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Sálvate, la vida te espera

Boris Cyrulnik

Fragmento

1. La guerra a los seis años

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La guerra a los seis años

He nacido dos veces.

La primera vez no estaba allí. Mi cuerpo vino al mundo el 26 de julio de 1937 en Burdeos. Me lo han contado, y estoy obligado a creerlo ya que no guardo ningún recuerdo.

Mi segundo nacimiento está grabado en mi memoria. Una noche fui arrestado por unos hombres armados que rodeaban mi cama. Venían a buscarme para matarme. Mi historia nace aquella noche.

LA DETENCIÓN

A los seis años, la palabra «muerte» todavía no tiene su significado. Hay que esperar uno o dos años para que la representación del tiempo dé paso a la idea de una parada definitiva, irreversible.

Cuando madame Farges dijo: «Si le dejan vivir, no le diremos que es judío», sentí un gran interés. De modo que esos hombres querían que yo no viviera. Esta frase me permitía entender por qué me habían apuntado con el revólver cuando me despertaron: linterna en una mano, revólver en la otra, sombrero de fieltro, gafas oscuras, cuello del gabán levantado, ¡qué escena tan sorprendente! De modo que es así como se vestía uno cuando quería matar a un niño.

Estaba intrigado por el comportamiento de madame Farges, que, en camisón, amontonaba mi ropa en una pequeña maleta. Fue entonces cuando dijo: «Si le dejan vivir, no le diremos que es judío». Yo no sabía en qué consistía ser judío, pero me acababa de enterar de que bastaba no decirlo para que te permitieran vivir. ¡Fácil!

Un hombre que parecía ser el jefe respondió: «Hay que hacer desaparecer a esos niños, de lo contrario se convertirán en enemigos de Hitler». Así que estaba condenado a muerte por un crimen que cometería en el futuro.

El hombre que nació en mí aquella noche fijó en mi alma esta puesta en escena: revólveres para matarme, gafas oscuras por la noche, soldados alemanes con el fusil al hombro en el pasillo y, sobre todo, esa enigmática frase que revelaba mi condición de futuro criminal.

Concluí de inmediato que los adultos no eran serios y que la vida era apasionante.

No me creerán si les digo que tardé mucho en descubrir que aquella noche increíble yo tenía seis años y medio. Tuve que recurrir a referencias sociales para saber que aquel acontecimiento había tenido lugar el 10 de enero de 1944, fecha de la redada de los judíos bordeleses. Para ese segundo nacimiento, necesité la aportación de hitos externos a mi memoria1 para poder comprender qué había sucedido.

El año pasado la RCF, una radio cristiana, me invitó a ir a Burdeos para participar en un programa literario. Al acompañarme a la salida, la periodista me indicó: «Coja la primera calle a la derecha y al final verá la parada del tranvía que le llevará a la place des Quinconces, en el centro de la ciudad».

Hacía buen tiempo, el programa había sido agradable, me sentía relajado. De pronto, me sorprendió la aparición súbita de una serie de imágenes que me iban dominando: la noche, la calle, el cordón de soldados alemanes armados, los camiones entoldados aparcados a lo largo de las aceras y el coche negro en el que me introdujeron a empellones.

Hacía buen tiempo, me estaban esperando en la librería Mollat para otra entrevista. ¿Por qué ese repentino retorno de un pasado lejano?

Al llegar a la parada leí lo siguiente grabado en la piedra blanca de un gran edificio: «Hôpital des Enfants Malades». Inmediatamente recordé la prohibición de Margot, la hija de madame Farges: «No vayas a la calle del Hôpital des Enfants Malades, hay mucha gente, podrían denunciarte».

Estupefacto, volví sobre mis pasos y descubrí que acababa de cruzar la rue Adrien-Baysselance. Había pasado por delante de la casa de madame Farges sin darme cuenta. No había vuelto a verla desde 1944, pero un indicio, la hierba entre los adoquines separados o el estilo de las escaleras, había activado en mi memoria el retorno del escenario de mi detención.

Incluso cuando todo va bien, basta un indicio para reavivar un rastro del pasado. La vida diaria, las relaciones, los proyectos sepultan el drama en la memoria, pero a la menor evocación —la hierba entre los adoquines, una escalera mal construida— puede surgir un recuerdo. Nada se borra, simplemente creemos haber olvidado.

En enero de 1944, yo no sabía que debería vivir con esta historia. De acuerdo, no soy el único que ha pasado por la experiencia de una muerte inminente: «Yo viví la muerte, se convirtió en una experiencia de mi vida…»,2 pero a los seis años todo deja huella. La muerte se graba en la memoria y se convierte en un nuevo organizador del desarrollo.

LOS RECUERDOS QUE DAN SENTIDO

La muerte de mis padres no fue para mí un hecho memorable. Estaban allí, y luego dejaron de estarlo. No conservo la huella de su muerte, pero su desaparición me marcó.3 ¿Cómo se puede vivir con ellos y luego, de repente, sin ellos? No se trata de un sufrimiento; en el desierto no se sufre, sencillamente se muere.

Conservo recuerdos muy nítidos de mi vida familiar antes de la guerra. Empezaba apenas la aventura de la palabra, puesto que tenía dos años, y sin embargo todavía guardo recuerdos de imágenes. Me acuerdo de mi padre leyendo el periódico apoyado en la mesa de la cocina. Me acuerdo del carbón amontonado en medio de la habitación. Me acuerdo de los vecinos del rellano, a cuya casa acudía a admirar la carne que se asaba en el horno. Recuerdo la flecha de goma que mi tío Jacques, de catorce años, me disparó en la frente. Recuerdo que grité con todas mis fuerzas para que le castigaran. Recuerdo que la paciencia de mi madre se agotaba esperando que me pusiera los zapatos yo solo. Recuerdo los grandes barcos en los muelles de Burdeos. Recuerdo a los hombres que desembarcaban sobre sus espaldas enormes racimos de plátanos y recuerdo otras mil escenas sin palabras que, todavía hoy, estructuran mi representación de antes de la guerra.

Un día, mi padre llegó a casa vestido de uniforme y me sentí muy orgulloso. Según los archivos, se había alistado en el «Regimiento de marcha de voluntarios extranjeros», tropa compuesta por judíos extranjeros y republicanos españoles. Combatieron en Soissons y sufrieron enormes bajas.4 En aquella época, no podía saberlo. Hoy diría que estaba orgulloso de tener un padre soldado, pero que no me gustaba su gorra, cuyas dos puntas me parecían ridículas. Yo tenía dos años: ¿realmente lo viví o lo he visto en una fotografía después de la guerra?

El encadenamiento de los acontecimientos da sentido a este hecho.

Primera escena: el ejército alemán desfila por una gran avenida cerca de la rue de la Rousselle. Es imponente. El ritmo de los soldados marcando perfectamente el paso produce una impresión de poder que me fascina. La música abre la marcha y unos grandes tambores situados a ambos costados de un caballo marcan el compás con un estruendo maravilloso. Un caballo resbala y se cae, los soldados lo levantan, se restablece el orden. Es una representación espléndida. Me extraña que a mi alrededor algunos adultos estén llorando.

Segunda escena: estamos en correos con mi madre. Los soldados alemanes se pasean por la ciudad en pequeños grupos, sin armas, sin gorra, incluso sin cinto. Me parece que tienen un aspecto menos guerrero. Un soldado busca en los bolsillos y me tiende un puñado de caramelos. Mi madre me los arrebata con violencia y se los devuelve al soldado insultándole. Admiro a mi madre y lo siento por los caramelos. Mi madre me dice: «No hay que hablar nunca con un alemán».

Tercera escena: mi padre está de permiso. Paseamos por los muelles del Garona. Mis padres se sientan en un banco; yo juego con una pelota que rueda hacia otro banco, donde están sentados dos soldados. Uno de ellos recoge la pelota y me la tiende. Primero la rechazo, pero como está sonriendo, la acepto.

Poco después mi padre regresó al ejército. Mi madre no volvería a verlo. Mi memoria se aletargó.

Mis recuerdos regresarían más tarde, cuando Margot fue a buscarme a la Asistencia. Mis padres habían desaparecido. Entonces recuerdo que hablé con esos soldados a pesar de la prohibición, y ese encadenamiento de recuerdos me llevó a pensar que, si mis padres estaban muertos, era porque en la conversación se me debió de escapar nuestra dirección.

Cómo puede explicarse un niño la desaparición de sus padres, si no sabe que existen leyes antisemitas y que la única causa posible es la transgresión de la prohibición: «No hay que hablar con los alemanes». El encadenamiento de esos fragmentos de memoria es lo que da coherencia a la representación del pasado. Ordenando unos pocos recuerdos dispersos, saqué la conclusión de que habían muerto por mi culpa.

En una quimera todo es verdadero: el vientre es de un toro, las alas de un águila y la cabeza de un león. Sin embargo, ese animal no existe. O, mejor dicho, solo existe en la representación. Todas las imágenes almacenadas son verdaderas. Lo que organiza los recuerdos para convertirlos en una historia es el hecho de recomponerlos. Cada acontecimiento grabado en la memoria constituye un elemento de la quimera de uno mismo.

Solo acumulaba recuerdos cuando había vida a mi alrededor. Mi memoria se extinguió cuando mi madre se extinguió. Sin embargo, en el parvulario de la rue Pas-Saint-Georges vivíamos intensamente. Margot Farges, la maestra, representaba con sus pequeños actores de tres años la fábula de El cuervo y el zorro. Todavía recuerdo la perplejidad que me causaba el verso: «El señor cuervo sobre un árbol posado…». Me preguntaba cómo se podía posar un árbol y poner en él un cuervo, pero eso no me impedía entregarme en cuerpo y alma a mi papel de señor cuervo.

Estaba especialmente indignado porque había dos niñas que se llamaban Françoise. Cada niño, creía yo, ha de ser designado con un nombre que no se parezca en nada a otro. Me parecía que poner el mismo nombre a varias niñas era una desconsideración hacia su personalidad. ¡Empezaba mi formación psicoanalítica!

LLAMARSE JEAN BORDES (¿O LABORDE?)

En casa, una no-vida aletargaba nuestras almas. En aquella época, cuando los hombres se alistaban en el ejército, las mujeres solo podían contar con la familia. En 1940 no había ayudas sociales. Ahora bien, la familia parisina de mi madre había desaparecido. Una hermana menor, Jeannette, de quince años, también desapareció. No había rastro de detención, ni de redada, nada, de repente dejó de estar allí. «Desaparecida» es la palabra.

Tampoco había ninguna posibilidad de trabajar, estaba prohibido. Conservo un vago recuerdo de mi madre vendiendo objetos de la casa en un banco de la calle.

Tengo una enorme laguna en la memoria entre 1940 y 1942. Ignoraba las fechas y durante mucho tiempo me hice un lío con la representación del tiempo. «Tenía dos años cuando fui detenido… no, es imposible, debía de tener ocho años… no, la guerra ya había terminado.» Ciertas imágenes de una precisión sorprendente persistían en mi memoria incapaz de situarlas en el tiempo.

Hace poco me enteré de que mi madre me llevó a la Asistencia pública la víspera de su detención, el 18 de julio de 1942. No tengo ganas de comprobarlo. Alguien debió de avisarla. Jamás pensé que me hubiera abandonado. Me llevó allí para salvarme. Luego regresó a casa, sola, a un piso vacío, sin marido, sin hijo. Fue detenida por la mañana. No siento deseos de pensar en ello.

Debí de permanecer un año en la Asistencia, no lo sé. No guardo ningún recuerdo. Mi memoria retornó el día en que Margot vino a buscarme. Para ganarse mi confianza, había traído una caja de terrones de azúcar y me los iba dando regularmente, hasta el momento en que dejó de hacerlo diciendo: «Se acabó». Creo que fue en un vagón procedente de no sé dónde que se dirigía a Burdeos.

Con la familia de Margot mi memoria cobró vida. Monsieur Farges, inspector de educación, amenazaba con «montar en cólera». Yo hacía ver que estaba impresionado. Madame Farges le reprochaba a su hija: «Podrías habernos avisado de que ibas a buscar a este niño a la Asistencia».

Suzanne, la hermana de Margot, profesora en Bayona, me enseñaba a leer las horas en el gran reloj del salón y a comer como un gato, me decía, a suaves lametazos, y no como un perro que se lo traga todo de golpe. Creo que le dije que no estaba de acuerdo.

Los Farges celebraban extrañas reuniones en torno a un gran aparato de radio por el que se oía: «Las uvas todavía están verdes… repito… las uvas todavía están verdes», o: «El osito ha enviado un regalo a la mariposa… repito…». Una especie de pitido impedía a veces entender bien estas palabras. No sabía que a eso lo llamaban Radio Londres, pero me parecía poco serio reunirse en torno a un aparato de radio para escuchar con tanta solemnidad frases divertidas.

En aquella familia me habían asignado algunas misiones: cuidar un trocito de jardín, ayudar a limpiar el gallinero e ir a buscar la leche que distribuían en una puerta cochera, cerca del hospital des Enfants Malades. Con estas actividades pasaba el tiempo, hasta que un día madame Farges dijo: «A partir de ahora te llamarás Jean Bordes. ¡Repite!».

Probablemente lo repetí, pero no entendía por qué debía cambiar de nombre. Una mujer que a veces iba a ayudar a madame Farges en los trabajos de la casa me explicó amablemente: «Si dices tu nombre, morirás. Y los que te quieren morirán por tu culpa».

Los domingos, Camille, el hermano de Margot, se sumaba a la mesa familiar. En cuanto aparecía, todos reían. Un día se presentó vestido de scout con un joven acompañante. Ese amigo, educado, reservado, con el pelo rizado como un cordero, se mantenía en segundo plano y sonreía cuando Camille hacía reír a su familia llamándome «el pequeño abordo», y preguntándome: «¿Qué abordas, Jean?».*

Nunca he conseguido acordarme del nombre bajo el que me ocultaba: ¿Bordes?… ¿Laborde? Nunca lo he sabido. Mucho más tarde, cuando era residente de neurocirugía en el hospital de La Pitié, en París, había un joven médico que se llamaba Bordes. Estuve a punto de decirle que su nombre era el mismo con el que me había ocultado durante la guerra. Pero luego me callé. «¿Tal vez era Laborde?», pensé. Además, ¡tendría que haber dado tantas explicaciones!

Dos años después de la Liberación, cuando en la escuela me devolvieron mi nombre, tuve la constatación de que la guerra había terminado.

Mi tía Dora, la hermana de mi madre, me había recogido. El país estaba de fiesta. Los norteamericanos marcaban la pauta. Eran jóvenes y delgados y, en cuanto aparecían, la alegría entraba con ellos en las casas. Sus carcajadas, su acento divertido, sus relatos de viajes y sus proyectos de vida me fascinaban. Aquellos hombres repartían chicles y organizaban orquestas de jazz. A las mujeres lo que más les interesaba eran las medias de nailon sin costura y los cigarrillos Lucky Strike. Un joven norteamericano que llevaba unas gafitas redondas decidió que Boris no era un nombre adecuado, que sonaba demasiado a ruso. Me llamó Bob. Ese nombre aportaba luz, significaba «retorno a la libertad». Todos aplaudieron y yo lo acepté encantado.

Hasta que fui estudiante de medicina no quise que me llamaran Boris. En aquel momento tuve la impresión de que ese nombre podía ser pronunciado lejos de los oídos de Dora, sin riesgo de herirla. Para ella seguía siendo el nombre del peligro, mientras que Bob era el del renacimiento, de la fiesta con los norteamericanos, nuestros libertadores. Entre los jirones de mi familia todavía seguía escondido, pero lejos de ellos podía convertirme en yo mismo y hacer que me representaran tal como era, con mi verdadero nombre.

Después de la visita de los dos scouts, la vida también se apagó en casa de Margot. Una noche me despertaron gritos y luces. Monsieur Farges había muerto mientras dormía. Madame Farges se tornó sombría, Suzanne se iba a dar clases a Bayona y Margot desaparecía el lunes por la mañana para ocupar su plaza de maestra en Lannemezan, me parece. La casa se volvió silenciosa, sin movimiento, sin radio divertida, sin visitas. Fue suficiente con que me llamara Bordes (¿o Laborde?) para no poder ir más a buscar la leche; era peligroso, corría el riesgo de que me denunciaran… ¿Denunciarme?

Un día se presentó una señora que no conocía. «Te llevará a ver a tu padre», dijo Margot. ¿Mi padre? Creía que había desaparecido. Ni alegría ni pena, estaba aletargado. Aquel mundo no tenía coherencia. La mujer llevaba sobre el pecho izquierdo una estrella de tela amarilla, brillante, ribeteada de negro, que me parecía muy bonita. Margot dijo señalando la estrella: «¿Qué va a hacer con esto?». «Me las apañaré», respondió la mujer.

El viaje transcurrió en silencio, un largo trayecto monótono hasta llegar al campo de Mérignac. Al ver que se acercaban los soldados que vigilaban la entrada del campo, la mujer desplegó el chal y lo sujetó con un imperdible al abrigo para ocultar la estrella. Mostró unos papeles y nos dirigimos hacia un campamento de barracones. Allí me estaba esperando un hombre, sentado sobre una cama de madera. Apenas reconocí a mi padre. Lógicamente, debió de pronunciar algunas palabras. Nos marchamos.

Mucho tiempo después de acabar la guerra, recibí su cruz de guerra, con un certificado firmado por el general Huntziger: «Valiente soldado… herido frente a Soissons». Por esa razón mi padre permaneció sentado. Había sido detenido en la cama del hospital, por orden de la prefectura, y conducido al campo de Mérignac, desde el que dirigían a los prisioneros a Drancy, y luego a Auschwitz.

Al día siguiente oí cómo Margot explicaba en voz baja que, al llegar a su casa, a la farmacéutica (ese era el oficio de la señora) la esperaba la Gestapo. Saltó por la ventana.

Hablar era peligroso, porque te exponías a morir. Callar era angustioso, porque no se sabía de dónde venía la amenaza, cuyo peso se sentía. ¿Quién iba a denunciarme? ¿Cómo podía protegerme? Pensé que sería responsable de la muerte de los Farges, porque eran amables conmigo.

La casa se tornó sombría y muda. No hubo vida en ella durante meses. Yo tenía seis años, no sabía leer ni escribir, no había radio, ni música, ni compañeros, ni palabras. Daba vueltas alrededor de la mesa del salón, donde permanecía encerrado. El mareo me tranquilizaba y me proporcionaba una curiosa sensación de vida. Cuando me sentía cansado por haber estado dando vueltas mucho tiempo, me estiraba sobre el sofá y me lamía las rodillas. Cuando en 1993 estuve en Bucarest con Médicos del Mundo, observé el mismo comportamiento autocentrado en los niños abandonados y aislados sensorialmente.

Quizá por eso viví mi detención como una fiesta. ¡El retorno a la vida! No me asustaban los cordones de soldados ni los camiones alineados que cerraban el paso a la rue Adrien-Baysselance. Hoy, en cambio, esta situación me parece pintoresca: ¡un ejército para detener a un niño!

Lo que más me impresionó fue que dentro del coche al que me habían empujado había un hombre llorando. Me fascinaba su nuez de Adán por su prominencia y movimiento.

Delante de la sinagoga nos colocaron en fila. En cuanto cruzamos el umbral, nos dirigieron hacia dos mesas. Un oficial calzado con botas de cuero y con las piernas separadas estaba de pie entre ambas, como en una mala película. Creo recordar que nos orientaba hacia una u otra mesa con una varilla. ¿Qué significaba esta elección? Oí que decían: «Hay que decir que estás enfermo. Nos dirigirá a la mesa donde te apuntan para ir al hospital». «De ningún modo. Hay que decir que estás sano para que te envíen al STO,5 y trabajar en Alemania», decían otros.

Al cruzar el umbral, vi detrás de la mesa de la fila de la izquierda al scout de pelo rizado como un cordero, el amigo de Camille. Me aparté de la fila para dirigirme hacia él. En cuanto me vio, dio un respingo, la silla cayó al suelo y salió dando grandes zancadas.

Entonces supe que era él quien me había denunciado.

DESOBEDECER PARA ESCAPARSE

La sinagoga estaba abarrotada. Recuerdo que había gente en el suelo, amontonada contra la pared para dejar caminos de paso. Recuerdo a una mujer gorda que buscaba a los niños para reunirlos sobre una manta tendida en el suelo. Hoy me digo que desconfié de aquella mujer y de su manta. ¿Realmente era esto lo que sentí aquella noche de enero de 1944? Sobre aquella manta, algunos niños intentaban dormir. A su lado, sobre un par de sillas, había unas cajas de cartón que contenían leche condensada. Lo sé porque me la dieron. Recuerdo que pedí uno o dos botes y luego fui a sentarme con ese tesoro en un sillón rojo bastante apartado, apoyado contra una pared.

De vez en cuando se abría la puerta, y la luz y el frío entraban junto con una cohorte de recién llegados. Se apuntaban en una de las dos mesas y luego buscaban un rincón para sentarse. Nos despertaban regularmente para que formáramos una cola entre dos filas de alambradas, en medio de la sinagoga. Había que dar el nombre y a cambio te entregaban un bol de café muy caliente. Un adulto me reclamaba el café cada vez.

Un soldado con un uniforme negro se sentó junto a mí. Me enseñó la fotografía de un niño de mi edad, tal vez su hijo. Al comentar la fotografía, aquel hombre me dio a entender que me parecía al niño. Se marchó sin una sonrisa. ¿Por qué conservo un recuerdo tan claro de esa escena? ¿Porque la extrañeza la fijó en mi memoria? ¿Porque todavía tengo la impresión de que es importante? Para no vivir en el miedo, ¿necesitaba pensar que incluso entre los perseguidores había un ápice de humanidad?

Ya no iba a buscar los botes de leche condensada, me los traía una enfermera. ¿Cómo iba vestida? Probablemente de enfermera, porque recuerdo con claridad que era una enfermera. Todavía veo su rostro, que me parecía muy hermoso, sus cabellos rubios y los botes de leche condensada que me traía. Creo recordar que la abracé. A menudo abandonaba mi sillón para ir a explorar la sinagoga. Seguía a los jóvenes que pretendían escapar. Había comprendido sus intenciones porque eran los únicos que miraban hacia arriba, hacia las ventanas. Uno de ellos dijo: «En los meaderos la ventana está demasiado alta, es muy pequeña y tiene rejas».

Había dos hombres junto a la puerta que no se comportaban como prisioneros. Calculaban la cantidad de gente que había, y el que iba vestido con ropa de trabajo dijo: «Tenemos órdenes de meter a los niños en vagones salados». A los seis años no conocía el significado de la palabra «sellado».* Creí que iban a meter a los niños en vagones salados y que sin duda era una cruel tortura. Tenía que salvarme. Miré hacia arriba, imposible, demasiado alto. Volví a los lavabos para ver si la ventana era realmente inaccesible. Hubo un gran trajín en la sinagoga. Detrás de la puerta de un retrete, unas planchas clavadas dibujaban una Z. Conseguí trepar sin demasiada dificultad. Creo que apoyé las piernas en una pared y la espalda en la otra. Me sorprendió constatar que podía sostenerme sin esfuerzo. En la sinagoga el ruido era intenso. Un hombre vestido de paisano entró y abrió una por una las puertas de los retretes. No levantó la cabeza. El ruido se había mitigado. Entró un soldado que comprobó de nuevo los retretes. Si hubiera mirado hacia arriba, habría visto a un niño atrapado bajo el techo. Esperé a que se hiciera el silencio y me dejé caer. La sinagoga ya estaba vacía. Por el gran portón abierto entraba el sol. Recuerdo cómo revoloteaba el polvo entre los rayos de luz. Me pareció muy hermoso. Varios hombres de paisano hablaban en corro. Pasé junto a ellos, tengo la impresión de que me vieron, pero no dijeron nada, y yo salí.

En la calle, los coches se alejaban. Algunos soldados dispersos al pie de las grandes escaleras guardaban las armas. La guapa enfermera me hizo señales desde una ambulancia. Bajé corriendo las escaleras y me metí de un salto debajo de un colchón en el que una mujer agonizaba. Un oficial alemán subió a la ambulancia y examinó a la moribunda. ¿Me vio debajo del colchón? Fuera como fuese, dio la señal de partida.

Cuando de niño recordaba esa escena, me decía a mí mismo que me había visto. Parece extraño. No estoy seguro. ¿Tal vez necesitaba ese recuerdo para ayudarme a creer que el mal no es inexorable? ¿Como el soldado de negro con la fotografía de su hijo? Eso permite albergar esperanzas, ¿no?

Más tarde, al encadenar los recuerdos, me veo en un gran comedor casi desierto. Estoy rodeado de adultos, estalla una fuerte discusión con el jefe de cocina. ¿Cómo podía saber que era el jefe de cocina? ¿Tal vez porque otros cocineros que estaban más alejados, en la sala, bajaban la cabeza y no hablaban? El jefe grita: «No quiero a este niño aquí, es peligroso». Me piden que me meta en una gran marmita. Me dicen que no salga. Soy peligroso, ¿no?

Cuando recibimos la autorización para irnos, la enfermera se dirigió a la cantina de la facultad de derecho, donde conocía a un estudiante, que propuso esconderme unos días.6

Todavía recuerdo la forma de la cara del cocinero. Era un hombre rechoncho, de cabello negro ya escaso, con un delantal doblado sobre la barriga. Grita, luego acepta que permanezca en la marmita solo unas horas.

Siguiente recuerdo: la camioneta avanza en la noche… me han metido en un saco de patatas en la parte trasera y han colocado otros sacos delante de mí… En un control, los soldados comprueban algunos sacos y no abren el mío… El coche se detiene en la plaza de un pueblo… los adultos llaman a una puerta grande… Una monja con toca asoma la cabeza y dice: «No, no, ni hablar, este niño es peligroso». Cierra de nuevo la puerta gritando.7

Estoy en el patio de una escuela. ¿Desde cuándo? Cuatro o cinco adultos, creo que maestros, me cogen, me colocan una capa sobre los hombros y me piden que me cubra el rostro con la capucha. Gritan para que los niños entren en las clases, me rodean para que no me vean, me acompañan hasta un coche que me está esperando, dicen: «¡Rápido, se acercan los alemanes!».

Su reacción me parece estúpida. Veo los rostros de los niños pegados a todas las ventanas. Esta forma de ocultarme me delata y hace que corran peligro. Los adultos no son muy listos.

No he dicho nada. Me siento un monstruo.

UN GRANERO Y UN COMPAÑERO

En Pondaurat volvió la vida. Recuerdo el nombre del pueblo porque después de la guerra, cuando supe que mi tía se llamaba Dora, me sorprendió que un puente llevara su nombre. ¿Acaso lo había comprado?

En aquel pueblo no fui desgraciado. Dormía en el granero sobre una gavilla de paja, junto a otro niño de la Asistencia, mayor, de catorce años. Ese chico hacía que me sintiera muy seguro, me explicaba cómo evitar que el asno nos mordiera con sus grandes dientes amarillos y cómo hacer creer a los adultos que habíamos contado las ovejas cuando volvíamos por la noche: bastaba decir a gritos «ochenta», y asunto resuelto. Sabía afilar la hoz y construir un caminito para evitar el foso de purines que conducía al granero. Me sentía bien al lado de ese grandullón.

Conservo un recuerdo muy nítido del pozo de donde tenía que sacar el agua y del brocal que me causaba espanto, porque me habían explicado que muchas personas habían caído al fondo de aquel pozo y nunca habían podido sacar los cadáveres.

Me gustaban las veladas en que los braceros cenaban con Marguerite, la aparcera, que presidía la mesa. Recuerdo la bombilla lúgubre que pendía sobre la mesa, con su cinta de papel matamoscas donde agonizaban los insectos pegados. Recuerdo esas veladas en las que hacía reír a los comensales poniendo demasiada pimienta en la sopa y gritando luego «¡fuego, bomberos!, para apagar el incendio de mi boca con los vasos de vino que me servían. Todo el mundo se reía, y de este modo podía recuperar un lugar entre los humanos.

La aparcera tenía modales bruscos. Rara vez pasaba junto a nosotros sin amenazarnos con un golpe de bastón. Un golpe no es un trauma. Un golpe duele, y nada más. En cambio, volvían a mi mente, como en una película interior, las imágenes de mi detención en casa de Margot, el encierro en la sinagoga, la mujer que moría sobre mí, la marmita y la monja que me abandonaba en la noche gritando que yo era peligroso.

Además del Grandullón y del Chiquitín, que era yo, había en aquella granja una niña: Odette la Jorobada. Trabajaba en silencio, evitaba a todo el mundo y dormía en una habitación de verdad, con sábanas blancas y cortinas de encaje. Yo creía que así era como dormían los niños: las chicas en las camas y los chicos sobre la paja. No me escandalizaba. Me perturbaban más los pequeños gestos que humillaban a la Jorobada. Cuando los jornaleros regresaban del trabajo, tenía que ayudarles a quitarse los zuecos. Para evitar las ampollas, los rellenaban de paja, que se iba hinchando con el sudor de la jornada. Cuando el hombre regresaba, se dejaba caer en una silla cerca de la puerta. La niña se agachaba delante de él y tiraba del zueco. A menudo el jornalero ponía el otro pie en el pecho de la Jorobada y, cuando el zueco salía de golpe, la niña caía patas arriba, se le veían las bragas y todos se reían. La Jorobada no decía nada. No me gustaba ese juego.

Algo despertó la huella del pasado. Un día el Grandullón me dijo: «Venga, Chiquitín, vamos a pescar». ¡Más felicidad! Nos instalamos sobre un saliente de piedra que formaba una especie de remanso al pie de un puente y nos pusimos a pescar. El agua en calma espejeaba. Me dormí y cuando me desperté, me estaba hundiendo. Recuerdo haber pensado: «Es una pena morir ahora que volvía a ser feliz». Cuando recobré el conocimiento, ¡estaba en la cama de la Jorobada! Marguerite la brusca le había dicho a Odette: «Déjale tu cama esta noche, con lo que le ha pasado». Dormí entre sábanas contemplando con admiración la ventana con cortinas de encaje. ¡Qué felicidad!

Poco tiempo después, en la plaza del pueblo, unos muchachos comenzaron a hostigarme. Me miraban con desprecio, veía la maldad en sus ojos, comprendía que hablaban mal de mí, pero no sabía qué decían. Uno de ellos alzó la voz lo suficiente para que pudiera oírle: «Con los judíos siempre pasa lo mismo. Nunca dan las gracias». Entonces comprendí que había sido su padre quien me había sacado del agua, pero ¿cómo querían que lo supiera? No le conocía y además había perdido el conocimiento. También comprendí que los niños del pueblo sabían que era judío, ¿cómo lo habían sabido? ¿Cómo sabían cosas de mí que yo desconocía?

En Castillon-la-Bataille, debía de tener siete años. En esa época mi memoria se extiende en el tiempo. Ya no está compuesta de simples flashes, como esas breves imágenes de antes de la guerra, ni tampoco de escenas cortas, sino que se convierte en una verdadera película sobre mí, en el sentido teatral de la palabra. Me veo durmiendo en un catre en el pasillo de la casa del director de la escuela. Yo no iba al colegio, pero podía jugar en el patio cuando los alumnos ya se habían ido. Paseaba por el pueblo, donde encontré a mi primer amigo y a mi primer amor.

Se llamaba Françoise, como todas las niñas. Era morena, tenía los ojos azules y los dientes de delante separados. Me gustaba mucho estar a su lado, simplemente verla y hablar con ella. Es curiosa la heterosexualidad; ya en el parvulario de la rue Pas-Saint-Georges, en Burdeos, buscaba a las niñas para hablar con ellas. El patio de la escuela estaba virtuosamente dividido en dos por una reja, los niños a un lado, las niñas al otro. Me acercaba a la reja para decirles

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