Los años extraordinarios

Rodrigo Cortés

Fragmento

cap-1

1

Nací el 18 de octubre de 1902. En una tarde de viento, según me contaba mi madre. «Naciste, idiota, en una tarde de viento», me decía, y me revolvía el cabello como se revuelve el cabello a los niños tontos. Yo, en realidad, no he sido tonto nunca, sólo me lo hice hasta cumplir los veinte. Sin ningún plan concreto.

Mi nombre es Jaime Fanjul Andueza, hijo de Ramón Fanjul y de Conchita Andueza. Nací en Salamanca recién estrenado el reinado de Carlos VII, en el período de transición consensuada entre la IV y la V repúblicas. Siempre me pareció civilizada la costumbre, tan española, de alternar república y monarquía de forma apacible: treinta años para cada régimen, para evitar la queja. O para concentrarla.

En aquellos años Salamanca aún no tenía mar, aunque muchos empezaban a pasearse en bañador, incluso en lo más crudo del invierno, para invocarlo; y aunque no era costumbre airear la opinión delante de nadie, las tertulias abundaban en los cafés («Las tertulias, idiota, abundaban en los cafés», me contaba mi madre).

Empezaban a abandonarse los susurros de la IV república, impuestos sin respuesta por Augusto Sanfuentes, presidente adusto hasta lo espartano (se decía de él que no comía sin dos razones de peso), quien consideraba que el pueblo lo escucharía mejor desde el silencio. «¡Chusma inconsciente!», gritaba en los discursos llevándose un dedo a la boca, mientras la multitud, complacida, aplaudía tan bajito como podía.

Me contaba mi madre que nunca fue capaz de quererme, aunque eso no le impidió proveerme de alimento, pues una madre es una madre y no debe confundirse una cosa con la otra. Nunca me puso, según recuerdo, la mano encima. Salvo una vez o dos. Siempre me sentí atendido. Nunca me llamó por mi nombre. Por no cogerme cariño, decía.

Mi madre fumaba mucho, pero a veces no. Le iban y venían las ganas. Fumaba unos cigarrillos muy finos que ella creía que olían a menta. Yo la llamaba madre con un respeto profundo que conservé durante mucho tiempo, pero nunca conseguí que se girara si no le silbaba con fuerza. (En mi actual senectud sigo sin poder parar un taxi sin acordarme de ella).

Fui un niño alborotador. Valiente hasta lo temerario, aunque pude demostrarlo pocas veces porque apenas me dejaban salir de casa. Mi padre tenía un negocio próspero del que yo me avergonzaba: una mercería de dos plantas frente al mercado central a la que las señoras de Salamanca acudían a comprar ropa interior. A veces pasaba, aburridísimo, horas y horas en la tienda. Como nadie recela de un niño aburrido, el cuerpo de la mujer dejó enseguida de tener secretos para mí, quedé hastiado antes de tiempo. Al cumplir los ocho le exigí a mi padre que, en cuanto se jubilara, vendiera el negocio, o que tuviera, si no, más hijos: yo no me haría cargo de él. Con rostro neutro (pocas veces le vi manifestar emoción ninguna) me cruzó la cara de un sopapo, un bofetón seco.

Me detuve un instante para escuchar bien el pitido agudo y plano que me llenaba el cerebro. Nunca había oído nada así, estaba como hechizado. Como mi padre comenzara a reconvenirme, levanté la palma de la mano para que callara. Comprendió por mi expresión que vivía un momento singular, así que se retiró respetuoso y ordenó a los empleados que no me molestaran.

Por veinte minutos —quizá fueron más— me quedé quieto en medio de la tienda oyendo cómo el pitido crecía y decrecía, mientras hacía, curioso, todo tipo de experimentos. Me tapaba una oreja y luego la contraria, alterando del pitido su tono y frecuencia. Probaba, pulsando el cartílago del trago, ritmos sincopados; luego, simples y repetitivos. Me tapaba ambos oídos sin reducir el volumen del zumbido, intrigado por un origen que sólo podía hallarse en el centro de mí mismo; inclinaba la cabeza y el sonido, como una canica, rodaba al lado contrario hasta que alcanzaba el otro extremo, yendo y viniendo, yendo y viniendo. Y se estabilizaba de nuevo. Por fin el silbido se apagó. Con gran tristeza, fui recuperando el movimiento.

Una fila de señoras que, al ver obstruido el paso, se había formado frente a mí se dirigió a los mostradores como si nada, les parecía de lo más normal que dentro de mi cabeza se hubiera parado el tiempo. (La gente sentía entonces por los demás gran respeto). Me costó encontrar a mi padre, quien, solícito y profesional, atendía a una dama en la sección de camisones. Le pateé con fuerza la espinilla y me despedí de él por el resto del día.

Nunca volví a cruzar la entrada de la mercería, a pesar de la insistencia de mis padres. A veces mi madre me arrastraba calle abajo y acabábamos los dos en el suelo, revueltos en una nube de polvo. Mi madre jamás me entendió, sólo la ausencia de expectativas le evitó la decepción. Mi padre acabó por hacerme caso con lo de tener más hijos, así que, pocos meses después, llegaba un hermanito nuevo.

Guardo pocos recuerdos de mis primeros años. Una mariquita recorriéndome los dedos que aplasté antes de que echara a volar. Una jofaina desportillada en la cocina que nunca usó nadie. El botón de un abrigo negro en un cenicero de alpaca. La entrada embarrada de la iglesia cuando llovía, y las beatas saltando los charcos. Un niño de clase, Luisín, que, cuando le preguntaban la lección, respondía: «Si me la sé, ¿puedo cantar un poquito?». Recuerdo a mi padre leyendo el periódico con una pipa apagada en la boca. Recuerdo a la criada de pelo castaño que me ayudaba a vestirme cada mañana sin acercarse a mí, señalando sólo la prenda que me tocaba ponerme. Recuerdo un piano lejano: escalas repetidas y repetidas, y repetidas (más tarde aprendería yo a hacer lo mismo). Recuerdo una lluvia de ceniza que duró diez días y que nadie supo nunca de dónde venía. Recuerdo una lámpara de cristal verde que no me dejaban tocar, pero que tocaba. Recuerdo un libro pequeño con grabados de leones. Recuerdo haberme hecho el dormido cuando mi madre entraba en el cuarto (y cómo me miraba, y cómo acababa yo riendo, y cómo, al abrir los ojos, veía que ella ya no estaba). Recuerdo un recorte de luz en la pared con forma de mesa, el mismo cada noche. Recuerdo un frío intenso, seco, vivificante.

Recuerdo el aburrimiento infinito cuando me encerraban en casa, que nunca me dio nada a cambio: lejos de estimular la imaginación, la anulaba; quedaba en mí sólo el deseo de salir de allí, como quedaron los intentos de hacerlo de mil y una formas equivocadas.

Una vez tuvieron que rescatarme del balcón porque quedé colgado por fuera al intentar marcharme. Como he dicho, era temerario.

Recuerdo el olor a chocolate caliente los domingos por la mañana. Recuerdo el asco que me producía. Recuerdo a mis padres obligándome a beberlo, mi padre sujetándome los brazos, tapándome la nariz, mi madre vertiéndome el engrudo en la garganta como si fuera un pavo, convencida de sus propiedades mágicas: «El oro de los reyes», decía. Por motivos que nunca detalló, creía que el chocolate me sacaría el diablo del cuerpo. Mi madre leía el tarot a los vecinos y nos aseguraba que de noche se desdoblaba.

En mi casa siempre hubo un rincón para la ciencia y otro para la magia. Y un rincón para la fe, que mi padre consideraba el puente entre ambas. En el cuarto rincón estaba la jofaina.

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