1
Buffy
Todo afloró de repente en avalancha. Buffy dejó la carta en la mesa y se desplomó en la silla, abatido. La risa de Bridie, su tos ronca de fumadora. Se la imaginó trajinando a su lado con su quimono sucio de matrona. Recordó los tobillos con las venas marcadas enfundados en las pantuflas; la apreciada e imponente mole de su cuerpo mientras freía beicon. Percibió el pasado en los orificios nasales: olió el linóleo y los gatos, los contaminantes humos de la vieja Honda Ascot que subían hasta la bañera. Era la época dorada del edredón, de los escapes de la estufa de gas, de los calcetines puestos a secar en el parachispas de la chimenea.
Bridie regentaba una peculiar casa de huéspedes para actores en Edgbaston. Buffy se había alojado allí varias veces, más o menos cada par de años, alternando el papel de ágil Hotspur con el de corpulento Falstaff en Enrique IV, cuando trabajaba para la compañía de teatro de Birmingham. Sin embargo, el paso del tiempo no hacía mella en Bridie. Como muchas personas entradas en carnes, siempre estaba igual, aunque pasaran los años. Se le notaban las raíces canosas en el pelo teñido de henna, le habían puesto dos rodillas nuevas, pero seguía pareciéndose a la chica que Buffy había conocido cuando le sentaban bien los leotardos de donjuán.
Una vez, borracho, le había pedido que se casara con él.
—Guapo, no solo ya estás casado, sino que mi familia es esto. Pero de todas formas, muchas gracias. —Bridie se sirvió más whisky en la taza de desayuno—. Los inquilinos dan mucho menos trabajo que los hijos, aunque sean actores, y además, me pagan.
—Bueno, pero casarse tiene muchas cosas buenas. La paz que se respira en el lecho matrimonial, bla, bla, bla, después del frenesí del sofá…
—¡Anda ya! No me hables de paz. Nos pondríamos a discutir por culpa del desagüe del lavabo.
—Ay, pues ahora que lo dices, no le iría mal que lo desatascaras…
—Cállate, capullo.
Por supuesto, Bridie tenía razón. Ya estaban bien como estaban. ¿Quién sabía a qué se dedicaba la casera cuando él se iba? Se acordó del estuche de piel de cocodrilo en el que guardaba el diafragma, regalo de un admirador. Era una mujer de sangre caliente a quien le encantaba complacer por naturaleza, y si a nadie le amarga un dulce, a los actores de gira, aún menos. Al fin y al cabo, después de ver un tejón disecado en el museo del pueblo, ¿qué más podían hacer?
Y ahora Bridie estaba muerta. Le entraron ganas de llorar. Buffy era actor, podía llorar si lo marcaba el guión. Y desde luego que había tenido motivos más que suficientes para llorar en su vida. Pero el dolor es más punzante cuando se mezcla con emociones encontradas: recriminación, culpa, resentimiento. Bridie era una de las pocas mujeres que no le provocaban remordimientos. De hecho, en realidad casi habían perdido el contacto desde que ella se había mudado a Gales. Que Bridie se hubiera acordado de él (de ahí la carta del abogado ese de Builth Wells, algo debía de haberle dejado en el testamento) fue lo que provocó el primer y único latigazo de culpabilidad que sintió Buffy hacia ella. También sintió gratitud. Como Buffy ya tenía una edad, había perdido muchos amigos y una ex mujer. Esas pérdidas le habían demostrado, por si necesitaba pruebas, que morir era algo que se hacía sin pensar en los demás. Parecía que lo último que preocupara a los muertos fueran las personas que habían dejado atrás. Por eso los vivos recibían con los brazos abiertos cualquier tipo de herencia, aunque fuera algo simbólico. Incluso algo espantoso, como una jarra de cerveza hortera.
Buffy se puso de pie y entró en la cocina con sigilo. Por descuido, había dejado abierta la ventana y todo se había llenado de polvo de escayola. Dos años antes, algún oligarca ruso había comprado la casa de al lado. Llevaba cubierta de plásticos desde entonces; detrás de los plásticos, el edificio temblaba y retumbaba mientras le excavaban las entrañas para montar un gimnasio, una piscina y una sala de proyección, en la que el magnate vería sus películas porno.
Sucedía lo mismo en todo el barrio. Blomfield Mansions era el nombre del bloque de pisos en el que vivía Buffy, en Edgware Road. Detrás tenía los canales de Little Venice; delante, St. John’s Wood. Ambas zonas albergaban a los megarricos y eternos ausentes. Se iban de crucero en yate, o a perforar el Ártico, o a lo que fuera que se dedicasen, y dejaban que sus vecinos sufrieran las consecuencias de las reformas integrales a las que sometían sus inversiones de propiedad. Buffy sacó a pasear al perro por una torre de Babel de voces de Europa del Este, dejó atrás martillazos y taladradoras y hormigoneras aparcadas en doble fila, y vio varias señales que le recordaban: «Obligatorio llevar casco». El barrio de siempre se había esfumado e incluso el de la tienda de licores de toda la vida, que todavía aguantaba relativamente ileso, servía ahora esa comida tailandesa de las narices, que preparaban en una nave industrial del polígono de Park Royal y que se hervía en una bolsa. De los grasientos platos tradicionales como el huevo a la escocesa no quedaba ni rastro. Algunos, por supuesto, dirían que ya era hora de que dejara de oler a fritanga.
Buffy abrió un paquete de galletas. Su hija Nyange iba a tomar el té. Seguro que llegaba tarde. Lo había heredado de su madre, una bailarina de Ghana con la que Buffy había tenido una aventura cuando todavía entraba (y salía) de la talla 44 de pantalones. En cuanto apareciera por la puerta, una vez que Buffy se hubiera dado por vencido, Nyange justificaría la tardanza diciendo que en África el concepto del tiempo es distinto. Lo decía con tal tranquilidad que parecía que el problema lo tuviera él, como si su puntualidad fuese una reliquia de la opresión y el saqueo colonialistas. La que le había robado una hora a su padre había sido ella, claro, pero Buffy no tenía agallas para decírselo.
Efectivamente, Nyange llegó una hora tarde, pero esta vez tenía excusa.
—¡No encuentro ni un puto sitio para aparcar! —atronó su voz en el interfono. Se apartó para increpar a un guardia—. ¡Déjeme en paz! ¡Ya voy!
Al final, Buffy tuvo que admitir la derrota y llevar las tazas de té y las galletas al coche de su hija. Allí se quedaron. Buffy apoyó la bandeja sobre las rodillas y el plato de galletas encima del salpicadero. No era la primera vez que tenía que salir de casa y recibir a las visitas muerto de frío en un Honda Civic mal aparcado.
—Lo siento —dijo Buffy—. Incluso había limpiado el piso en tu honor. ¡Incluso había puesto mantel! Me cago en los buitres de la guardia urbana.
—Londres en un asco —dijo Nyange—. El otro día le pegaron un tiro a un chaval en el bar al que siempre voy.
Había aparcado en una línea amarilla doble, empotrada entre un camión de reparto y un 4 x 4 enorme con las lunas ahumadas. Los del 4 x 4 bajaron una de las ventanillas y una mano tiró un botellín de agua mineral Badoit.
Buffy suspiró.
—Antes aquí había tiendas en condiciones. Una carnicería. Una verdulería. —Señaló una tienda de fotos Snappy Snaps y una inmobiliaria Foxton’s (ja, ja, ni un solo cliente)—. Ay, los viejos tiempos… Toma, coge una HobNob.
Apareció un guardia urbano. Nyange soltó un juramento. Se le derramó el té al encender el motor y dio una vuelta a la manzana. Adelantó unas cuantas furgonetas ociosas y contenedores llenos de escombros.
—Ya, aun así —dijo Buffy— «Cuando un hombre se harta de Londres…»
Dejó la frase de Samuel Johnson a medias. Aunque añadiera «es que está harto de la vida», Nyange no iba a saber quién era el gran Johnson. Además, ya no estaba del todo seguro de si era cierto. ¿Qué problema había con hartarse de Londres? Todo parecía confabularse para sacarlo de quicio. Se imaginaba a sí mismo en el jardín de una casa de campo, un patriarca canoso con sombrero de Panamá, mientras sus nietos le llevaban tarros llenos de renacuajos.
Nyange frenó en seco al llegar a una parada de autobús, el único sitio libre para aparcar. Las galletas salieron despedidas del salpicadero.
—¡Es ridículo! —exclamó. Nyange era una joven guerrera, bueno, ya no tan joven, pasaba de los cuarenta.
Uf, tenía hijos de más de cuarenta… Cuando lo pensaba, a Buffy siempre le entraba un poco de vértigo. Le asombró verla vestida como el prototipo de mujer de negocios. La última vez que se habían visto, llevaba el pelo trenzado con abalorios. Hoy lucía una media melena estilo Louise Brooks que brillaba por el exceso de laca. A lo mejor era una peluca. Contuvo el impulso de tocarle el pelo, igual que un abuelo pervertido.
Y para colmo, era su padre. El problema era que en el pasado, el contacto entre ellos había sido algo intermitente. Recordaba unas discretas navidades con Nyange y su madre, dos hermosas mujeres casi desconocidas para él, en una habitación decorada con mantones en Deptford. Le habían preparado a regañadientes una ración de faisán (las dos eran vegetarianas) y Buffy se había roto un diente al morder un perdigón.
—Bueno, ¿qué tal estás? —le preguntó su hija—. Hace siglos que no nos vemos. Pasaba por el barrio.
—Pues acabo de enterarme de que se ha muerto una amiga —contestó.
—Supongo que les ocurrirá a muchos, ¿no?
—Oye, no te pases. Solo tengo setenta. Ahora es como tener cuarenta.
Detrás de ellos un autobús tocó el claxon. Los pasajeros, que los esquivaban como podían para montarse, se quedaban mirando el coche. Nyange arrancó, dobló la esquina y aparcó en doble fila detrás de un camión del supermercado Tesco: «Tú compra, nosotros te lo llevamos».
—¿Uno de tus viejos actores?
—La casera de un hostal para actores —dijo Buffy—. Siempre me alojaba allí en los buenos tiempos de la compañía de teatro. Hace unos años se mudó a Gales y abrió un bed and breakfast.
Dicho así, parecía una bobada. Pero ¿por qué iba a interesarle a Nyange esa historia? De pronto se sintió solo en ese coche estrecho y atestado de cosas, un mundo sin Bridie. Ya no habría cartas en el buzón. Y nadie que supiera de quién hablaba salvo unos cuantos actoruchos arrugados que tal vez llegaran al funeral apoyándose en un bastón.
—Éramos amigos desde hacía siglos —dijo Buffy, y de repente (por fin) se le llenaron los ojos de lágrimas—. A las duras y a las maduras.
Bajó la mirada hacia la bandeja, que ahora estaba bañada de té.
—Pobre papá. —Nyange le acarició la mano—. Debes de estar hecho polvo. Ay, mierda.
El camión del Tesco se había marchado y había dejado a la vista otro guardia urbano. El hombre intentaba leer la matrícula.
Nyange sacó la cabeza por la ventanilla.
—¡Váyase a la mierda! —gritó—. Este hombre está lisiado. ¡Y acaba de darle un ataque!
El urbano hizo oídos sordos y sacó la libretita. Nyange resopló y encendió el motor. Recorrió la calle, aceleró al ver el semáforo en ámbar y giró a la derecha para entrar en Edgware Road. Era hora punta y estaba a reventar. Se paró en una línea roja.
—Es inútil. Será mejor que te deje aquí. —Colocó el plato de las galletas en la bandeja—. Solo venía a decirte que he aprobado el examen. Por fin tengo el título de la ACCA. Una contable con todas las de la ley.
Buffy, con las manos ocupadas por la bandeja, no pudo abrazarla. Se las apañó para girar el cuerpo hacia ella pero sin querer le dio un beso en el brillante casco de pelo. Olía a almizcle, el aroma proustiano de los sesenta.
—Qué lista es esta niña…, esta mujer.
Nyange parecía ya metida en su papel. Adiós a las trencitas africanas y a las mallas; hoy vestía un traje de pantalón negro y lo que antes se llamaban zapatos de salón. Buffy la observó con admiración. Todavía más sorprendente que haber engendrado a una hija negra era engendrar a una contable. Todas las demás mujeres que conocía, cuando cambiaban de rumbo, se hacían terapeutas o algo así. A saber qué traumas tenían cuando todas querían ser terapeutas.
—Siempre es útil tener a un contable en la familia —dijo Buffy, sin imaginarse cuánta razón tenía.
No era una jarra de cerveza hortera. Tampoco era la reproducción enmarcada de Vaca de las Highlands en la nieve que Bridie tenía colgada junto al teléfono público hacia el que Buffy sentía un vínculo emocional. Bridie le había dejado la casa: su bed and breakfast de Gales.
Aún no se había recuperado de la impresión. Incapaz de sentarse, se dedicaba a deambular por el piso, cogiendo objetos para volver a dejarlos en otro sitio. Extravió el monedero y lo descubrió dentro de la nevera. Por la noche soñó que viajaba en coche en plena tormenta, desnudo de la cabeza a los pies, y regresaba a casa para descubrir que habían derruido el bloque de Blomfield Mansions y lo habían sustituido por una plaza conmemorativa. Se despertó sudando y con el corazón a mil por hora.
Por supuesto que sentía gratitud hacia Bridie, una profunda gratitud. Ese reconocimiento del afecto de toda una vida, desde la tumba, lo conmovía muchísimo. Le dolía físicamente el no poder abrazarla con todas sus fuerzas para darle las gracias.
«¿Por qué no a ti, gilipollas? —le habría preguntado Bridie entre risas—. Ojalá pudiera verle la cara ahora mismo.» Seguro que Bridie hubiera dicho algo así sobre su hermano, el heredero más directo, que vivía en Irlanda. Al parecer, era un católico devoto que no veía con buenos ojos el estilo de vida disoluto de su hermana. Pero al hermano de Bridie no le hacía falta el dinero, porque había especulado durante el boom inmobiliario y había abarrotado el condado de Limerick de mansiones horripilantes, llenas de porches con pilares y baños en suite con suelos de mármol; ahora las plantas rodadoras se paseaban a sus anchas por esas mansiones, pero a él le importaba un comino, porque había salido del negocio antes de la crisis.
El hecho de que Bridie no tuviera ningún otro familiar, nadie más cercano que él mismo, hizo que Buffy se sintiera extraño, ya que su propia vida personal era de lo más enrevesada. Ese gesto hacía que destacaran aún más las diferencias entre sus circunstancias. Pero Bridie había elegido vivir así, era un espíritu libre sin ataduras hacia nadie.
—Ni siquiera sabía que estaba enferma —le comentó Buffy a su hijo Quentin—. En las cartas no lo mencionó nunca.
—Yo ni siquiera sabía que existía.
—No sé qué hacer.
Habían ido a comer a un restaurante de Frith Street.
—Se acabaron tus problemas económicos, eso está claro —advirtió Quentin.
—¿Te refieres a que debería vender el bed and breakfast?
Quentin sonrió.
—Te imagino ahí, incomunicado mientras llueve a cántaros a doscientas millas del Soho.
Lo que esbozó no fue una sonrisa, sino una mueca condescendiente.
—¿Y por qué no, eh? —preguntó irritado Buffy.
—Papaaaá.
Eso fue la gota que colmó el vaso. Más adelante, Buffy reconoció que había sido el punto de inflexión. «Se lo demostraré.» Algunos hombres habían ido a la guerra por menos que eso. Claro que estaba acostumbrado al escepticismo cariñoso de sus hijos. Bueno, a su escepticismo a secas. Se iba a divertir de lo lindo dándoles una sorpresa.
—Estoy harto de Londres —dijo Buffy—. Estoy harto de los vecinos odiosos y de que nunca haya sitio para aparcar. La semana pasada, tuve que tomar el té con Nyange dentro del coche. Estoy harto de los ciclistas que me arrollan por la acera.
—No vamos por la acera —dijo Quentin.
Él y su novio, James, eran unos ciudadanos modélicos que iban en bici a los mercados de productos ecológicos con sus bolsas de la compra de lona.
—Estoy harto de que todo el mundo sea antipático a menos que sean extranjeros —dijo Buffy, cada vez más animado—. Estoy harto de ver que todo me irrita, me hace sentir viejo… Soy viejo. Pero no me siento así, por lo menos, hasta que Londres me irrita. Está plagado de recuerdos y muchos de mis amigos de aquí están muertos.
—¿Me estás diciendo en serio que te irías a vivir allí? —Quentin arqueó las cejas. ¿Se las había depilado? Quentin era gay, así que Buffy lo veía capaz.
—Quiero cambiar.
Mientras lo decía, Buffy supo que era cierto.
Les sirvieron la comida. Quentin apartó los pedazos de apio de la ensalada y los dejó en el borde del plato. En algún momento del pasado los dos habían estado de acuerdo en que el apio era una hortaliza insulsa. Era una de las cosas que habían descubierto que tenían en común.
—¿Y dónde está el sitio ese? —le preguntó Quentin.
—En Knockton. En la frontera de Gales, creo. —Buffy añadió a la defensiva—: Casi en Inglaterra.
Como si mudarse allí no fuera para tanto. Ya empezaba a sentir cómo afloraba la lealtad hacia ese pueblo desconocido.
—Entonces, ¿ni siquiera lo has visto aún?
Buffy negó con la cabeza.
—Pensaba acercarme la semana que viene.
Quentin volvió a arquear las cejas. Una anchoa quedó colgando de su tenedor como una tira de cuero curtido. Desde que se había ido a vivir con James, Quentin se había puesto fondón. Era culpa de la felicidad. Se habían conocido mientras miraban los escaparates de Harrods, pero habían pasado años de impulsivo Sturm und Drang antes de encontrar la paz doméstica en el creativo pero acomodado barrio de Crouch End.
Demasiados altibajos en la vida de ambos, pero ahí estaban ahora, su hijo de cuarenta y cinco años y él, masticando hojas de lechuga oscuras sazonadas con pimienta que habría aliñado algún chef famoso. Quentin llevaba el pelo canoso (¡canoso!) cortado al rape, ese típico corte que lucía la comunidad gay de Old Compton Street.
Buffy recordó uno de los escasos encuentros familiares, con Nyange y Quentin sentados codo con codo, la chica negra y el chico homosexual. Penny, su esposa de entonces, se los quedó mirando. «Típico del Canal 4 —murmuró—. Ahora solo nos falta alguien con problemas físicos.» Entonces había bajado la mirada hacia Buffy, que un rato antes había forzado la espalda y estaba tumbado en el suelo, apoyado en unos cojines. «Ah, sí, ahí lo tenemos.»
—A lo mejor te sienta bien un cambio —dijo Quentin.
Buffy miró con ojos serios a su hijo. ¡Quería deshacerse de él! Ojos que no ven, corazón que no siente. A lo mejor empezaba a ser una carga para sus hijos, a lo mejor solo quedaban con él por obligación y les resultaba un alivio que se esfumara a otro país, cosa que prácticamente era Gales. Era un rey Lear quejumbroso y ajado, un papel para el que se había ido preparando en secreto durante años, aunque nunca se lo habían ofrecido. De todas formas, no era de sorprender, porque ya no tenía representante. O, ya puestos, ni siquiera tenía carrera artística.
Sin embargo, ante él se abría una nueva carrera. ¡El protagonista! Con una barba poblada y las mejillas sonrojadas de tanto vino rosado, Buffy podría subir al centro del escenario otra vez, recibir a los huéspedes de su bed and breakfast en el pintoresco pueblecito de Knockton, donde fuera que estuviera. Chimenea de leña, cordialidad, camas de hierro forjado para parejas lujuriosas: ¡bienvenidos, adúlteros! Su desayuno inglés completo, todo ecológico, por supuesto, sería legendario. A lo mejor incluso podía criar un par de cerdos.
Adiós a los bed and breakfast requetefifis de su experiencia pasada: las sábanas de nailon, el empapelado en tonos pastel, las siluetas de damas con miriñaque enmarcadas. La casi absoluta imposibilidad de cualquier acercamiento sexual en una de esas camas dobles que olían a ambientador. El juego de mesas con pañitos y su despliegue de Reader’s Digest. El refinado salón para el desayuno, el tintineo de los cubiertos, las vinagreras (¡vinagreras!), las porciones individuales de la mermelada que menos le gustaba: la de fresa.
—¿Tú? ¿Piensas encargarte de un bed and breakfast? —Quentin se llevó la servilleta a los labios para ocultar una sonrisilla.
—A lo largo de mi carrera he estado en un montón de hostales. De gira y tal. Es más, creo que te concebimos en uno. En Kettering.
Quentin se estremeció.
—No me des detalles, papá.
—Tu madre y yo interpretábamos a Sybil y Elyot en Vidas privadas.
La primera esposa de Buffy (ya fallecida, que en paz descanse) era una joven pasional y desinhibida a la que no importaban las típicas limitaciones de las paredes de papel. Buffy se acordó de cómo desviaron la mirada los demás huéspedes cuando ellos dos, recién duchados y peinados a toda prisa, bajaron a desayunar. Y Quentin, un pequeño milagro dentro de su vientre, empezó a formarse.
Era lógico que las dependencias de Bridie fueran una liberación. En sus mejores tiempos, la casa de Edgbaston retemblaba de tanto sexo. Recordaba que una vez pilló al actor que hacía de Digby Montague, ahora nombrado Caballero del Reino, cuando salió al descansillo raudo como un rayo vestido solo con calcetines. Luego estaba Hillers, una lesbiana con ganas de marcha que interpretó de forma memorable a lady Bracknell, de Oscar Wilde, sentada a la mesa del desayuno envuelta en una nube de humo de tabaco, acariciándole la rodilla a una rubia ingenua. Incluso los gatos le daban al tema, y una gata parió la camada en el edredón de Buffy. Qué tiempos aquellos.
Buffy, que se había puesto tibio, volvió a casa en taxi. Ahora podía permitirse esas excentricidades. La cabeza le daba vueltas. ¿Le había dicho la verdad a Quentin? ¿Sinceramente estaba preparado para empaquetar sus pertenencias y adentrarse en lo desconocido, o no había hecho más que demostrarle a su hijo que aún le quedaba mucha cuerda? Se percató, como ocurre cuando uno va borracho, de que los acontecimientos iban ordenándose poco a poco. Hacía tiempo que sus hijos eran adultos y ya no lo necesitaban, si es que alguna vez lo habían necesitado. Estaban a punto de subirle el alquiler. Además, como le había dicho a Quentin, el barrio de Blomfield Mansions estaba cambiando de personalidad. Sus habitantes algo rancios, con cortinas caladas y costumbres ligeramente judías (viudas trágicas que medían su vida con cucharillas de café) habían desaparecido. Algunos eran un incordio, pero los echaba de menos. Los habían sustituido los vástagos ricos de los empresarios de Oriente Próximo, que habían comprado esos pisos como refugio por si sus países acababan calcinados, y se pasaban la noche de fiesta y aparcaban sus deportivos justo debajo de la ventana de Buffy. Incluso el portero, Ted, había sido reemplazado por unas flores de plástico.
Las esposas de Buffy habían muerto o desaparecido para él, enfrascadas en sus vidas posteriores. Era libre, para bien y para mal. Su perro era el único que lo necesitaba, y el perro podía vivir en cualquier parte. En realidad, ahora que lo pensaba, Fig preferiría el campo.
Mientras anochecía, Buffy dio la vuelta a la manzana con Fig. A su anterior perro, George, tenía que arrastrarlo de la correa. George parecía un postizo para el pelo; era plano y con aspecto apelmazado. Penny decía que daba la impresión de que alguien lo hubiera atropellado. Todos estaban de acuerdo en que era el perro más vago del mundo.
Su sustituto, sin embargo, era todo lo contrario; un jack russell hiperactivo que saltaba como una pelota de tenis y ladraba a los coches, bueno, ladraba a todo lo que le pasara por delante. A los jack russells les gusta cazar conejos; desde luego, no eran perros nacidos para vivir en Londres.
Buffy pensó: Si me animo a hacerlo, será por el bien de Fig. Le pareció una razón tan buena como cualquier otra.
2
Monica
A Monica no le gustaban ni pizca los viernes informales. Les doblaba la edad a los imberbes de su despacho, por supuesto. Les doblaba la edad a todos los que trabajaban en la City de Londres. A ellos les quedaban bien los vaqueros y las zapatillas de deporte, pero ella tenía problemas de autoestima (iba mejorando poco a poco gracias a la terapia) y se sentía reafirmada con el traje de chaqueta. Esa sensación de autoridad, ganada con el sudor de su frente, se esfumaba al contacto con el tejido elástico de los vaqueros. Por eso la consideraban una vieja carca. Qué duro.
Acme Motivation organizaba actividades de motivación para empresas: banquetes, escapadas, fines de semana para estrechar los vínculos de equipo en hoteles de Cotswold en los que los banqueros retozaban como cachorros y bebían como esponjas. Monica y su ayudante, Rupert, estaban organizando una cena en el Kensington Hilton para el vendedor de bonos del año. Rupert, un simpático y desaliñado joven que había estudiado en Eton, hablaba por teléfono con el cliente. Llevaba una camiseta en la que ponía: «No es una barriga cervecera, es un depósito de combustible para la máquina sexual». Por supuesto, el cliente no la veía porque estaban hablando por teléfono, pero sin duda la ropa afectaba a cómo se comportaba uno… ¿Por qué, si no, iba a existir la industria de la moda? Por ejemplo, ella miraba a los hombres de otra forma cuando se ponía las braguitas de encaje de la marca Janet Reger.
Debajo de este traje de ejecutiva sigo siendo una máquina sexual, pensó Monica. El problema era que los hombres ya no querían descubrirlo. Tenía sesenta y cuatro años (algo que intentaba no decir muy alto en el despacho), pero siempre se había preocupado de su aspecto y hoy tenía la frente en tensión porque acababa de ponerse bótox; de hecho, estaba tan tensa que no pudo arquear las cejas al ver la camiseta de Rupert ni reaccionar ante su divertido descaro, teniendo en cuenta el contexto.
El problema era que, cuanto más envejecía, más tiempo le costaba arreglarse para pasar el escrutinio público y menos duraderos eran los resultados. En un abrir y cerrar de ojos, una ventolera podía transformar a la elegante mujer de negocios que era en una bruja desaliñada, que incluso a ella le costaba reconocer. En cierto modo, tampoco importaba demasiado, porque se había vuelto completamente invisible. Eso le resultaba desalentador, por supuesto, aunque también era una liberación. Los hombres ya no la miraban por la calle, ni siquiera de reojo. A veces se sentía como si no existiera. Monica se sentó junto al escritorio y empezó a repasar los requisitos que pedían para el menú: nada de opciones vegetarianas para los chicos de la City, les gustaba hincar el diente a los animales. Pensó: ¿Algún día volveré a acostarme con alguien? ¿La última vez que lo hice será de verdad la última vez?, pensó
Había terminado la jornada. Monica caminaba por Threadneedle Street. A las puertas de los pubs, tipos borrachos se tambaleaban en la acera. Aunque a ella también le gustaba echar un trago, Monica alucinaba con la cantidad que ingerían esos críos. ¿Quién iba a pensar que estaban en plena crisis? El desmorone de la economía no había dejado marcas en sus lustrosos rostros rosados, ni parecía haber hecho mella en el volumen de sus bonos extra. En la pared del banco HSBC solo quedaba un manchurrón en el lugar donde alguien había escrito con espray «SEMILLA DEL DIABLO». El mundo bancario parecía indemne a todo el caos que había provocado: por suerte para ella, porque de lo contrario, no tendría trabajo. Y a su edad, ¿dónde encontraría otro empleo?
Era egoísta, lo sabía. Pero el mundo exterior era duro; había luchado con uñas y dientes para llegar a donde estaba. Algunas veces, cuando le daba el bajón, tenía que concentrarse al máximo para mantener el equilibrio. Se sentía frágil como un papel, sujeta únicamente por unas endebles grapas.
Recordó los versos de Frances Cornford: «Ay, ¿por qué paseas por el campo con guantes / mujer gorda a quien no quiere nadie?».
Era cierto que al día siguiente terminaría en un campo, con un aspecto muy poco digno, pero esa noche viajó de pie en la Northern Line del metro. Se inspeccionó las manchas de la edad que tenía en las manos. Parecía que hubieran surgido de la noche a la mañana, tan misteriosas como las setas. Se imaginó sus viejas garras artríticas aferrándose a la sábana en su lecho de muerte, una escena extraída de innumerables películas en blanco y negro. ¿Quién descubriría su cadáver? Ya no tenía gato que subiera y bajara de la cama, maullando para que le diera comida, ni frotara el hocico contra su mejilla helada.
Se bajó en la parada de Clapham South. Había sido un precioso día soleado; hasta ahora no se había dado cuenta. Oyó un mirlo, cuyas notas salían a borbotones y limpiaban el mundo. De camino a casa se paró en Marks & Spencer’s, una tienda realmente tan fría como la tumba. Su amiga Rachel había ligado una vez en la sección de raciones individuales. «El mejor momento es el viernes por la noche —le aseguró Rachel—. Si cenan solos el viernes, lo más probable es que sean solteros. Y de nivel socioeconómico A/AB, claro.»
La aventura de Rachel no había durado, pero por lo menos le había devuelto el color a las mejillas. A continuación se había prendado de un joven croata que había ido a arreglarle la caldera. Desde entonces, Rachel se pasaba las noches en una especie de dormitorio común atestado de compatriotas del chico, en algún tugurio próximo al aeropuerto de Heathrow, comiendo pasta fría directamente del envase de plástico.
«Basta con que estés abierta a la posibilidad —le dijo a Monica—. Lo notan por las feromonas. —Rachel había vuelto a llevar vaqueros y se paseaba por ahí con un casco de moto en el brazo, el trofeo de su bomboncito—. ¡Solo tenemos sesenta años! ¡Somos unas jovenzuelas!»
Monica aborrecía esos comentarios, el alegre himno de los hijos del baby boom; tenía un punto aburguesado. Y la cuestión no era tan sencilla. Su edad la acechaba, no podía sacudírsela de encima. Algunas veces se sentía como una vieja jubilada marchita: ¡tenía edad de estar jubilada! Otras veces se sentía como si tuviera diecinueve años, cuando se podía fumar en el cine y aparcar en cualquier sitio y alquilar una habitación por tres libras a la semana. Cuando los autobuses tenían revisores y John Lennon aún estaba vivo. Cuando los únicos alimentos congelados eran los guisantes y las barritas de merluza.
Monica echó un vistazo a las estanterías de raciones individuales. Un hombre se acercó a ella. De unos sesenta, con pelo abundante, estómago plano: una rareza en su grupo de edad. Cogió una ración de estofado de ternera (no llevaba alianza) y le dio la vuelta al paquete como si buscara una respuesta.
¿Por qué no? Podía ocurrir de esa manera, a su amiga Rachel le había funcionado. Se enamorarían, un dulce romance otoñal, y se irían a vivir a King’s Lynn, una ciudad con puerto en la que Monica no había estado nunca y que, por lo tanto, estaba llena de posibilidades. Ambos se asombrarían ante ese renacer en el invierno de la vida, brindarían en su salón con vigas en el techo y se maravillarían al recordar el flechazo en M&S, cuando la moneda del cambio decidió su futuro.
Monica señaló las estanterías; intentó levantar las cejas pero tenía la frente más dura que el cemento armado.
—Aturde un poco ver tanta variedad —dijo. Quería añadir: «tanta variedad y, al mismo tiempo, solo una palabra para el amor». Pero habría parecido una majadería.
—Uf, ya lo creo.
El hombre metió el envase en la cesta y le dedicó una sonrisa.
—Es como todos esos canales de la tele —añadió Monica—. O las aplicaciones del móvil.
—Menudo dilema. —El hombre suspiró—. Mi esposa es vegetariana, pero yo no soporto la comida para conejos. —Alargó la mano para coger otro envase—. ¿Cree que le gustará el pastel de brócoli?
Siempre le quedaba el recurso de esperar a Graham. Graham de Norbury, a saber dónde estaba eso. A Monica le sonaba levemente el nombre de haberlo leído en los horarios de la estación. Sin duda, Graham sabría decirle dónde se ubicaba cuando quedaran para un café a la mañana siguiente; tal vez eso diera pie a una larga conversación.
A decir verdad, no tenía muchas esperanzas puestas en Graham. En su perfil decía que tenía sentido del humor, un signo claro de que no lo tenía. Como a todos los que escribían en las páginas de contactos, le gustaba tanto sentarse delante de la chimenea como dar largos paseos por el campo. Se describía como una persona sensible y autoritaria, una palabra que la alarmó un poco: ¿acaso le gustaba zurrar a las mujeres? Pero no era feo, a juzgar por la fotografía, en mangas de camisa y en el patio de casa. Tenía otra foto con el traje de buzo.
El caso era que lo de quedar con hombres desconocidos le daba vidilla al fin de semana; una especie de cita, o lo que sea, con alguien que iba a lo que iba. Monica sentía que casi podía volver a tener diecinueve años. En los últimos tiempos, se sentía increíblemente agradecida hacia esos hombres por el mero hecho de estar disponibles. Estaba harta de verse sola con sus raciones individuales. Estaba harta de charlar con un hombre en una fiesta, de que todo fluyera de maravilla, hasta que de pronto aparecía de la nada una joven esposa asiática que entrelazaba los dedos en los de su marido y le metía un canapé en la boca. Todos los hombres de su edad estaban casados, muchos de ellos con una modelo más joven, pero todos casados. Incluso los adúlteros recalcitrantes habían vuelto al redil y vivían con sus sufridoras y pacientes esposas. Era injusto. Ellos también tenían arrugas (muchas más arrugas que Monica, de hecho), pero por muy decrépitos, infieles, alcohólicos, vanidosos y egoístas que fuesen (dando la brasa con el trabajo, con los problemas de próstata, con lo mal que se les daba el golf), por muy babosos y aburridos que fueran, siempre había alguna mujer, en alguna parte, que quería acostarse con ellos. Y no solo eso, sino también amarlos, cuidarlos y beber zumo de naranja en las fiestas para poder conducir y llevarlos a casa si ellos se emborrachaban.
Monica se sirvió otra copa de vino. Quiero tener a alguien para quien cocinar. Quiero tener a alguien que me quite la tarjeta del aparcamiento de la mano y me diga: «No malgastes tu preciosa cabecita en estas cosas». Y quiero tener a alguien con quien reírme mientras vemos el concurso de preguntas de la tele. Quiero a alguien que me proteja de los fontaneros caraduras. Quiero tener a alguien con quien irme a la cama, desnudos, y dormirme mientras me abraza, pensó.
Sonó el teléfono. Era Graham.
—¿Eh, eres Monica? —preguntó—. Lo siento, tendremos que quedar otro día. Se me ha caído un diente y tengo que ir al dentista.
A la mañana siguiente, Monica se despertó con la boca seca y la cabeza a punto de estallar. Parecía que se había ventilado la botella entera.
—¿Qué? ¿Hubo fiesta anoche? —le preguntó su vecina cuando la vio sacar la caja con las botellas para reciclar.
Monica la dejó en el suelo con un ruido de cristales. Claro que no bebía demasiado. Solo era que tenía un trabajo estresante y necesitaba relajarse al llegar a casa. No era más que pinot grigio, por el amor de Dios, casi no tenía alcohol. Además, se dedicaba a organizar recepciones, y ahí los lingotazos corrían como el agua.
De hecho, ese mismo sábado, después de tomar el café con Graham, que él había anulado, tenía que desplazarse a Burford para echar un vistazo a un hotel nuevo. Sin duda, el gerente la agasajaría con vino y la invitaría a cenar. Solo de pensarlo le entraba el pánico.
Porque era el mismo hotel, el Yew Tree. Renovado, por supuesto, pero el mismo hotel. Con la de hoteles que hay en el mundo…
De repente volvió a notar a Malcolm junto a ella, su respiración contra la cara. Día y noche estaba con ella, no se marchaba nunca, y ponía la voz de Bogart, con una ceja arqueada. Se le daba fatal la mímica, pero a ella no le importaba… Malcolm, el amor de su vida. Malcolm, el hombre casado.
Burford, puerta de entrada a las bucólicas colinas onduladas de los Cotswolds, convenientemente situado a una hora en coche de Londres (todavía más conveniente para Malcolm, que vivía en el barrio de Ealing, al oeste de la ciudad). Burford, con su famosa calle mayor repleta de teterías como las de antes (Malcolm le limpiaba con cariño la mejilla manchada de mermelada). Con su mercado de antigüedades rebosante de obsequios curiosos y colecciones exquisitas (Malcolm la seguía como un perrillo por las escaleras que conducían al primer piso: «Más productos en la planta superior»). Con sus pintorescos paseos por el campo (Malcolm la soltaba de la mano cuando se cruzaban con otros caminantes. ¡Por Dios, pero si era imposible que se toparan con alguien conocido!). Con su imponente ayuntamiento, edificado en piedra de color miel (Malcolm en la cabina de teléfonos que había enfrente, la llamada furtiva del marido infiel. Era la época previa al móvil, el amigo del adúltero y a veces también su peor enemigo).
Cuatro fines de semana habían pasado juntos en Burford. En el primero, la excusa había sido un viaje de negocios a Ruán. En el segundo, la excusa había sido una conferencia en Scarborough. También había quedado con ella diciendo que iba a ver a un compañero del colegio. Y la última vez… Monica no se acordaba, solo recordaba que había sido la última vez.
Monica aparcó enfrente del hotel, junto a una fila de todoterrenos urbanos y un Porsche. Unos arbustos de laurel protegidos por mallas reseguían la fachada que tan bien conocía. Apagó el motor. Sus encuentros con Malcolm, allí y en cualquier parte, todos tan breves, todos tan intensos, estaban sellados dentro de cofres en su memoria, como objetos votivos en una tumba. En muchas ocasiones había levantado la tapa de los cofres para volver a contemplarlos, pero habían permanecido conservados en formol. ¿Cómo podía mantener el recuerdo inviolable del viejo hotel, cuando se enfrentaba a una reforma de un millón de libras?
En sus tiempos, el hotel Yew Tree había sido un establecimiento anodino que olía a coles de Bruselas, con alfombras de estampados chillones y un barómetro en el recibidor; el típico sitio al que no habría ido ninguna de las personas que conocía, y ahí residía la gracia. El menú estaba tan anticuado que daba risa, incluso entonces: cóctel de gambas, tarta de la Selva Negra. Era el último reducto del planeta en el que todavía servían crujientes tostadas Melba caseras.
—Declaro esto un objeto de interés arqueológico —dijo Malcolm mientras cogía una tostadita.
—Y al camarero también —susurró Monica.
Intercambiaron una sonrisa con los pies entrelazados por debajo de la mesa. ¡Qué serios parecían los otros comensales, hombres con americana acompañados de sus elegantes esposas! Qué serios y qué casados. Y sin embargo, Monica les tenía cariño, los incluía en su sentimiento amoroso, formaban parte de su cálida órbita. Eran los cómplices involuntarios.
—Ojalá te hubiera conocido… —Malcolm se detuvo. En lugar de seguir, rompió en dos una tostada Melba, la untó de paté y se la metió en la boca a Monica—. Hablemos de los demás. —Señaló una de las mesas—. ¿Crees que es un espía ruso?
Dios mío, cuánto lo había amado.
Y ahí se encontraba de nuevo. Joe, el gerente, la invitó a pasar.
—El hotel entero estaba en ruinas —le contó—. Un tugurio, por decirlo finamente, podrido hasta la médula. Los que se alojaban allí tenían que estar locos.
Joe le mostró el recibidor. Paredes grises, jarrones de azucenas con puntos de luz, fotos gigantes de descapotables de Estados Unidos medio oxidados en el desierto. El personal, joven y hospitalario, vestía de negro, se movía por el espacio con tanta gracia como las gacelas.
—Hay una habitación libre, por si quiere echarle un vistazo antes de comer —le dijo Joe.
Era una de las suyas. Cómo no. La habitación 12, con vistas a la iglesia.
—Lo último de lo último en centros de entretenimiento —dijo Joe señalando una hilera de luces parpadeantes—. Televisión Bang and Olufsen. Wifi, por supuesto, home cinema.
La habitación era oscura: paredes de color carbón, colcha marrón con unos cojines de satén negro. En la pared había una foto de una fábrica abandonada.
—Buscamos las vibraciones sensuales de lo inesperado, a la última moda, con nuestra propia paleta de colores, sello de la casa. —Joe señaló la foto—. Estamos muy orgullosos del arte industrial. A la gente le encanta.
Monica intentó recordar cómo era. Malcolm y ella desnudos sobre las sábanas revueltas, el empapelado de terciopelo, una mancha marrón en el techo, la marca de una gotera ya arreglada, un extintor por si entraban en combustión. Las campanas de la iglesia que llamaban a los feligreses a la oración. Recordaba que habían bebido vino directamente de la botella que habían llevado c