres, (3) formulando concepciones de un orden general de existencia, y (4) para revestir estas concepciones con tal aura de realidad que (5) los estados de ánimo y las motivaciones parecen singularmente realistas”. Pero esta y cualquier otra definición que se centre en la religión como una cosmovisión global tendría que incluir fuerzas como el nacionalismo y el marxismo, que también proporcionan símbolos, establecen estados de ánimo, ordenan la existencia, y así sucesivamente. Y mi curso de “Introducción a la religión” bien podría haberse convertido en un curso de “Introducción a la política”.
El padre de la teología protestante liberal, Friedrich Schleiermacher, definió la religión como “el sentimiento de dependencia absoluta”. Se refería a la conciencia de ser dependientes de una fuente o de un poder que reside más allá de nosotros mismos. Se dice que Hegel, colega suyo en la Universidad de Berlín, replicó con acidez que, en ese caso, el animal más religioso sería el perro.
Hay definiciones que nunca se materializaron. El sociólogo Max Weber comienza su clásica Sociología de la religión afirmando que “para definir la religión, para decir lo que es, no es posible hacerlo al comienzo de una presentación como esta. Una definición puede intentarse, en todo caso, solo al final del estudio”. Pero como nunca lo terminó y la obra se publicó después de su muerte, no sabemos cómo la habría definido.
También hay definiciones que menosprecian la inteligencia de las personas religiosas: “La religión es algo que queda de la infancia. Se desvanecerá a medida que adoptemos la razón y la ciencia como nuestra brújula”. La cortesía es de Bertrand Russell. Y hay definiciones que no parecen haber sido muy razonadas... Como cuando alguien tan inteligente como Alfred North Whitehead, filósofo, matemático y autor junto con Russell de Principia Mathematica, dice que “la religión es lo que el individuo hace con su propia soledad” y deja picando la coincidencia para que reemplacemos la palabra “religión” por “masturbación” y no encontremos ninguna diferencia entre ambas prácticas. O tal vez lo pensó y, al igual que su colega Russell, quiso ridiculizar al creyente.
En realidad, no es tan importante tener una definición consensuada por especialistas. Todos sabemos cuándo una persona es religiosa o no. Sospecho también que muchos piensan que en un mundo de genomas, impresoras 3D y autos que se manejan solos es absolutamente anacrónico hablar de religión. Como si para hacer una consulta alguien recurriera a una edición de la Enciclopedia Británica en la biblioteca de su abuela en lugar de agarrar el celular y entrar en Wikipedia.
Muchas de las grandes figuras del pensamiento occidental ya suponían que la religión estaba en proceso de extinción o por lo menos de volverse irrelevante. Friedrich Nietzsche, Karl Marx, Sigmund Freud y Max Weber, entre otros, son parte de esa tradición de pensamiento. Para todos ellos, la religión iba a desaparecer o pasaría a ser, en todo caso, algo puramente privado, que ocurre puertas adentro del individuo.
Comenzando en la década de 1960, varios sociólogos idearon la tesis de la secularización a partir de una proporción inversa: cuanto más desarrollada y más madura fuese una sociedad, menos religiosa sería. En 1966, en una de sus tapas mas famosas, la revista Time se había preguntado si Dios había muerto. Y respondía que, si aún no lo había hecho, estaba agonizando en sus últimos días. Todos parecían estar de acuerdo: la etapa religiosa de la humanidad estaba llegando a su fin.
Sin embargo, para sorpresa de todos, estaban equivocados. La religión no solamente no murió, sino que está más viva que nunca. Está viva en los fieles que hacen cola para ver al papa, en los musulmanes que van de peregrinaje a la Meca y en los hindúes que se purifican en el río Ganges. Está viva en las prácticas, las ideas, las costumbres y las creencias de miles de millones de personas. Según el Pew Research Institute, una de las instituciones más serias en estas cuestiones, aproximadamente el ochenta y cuatro por ciento de la población mundial dice seguir alguna religión. No solamente está viva: la religión nunca dejó de estar en la boca de presidentes o luchadores por la paz mundial, en los debates en los parlamentos del mundo y también, claro, en los terroristas que se inmolan y matan en su nombre. Nuestro siglo es, en todo caso, una época en la que “Dios está de regreso”, como titularon su libro hace diez años John Micklethwait y Alan Wooldridge, editor y columnista de la revista inglesa The Economist. No solo ha vuelto; parece dispuesto a quedarse un buen rato.
Vivimos en un mundo religioso y esto presenta un grave problema: no estamos preparados ni educados para eso. ¿Sabemos en qué parte del mundo hay más musulmanes? No es en Medio Oriente. ¿Leímos el Corán? ¿Estudiamos los evangelios de verdad, no como se estudia en catequesis? ¿Sabemos algo acerca del hinduismo y sus más de mil millones de fieles? ¿Qué sabemos del budismo, más allá de algún conocimiento lateral de una de sus variantes, el tibetano, seguramente arrastrados por el carisma y la popularidad del dalai lama?
Si alguien termina la escuela y después una carrera universitaria sin nunca leer a Borges o a Shakespeare, probablemente pensemos que algo falló en su proceso educativo. Hay autores y textos que necesariamente hay que haber leído, o por lo menos haber intentado leer. Sin embargo, no decimos lo mismo si alguien jamás pasó por las páginas del Corán o de los evangelios. Y aunque nadie basa su vida en el cuento “El Aleph” de Borges o en la obra de teatro Macbeth de Shakespeare, mil seiscientos millones de personas creen que el Corán es la palabra de Dios y otros dos mil doscientos veinte millones creen que los evangelios relatan la vida de Jesús, el hijo de Dios, el modelo a imitar y la llave a la vida eterna. En muchas universidades argentinas hay cursos de introducción a la filosofía, pero muy pocas, si es que las hay, tienen una materia de “Introducción a las religiones del mundo”. Mientras tanto, si salimos a caminar por la calle es bastante poco probable que nos crucemos con un platónico, un hegeliano o un kantiano, pero sí vamos a cruzarnos con un judío, un musulmán, un evangélico, un católico o un budista.
No hablo de catequesis ni quiero convencer a nadie para que se vuelva religioso: la religión se estudia y se analiza con la misma mirada crítica con la que se estudia y se analiza cualquier otro material que sea una disciplina académica. Así se estudia en las universidades del mundo que tienen departamentos de estudios religiosos. En Harvard, la gran mayoría de mis profesores eran ateos o agnósticos, o al menos era imposible discernir si simpatizaban con una religión más que con otra (o con alguna en particular). Lo que intento decir es que la religión como campo de estudio no debe gozar de privilegios por ser un tema sensible o porque tenga que ver con las creencias íntimas de las personas. No creo que haya que ser más cuidadoso al hablar de ella porque alguien pueda ofenderse eventualmente.
Las tradiciones religiosas deberían estudiarse como se estudia la obra de un filósofo, con una postura crítica y académica. Pero también podemos adoptar una postura empática. No criticamos por el mero hecho de criticar; si alguien es un buen profesor de filosofía y en una clase enseña Nietzsche, su deber es presentar las ideas con generosidad. Para que las críticas a un argumento ajeno tengan validez, siempre tenemos que presentar la mejor versión de ese argumento.
Así y todo, hoy nos permitimos una ignorancia acerca de las religiones que sería inadmisible en otros campos. Esa ignorancia tiene como consecuencia mucho más que un déficit en nuestra cultura general (aunque ese déficit no es un dato menor): nos impide entender los puntos de vista de personas con las que compartimos nuestra vida cotidiana.
Esta situación es insostenible. Por eso, en este libro quiero hacer de lo cercano algo más extraño, y de lo extraño, algo más cercano. Parto de la base de que la mayoría de los lectores llegan a estas páginas sabiendo mucho más del judaísmo y del cristianismo que del islam, el hinduismo y el budismo. Seamos creyentes o no, en la Argentina (y en Occidente en general) nos criamos en una cultura judeocristiana, y hay muchas tradiciones con las cuales tenemos relativa familiaridad. Desnaturalicémoslas; desarmemos lo que sabemos por herencia y encarémoslas desde otra óptica. Y si es posible que nunca hayamos conocido a un hindú o a un budista o visitado sus templos y lugares sagrados, y si esas tradiciones nos parecen distantes o raras, intentemos que lo sean un poco menos.
¿Estamos listos, acaso, para compartir nuestra educación, nuestros momentos de esparcimiento o nuestro trabajo con personas de distintos credos? En un mundo cada vez más globalizado, que tiende a ser más y más diverso, sería esperable que nos preparásemos para comprender lo “diferente” y no para mantenerlo en las sombras. Esta ignorancia es particularmente peligrosa cuando la encarnan políticos y formadores de opinión, y constituye un enorme obstáculo para lidiar con el extremismo y la violencia. No estamos preparados para un mundo religioso, y eso tiene consecuencias.
Dicho de una manera brutal: los conflictos perduran, la gente muere, reforzamos los fundamentalismos y, finalmente, limitamos nuestra humanidad.
LOS CONFLICTOS PERDURAN
En 2007, Madeleine Albright, ex secretaria de Estado del presidente Bill Clinton, publicó The Mighty and The Almighty (El poderoso y el Todopoderoso), un libro que causó revuelo en los ámbitos diplomáticos y que rápidamente se convirtió en un best-seller internacional. Según Albright, la religión se ha vuelto un factor clave en muchos procesos internacionales, y por eso un canciller, de la misma manera que tiene asesores en temas económicos o políticos, necesita asesores especializados en temas religiosos. La estrategia de ignorar o aislar los aspectos religiosos de la política internacional fracasó contundentemente. Hay que intentar otro acercamiento; hay que reconocer el problema religioso como un elemento central, en lugar de relegarlo a un lugar secundario.
Albright pone como ejemplo nada menos que el conflicto palestino-israelí, en el que tanto judíos como musulmanes reclaman para sí la Tierra Prometida como herencia divina. La ex jefa de la diplomacia estadounidense afirma que las negociaciones de paz durante su gestión entre el representante de la autoridad palestina, Yasir Arafat, y el primer ministro israelí, Ehud Barak, no dieron frutos porque ninguno de los dos tenía la autoridad necesaria para dirimir la problemática de los lugares sagrados. Eran líderes políticos, pero sin el apoyo de las comunidades religiosas ni de sus líderes sociales.
Para ello, propone identificar a esos líderes e incorporarlos a las discusiones en rondas previas, y así preparar el terreno religioso de cara a una eventual solución política, además de incluirlos después para que “vendan” la solución a sus seguidores. ¿Qué quiere decir “preparar el terreno religioso”? En el caso de Medio Oriente, por ejemplo, podría tratarse de resaltar el enorme espacio común que comparten el judaísmo y el islam, demarcado por una larga historia conjunta, por profetas y revelaciones compartidas, por una visión de Dios y un mensaje de reconciliación. Requiere hacer un trabajo teológico de interpretación y re-interpretación que tenga por finalidad cimentar cultural y religiosamente las soluciones políticas.
Si esto suena ingenuo, cabe recordar que hoy en día muchos cristianos hablan sin cuestionamientos, como si fuera algo obvio y de sentido común, de una civilización “judeocristiana”, cuando por siglos la relación entre esas dos religiones fue simplemente que los cristianos masacraron y persiguieron a los judíos. La realidad es que la idea de una civilización compartida es relativamente nueva y es una reacción cristiana al horror del Holocausto.
Uno de los ataques más feroces a judíos y musulmanes en la historia tuvo lugar a fines del siglo XV, cuando los Reyes Católicos los empezaron a ahogar con normativas que les prohibieron progresivamente sus actividades religiosas, convirtiéndolos a la fuerza e incluso expulsándolos de la península ibérica. En la clandestinidad de esa España asfixiante y terca, musulmanes y judíos se ayudaban entre sí, se facilitaban escondites para que ambos pudieran seguir realizando sus cultos y colaboraban para sobrellevar la desventura que les tocaba vivir.
En 1986, Juan Pablo II se convirtió en el primer papa en visitar una sinagoga. Esto es, en términos históricos, tremendamente reciente. El dato —que me impactó cuando lo conocí— sirve para resaltar que el cristianismo y el judaísmo no siempre se concibieron como religiones hermanas. Pero si después de siglos de conflicto se pudo llegar a un entendimiento entre judíos y cristianos, también podría lograrse entre judíos y musulmanes, y entre musulmanes y cristianos en los lugares donde hoy existen conflictos. De hecho, en muchísimas partes del mundo, como en Buenos Aires, las comunidades judía y musulmana conviven en el mismo barrio, el Once, sin ningún problema.
¿Por qué esto habría de sorprendernos? Después de todo, el judaísmo, el cristianismo y el islam creen en el mismo dios: el monoteísta, aquel que se le reveló a Abraham, el padre que los fieles de estas tres religiones reconocen. Por eso muchos especialistas se refieren al judaísmo, el cristianismo y el islam como “religiones abrahámicas”. También comparten las enseñanzas de varios profetas comunes. Si se pudo construir un terreno en común para el cristianismo y el judaísmo, también se puede con el islam. Quién sabe, quizás futuras generaciones verán la idea de una civilización “judeocristianoislámica” tan obvia como para nosotros es hoy la “judeocristiana”.
LA GENTE MUERE
Alguien podría pensar que la religión siempre complica las cosas, y quizás tenga algo de razón: es difícil dar respuesta a una persona que dice “Así me lo ordena Dios” como argumento. Sin embargo, hay situaciones en que, si no hablamos un lenguaje religioso, el interlocutor no entiende y el diálogo no es posible.
En la ciudad de Waco del estado de Texas se dio precisamente este problema, desatando un conflicto que sacudió a Estados Unidos. Allí tenía su sede un grupo religioso llamado los davidianos, liderados por la carismática figura de David Koresh. En 1993, ante la sospecha de que el grupo poseía armas sin registrar, setenta y seis agentes del FBI intentaron ingresar por la fuerza al complejo donde estaban reunidos. Se produjo un tiroteo, y cuatro agentes federales y seis davidianos resultaron muertos. Las fuerzas de seguridad se retiraron y comenzó un sitio que duró varias semanas, mientras se llevaban a cabo negociaciones entre el FBI y Koresh. Las negociaciones fracasaron, los agentes federales irrumpieron nuevamente en la sede, esta vez con un uso más brutal de la fuerza, y se produjo un incendio donde murieron setenta davidianos, entre ellos veinte menores de edad.
¿Cómo se llegó a aquel escenario dantesco? Obviamente, hubo muchos factores, pero uno fue esencial: la ignorancia del factor religioso. Hay un gran libro que lo demuestra de manera categórica, Why Waco?: Cults and the Battle for Religious Freedom in America (¿Por qué Waco? Los cultos y la batalla por la libertad religiosa en los Estados Unidos), escrito por dos profesores de religión, James Tabor y Eugene Gallagher.
Lo primero que Tabor y Gallagher resaltaron fue el uso de la palabra “culto”. Aunque es un término técnico que sirve para describir a una comunidad religiosa con ideas innovadoras o contraculturales (y que aplica a toda religión nueva o emergente y al surgimiento de todas las religiones que vamos a ver en este libro), en su uso popular frecuentemente tiene connotaciones negativas que lo acercan a la idea de “secta”. Muchas veces se cree que un culto es liderado por un estafador o un impostor, alguien que no cree en las ideas que representa y que manipula a sus seguidores para beneficio propio. Tanto al FBI como a los medios de comunicación, que veían en los davidianos un culto en sentido negativo, los guiaba más ese cliché que el conocimiento del terreno religioso en el cual estaban metidos: los davidianos, en realidad, eran un pequeño desprendimiento de una religión bien arraigada en Estados Unidos, la Iglesia Adventista del Séptimo Día, y creían que serían víctimas de una persecución por parte del gobierno justo antes del fin del mundo.
Sabiendo esto, podemos vislumbrar por qué la situación terminó tan mal. No se trataba solo de un error en el uso del lenguaje. Al haber categorizado equivocadamente al interlocutor, también se hicieron una imagen errónea de sus intenciones y sus deseos. Cada bando veía la situación de manera distinta; no había puntos en común que permitieran establecer un diálogo. El FBI definía el problema como una toma de rehenes, y esto iba a contramano de la percepción de los propios davidianos, que permanecían en el recinto de forma voluntaria y no sentían la menor necesidad de ser rescatados por el gobierno.
Koresh, como muestran Tabor y Gallagher, tenía una visión completamente distinta de la del FBI: no hacía una lectura secular sino bíblica de lo que allí ocurría. Se basaba para ello en el capítulo 6:11-13 del Apocalipsis, donde se describe la apertura del “quinto sello” y la muerte de algunos creyentes en Dios. En el texto se habla de esas muertes, de una pausa de “un poco de tiempo” y luego de la masacre de todo el resto hasta que finalmente irrumpen las catástrofes naturales y el juicio final. Los davidianos estaban viviendo las palabras de la Biblia en carne y hueso. Ya habían muerto algunos de los suyos en el primer intento del FBI de entrar al complejo religioso. El asedio posterior no era más que una prueba de que quedaba “poco tiempo” y de que iban a morir en la última batalla del mundo. Estaba por cumplirse lo que decían las escrituras. Para complicar aún más el panorama, el jefe del FBI a cargo de la operación les impuso a los negociadores que no dejaran a Koresh mencionar nada relacionado con la Biblia; nada de “delirios bíblicos”. Eso equivalía a dejar casi literalmente sin palabras a alguien que interpretaba todo en relación con su religión.
Los autores de Why Waco? estuvieron cerca de destrabar aquella situación. Estos dos profesores de religión intentaron entablar un dialogo con el líder davidiano partiendo de su propia visión del mundo. Para eso, presentaron en un programa de radio de la zona otra interpretación del “quinto sello”, otra lectura del texto bíblico que Koresh usaba como clave para entender todo lo que estaba ocurriendo. De esa forma lograron tender un puente. Los davidianos pidieron una grabación del programa y, poco tiempo después, Koresh mandó una carta diciendo que había recibido la palabra de Dios: iba escribir su propia interpretación del Apocalipsis y después abandonaría el recinto. Sabor y Gallagher resaltan este hecho: a diferencia de lo que decía el FBI, Koresh sí negociaba. Pero el FBI no quiso esperar y cinco días después atacó. El resultado fue una catástrofe.
¿Qué pasó? Es bastante simple: el FBI no estaba entrenado para negociar con esa visión de la realidad. Por eso, su interpretación de lo que motivaba a Koresh era equivocada. El líder religioso no pedía dinero de rescate ni un helicóptero para fugarse, sino que pedía tiempo para esbo
