PRÓLOGO UNA NOCHE REALMENTE MALA
20:12 hrs - 9 de octubre de 1996
—Oye, ¿ha vuelto Tessa? No la he oído entrar.
—No. Todavía no.
—Bueno, ¿y dónde está?
—En casa de Tom Lister, supongo. Debe de estar a punto de llegar.
—Ya debería de haber vuelto.
—Dale unos minutos más.
—Ya ha anochecido y sólo tiene trece años.
—Sí, pero le gusta pensar que es mayor. No debemos tratarla como a una niña de seis años…
—Claro que no, pero debería de haber vuelto ya. Trece años son trece años. Ya conoce las normas. Las normas son importantes. ¿Por qué no vas con el coche a casa de Lister y la recoges? Le he dicho a Tessa un millón de veces que ha de estar en casa antes del anochecer.
Un rápido vistazo por la ventana: noche cerrada. Una noche como la vacía inmensidad del océano Atlántico antes de despuntar el día. Una oscuridad sólida y profunda, impropia de la última hora de la tarde en aquel plácido mundo residencial.
—Deja que les llame primero.
—Bien. Pero llámalos. Ahora, por favor —una exigencia indiscutible expresada con incipiente ansiedad.
Marcado. Tercer timbrazo. Hola y Hola. Los habituales saludos amistosos. Luego:
—¿Ha salido ya Tessa? La estamos esperando…
—Sí. Se ha ido hace media hora, quizá un poco más. ¿Aún no ha llegado?
—Pues no, aún no…
Interrupción instantánea:
—Dame el teléfono. Déjame hablar a mí.
El auricular cambió de manos.
—Hola, Courtney. Oye, ya debería estar aquí.
—Tienes razón. No se tarda tanto en llegar a tu casa… Espera un momento, deja que lo compruebe por si acaso…
Silencio, seguido de una voz gritando a un dormitorio del piso de arriba:
—¡Sarah! La madre de Tessa está al teléfono. ¿Tessa volvía directamente a casa o tenía que parar en algún sitio primero?
Una pausa momentánea, después una respuesta amortiguada desde el otro lado de una puerta cerrada:
—Volvía a casa directamente. Ya debería haber llegado.
Otra pausa. Luego una voz, súbitamente tensa, repitiendo la información.
—Sarah dice que volvía directamente a casa.
El silencio por respuesta. El pulso acelerándose. Un leve sudor formándose en la frente y las axilas. Desasosiego como preludio al miedo. Un cambio de postura con los músculos tensos. Un dejo de apremio en el diálogo subsiguiente, con un tono más agudo.
—Vamos a salir a buscarla.
—Cuando la encuentren avísennos, para no quedarnos preocupados. ¿Quieren que Tom los ayude?
—No. Seguro que ya está llegando.
—Ya. Pero llámennos en unos minutos, cuando la encuentren.
Cuando la encuentren. Una expectativa. Una certeza.
Una mentira.
Colgar. Una expresión distinta en el rostro de la madre. Una aceleración interna: de lo que debería haber sido una modesta inquietud a una curiosidad nerviosa y una súbita alarma en segundos, con el pánico absoluto aguardando, con la llegada inevitable del terror acechando a la vuelta de la esquina.
21:27 hrs - 9 de octubre de 1996
—La atiende el nueve once, policía, bomberos, emergencias.
—Ha desaparecido, ha desaparecido. No ha vuelto a casa y ahora ha desaparecido… la hemos buscado, pero no está en ninguna parte…
—Cálmese, señora. ¿Quién ha desaparecido?
—Tessa. ¡Mi hija! Volvía de casa de una amiga y no ha llegado. Hemos salido a buscarla, pero no la encontramos…
—¿Cuántos años tiene Tessa?
—Trece. ¡Ayúdennos, por favor! ¡Ha desaparecido!
—Dígame su nombre y su dirección. Enviaré una patrulla.
A duras penas logró recordar su nombre y dónde vivía. El miedo, tan profundo y amenazador como la oscuridad del exterior, embrollaba sus palabras y sus pensamientos. Le temblaba tanto la mano que casi no podía sujetar el teléfono. Al otro lado de la habitación, junto a la puerta, su marido, todavía con la chamarra puesta, los zapatos enlodados, los pantalones desgarrados después de haber hurgado y atravesado arbustos espinosos, el pelo revuelto, permanecía envarado, esperando oír pronto las sirenas acercándose. No sabía si sería capaz de hablar cuando llegara por fin la ayuda. Le parecía que tenía las palabras cosidas a la lengua.
PRIMERA PARTE TAN SÓLO UN PAR DE FRACASADOS MIRANDO A OTROS FRACASADOS
Oh, qué tela tan enmarañada la que tejemos,
cuando practicamos el engaño por primera vez…*
Sir Walter Scott, Marmion, 1808
* Atribuida erróneamente con frecuencia a William Shakespeare en los alegatos de los tribunales de justicia modernos.
Capítulo 1
No murió, pero sabía que su vida había terminado.
Al final de una preciosa tarde, lo que después le pareció terriblemente irónico. Había empezado como una apacible mañana de septiembre, cálida, soleada y maravillosa, deslizándose hacia un sereno mediodía. Cielo azul cobalto.
Gabriel Dickinson se encontraba disfrutando de unas vacaciones de dos semanas en la enorme casa del lago de sus acaudalados suegros. Su mujer había sugerido el viaje de un día hasta allí, como una oportunidad: «Habla con él. Aconséjale. Te escuchará. Te respeta muchísimo». Había sido fácil decir que sí. Sentía un gran aprecio por su ocurrente cuñado, aunque el joven pareciera un poco perdido, un poco caprichoso, y bastante desencaminado en la vida: el abandono de los estudios de Medicina; un par de negocios empresariales fallidos en poco tiempo; dos relaciones prometedoras bruscamente terminadas, una en divorcio, la otra con lágrimas y acritud. Con cada revés, el gemelo de su mujer parecía más vulnerable, más encantador. Y secretamente él envidiaba la precaria incertidumbre de la vida de su cuñado. A veces Gabe tenía la impresión de estar atado, jugando todas las cartas previsibles de la inalterable baraja de los ascensos, en la inamovible burocracia del mediocre departamento de policía en que trabajaba. Y esa impresión lo hacía sentirse desanimado, aunque la gente lo considerara una estrella rutilante destinada al liderazgo. Su vida andaba escasa de aventuras. No era más que interminable papeleo.
Así pues, en aquella espléndida mañana había metido no pocas cervezas y unos sándwiches de jamón y queso en una vieja nevera de plástico rojo, y había aparejado el Beetle Cat. Por qué no embarcar en el pequeño velero y dejar que los suaves vientos los transportaran hasta desconocidas ensenadas, costeando playas solitarias, enmarcadas por altos y verdes pinos, oscuros abetos, afloramientos rocosos bordeando bosques silenciosos, que se adentraban en las montañas Adirondack del norte del estado de Nueva York. Los altos picos de piedra gris parecían emerger como antiguas exigencias de los cielos. Más tarde sintió que estaba rodeado por las inmensas lápidas de un cementerio olímpico.
El plan era sencillo: un día ocioso, entretenimiento relajante y sin complicaciones, algo de exploración y de charla sobre el futuro. Se habían alejado rápidamente de la casa familiar, navegando, dejando atrás otras residencias de verano aisladas, que salpicaban la orilla del lago, saludando con la mano a los ocupantes de otro par de embarcaciones que divisaron, platicando sobre futbol americano, béisbol, chicas a las que habían conocido en tiempos pretéritos, inventando historias sobre éxitos que ambos sabían falsos, sobre sus trabajos respectivos, sus horribles jefes y sus incompetentes compañeros de trabajo. Se habían contado unos cuantos chistes realmente buenos y algunos terriblemente malos, aunque las risas habían sido iguales para unos y otros. A mediodía se habían turnado para sumergirse en las oscuras y frías aguas junto al velero, antes de abordar de nuevo, temblando previo a que el sol los calentara y abrieran otra cerveza para acompañar los sándwiches devorados con avidez.
El día le había hecho sentirse joven. Eufórico. Le recordó la universidad.
El primer aviso de que quizá no todo era tan perfecto como parecía fue una súbita brisa del norte que los heló a ambos, justo cuando la tarde decaía y empezaban a hablar de volver a casa. Al notar que se le erizaba la nuca, él había musitado: «Carajo». Aquel frío repentino hizo que alzara la vista al cielo y viera negros nubarrones formándose en el valle entre dos escarpadas montañas. Aquel ominoso frente de oscuro gris parecía desplazarse inexorablemente hacia ellos, deprisa, como si la tormenta rodara cuesta abajo, adquiriendo velocidad, descontrolada, precipitándose sobre ellos como un coche acelerado que ha perdido agarre sobre una resbaladiza carretera helada.
—Vaya —dijo su cuñado en voz baja cuando también él se fijó en aquel muro tormentoso—. Mejor nos largamos ahora mismo o nos vamos a empapar.
—¡Todo a sotavento! —respondió él, empujando la caña del timón para hacer virar el velero—. Al diablo con los torpedos y a toda velocidad.1 Pero vamos a mojarnos igual —Gabe se refería a la lluvia. Se equivocaba. Aseguró la maroma principal, pero la única vela del Beetle Cat estaba ya tensa y sus bordes se agitaban espasmódicamente, soportando más viento del que podían resistir.
No llegaron muy lejos.
La pequeña embarcación avanzó impulsada por el viento, escorada, con la jarcia tensa, crujiendo, lanzando agudos gemidos. Sonidos de peligro como los de una banshee. El velero cabeceaba descontroladamente sobre las espumosas olas que súbitamente agitaban la plácida superficie del lago. La temperatura descendió diez grados, tal vez más, en apenas unos segundos. El lago se había teñido de un rabioso gris plomizo, los relámpagos empezaban a sacudir las laderas de las montañas y los truenos resquebrajaban el aire. Una intensa cortina de agua las azotaba. La visibilidad se redujo a pocos metros. Oyó la risa nerviosa de su cuñado. Ambos sabían que estaban en apuros, aunque parecía escapárseles hasta qué punto. La lluvia los martirizaba como finas agujas, dolorosa, perturbadora, de modo que ninguno de los dos vio la repentina ráfaga lateral de viento, tal vez de cincuenta o sesenta kilómetros por hora, que los golpeó. Fue como una brusca bofetada en la cara, quizá algo más, pensaría él más adelante: un disparo inesperado. Fue mucho más de lo que la pequeña embarcación, manejada por manos inexpertas, pudo soportar.
No hubo tiempo siquiera para gritar una advertencia. Se le escapó la caña del timón y el estay mayor se le escurrió entre las manos, el velero quedó sin control, sacudido de proa a popa, y la vela cayó bruscamente al agua. Una ola destrozó la tela y el casco caracoleó frenéticamente. Fue como si el lago se alzara y agarrara al pequeño velero por la garganta.
Lo recordaba: sólo dos gritos inmediatamente ahogados por las salpicaduras cuando fueron arrojados al agua, y luego el feroz ruido del casco al volcar; algo que se rompía, algo que chillaba, algo que aullaba. No sabía si aquellos sonidos surgían de él o de la ráfaga que los había atrapado. El agua supuso una conmoción, helada por la sorpresa, y pareció engullirlo. Sabía que debía nadar con todas sus fuerzas, alejarse de la vela que era arrastrada hacia el fondo, potencialmente mortífera si lo atrapaba como una red y lo mantenía bajo el agua. Cuando salió a la superficie, no vio más que un mundo color gris metálico, el aire enfurecido que golpeaba el casco volcado. La espuma lo cegaba, boqueó intentando respirar y luchó denodadamente por acercarse de nuevo al velero. Sabía que aún no estaba muerto, pero la muerte seguía muy cerca.
Perseverante.
Gritó llamando a su cuñado:
Primera reacción:
—Gracias a Dios —pero su voz era débil. ¿Asustado? No. Sólo conmocionado.
—¿Estás bien?
—Me he golpeado la cabeza con el mástil cuando volcamos. Estoy bien. Sólo un poco mareado. Creo que sangra.
—Voy hacia ti.
—No. Estoy bien. Quédate de ese lado. Así estaremos equilibrados. Me he agarrado a la borda.
—Quédate ahí.
—Sí. Quedarse junto al velero. Regla número uno. Hasta yo me la sé −su cuñado se echó a reír, en un intento porque todo aquello pareciera una broma pesada−. Mi hermana te matará cuando volvamos a casa.
Quiso responder riendo también, pero no pudo.
—A ver, ¿qué clase de capitán eres tú? No recuerdo que se hablara de nada de esto en la descripción del crucero.
Risas otra vez. Apenas se oyeron con el vendaval.
—Teddy, tú agárrate fuerte. Y sigue hablando.
—¿Aunque no sea nada divertido?
—Tú sigue.
—Entendido.
Una respuesta sucinta, expresada con una súbita tensión.
Veinte minutos más tarde:
—¿Teddy? ¿Cómo estás?
—Sujetándome apenas.
—¿Qué tal la cabeza?
—Tengo un dolor de mil demonios. ¿Crees que vendrán a buscarnos?
—En cuanto pase la tormenta.
—Cierto. Si pasa.
Treinta minutos:
Sobre ellos el cielo parecía tan negro como el agua, burlándose de sus esperanzas.
—¿Gabe? ¡Gabe!
—Sigo aquí, Teddy. Tú no te sueltes.
—Empiezo a tener un frío del carajo. Estoy temblando. Temperatura corporal en descenso. Hipotermia. Lo recuerdo de cuando hacía Medicina.
—Tú no te sueltes.
—¿Ves la orilla, Gabe? ¿A cuánto está, a unos cien metros, quizá? Menos. Más bien cincuenta. Podemos nadar esa distancia con facilidad.
—Quédate junto al velero, Teddy.
—Sé que puedo llegar. Nadaba en el equipo de la secundaria. Gané campeonatos. Carajo, esto no es nada.
Él intentó mostrarse racional.
—Teddy, estás herido. Seguramente tu ropa mojada pesa una tonelada. La costa siempre está más lejos de lo que parece. Quédate junto al velero. Alguien vendrá a rescatarnos.
—Tengo frío, Gabe. No sé si podré seguir sujetándome. Si nado hacia la orilla, haré que la sangre circule y me suba la adrenalina, maldita sea. Sé que puedo conseguirlo. Y en cuanto llegue a la orilla, iré a pedir ayuda.
—¡Quédate junto al velero, Teddy, por favor!
—Quédate tú. Yo me voy. Nos vemos dentro de un rato.
Y eso fue todo.
Los buceadores tardaron dos días en encontrar el cuerpo de su cuñado. Teddy se ahogó a veinte metros de la orilla. Cerca, dijeron, pero en realidad no.
Una semana más tarde, durante la investigación forense, le preguntaron:
—¿No vieron llegar la tormenta?
—¿Por qué no llevaban chalecos salvavidas?
—¿Habían bebido?
—No. No lo sé. Sí.
No le reprochó a su mujer que lo abandonara cinco meses después, llevándose a su hijo con ella. Adoraba a su hermano gemelo. Habían llegado al mundo con segundos de diferencia. De niños estaban muy unidos, de mayores aún más. Ya se sabe lo que dicen: «Los gemelos comparten una parte el uno del otro». Así pues, la mañana en que ella hizo las maletas y le tendió la tarjeta de su abogado, no lo sorprendió demasiado. Ni siquiera habían discutido. En todo el tiempo transcurrido desde aquel fatídico día, él no había pedido perdón una sola vez; sabía que jamás se le concedería. De hecho, seguramente sabía que aquella separación iba a producirse en cuanto Teddy se había alejado hacia la orilla demasiado lejana, inalcanzable, aunque el joven no lo supiera ver. Gabe seguramente lo supo antes incluso de divisar la embarcación de salvamento, de agitar los brazos desesperadamente y alargarlos hacia las manos fuertes que lo sacaron de las negras aguas mortales, antes de secarse y de dejar de temblar. En aquel solitario momento supo que, por mucho que la amara, por mucho que todo aquello no fuera más que un terrible accidente, por muy caprichoso que fuera el destino, ella jamás volvería a mirarlo sin ver a su hermano muerto junto a él, como un fantasma acusador.
1 Frase célebre supuestamente pronunciada por el almirante Farragut, que comandaba la flota de la Unión durante la Guerra Civil estadounidense. (N. de la T.)
Capítulo 2
Catorce meses después:
Corazón congelado. Casos congelados, sin resolver.
—¿Intentas que te despidan…?
Gabriel Dickinson era un hombre al que bruscamente habían dejado sin amarres. Todas las tensas ataduras que mantenían sujeto a una normalidad exterior habían sido cortadas. Era la última hora de la tarde, y estaba incómodamente sentado en un sillón frente al jefe de Policía. El cielo se oscurecía al otro lado de la ventana y el fluorescente del techo confería una sensación de esterilidad al despacho, como si todo allí intentara evitar posibles infecciones. La subjefa, una mujer rechoncha con mechones de pelo grises y una inconfundible actitud que hablaba de dureza, se movía de un lado a otro a su espalda, frunciendo el ceño y sacudiendo la cabeza a menudo. El director de Recursos Humanos —una manera amable de llamar al hombre encargado de deshacerse de policías corruptos a los que no se podía procesar, y de recortar las pensiones de jubilación— estaba apoyado en la pared junto a una hilera de fotografías: la subjefa estrechando la mano al alcalde, al gobernador, al presidente. El director de Recursos Humanos tenía un bloc de notas y de vez en cuando anotaba algo.
—¿… o sólo suicidarte?
«Una buena pregunta —pensó él—. No la respondas».
Gabriel, al que habían dado el nombre de un arcángel, era de Nueva Inglaterra; se había criado en una pequeña población cercana a la ciudad donde ahora trabajaba. Su lugar de nacimiento era famoso por sus antiguas casas de tablas blancas y su vasto y verde parque público. Se trataba de rasgos pintorescos, de postal, de los que carecía la ciudad donde trabajaba. Era un entusiasta de los Red Sox, los Patriots, los Bruins y los Celtics, mantenía una actitud taciturna frente a la vida, no se quejaba del invierno, pero experimentaba un placer especial con la primavera y el verano. Tenía una vena decididamente irónica, sardónica, que emergía de vez en cuando y en ocasiones le causaba problemas, cuando no lograba reprimir el sarcasmo. Su familia se remontaba hasta un primo lejano del famoso poeta al que no había leído jamás, pero con frecuencia había pensado leer. De niño devoraba las novelas de Julio Verne y El hobbit, pero ahora prefería leer Historia, sobre todo sobre la Guerra Civil, ya que algunos desventurados parientes habían muerto en batallas como las de Gettysburg y Antietam. Siempre le habían interesado las maniobras de los ejércitos y la devoción de los generales por las causas que defendían, tanto buenas como malas. Tenía una buena educación, con una licenciatura en Ciencias Políticas y una diplomatura en Psicología por la universidad estatal, títulos poco habituales para un policía de carrera. Diecisiete años en el Cuerpo le habían proporcionado una bonita casa en una zona residencial. Se había casado con una mujer muy por encima de su posición social; su modesta infancia como hijo de dos profesores de secundaria, uno de Arte, el otro de Matemáticas, resultaba casi pintoresca en comparación con las casas de verano de los acaudalados padres de su mujer y sus vacaciones en París. El período de un año, nada memorable, que había pasado patrullando las calles había quedado muy atrás, cuando era veinteañero, y no le había dejado muy buenos recuerdos. Ahora llevaba traje y corbata para ir a trabajar y manejaba gran cantidad de datos. Era miembro del Lion’s Club, los fines de semana jugaba básquetbol en la universidad local contra un equipo formado por abogados, profesores y agentes inmobiliarios para mantenerse en forma, y había sido entrenador de la liga infantil de béisbol durante los años en que su hijo jugaba.
«Me pregunto si jugará ahora en la nueva casa de la nueva ciudad con el tipo que está a punto de convertirse en su nuevo padre».
Siempre había sabido mantenerse en su sitio, cómodamente instalado en sus rutinas. «Sólido. Así era yo». Ya no. Una mujer a la que amaba profundamente. Un hijo al que quería con locura. Un trabajo con el que disfrutaba. Todo había desaparecido. «Una ráfaga de viento —pensó—. Una ráfaga de viento y la mala decisión de nadar hasta la orilla. Y ni siquiera lo decidí yo».
Gabe se revolvió en su asiento esperando que cayera el hacha.
«En realidad, mejor no contestes ninguna pregunta. Te van a despedir de todas formas. No lo empeores. Claro que, ¿cómo podría ser peor?».
Había hecho casi todo lo que su diplomatura en Psicología le decía que ocurriría después de que se fueran su mujer y su hijo. Se había desmoronado con rapidez. Cayendo. Rodando cuesta abajo, fuera de control, preguntándose a veces el porqué, pero haciendo caso omiso de esta juiciosa pregunta al tiempo que seguía hundiéndose cada vez más.
Y ya no se reconocía a sí mismo.
Bebía en exceso. Se presentaba en el trabajo apestando a alcohol y con el aspecto zarrapastroso de quien se ha dormido con la ropa puesta, cosa que solía ocurrir. Su asistencia se volvió irregular; faltaba a reuniones obligatorias y a importantes sesiones de planificación. Sus errores en el trabajo incluían haber perdido ciertos documentos para solicitar una subvención federal con la que comprar un vehículo de asalto urbano, lo que había provocado furiosas discusiones con los miembros del área que habían dedicado semanas a reunir la documentación. La situación no mejoró precisamente cuando la solicitud confidencial desaparecida se encontró en el lavabo de caballeros de un casino a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia, porque la devolvió el crupier de una mesa de blackjack, el cual informó a Asuntos Internos que un Gabriel bastante ebrio había perdido muchos billetes aquella noche. En las discusiones subsiguientes, un iracundo Gabe espetó toda clase de improperios a subordinados suyos, la clase de improperios que generan quejas o incluso demandas por acoso, y que se prohibían expresamente en varios memorandos escritos por un jefe preocupado por la imagen en un mundo políticamente correcto. «Bastardos. Hijos de puta. Cabrones. Idiotas. Maricones». Palabras extrañas para él, las cuales brotaron de sus labios como si un desconocido las pronunciara.
«¿En quién me he convertido?», se preguntaba.
Todo eso ya era realmente malo, pero lo había rematado al hacerse arrestar dos días más tarde por conducir borracho y dar un nivel de alcohol de 2 mg/l al soplar. Insultó a los agentes que lo detuvieron, forcejeó con ellos cuando le pusieron las esposas, y les repitió: «Voy a hacer que los echen, hijos de puta», cuando lo ficharon y lo metieron en el calabozo. Todas estas amenazas las había pronunciado con dificultad. Amenazas vacías e inútiles incitadas por el alcohol. Los agentes que lo arrestaron tardaron un par de horas en darse cuenta de quién era, tiempo que bastó para que encontraran unos quince gramos de marihuana en el bolsillo de su chamarra, papel para hacer su cigarro y una receta de Valium que no le pertenecía. Aquella noche especialmente desastrosa había empezado cuando una patrulla estacionada frente a un sórdido local de striptease de las afueras de su ciudad lo vio salir del bar tambaleándose de mala manera, dejar caer las llaves tres veces antes de lograr abrir la puerta de su coche, y alejarse luego zigzagueando. Buena parte de su desliz había quedado plasmado en la granulada imagen en blanco y negro del video de vigilancia, incluyendo embarazosas tomas en las que, después de gritar obscenidades, se doblaba sobre sí mismo en el calabozo y vomitaba profusamente.
Tal como se daba por sentado en el Cuerpo, en general, se había convertido en un desastre total, y rápidamente se había enemistado con gente suficiente como para que se produjera un serio debate sobre si se debía o no destapar aquel desliz. Algunos de los mandamases del Departamento querían que se filtrara a los medios locales, para ver cómo le sentaba a Gabe que los periodistas le plantaran una cámara en la cara y le hicieran unas cuantas preguntas comprometedoras, que acompañaran al reportaje para las noticias de la noche. «A ver cómo sales de ésta, idiota». Por suerte para él, también el jefe había pasado en su momento por un divorcio difícil y, mientras ningún medio de comunicación descubriera que lo habían arrestado y luego lo habían soltado, aún no estaba dispuesto a sacrificar a su adjunto; «aún» era la palabra clave.
Pero el jefe tampoco estaba dispuesto a dejar las cosas tal cual. Así que repitió su pregunta:
—Gabe, te he preguntado si intentas suicidarte o sólo que te despidan.
Gabriel no estaba seguro de cuál de las dos opciones estaba más cerca de la verdad. Que lo despidieran era la que más posibilidades tenía. No había pensado en el suicidio, pero ahora que se la presentaba como una opción viable, bueno, ¿por qué no? Lo que quería contestar era: «¿Qué tal una combinación de las dos cosas?».
Cualquier cosa que dijera iba a sonar a excusa, como un estudiante quejumbroso intentando salir del paso con una mentira increíble: «Olvidé la tarea en el autobús después de que el perro se la comiera», así que se limitó a menear la cabeza.
El jefe se inclinó hacia delante sobre su amplia mesa de roble, tratando de dar un tono comprensivo a sus palabras, lo que sólo consiguió que Gabe se diera cuenta de que iban a joderlo de una forma u otra, y merecidamente. Había participado en suficientes intervenciones del Departamento de policía para saber cómo iba a desarrollarse todo.
—Mira, todos sabemos que ha sido muy duro para ti, pero ya es hora de que lo superes.
—Sí —replicó Gabe. «¿Qué otra cosa puedo decir?».
—Entonces, ¿quieres conservar tu trabajo?
—Sí —volvió a decir él. «¿En serio? ¿Quiero? ¿No preferiría simplemente arrastrarme hasta un agujero y esconderme en él?».
—Bien, hemos trazado un plan para ti.
«Fantástico. Genial. ¿Qué podría ser más humillante?».
—Por supuesto, si prefieres entregar tu arma y tu placa…
—No —«La placa es inútil, pero podría necesitar el arma para pegarme un tiro».
—Bueno, me alegro de oírlo.
«En realidad, no», pensó Gabe.
—Haré lo que me pidan —dijo, lo que podía o no ser mentira—. ¿Cuál es el plan? —preguntó.
—Sesiones semanales con el psicólogo del Departamento…
«Ya lo sabía».
—Asistencia continua a un programa de doce pasos.
«Básicamente el procedimiento habitual del Departamento. Puedes con ello. Y a lo mejor incluso me ayuda. Carajo, tiene que ayudarme. Si quiero que me ayude. Pero no quiero».
—Vamos a retirarte de todos los comités de estrategia y planificación…
«Eso no me sorprende. No tengo siquiera una estrategia para levantarme por las mañanas».
—Y cambiaremos tus responsabilidades cotidianas. No te harás cargo prácticamente de nada hasta que te hayas recuperado.
«Bien. Carajo, yo también haría lo mismo, si fuera yo quien tomara las decisiones sobre mí».
—¿Qué quieren que haga? —inquirió en voz baja, preguntándose dónde se escondía el Gabe resolutivo, prometedor, fulgurante y ambicioso. Ese Gabe, comprendió con pesar, seguía aferrándose a un velero volcado en medio de una tormenta.
—Vamos a inventar un nuevo puesto para ti, Gabe. Seguirás teniendo el rango y sueldo de un jefe adjunto. Pero ahora dirigirás una división de Casos sin resolver. Al menos, la dirigirás sobre el papel. Nunca hemos tenido una división así porque esos viejos casos pendientes no hacen más que entorpecer las cosas. Ya lo sabes…
«Sí. Lo sé».
—Bueno, la realidad es ésta: lo que queremos que hagas es un poco de trabajo policial a la antigua usanza, empezando por viejos casos pendientes. Haz algunas llamadas. Revisa los expedientes. Habla con algunos testigos. Actualiza los informes. Ve si surge algo que puedas pasar a un inspector de la Brigada de Investigación Criminal.
La palabra «perfecto» se formó en su cabeza, teñida de sarcasmo, seguida de una observación igualmente mordaz: «Bueno, no tengo otra puta alternativa. De joven, fui un patrullero pésimo y un inspector inepto. Lo que se me daba bien era el papeleo y la burocracia».
—Entonces repaso los casos, veo si consigo encontrar algo y si lo encuentro…
—Se lo pasas a la Brigada de Investigación Criminal.
«Hago el trabajo duro, tedioso. Por casualidad encuentro algo remotamente relevante o interesante y entonces tengo que pasarlo a otros. Y ver cómo me arrebatan todo el mérito. O sea, es una tarea en la que no puedo estropear nada importante, ni hacer que los demás se enojen conmigo».
Gabe asintió. En el Departamento, aquello era el equivalente a que a uno lo colocaran sobre un témpano de hielo a la deriva, en aguas del Ártico, o a que lo abandonaran en un atolón sin comida, agua ni esperanza. Comprendió que era «una treta para tranquilizar a la oveja descarriada hasta que la vida se organice; a partir de ahora voy a ser el Robinson Crusoe de por aquí». También sería una fantástica publicidad para el jefe, que podría llamar a un par de periodistas amigables y decirles: «Miren, hemos puesto a uno de nuestros mejores investigadores a revisar los casos antiguos. ¿Se dan cuenta? Nuestro Departamento nunca olvida. Un nuevo e importante servicio que proporcionamos a nuestros ciudadanos». Y luego, convenientemente llamaría a esos periodistas justo antes de que el concejo municipal votara sobre su nuevo presupuesto.
—Todo el mundo quiere ver cómo sales del hoyo, Gabe. Esfuérzate —añadió el jefe, que agitó una mano para dar a entender que la reunión había concluido.
«Ya, claro, todo el mundo. Puta suerte», pensó Gabe.
Comprendió que en realidad le habían concedido una prórroga de seis meses. «Quieren que me recupere. Que empiece a comportarme como un ser humano aceptable y normal. Lo tienen claro. Luego me despedirán. Haga lo que haga en ese trabajo ficticio o lo que sea eso de los casos sin resolver, no será suficiente, ni adecuado, ni relevante, ni correcto, y entonces me darán la patada. Adiós, muchas gracias. Se veía venir».
Eso lo tenía claro.
«Necesito un trago. O dos. O más».
—¿Estaré solo en ese trabajo? —preguntó.
Para su sorpresa, el jefe negó con la cabeza. El director de RH tendió al jefe la carpeta amarilla de una ficha personal, que a su vez el jefe empujó por encima de la mesa hacia Gabe.
—Hemos pensado en alguien para que trabaje contigo.
Capítulo 3
En la parte superior del documento que tenía entre las manos había una anotación: «Cerrado. No se requieren nuevas acciones». Escrita en un rojo chillón con gruesas mayúsculas, indicando que no dejaban opción a debate o explicaciones. No era así.
«Cerrado es una palabra interesante —pensó Marta Rodriguez - Johnson—. Debería significar que algo ha terminado. Que se ha acabado. Completado. Fin de la historia. Envuelto y con un lazo. Pitido final y hora de pasar a otra cosa».
No creía que existieran muchas posibilidades de que eso ocurriera.
«Empezar de cero».
No, eso no iba a ocurrir.
«Un nuevo principio».
Olvídalo.
Respiró hondo, sacudió la cabeza y se encogió de hombros con una especie de impotencia que también denotaba tristeza.
Luego examinó la segunda parte del aviso: «No se requiere ninguna otra acción».
«Mentira podrida. Se van a requerir muchas acciones, hoy, mañana, la semana que viene, el mes que viene, el año que viene y quizá cada minuto adicional durante el resto de mi vida».
Dobló el documento y lo metió en un gran bolso de piel que le hacía de portafolio y en la que guardaba su arma nuevecita: un revólver pequeño, de calibre 38, cargado con balas de punta hueca con efecto expansivo, expresamente prohibidas por sus superiores. Ya le daba igual. «Un arma para distancias cortas —pensó—. Para cuando todo lo demás falla».
«Un arma para distancias cortas». Recordó la primera vez que había oído esa frase.
Un mes antes:
—Eh, Marta, me alegro de verla. ¿Qué tal van esos ánimos?
—Acabo de volver, ha sido… —quería decir duro o difícil o incluso imposible, pero no lo hizo. Se limitó a decir—: Estoy bien.
Era falso, y ella lo sabía.
Frente a ella, el dueño de la tienda de armas asintió. Era un exhippie bajo y enjuto, con el cabello largo y canoso recogido en una coleta, en contraste con las cabezas rapadas de la clientela que solía frecuentar la tienda. Suministraba armas principalmente a policías de la ciudad y del estado. Nada de amas de casa de clase media en busca de un arma de calibre 25 para que las protegiera de noche. Nada de gordos chillones aspirantes a tipos duros que necesitaban añadir a su arsenal el último rifle semiautomático pseudomilitar, por miedo a que los izquierdistas, los negros, los abogados o el gobierno intentaran quitárselo todo algún día. No había a la vista camisetas inspiradas por la Asociación Nacional del Rifle con la frase: «Sólo me quitarán el arma arrancándola de mis frías manos muertas». El dueño de la tienda de armas llevaba una 9 mm al cinto y tenía una escopeta Mossberg de cañón corto bajo el mostrador. Con eso disuadía de robar a pandilleros demasiado estúpidos que se atrevieran aun sabiendo quien suele acudir al lugar… algún policía fuera de servicio. El dueño también servía como una especie de confidente, quizá como un extraño tipo de terapeuta social, no muy distinto a un amistoso barman. Los polis entraban, platicaban sobre lo que habían visto y hecho, intentando de esa manera desembarazarse de sus conflictos. El dueño sabía escuchar y apreciaban eso. Ni siquiera era necesario comprar, aunque solían hacerlo, sobre todo después de desahogarse hablando de alguna experiencia perturbadora.
—Bueno, ¿y en qué puedo ayudarla, inspectora?
Ella metió la mano en el bolso y sacó con cautela una Smith and Wesson plateada de 9 mm, en lugar de extraerla de la funda de la cintura, donde acostumbraba llevarla. El arma estaba en una bolsa de plástico sellada con cinta roja y marcada con la palabra «prueba».
—Balística me ha devuelto esto hoy —dijo.
El tipo asintió.
—Me la quitaron después de…
Marta hizo una pausa, buscando la palabra correcta. ¿Accidente? ¿Incidente? ¿Incidente accidental? ¿Asesinato?
El exhippie se apresuró a hablar.
—Ya. Es el procedimiento estándar. Igual que en todos los Departamentos tras un tiroteo en el que un agente ha disparado su arma.
—No puedo quedármela —dijo Marta con voz ahogada. Lo que quería decir era: «Ni siquiera puedo tocarla».
Se produjo un breve silencio de comprensión mutua. Él alargó una mano y tomó el arma. Ella se sintió más ligera cuando el arma pasó al otro lado del mostrador.
—¿La misma? —preguntó él—. ¿O algo distinto?
—No la misma. Pero sigo necesitando algo potente…
—Una Beretta 40 —dijo él, interrumpiendo sus palabras con el énfasis necesario para interrumpir también sus pensamientos. Tomó un juego de llaves y abrió una vitrina para sacar una semiautomática negro mate de un estante—. En esencia es lo mismo que la 9 mm. Un poco más pesada, pero con la misma precisión y más potencia.
La mano de Marta vaciló sobre el arma. Tuvo que hacer un esfuerzo para agarrarla.
Distinto color. Distinto peso. Distinto tacto.
Esperaba que tuviera un resultado distinto.
—Bien —dijo—. Me la llevo —apenas la había examinado.
—¿Quiere tenerla a prueba un par de días, inspectora? Vaya a la galería de tiro y practique. Dispare más de un par de cajas de munición —aconsejó el hombre—. Habitúese a ella. Familiarícese. Esto se lo ofrezco a muchos polis que están pensando en cambiar de arma. Vuelva por aquí cuando esté segura de que es la adecuada y haremos todo el papeleo. Tiene que sentirse totalmente segura con esta pistola. Es importante, inspectora.
—No, ésta me va bien —afirmó ella demasiado deprisa. Una parte de ella le decía: «Es vital que conviertas esta arma en una extensión de tu brazo», mientras que la otra parte le decía: «Aléjala y no la toques jamás».
Marta era consciente de esta dicotomía. También de que lo que iba a definir su futuro era su experta habilidad para usar esa pistola. «Nunca volveré a ser la persona que era si no lo consigo», pensó.
El dueño de la tienda se dio la vuelta para tomar un archivador metálico gris de un estante detrás de él. El archivador tenía un cierre con combinación, que marcó rápidamente. Lo abrió y dejó a la vista cientos de fichas en orden alfabético.
—Nunca recuerdo si la tengo en la R o en la J —dijo sonriente.
Tras unos instantes de búsqueda, sacó una ficha con el nombre de Marta, número de placa, rango y Departamento, junto con su domicilio, teléfono y correo electrónico. Ella vio anotada su antigua arma. El hombre tachó la S &W de 9 mm, así como el número de serie y demás detalles identificativos, y los sustituyó por la misma información, pero de la Beretta 40. Anotó la fecha junto a la 9 mm y escribió: «Devuelta» en la ficha.
—¿Quiere que me deshaga de su antigua arma? —preguntó.
—Sí, por favor. No la ponga a la venta. Destrúyala.
—Entiendo, inspectora. Un arma con mala fortuna.
El hombre agarró la bolsa de pruebas con la 9 mm y la guardó en un estante fuera de la vista. Marta notó que se libraba de otro pequeño peso.
Cuando él estaba a punto de devolver su ficha al archivador metálico, le espetó:
—También quiero un arma de apoyo. Algo fiable y pequeño —no estaba segura de dónde procedía aquel deseo repentino. Pero era intenso, casi abrumador. Un arma no era suficiente, aunque no habría podido decir por qué. Echó un vistazo a las vitrinas que tenía delante y a las armas que colgaban de las paredes. Revólveres y automáticas. Rifles semiautomáticos, escopetas, armas militares estilo francotirador: todo un despliegue de fuerza mortífera. Armas que matarían desde kilómetro y medio de distancia o desde un metro. Marta notó que la mano se le iba hacia delante, casi como si aquellas armas fueran magnéticas, como si se sintiera atraída hacia ellas, y tuvo que hacer esfuerzos denodados para contenerse. Las quería todas y ninguna al mismo tiempo. Quería estar segura, protegida, y en ese mismo instante sentía que no lo merecía. La confusión le parecía peligrosa, pero incapaz de dominarla o de resolverla, o incluso de compartimentarla para que quedara oculta en su interior.
Él frunció el ceño.
—¿Está segura? Pensaba que al Departamento no le gustaba que sus inspectores lleven armas de más.
—Sí, estoy segura —replicó ella. No lo estaba.
—Entonces, ¿quiere algo pequeño, que pueda esconder?
—Eso es lo que quiero —Marta se dio cuenta de que el dueño podría haberle ofrecido cualquiera de las armas que tenía en la tienda e independientemente del tamaño, la capacidad, la forma o el diseño, ella le habría dicho: «Sí, eso es lo que quiero: una ametralladora, un lanzamisiles antitanque, un obús, un cañón, una réplica de un mosquete antiguo de la Guerra de Independencia».
Él metió la mano bajo el mostrador y sacó un revólver de calibre 38, la versión con el cañón corto del viejo Colt de reglamento de la década de 1920, y se lo ofreció. Comparado con la Beretta que se llevaba y la 9 mm que entregaba, era un arma ligera, como sujetar una pluma.
—En realidad no sirve para acabar con nadie, a menos que lo cargue con sus buenos cartuchos Magnum —le advirtió él—. Pero es pequeño y compacto y se puede llevar en una pistolera de tobillo o en el bolso. Quizá en la guantera del coche. Y es bonito y manejable. Y respondo de su fiabilidad. Puede dejarlo caer en el barro, irse a nadar con oleaje… carajo, puede usarlo como martillo para hacer bricolaje los fines de semana, y seguirá disparando perfectamente a distancias cortas. Este revólver es de un fabricante de calidad, con un acabado realmente bueno, y nunca he tenido ninguna queja, aunque los polis ya casi no lo usan.
—Estupendo. Me la llevo —y pensó: «En el bolso, con el maquillaje y el labial, el monedero y las tarjetas de crédito, la placa y las llaves del coche, al lado de mi bolígrafo y mi bloc de notas; simplemente otro accesorio a la moda para una inspectora moderna y bien preparada».
—Es una buena arma para distancias cortas —dijo el hombre.
Ella pensó: «Un arma para cuando note el aliento de algún asesino en mi mejilla. Un arma para cuando note mi propia respiración».
Esa noche Marta se obligó a pasar una hora delante del espejo del suelo al techo de su dormitorio, después de acostar a su hija de siete años, y cuando estuvo segura de que su madre no la oiría fingiendo empuñar su nueva arma. La Beretta seguía guardada en la mesita de noche. El revólver seguía oculto en el fondo de su bolso. Decidió practicar con una llave inglesa que pesaba más o menos lo mismo que la pistola. Quería que el movimiento de echar la mano al arma, sacarla, cargar y apuntar a dos manos se convirtiera en una segunda naturaleza para ella… como antes. Era como volver a aprender a caminar. «Entrenar la memoria de los músculos —pensó. Incluso colocó un metrónomo cerca para poder contar mejor—. Uno: llevarse ambas manos al costado. La mano derecha desabrocha la solapa de cuero, la izquierda sujeta la pistolera. Dos: la mano derecha saca el arma, con el dedo índice buscando el gatillo, y la izquierda se prepara para el movimiento de deslizar la corredera. Tres: la mano izquierda carga una bala, cae a un lado, afianzando el arma, y la derecha la levanta hasta una posición cómoda en el centro exacto entre los hombros. Las rodillas levemente flexionadas. La vista siguiendo la dirección del cañón. El dedo en el gatillo. Apretar. Y disparar. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo».
Se concentró en mirar hacia dónde apuntaba la llave inglesa.
«Uno… dos… tres… Bang. No más de tres segundos».
El metrónomo seguía: clic, clic, clic.
«Y quizá mi compañero viva. Y quizá yo también».
La luz del atardecer que entraba por la ventana se reflejó en un diploma enmarcado de Yale y le dio en los ojos, distrayéndola. Las preguntas parecían lejanas, amortiguadas, como si alguien gritara algo indescifrable, en una extraña y desconocida lengua, desde muy, muy lejos.
—Bueno, Marta, ¿todavía tienes pesadillas?
No respondió. La pregunta pareció adquirir fuerza e intensidad hasta que súbitamente resonó en su oído.
—Marta. ¿Pesadillas?
—Sí.
—¿A menudo?
—Sí.
—¿Con qué frecuencia?
Ella se tomó un momento para apartarse las ondas de pelo negro de la cara. «Todas las putas noches», pensó.
—¿Podrías describírmelas?
—No sé si quiero hacerlo.
Silencio.
—De acuerdo. Lo intentaré —reflexionó un instante.
El psicólogo policial aguardó sin moverse, lo que estuvo a punto de enfurecerla.
—Una cosa es siempre igual —dijo ella por fin.
—¿Y qué es?
—Siempre me estoy ahogando. O bien bajo el agua, o en una habitación donde no hay aire, o me están metiendo algo por la garganta, y por mucho que me empeño, no logro soltarme. Es como si tuviera las manos atadas. Con cuerdas y cadenas. Eso es lo que me despierta. A veces grito.
—¿Cuerdas y cadenas?
—Sí.
—¿O quizá esposas como las de reglamento?
Ella no respondió. Quería gritar, igual que cuando se despertaba de una pesadilla.
Una pausa. El psicólogo asintió. Tenía las manos delante de él, tocándose la yema de los dedos, como una persona que junta las manos en una plegaria, pero no logra invocar realmente a un poder superior.
—¿Y qué opinas de ésas…? —empezó, pero Marta se apresuró a interrumpirlo.
—Carajo, es evidente. ¿No le parece?
Disfrutó con la palabrota. Le dejó un buen sabor de boca. Intentó averiguar si producía algún efecto en la cara de póquer del psicólogo. No produjo ninguno.
Él no replicó. Pétreo.
—No puedo respirar. Es como si lo que me ocurrió me estuviera asfixiando.
Marta tomó aire bruscamente. Una parte de ella quería llorar. Otra parte quería aullar de rabia y agarrar algo como una lámpara de una mesita y estrellarla furiosamente contra el escritorio del psicólogo… quizá incluso contra la cabeza de él. Se deleitaba con el ruido y el alboroto. Anhelaba oír el sonido de algo al romperse. Era como si se balanceara entre esas dos posibilidades: lágrimas y sollozos frente a explosión e ira.
«Contrólate —se dijo—. Mantén la calma. La compostura. Respira hondo. Todo lo que no pudiste hacer aquella noche».
—¿Piensas en lo que sucedió en el sótano? —preguntó él.
«Cada minuto. No, cada segundo».
—Por supuesto, de vez en cuando. A ver, es normal. Pero comprendo que fue un accidente.
No tenía muchas esperanzas de que el psicólogo se tragara esa mentira. Por un instante, pensó en meter la mano en el bolso, apartar el arma para corta distancia y agarrar los documentos que había llevado consigo. Podía pasárselos al psicólogo por encima de la mesa y decir: «¿Lo ve? Me han exculpado. Al cien por cien. Todo está arreglado. Y ahora me voy de aquí».
—No pretendía matarlo —dijo en cambio.
Lo dijo en tono escueto, esperando que sonara razonable. Que demostrara que lo había superado. Que estaba lista para volver al trabajo. Pero a las palabras les siguió un sollozo ahogado, que ojalá el psicólogo no hubiera percibido.
Otro silencio. En ese preciso instante, Marta tuvo la impresión de que la quietud de la habitación era como el ruido de un martillo neumático taladrando incansablemente. Después de un intervalo que a ella le pareció de diez minutos, pero en realidad fueron diez segundos, el psicólogo hizo una sencilla y contundente observación:
—Por supuesto que no. Pero lo mataste.
En el interior de Marta, voces dispares sonaron como sirenas: «Era mi compañero. Mi amigo. El inspector Tompkins era el tipo que me enseñó a ser inspectora de Narcóticos. Éramos colegas. Fue un accidente. Estaba oscuro. Era de noche. Estaba más negro que la noche. Era como estar al borde de un hoyo en la tierra. Sabíamos que el traficante iba armado. Ya nos había disparado dos veces. Seguimos el procedimiento, pedimos refuerzos. Seguramente deberíamos haber esperado. Jamás deberíamos haber bajado a aquel sótano. Pero se nos iba a escapar y teníamos un subidón de adrenalina. Llevábamos semanas trabajando en aquel caso y no podíamos permitir que se esfumara sin más. Seguramente no deberíamos habernos separado, pero no sabíamos dónde estaba él. Dentro. En alguna parte. Oculto. Empuñando un arma. Drogado hasta las putas cejas y dispuesto a morir. ¿Ha estado alguna vez en un fumadero de crack, doctor? ¿Ha visto alguna vez a alguien colocado con polvo de ángel? No tuve tiempo para pensar. Oí el ruido: alguien cargaba su arma. Uno no sabe lo aterrador que es ese sonido hasta que lo oye en la oscuridad. Creí que iba a morir. No me di cuenta de que era el inspector Tompkins hasta después de disparar. Eso fue lo que determinó el comité de investigación. No soy culpable. Carajo, si esa escoria se hubiera rendido cuando se lo ordenamos, no habría pasado nada de todo esto. Nada de todo esto. Nada de todo esto».
Esta mentira resonó como un eco en el profundo abismo de su interior.
«No, no es una mentira. Es la verdad».
En el opresivo silencio de la consulta del psicólogo, Marta ya no distinguía la diferencia entre ambas cosas. El recuerdo la asfixiaba. Notó que le brotaban lágrimas de los ojos y se le humedecían las mejillas. Estaba confusa, no podía creer que esas lágrimas fueran suyas. Pero no sabía qué otra persona podía estar llorando en la consulta del psicólogo. Dos Martas: una dura, otra débil. Una dispuesta a enfrentarse con cualquier problema, otra que quería huir y esconderse. Sabía que debía ser una o la otra. No sabía cuál.
El psicólogo le tendió un pañuelo desechable y echó un vistazo al reloj de su mesa.
—Creo que deberíamos volver a hablar sobre esto. Pero lo siento, hoy se nos ha acabado el tiempo. Tengo otro paciente.
Marta asintió. Luego recogió su bolso. «¡Qué estúpida soy! —pensó—. ¿De verdad creías que todo acabaría enseñándole al loquero todos esos documentos que afirman que legalmente no eres culpable?».
Se leva
