Tú eres la noche

Francesc Miralles

Fragmento

ellas

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¿Qué te sucedería si no volvieras a ver la luz del sol?

Descubre Tú eres la noche, la nueva novela juvenil de Francesc Miralles.

Rai conoce por accidente las Catacumbas del Amor, un club clandestino que frecuentan los que han decidido rebelarse contra la luz diurna, viviendo exclusivamente de noche. Entre ellos está Lucía, una chica de dieciocho años con tendencias autodestructivas por la que Rai se siente eléctricamente atraído. Una semana es el tiempo mínimo para ser un iniciado. Dos semanas da acceso a La Jaula de la Oscuridad, un pozo bajo las Catacumbas donde reina la negrura absoluta y es posible entregarse a la prueba definitiva.

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Me entregué a las tinieblas:

caí por la escalera en espiral,

haciendo acrobacias en el vacío

hasta llegar al fondo del abismo,

y era un lugar suave.

ROLAND S. HOWARD

cap-1

Blanco cegador

Recuerdo muy bien la última vez que vi la luz del sol. Fue en el parque del Laberinto, cuando el sol de principios de agosto se encontraba en lo más alto del cielo.

Allí tendría lugar mi última cita con Astrid.

Solo hacía un año que nos conocíamos, pero nuestra relación era una guerra sin fin de reproches y abandonos. Ella nunca estaba contenta con nada y, además, cambiaba de idea continuamente. A las broncas constantes había que sumar sus repentinas desapariciones.

Cuando teníamos unos días de calma, en los que todo parecía funcionar, de golpe dejaba de contestar a mis llamadas y mensajes. A veces durante una semana entera. Luego regresaba como si nada hubiera sucedido. Si le preguntaba dónde o qué había hecho, se limitaba a responder:

—Estoy aquí, contigo. ¿Por qué no estás por mí y dejas de quejarte?

—¡¿Que yo me quejo?! ¿Cómo puedes decir eso?

Si la rebatía, se lo tomaba como un ataque personal y podía castigarme con varias horas de silencio.

Hasta que un día, sin saber bien cómo, me sentí agotado.

Me había costado mucho tomar aquella decisión pero allí estábamos, en el lugar de la primera cita. Pese a que llevaba meses cargándome de razones, su belleza casi irreal y la atracción que ejercía sobre mí me mantenían sujeto a su nocivo campo de fuerza.

La voz me tembló al decirle:

—Creo que necesitamos una pausa, Astrid.

A continuación, le expliqué atropelladamente por qué «lo nuestro» era un desastre y que lo mejor sería dejarlo por un tiempo y ver qué pasaba.

Contra todo pronóstico, en lugar de saltar como una fiera, siguiendo su costumbre, reaccionó con un tono de voz extrañamente sereno:

—Rai, amar es elegir con quién quieres pelearte.

Nos contemplamos un instante en silencio, turbados ante lo que ambos ya sabíamos: no había vuelta atrás. Por un momento tuve la sensación de que no nos conocíamos, de haber vuelto a la timidez del primer día, justo antes de besarnos en el parque del Laberinto.

Sin decir nada más, Astrid se quitó su collar de cuentas rojas y me lo entregó.

—Te lo regalé cuando llevábamos un mes saliendo —dije, dolido, al tomarlo en mis manos.

—Ya... Tiene treinta cuentas, una para cada día. Nuestros primeros treinta infiernos. Porque lo ves así, ¿verdad?

—Eso lo dices tú...

Astrid me fulminó con sus ojos azul cobalto, que eran fríos como su corazón. Se mordió el labio con resentimiento antes de contestar:

—Eres tú quien ha decidido no seguir luchando por lo nuestro.

—Lucharía si supiera lo que es —me defendí—. ¿Cuántas veces me has dejado tirado sin darme explicaciones?

—No lo sé.

—Yo tampoco. Por eso nos conviene una pausa. Unas semanas para pensar nos harán bien.

—¿Qué es lo que hay que pensar? —La tensión en el rostro revelaba su combate, guiada por el orgullo, para no llorar—. Esto no va de pensar, sino de sentir. Pero ya veo que no sientes nada por mí.

Mi cabeza se inclinó, movida por un invisible peso, sobre mi mano, que contenía aquellas cuentas de color sangre. Sentí que la rabia me invadía y, por un momento, tuve ganas de arrojarle el collar a la cara. Pero en vez de eso le solté:

—Tú también me hiciste un regalo aquel día. Un cuaderno con tus notas sobre nuestros primeros treinta días juntos. No sabía que había que devolver los regalos —añadí con sorna.

—Puedes tirar ese cuaderno a la basura.

Esta última estocada me hirió en lo más profundo. La agarré suavemente por el brazo para obligarla a mirarme. Sus ojos eran dos piedras heladas bajo la planicie blanca de su frente, atravesada por un mechón rojo como un río de fuego.

—Déjame, Rai, ya no somos nada.

Al hacer lo que me pedía, ella dio un paso atrás y, mirándome por última vez, sentenció:

—Y ahora, que cada cual busque su propia salida del laberinto. Yo me quedaré aquí. Tú te vas primero.

—¿Así, sin más?

—Tú lo has querido. Todo ha terminado.

Respiré hondo antes de pronunciar la despedida más desafortunada, aunque me salió del alma:

—Vete a la mierda.

Astrid ni siquiera se inmutó.

Media hora después llegaba al puente de Vallcarca bajo un sol que me hería con su blanco cegador.

Aquel domingo para olvidar agradecí que mis padres se hubieran marchado todo el mes a Argentina, mientras yo me quedaba estudiando para la recuperación de los exámenes.

Caminé como un zombi hasta llegar a mi bloque. La noche antes apenas había dormido, dedicado a ensayar interminables conversaciones con Astrid que al final no habíamos tenido.

Un minuto después de que todo terminara, ya empezaba a arrepentirme.

Mientras subía las escaleras hasta el tercer piso, me dije que era una pena que algo que había empezado de forma mágica tuviera un final tan amargo. Rencorosa como era, yo sabía perfectamente que aquella despedida le bastaría para bloquearme en Facebook, WhatsApp y en su álbum interior de recuerdos agradables. Desterrado para siempre.

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