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El largo adiós (Philip Marlowe 6)

Raymond Chandler

Fragmento

cap-1

1

La primera vez que vi a Terry Lennox él estaba borracho en un Rolls-Royce modelo Silver Wraith delante de la terraza de The Dancers. El empleado del aparcamiento había sacado el coche y mantenía abierta la puerta, porque el pie izquierdo de Terry Lennox seguía colgando fuera como si se hubiera olvidado de que era suyo. Tenía un rostro juvenil, pero el pelo de un blanco marfileño. Sus ojos denotaban que llevaba demasiado alcohol en el cuerpo, pero por lo demás conservaba la misma apariencia que cualquier otro jovenzuelo en traje de etiqueta que se ha gastado demasiado dinero en un sitio que no existe más que para eso.

A su lado había una chica. Su pelo desprendía encantadores destellos color rojo oscuro, en sus labios había una sonrisa distante y sobre los hombros llevaba un visón azul que casi hacía que el Rolls-Royce pareciera un coche cualquiera. Casi. Nada lo logra.

El aparcacoches era el típico tipo más o menos duro, con una chaqueta blanca con el nombre del restaurante bordado en rojo en el bolsillo. Empezaba a hartarse.

—Oiga, señor —dijo con un toque de hostilidad en la voz—, ¿le importaría meter el pie dentro del coche para que pueda cerrar la puerta? ¿O quiere que la abra del todo para que usted se caiga?

La chica le lanzó una mirada que debería haberlo atravesado y haberle salido al menos diez centímetros por la espalda. Pero el tipo ni se inmutó. A The Dancers acude gente que hace que uno pierda la esperanza en la capacidad que tiene el dinero para mejorar a una persona.

Un deportivo descapotable, de fabricación extranjera y carrocería baja, se deslizó en el aparcamiento. Del coche salió un hombre que encendió un cigarrillo extralargo con el encendedor del salpicadero. Vestía un polo a cuadros de manga corta, unos pantalones amarillos y unas botas de montar. Echó a andar dejando una estela de humo y ni siquiera se molestó en mirar hacia el Rolls-Royce. Probablemente lo consideraba anticuado. Al pie de la escalera que llevaba a la terraza, se detuvo para ajustarse el monóculo.

—Tengo una gran idea, cariño —dijo la chica, de repente encantadora—: ¿por qué no dejamos este coche en tu casa y cogemos el descapotable? Hace una noche preciosa para dar un paseo por la costa hasta Montecito. Tengo unos amigos que dan un baile allí, junto a la piscina.

—No sabes cuánto lo siento, pero ya no tengo el descapotable —se disculpó cortésmente el joven del cabello blanco—, me vi obligado a venderlo.

Por su voz y su forma de articular las palabras, nadie habría supuesto que había tomado algo más fuerte que zumo de naranja.

—¿Que lo has vendido, cariño? ¿Qué quieres decir?

La chica se desplazó en el asiento apartándose de él, y su voz se alejó a una distancia mucho mayor.

—Quiero decir que tuve que hacerlo —respondió el hombre—. Para comer.

—Vaya, ya veo.

Si en ese instante hubiera caído una cucharada de helado sobre la piel de la chica, no se habría derretido.

El joven de cabello blanco acababa de entrar en el radio de acción del aparcacoches: en el segmento de población de ingresos precarios.

—Oye, tío —le dijo—, tengo que sacar un coche. Te veré en otro momento. Quizá.

Dejó que la puerta se abriera del todo. Al instante el borracho se deslizó del asiento y quedó sentado sobre el asfalto. Fue entonces cuando decidí hacer una buena acción y considero que meterse con un borracho es siempre un error. Aunque te conozca y le caigas bien, se puede mosquear y romperte los dientes. Lo agarré por debajo de los brazos y lo ayudé a ponerse en pie.

—Se lo agradezco mucho —me dijo en un tono educado.

La chica se deslizó tras el volante.

—Cuando se emborracha, se pone tan malditamente inglés... —comentó con voz de acero inoxidable—. Gracias por echarle una mano.

—Lo meteré en el asiento de atrás —sugerí.

—Lo siento muchísimo. Llego tarde a un compromiso. —Puso la primera y el Rolls comenzó a moverse—. No es más que un perro abandonado —añadió con una sonrisa fría—. ¿Por qué no le busca un hogar? Está muy bien enseñado. Bueno, más o menos.

Y el Rolls siguió avanzando por el camino de salida hacia Sunset Boulevard, giró a la derecha y desapareció. Cuando el aparcacoches regresó, yo seguía mirando hacia el lugar por donde se había ido. Y aún sostenía erguido al hombre, que se había quedado profundamente dormido.

—Bueno, es una manera de resolver el problema —le dije al de la chaqueta blanca.

—Desde luego —respondió con cinismo—. ¿Por qué iba a desperdiciarlo todo con un borracho? Esas curvas, ese cuerpazo.

—¿Lo conoce?

—Oí que la chica lo llamaba Terry. Por lo demás, no lo conozco de nada. Aunque solo llevo aquí dos semanas.

—¿Me trae mi coche? —le pedí, y le di el resguardo.

Para cuando llegó mi Oldsmobile, me sentía como si estuviera cargando un saco de plomo. El de la chaqueta blanca me ayudó a acomodarlo en el asiento del copiloto. El joven abrió un ojo, nos dio las gracias y volvió a dormirse.

—Es el borracho más cortés que he visto en mi vida —le comenté al aparcacoches.

—Los fabrican en todas las tallas y modelos, y con todo tipo de modales —dijo—. Y todos son unos pobres diablos. A este parece que le hicieron la cirugía plástica.

—Ya.

Le puse un dólar en la mano y me dio las gracias. Tenía razón en lo de la cirugía plástica. El lado derecho del rostro de mi nuevo amigo estaba rígido y blancuzco, lleno de cicatrices finas y tenues. Alrededor de las cicatrices, la piel tenía un aspecto lustroso. Un trabajo de cirugía plástica, y drástico.

—¿Qué va a hacer con él?

—Llevármelo a casa y darle café hasta que esté en condiciones de decirme dónde vive.

El de la chaqueta blanca me guiñó un ojo.

—Vale, amigo. Si yo estuviera en su lugar, lo tiraría en la cuneta y me largaría. Estos borrachos asquerosos no traen más que problemas. Yo tengo mi filosofía sobre estos asuntos. Tal como están las cosas hoy en día, con tanta competencia, uno tiene que reservar las fuerzas para defenderse en el cuerpo a cuerpo.

—Ya veo que ha llegado usted muy lejos con esa filosofía —le repliqué.

Me miró con desconcierto y, acto seguido, comenzó a mosquearse, pero yo ya estaba dentro del coche y en marcha.

Claro que tenía razón en parte. Terry Lennox me causó muchísimos problemas. Pero, al fin y al cabo, ese es mi trabajo.

Aquel año yo vivía en una casa de Yucca Avenue, en el distrito de Laurel Canyon. Era una pequeña casa en la ladera de una colina, en una calle sin salida flanqueada por eucaliptos, con un largo tramo de escalones de secuoya que llevaba a la puerta de entrada. Estaba amueblada y pertenecía a una mujer que se había marchado a Idaho a vivir una temporada con su hija viuda. El alquiler era bajo, en parte porque la dueña quería tener la posibilidad de volver sin avisar con mucha antelación, y en parte debido a los escalones. Estaba envejeciendo demasiado como para enfrentarse a ellos cada vez que regresaba a casa.

Quién sabe cómo logré llevar al borracho hasta arriba. Él estaba dispuesto a colaborar, pero sus piernas parecían de goma y se quedaba dormido a mitad de cada disculpa. Abrí la puerta, lo arrastré dentro y lo acomodé en el sofá grande. Le eché una manta por encima y lo dejé dormir. Roncó como una morsa durante una hora. Más tarde, se despertó de repente y quiso ir al baño. Cuando regresó, me miró inquisitivo, entrecerrando los ojos, y me preguntó dónde rayos estaba. Se lo dije. Él me respondió que se llamaba Terry Lennox, que vivía en un apartamento en Westwood y que nadie lo esperaba. Su voz era clara y pronunciaba correctamente.

Dejó caer que le vendría bien una taza de café. Cuando se la traje, sorbió el líquido con cuidado, sosteniendo el plato debajo de la taza.

—¿Cómo he llegado hasta aquí? —preguntó mientras miraba a su alrededor.

—Salió borracho de The Dancers en un Rolls. Su amiga lo dejó plantado.

—Vaya. Sin duda, no le faltaron motivos.

—¿Es inglés?

—He vivido en Inglaterra, pero no nací allí. Si me permite que llame a un taxi, me marcharé ahora mismo.

—Aquí tiene uno esperando.

Bajó los peldaños por su propio pie. En el trayecto hasta Westwood no dijo gran cosa, salvo que había sido una gentileza de mi parte y que lamentaba causar tantas molestias. Probablemente le había dicho eso a tanta gente, con tanta frecuencia, que se había convertido en algo automático.

Su apartamento era pequeño e impersonal, y estaba mal ventilado. Parecía haberse mudado allí la tarde anterior. Sobre una mesita baja, frente a un duro sofá verde oscuro, había una botella de whisky escocés medio llena, hielo derretido en un cuenco, tres botellas vacías de agua con gas, dos vasos y un cenicero de vidrio lleno de colillas, algunas con manchas de pintalabios. En aquel sitio no había una sola fotografía, ni objetos personales de ningún tipo. Podía tratarse de una habitación de hotel alquilada para una reunión o una despedida, para conversar y tomar unas copas, o para darse un revolcón. No parecía un hogar.

Me ofreció una copa, le dije que no, gracias, y no me senté. Cuando me iba, volvió a darme las gracias, pero no como si yo hubiera escalado una montaña para salvarlo, aunque tampoco como si se tratara de una cosa sin importancia. Parecía algo inseguro y tímido, aunque cortés hasta la muerte. Se quedó de pie junto a la puerta abierta hasta que llegó el ascensor y entré en él. Podía carecer de cualquier cosa, menos de modales.

No había vuelto a mencionar a la chica. Tampoco mencionó el hecho de que no tenía trabajo ni perspectivas, ni que había gastado sus últimos dólares pagando la cuenta en The Dancers para pasar un rato con una muñequita de la alta sociedad que ni siquiera permaneció a su lado el tiempo suficiente para cerciorarse de que los agentes de un coche patrulla no lo metieran en el calabozo, o de que un taxista no lo atropellara para dejarlo abandonado en un solar.

Mientras bajaba en el ascensor, sentí el impulso de regresar y quitarle la botella de whisky. Pero aquello no era asunto mío y, de todos modos, nunca sirve de nada. El que quiere beber siempre encuentra la manera de conseguir alcohol.

Durante el camino de vuelta a casa estuve reflexionando sobre lo ocurrido. Se supone que soy un tipo duro, pero aquel tío tenía algo que me gustaba. No sabía qué era, tal vez el pelo blanco, la cara llena de cicatrices, la voz clara y la cortesía. Tal vez eso bastara. Lo más probable era que no volviera a verlo. Como había dicho la chica, no era más que un perro abandonado.

cap-2

2

Volví a verlo una semana después de Acción de Gracias. Las tiendas de Hollywood Boulevard comenzaban a llenarse con parafernalia navideña a precios desmesurados, y los diarios ya anunciaban lo terrible que sería no hacer las compras de Navidad con suficiente anticipación. De todos modos, sería terrible: siempre es terrible.

A unas tres manzanas del edificio donde tengo el despacho vi un coche de policía aparcado en doble fila, y a los dos uniformados que miraban algo en la acera, junto al escaparate de una tienda. Ese algo era Terry Lennox —o lo que quedaba de él—, y no era un espectáculo agradable.

Estaba recostado contra la fachada de una tienda, porque tenía que recostarse contra algo. Llevaba la camisa sucia, con el cuello abierto, que le salía por debajo de la chaqueta. No se había afeitado en cuatro o cinco días. La nariz se veía afilada. Estaba tan pálido que apenas se distinguían las cicatrices, largas y finas. Y sus ojos parecían agujeros taladrados en la nieve. Era obvio que los polis del coche patrulla estaban a punto de echarle el guante, así que apuré el paso y lo agarré por el brazo.

—Enderécese y camine —le dije haciéndome el duro mientras le hacía un guiño—. ¿Puede? ¿Está borracho como una cuba?

Me miró vagamente y esbozó aquella sonrisita suya de medio lado.

—Lo estaba —suspiró—. Creo que ahora estoy algo... vacío.

—Bien, pero mueva los pies. Están a punto de meterlo en el calabozo por borracho.

Hizo un esfuerzo y me permitió guiarlo entre los transeúntes hasta llegar al bordillo. Allí había una parada de taxis. Fui a abrir de un tirón la puerta del más cercano.

—Aquel es el primero —dijo el conductor señalando con el pulgar el coche que tenía delante; volvió la cabeza y vio a Terry—. Si lo acepta —añadió.

—Es una emergencia. Mi amigo se encuentra mal.

—Sí —confirmó el taxista—. Pero que vaya a ponerse peor a otra parte.

—Cinco pavos —le dije—, y quiero ver esa hermosa sonrisa suya.

—Bueno, vale —aceptó, y escondió tras el espejo una revista con un marciano en la portada.

Estiré la mano y abrí la puerta. Metí dentro a Terry Lennox al mismo tiempo que la sombra del coche patrulla bloqueaba la ventanilla opuesta. Un policía canoso bajó del coche y se acercó. Di la vuelta al taxi y me dirigí a su encuentro.

—Un momento, amigo. ¿Qué tenemos aquí? ¿El caballero de la americana sucia es de verdad íntimo amigo suyo?

—Lo bastante íntimo como para que me dé cuenta de que necesita un amigo. No está borracho.

—Sin duda, por razones económicas. —Él tendió la mano y le entregué mi licencia. Le echó un vistazo y me la devolvió—. Vaya, vaya. Un detective privado pescando un cliente. —Su tono cambió y se puso duro—. Ahora ya sé algo sobre usted, señor Marlowe. ¿Y qué hay de él?

—Se llama Terry Lennox. Trabaja en el cine.

—Qué bonito —repuso con sarcasmo. Metió la cabeza por la ventanilla del taxi y clavó los ojos en Terry, que estaba acurrucado en un rincón—. Pues parece que no ha trabajado mucho últimamente. Ni tampoco debe de haber dormido mucho bajo techo últimamente. Me atrevería a decir que es un payaso y quizá deberíamos meterlo en el calabozo.

—Escuche, su récord de arrestos no puede ser tan bajo —le dije—. Estamos en Hollywood.

El poli siguió observando a Terry.

—¿Cómo se llama su amigo? —le preguntó.

—Philip Marlowe —pronunció Terry con lentitud—. Vive en Yucca Avenue, en Laurel Canyon.

El agente sacó la cabeza de la ventanilla, se volvió e hizo un gesto con la mano.

—Puede habérselo dicho hace un momento.

—Sí, pero no lo he hecho.

Me miró fijamente durante uno o dos segundos.

—Por esta vez fingiré que me lo creo. Sáquelo de en medio.

Subió al coche patrulla y se marchó.

Me metí en el taxi, recorrimos las tres manzanas que había hasta mi aparcamiento y entramos en mi coche. Le tendí al taxista el billete de cinco dólares. El hombre me miró, inflexible, y negó con la cabeza.

—Lo que marca el taxímetro, colega, o como mucho un dólar, si se siente generoso. Yo también he estado fuera de combate. En Frisco. Y nadie me recogió y me metió en un taxi. Es una ciudad sin corazón.

—San Francisco —corregí de modo mecánico.

—Yo la llamo Frisco. Todos esos grupos minoritarios que se vayan al diablo. Gracias.

Cogió el dólar y se marchó.

Nos acercamos a una cafetería donde se puede pedir desde el coche. Allí servían unas hamburguesas que no sabían a comida de perro en mal estado. Compré dos para Terry Lennox, así como una botella de cerveza, y lo llevé a mi casa. Seguía costándole trabajo subir los peldaños, pero sonrió, jadeó y lo logró. Una hora después, estaba bañado y afeitado, y volvía a tener aspecto humano. Nos sentamos a beber unas copas muy suaves.

—Menos mal que se acordaba de mi nombre —le dije.

—Era importante para mí. Y averigüé su dirección. Qué menos.

—¿Y por qué no me llamó? Yo siempre estoy aquí. También tengo un despacho.

—¿Y por qué iba a molestarlo?

—Me parece que debería haber molestado a alguien. Creo que no tiene muchos amigos.

—Sí que tengo amigos... más o menos. —Hizo girar la copa encima de la mesa—. No resulta fácil pedir ayuda, sobre todo cuando uno tiene la culpa de todo. —Levantó la vista con una sonrisa cansada—. Quizá algún día pueda dejar de beber. Todos dicen lo mismo, ¿verdad?

—Se tarda unos tres años.

—¿Tres años? —Pareció consternado.

—Por lo general, sí. Es un mundo diferente. Hay que acostumbrarse a colores menos brillantes, a sonidos más quedos. Puede haber recaídas. Todas las personas que conocía le parecerán un poco extrañas. La mayoría ni siquiera le caerán bien, y usted a ellas tampoco.

—No notaría la diferencia —dijo. Se volvió y miró el reloj—. En la consigna de la estación de autobuses de Hollywood tengo una maleta que vale doscientos dólares. Si pudiera recuperarla, la empeñaría y me compraría una barata; así me quedaría lo suficiente para llegar hasta Las Vegas en autobús. Allí puedo conseguir un empleo.

No dije nada. Me limité a asentir y seguí sentado con la copa en la mano.

—Ya sé lo que está pensando, que yo debería haberlo pensado antes —comentó con una voz tranquila.

—Lo que estoy pensando es que detrás de todo esto hay algo que no es asunto mío. ¿Es seguro lo del trabajo o es solo una esperanza?

—Es seguro. Un tipo, al que conocí muy bien en el ejército, dirige allí un gran local, el Club Terrapin. En parte es un estafador, claro, como todos, pero también es buena persona.

—Puedo darle lo del autobús y algo más. Pero, puestos a gastar dinero, prefiero que sea en algo que le dure un poco más. ¿Por qué no lo llama por teléfono?

—Gracias, pero no hace falta. Randy Starr no me fallará. Nunca me ha fallado. Y la maleta se puede empeñar por cincuenta dólares. Lo sé por experiencia.

—Le daré lo que necesite —insistí—. No soy uno de esos babosos de corazón tierno. Así que coja lo que le estoy ofreciendo y pórtese bien. Quiero quitármelo de encima porque tengo un presentimiento con respecto a usted.

—¿De veras? —Miró su copa; estaba bebiendo a sorbitos—. Solo nos hemos visto dos veces y las dos ha sido más que generoso conmigo. ¿Qué tipo de presentimiento?

—Presiento que la próxima vez lo encontraré metido en un lío mucho más grave, del que no podré sacarlo. No sé por qué tengo esa sensación, pero la tengo.

El hombre se tocó delicadamente el lado derecho del rostro con la yema de dos dedos.

—Quizá sea por esto. Supongo que me da un aire siniestro. Aunque es una herida honorable, o al menos su consecuencia.

—No se trata de eso. Las cicatrices no me preocupan. Soy detective privado. Usted es un problema que yo no tengo que solucionar. Pero el problema está ahí. Se podría decir que es un presentimiento. Siendo muy cortés, podría decir que es una impresión personal. Quizá esa chica no lo abandonó en The Dancers solo porque estaba borracho. Quizá ella también tuviera un presentimiento.

Esbozó una sonrisa.

—Estuvimos casados. Se llama Sylvia Lennox. Me casé con ella por su dinero.

Lo miré con desagrado y me puse de pie.

—Le prepararé unos huevos revueltos. Tiene que comer algo.

—Espere un segundo, Marlowe. Usted se pregunta por qué no puedo pedirle unos cuantos pavos a Sylvia si estoy en las últimas y ella es rica. ¿Sabe lo que es el orgullo?

—Me muero de risa, Lennox.

—¿De veras? Mi orgullo es diferente. Es el orgullo del hombre que no cuenta con nada más. Si eso lo incomoda, lo lamento.

Me fui a la cocina y le hice unos huevos revueltos con beicon, café y tostadas. Desayunamos en la mesa de la cocina. En los tiempos en que se construyó la casa siempre se dejaba espacio para algo así.

Le dije que tenía que pasar por el despacho y que recogería su maleta en el camino de vuelta. Me dio el resguardo de la consigna. Su rostro había adquirido algo de color y ya no tenía los ojos tan hundidos como antes, que casi había que buscarlos.

Antes de salir, puse la botella de whisky en la mesa, delante del sofá.

—Ejercite su orgullo con esto —le dije—, y llame a Las Vegas, aunque solo sea por hacerme un favor.

Se limitó a sonreír y a encogerse de hombros. Bajé por la escalera con ese presentimiento aún dentro de mí. No sabía por qué, de la misma manera que tampoco sabía por qué alguien pasaría hambre y viviría a la intemperie en vez de empeñar su guardarropa. Terry se atenía a sus reglas, fueran las que fuesen.

La maleta era la cosa más increíble que había visto en mi vida. Era de piel de cerdo, y cuando fue nueva debió de tener un color crema pálido. Los herrajes eran de oro. La habían fabricado en Inglaterra y, si la vendieran aquí, su precio sería más cercano a los ochocientos dólares que a los doscientos.

La deposité en el suelo, delante de él. Eché un vistazo a la botella sobre la mesa: no la había tocado. Estaba tan sobrio como yo. Fumaba, pero no parecía disfrutarlo.

—He llamado a Randy —me explicó—. Se ha enfadado porque no lo he llamado antes.

—Parece que solo lo ayudan los desconocidos —le dije—. ¿Es un regalo de Sylvia? —pregunté señalando la maleta.

Miró por la ventana.

—No. Me la dieron en Inglaterra, mucho antes de conocerla. Mucho, mucho antes. Si tiene una más vieja que pueda prestarme, preferiría dejársela aquí.

Saqué de la billetera cinco billetes de diez pavos y se los puse delante.

—No necesito que me deje nada en garantía.

—No se trata de eso. Usted no es un prestamista. Sencillamente, no quiero llevármela a Las Vegas. Y no necesito tanto dinero.

—Bien, quédese con la pasta y yo me quedo con la maleta. Pero en esta casa cualquiera puede robar.

—No me importa —repuso con indiferencia—, no me importa en absoluto.

Se cambió de ropa y cenamos en Musso’s a eso de las cinco y media. Sin alcohol. Cogió el autobús en Cahuenga y yo me marché a casa dándole vueltas a la cabeza. Su maleta vacía estaba sobre mi cama, allí donde la había vaciado para meter sus cosas en la que le presté. Tenía una llave de oro en una de las cerraduras. Cerré la maleta, até la llave al asa y la coloqué en la balda superior del armario. No parecía vacía del todo, pero lo que había dentro no era de mi incumbencia.

Era una noche silenciosa y la casa parecía más desierta que de costumbre. Saqué el tablero de ajedrez y me puse a jugar una defensa francesa contra Steinitz. Me derrotó en cuarenta y cuatro movimientos, pero lo hice sudar en varias ocasiones.

El teléfono sonó a las nueve y media, y la voz que oí no me resultaba desconocida.

—¿El señor Marlowe?

—Sí, soy yo.

—Soy Sylvia Lennox, señor Marlowe. Nos vimos un momento delante de The Dancers una noche, el mes pasado. Después me enteré de que tuvo la amabilidad de llevar a Terry a casa.

—Así es.

—Supongo que sabe que ya no estamos casados, pero sigo preocupándome por él. Dejó el apartamento que tenía en Westwood y al parecer nadie sabe dónde está.

—La noche que nos conocimos me di cuenta de lo preocupada que estaba.

—Mire, señor Marlowe, estuve casada con él. No me dan pena los borrachos. Puede que fuera insensible, y puede que tuviera algo muy importante que hacer. Usted es detective privado y, si lo prefiere, podríamos tratar el tema de manera profesional.

—No hay que tratar el tema de ninguna manera, señora Lennox. Está en un autobús, camino de Las Vegas. Allí tiene un amigo que le va a dar trabajo.

Ella se mostró más animada.

—Vaya... ¿Las Vegas? Qué sentimental. Allí fue donde nos casamos.

—Supongo que se le habrá olvidado —dije—, o se habría ido a alguna otra parte.

En lugar de colgar, se echó a reír. Tenía una risa adorable.

—¿Siempre es usted tan insolente con sus clientes?

—Usted no es mi cliente, señora Lennox.

—Podría serlo algún día. ¿Quién sabe? Digamos, entonces, que con sus amigas.

—Le digo lo mismo. El tipo estaba fuera de juego, hambriento, sucio y sin un centavo. Si lo hubiera querido para algo, podría haberlo encontrado. Terry no quería nada de usted, y es probable que ahora tampoco.

—Eso es algo que usted no sabe —replicó con una voz gélida—. Buenas noches. —Y colgó.

Por supuesto, ella tenía toda la razón y yo estaba totalmente equivocado. Pero no me lo parecía. Solo estaba dolido. Si me hubiera llamado media hora antes, habría estado tan dolido como para darle una buena paliza a Steinitz, salvo por el hecho de que llevaba muerto cincuenta años y la partida de ajedrez la había sacado de un libro.

cap-3

3

Tres días antes de Navidad recibí un cheque de cien dólares de un banco de Las Vegas, junto con una nota, escrita en una hoja con el membrete de un hotel. Me daba las gracias, me deseaba feliz Navidad y todo tipo de cosas buenas, y decía que esperaba verme pronto. La sorpresa venía en la posdata: «Sylvia y yo hemos comenzado una segunda luna de miel. Le ruega que no le guarde rencor por querer intentarlo de nuevo».

Me enteré del resto en una de esas columnas escritas por un esnob en las páginas de sociedad del diario. No las leo a menudo, solo cuando se me acaban las cosas que me disgustan.

Vuestro corresponsal está muy anonadado ante la noticia de que los estimados Terry y Sylvia Lennox han decidido volver a unirse en Las Vegas. Ella es la hija menor del multimillonario Harlan Potter, de San Francisco, y de Pebble Beach, por supuesto. Sylvia ha contratado a Marcel y Jeanne Duhaux para redecorar completamente su mansión de Encino, desde el sótano hasta la azotea, en el más devastador dernier cri. Curt Westerheym, queridos, el penúltimo marido de Sylvia, le dio esa chocita de dieciocho habitaciones como regalo de boda. ¿Os preguntáis qué le ocurrió a Curt? ¿De veras? La respuesta está en Saint Tropez y, según he oído, es permanente. Hay también cierta condesa francesa, de sangre muy, muy azul, que tiene dos niños adorables. Y también os estaréis preguntando qué piensa Harlan Potter de que se hayan vuelto a casar. Solo puedo adivinarlo. El señor Potter es una persona que nunca da una entrevista. Cuán exclusivos podemos ponernos, queridos amigos.

Tiré el diario a un rincón y encendí la tele. Tras la vomitona de la página de sociedad, hasta la lucha libre parecía aceptable. Pero, probablemente, lo que decía era cierto. Tratándose de la página de sociedad, es mejor que lo sea.

Me había hecho una imagen mental del tipo de choza con dieciocho habitaciones que hacía juego con unos cuantos de los millones de Potter, por no hablar de la decoración de Duhaux, según el último estilo subfálico. Pero no me venía ninguna imagen mental de Terry Lennox, paseando en zapatillas y bermudas en torno a una de las piscinas y llamando al mayordomo por radioteléfono para ordenarle que pusiera el champán a enfriar y las perdices al horno. No había razón alguna para imaginármelo. Si el tipo quería ser el osito de peluche de alguien, no se me iban a caer los dientes por ello. Simplemente no quería volver a verlo nunca más. Pero sabía que lo vería, aunque fuera a causa de su maldita maleta de piel de cerdo con hebillas de oro.

Eran las cinco de la tarde de un húmedo día de marzo cuando hizo su entrada en mi depauperado emporio de materia gris. Su aspecto había cambiado. Estaba más viejo, muy sobrio y severo, y maravillosamente sereno. Parecía una persona que había aprendido a asimilar los golpes. Llevaba un impermeable blanco nacarado y guantes, iba sin sombrero y su pelo blanco era tan liso como las plumas del pecho de un pájaro.

—Vayamos a algún bar tranquilo a beber algo —dijo como si hubiera pasado por allí diez minutos antes—. Si tiene tiempo, claro.

No nos estrechamos la mano. Nunca lo habíamos hecho. Los ingleses no se pasan la vida estrechándose la mano como los estadounidenses, y aunque él no era inglés, tenía algunas de sus maneras.

—Vayamos a mi piso a recoger su elegante maleta —repuse—. Me preocupa un poco.

—Sería muy amable por su parte que me la guardara —me pidió negando con la cabeza.

—¿Por qué?

—Simplemente me apetece. ¿Le molesta? Es algo así como un vínculo con una época en la que yo era un derrochador inútil.

—Vaya tontería —le dije—. Pero como usted quiera.

—Si le preocupa porque cree que se la pueden robar...

—Eso también es asunto suyo. Vayamos a tomar esa copa.

Fuimos a Victor’s. Me llevó en un Jowett Jupiter de color naranja con una fina capota de lona, bajo la cual solo quedaba espacio para nosotros dos. Los asientos eran de cuero pálido, con herrajes que parecían de plata. Normalmente no me fijo mucho, pero aquel puñetero coche logró que se me hiciera la boca agua. Me explicó que alcanzaba los cien kilómetros en segunda. La barra de los cambios era corta y gruesa, y apenas le llegaba a la rodilla.

—Cuatro marchas —dijo—. Aún no se ha inventado un cambio automático que funcione como uno de estos. En realidad, no haría falta. Se puede poner en marcha en tercera incluso cuesta arriba y, de todas maneras, con tanto tráfico nunca puedes poner una marcha más.

—¿Un regalo de bodas?

—Solo un regalito casual, del tipo «vi este cacharro en un escaparate». Soy una persona muy consentida.

—Excelente —dije—, siempre que no venga con la etiqueta del precio.

Me lanzó una mirada rápida y sus ojos volvieron a clavarse en el pavimento mojado. Unos limpiaparabrisas dobles barrían delicadamente el cristal delantero.

—¿La etiqueta del precio? Siempre hay una etiqueta con un precio, amigo. ¿Cree que quizá no soy feliz?

—Lo siento. He sido impertinente.

—Soy rico. ¿Quién demonios quiere ser feliz?

En su voz había una amargura que me resultaba nueva.

—¿Cómo le va con la bebida?

—Con elegancia, viejo amigo. Por alguna extraña razón, parece que soy capaz de controlarme. Pero nunca se sabe, ¿verdad?

—Quizá nunca se ha emborrachado de veras.

En Victor’s nos sentamos en una esquina de la barra y pedimos gimlets.

—Aquí no saben cómo prepararlo —dijo—. Lo que ellos denominan gimlet es un poco de zumo de lima o limón con ginebra, un pellizco de azúcar y tónica. Un gimlet de verdad es mitad ginebra, mitad zumo de lima Rose’s y nada más. Un martini no puede competir con eso.

—Nunca he sido quisquilloso a la hora de beber. ¿Qué tal le fue con Randy Starr? En mi barrio dicen que es un tipo duro.

Se reclinó en el asiento y se quedó pensativo.

—Supongo que lo es. Supongo que todos ellos son tipos duros. Pero no lo aparenta. Podría decirle el nombre de un par de tipos que se dedican a los mismos chanchullos en Hollywood que sí lo parecen. Randy ni se molesta. En Las Vegas es un empresario legal. La próxima vez que vaya, debe conocerlo. Se harán amigos.

—No lo creo. No me gustan los matones.

—Eso es solo una palabra, Marlowe. Es el mundo que tenemos. Lo que nos queda después de dos guerras, y vamos a conservarlo así. Randy, otro tipo y yo nos metimos una vez en un lío. Eso creó algo parecido a un vínculo entre nosotros.

—Entonces, ¿por qué no le pidió ayuda cuando la necesitaba?

Se bebió su copa y le hizo una seña al camarero.

—Porque no podía negarse.

El camarero trajo otra ronda.

—Para mí —dije—, eso no es más que palabrería. Si, por alguna casualidad, el tipo le debía algo, póngase en su lugar. Le habría gustado tener una oportunidad de pagar la deuda.

—Sé que tiene razón —concedió negando lentamente con la cabeza—. Claro que le pedí trabajo. Y lo cumplí mientras hubo algo que hacer. Pero pedir favores o donaciones, no.

—Aunque si se las da un desconocido, las acepta.

Me miró a los ojos.

—Un desconocido puede seguir su camino y hacer como que no oye.

Nos habíamos bebido tres gimlets sencillos, y aquello no le había causado el menor efecto. Esa cantidad bastaba para comenzar una auténtica borrachera. Pensé que quizá ya se había curado.

Me llevó de regreso al despacho.

—Cenamos a las ocho y cuarto —dijo—. Solo los millonarios se lo pueden permitir. En estos tiempos, solo los sirvientes de un millonario lo aceptarían. Viene mucha gente encantadora.

A partir de entonces comenzó a dejarse caer por allí alrededor de las cinco, lo que se convirtió en una costumbre. No íbamos siempre al mismo bar, pero visitábamos Victor’s con más frecuencia que cualquier otro sitio. Quizá para él estuviera asociado a algo que yo desconocía. Nunca bebía mucho y eso lo sorprendía.

—Debe de ser algo así como las fiebres tercianas —dijo—. Cuando tienes un ataque, lo pasas mal. Pero cuando no, es como si nunca lo hubieras tenido.

—Lo que no entiendo es por qué a un tipo de su posición le gusta beber con un detective privado venido a menos.

—¿Un ataque de modestia?

—No. Solo me intriga. Soy un hombre razonablemente amistoso, pero usted y yo no vivimos en el mismo mundo. Ni siquiera sé dónde vive, solo que su casa está en Encino. Debo entender que su vida hogareña es la adecuada.

—No tengo ninguna vida hogareña.

Otra vez bebíamos gimlets. El lugar estaba casi desierto. Como siempre, había algunos bebedores compulsivos sentados a la barra poniéndose a punto, de esos que cogen muy despacio la primera copa, vigilando la mano para no tirar nada.

—No lo entiendo. ¿Se supone que debería entenderlo?

—Una gran producción, pero sin argumento, como se dice en los estudios de cine. Creo que Sylvia es lo bastante feliz, aunque no necesariamente conmigo. En nuestro ambiente, eso no tiene mucha importancia. Si uno no tiene que trabajar o que ahorrar, siempre hay otras cosas que hacer. No es muy divertido, pero los ricos no lo saben. Nunca se han divertido de veras. Nunca han deseado nada con vehemencia, excepto la mujer de otro, y eso es un deseo bastante superficial comparado con la manera en que la mujer del fontanero quiere cortinas nuevas para el salón.

No dije nada. Le dejaba llevar la conversación.

—Básicamente, mato el tiempo, pero se resiste. Un poco de tenis, un poco de golf, un poco de natación, paseos a caballo y el exquisito placer de contemplar cómo los amigos de Sylvia tratan de aguantar hasta la hora de comer antes de ponerse a cortar la resaca.

—La noche que usted se fue a Las Vegas ella me dijo que no le gustaban los borrachos.

Hizo una mueca pícara. Me había acostumbrado tanto a su rostro lleno de cicatrices que solo las notaba cuando algún cambio de expresión enfatizaba la inexpresividad de uno de sus lados.

—Se refería a los borrachos sin dinero. Con dinero, no son más que gente que bebe mucho. Si vomitan en el porche, es problema del mayordomo.

—Pero usted no tenía por qué aceptar que las cosas fueran así.

Terminó su copa de una sola vez y se puso de pie.

—Debo irme corriendo, Marlowe. Además, lo estoy aburriendo, y Dios sabe que me aburro también a mí mismo.

—No me está aburriendo. Soy bueno para escuchar. Tarde o temprano puede que entienda por qué le gusta ser un perrito faldero.

Se tocó levemente las cicatrices con la yema de un dedo. Esbozó una pequeña sonrisa distante.

—Podría preguntarse por qué ella quiere tenerme cerca, no por qué yo quiero estar allí, esperando con paciencia sobre mis cojines de satén a que me den unas palmaditas en la cabeza.

—A usted le gustan los cojines de satén —comenté mientras me levantaba para marcharme con él—. Le gustan las sábanas de seda, los timbres para llamar a los sirvientes y que llegue el mayordomo con su sonrisa obsequiosa.

—Podría ser. Crecí en un orfanato de Salt Lake City.

Salimos al cansino atardecer y dijo que quería caminar. Habíamos ido en mi coche y por una vez yo había sido lo bastante rápido para coger la cuenta. Lo vi perderse de vista. Por un momento, la luz de un escaparate destacó el brillo de su pelo blanco mientras desaparecía en la niebla luminosa.

Me gustaba más borracho, abandonado y fuera de juego, o hambriento, apaleado y orgulloso. ¿De veras? Quizá solo me gustaba estar por encima de él. Era difícil adivinar sus motivos. En mi negocio hay un tiempo para hacer preguntas y un tiempo para dejar que tu hombre hierva a fuego lento hasta que se ablande del todo. Eso lo sabe todo buen policía. Es un buen asunto, como el ajedrez o el boxeo. Hay gente a la que tienes que presionar y hacerle perder el equilibrio. Y otra con la que solo boxeas, y acaba golpeándose a sí misma.

Me habría contado la historia de su vida si se lo hubiera pedido. Pero nunca le pregunté siquiera cómo le habían destrozado la cara. Si lo hubiera hecho, y él me lo hubiera contado, posiblemente habría salvado algunas vidas. Solo posiblemente, eso es todo.

cap-4

4

La última vez que tomamos unas copas en un bar fue en mayo, a una hora más temprana de lo habitual, poco después de las cuatro. Parecía cansado y más delgado, pero miraba a su alrededor con una perezosa sonrisa de placer.

—Me gustan los bares cuando acaban de abrir por la tarde. Cuando dentro el aire aún está frío, todo brilla y el encargado del bar se mira por última vez en el espejo para ver si lleva la corbata recta y si va bien peinado. Me encantan las botellas ordenadas detrás de la barra, los vasos brillantes y la expectación. Ver cómo el hombre prepara la primera copa de la tarde, la coloca sobre un posavasos reluciente y pone la pequeña servilleta doblada al lado. Degustarla lentamente. La primera copa tranquila de la tarde en un bar tranquilo, ¡qué maravilla!

Estuve de acuerdo con él.

—El alcohol es como el amor —dijo—. El primer beso es mágico, el segundo es íntimo, el tercero es rutina. Después de eso, desnudas a la chica.

—¿Y eso es malo? —le pregunté.

—Es muy emocionante, aunque se trata de una emoción impura, impura en un sentido estético. No ridiculizo el sexo. Hace falta y no tiene por qué ser feo. Pero siempre hay que administrarlo con cuidado. Hacer que sea fascinante es una industria que mueve millones de dólares, y se necesita hasta el último centavo. —Miró a su alrededor y bostezó—. No he dormido bien últimamente. Es agradable estar aquí. Dentro de un rato los borrachos llenarán este sitio, se pondrán a hablar en voz alta y a reírse, y las puñeteras mujeres comenzarán a agitar las manos, a hacer muecas, a sacudir sus malditas pulseras y a maquillarse con esos polvos compactos que más tarde, al caer la noche, tendrán un leve pero inconfundible olor a sudor.

—No se lo tome tan a pecho —dije—. Son humanos, así que sudan, se ensucian y tienen que ir al baño. ¿Qué esperaba, mariposas doradas flotando en una niebla rosa?

Vació su copa, la puso boca abajo y contempló cómo se formaba una gota en el borde, que luego tembló y cayó.

—Lo siento por ella —confesó lentamente—. Es una zorra de cuidado. Quizá le tengo cariño de alguna manera extraña. Un día me necesitará y yo seré el único hombre que esté cerca de ella sin un afilador en la mano. Y lo más probable es que en ese momento no dé la talla.

Me lo quedé mirando.

—Se hace una propaganda excelente —dije tras una pausa.

—Sí, lo sé. Soy débil de carácter, sin redaños o ambiciones. Encontré un anillo de latón y me dolió descubrir que no era de oro. Un tipo como yo tiene un único gran momento en la vida, un único salto en el gran trapecio. Luego pasa el tiempo que le queda intentando no resbalar de la acera y caerse al arroyo.

—¿Y eso adónde nos lleva?

Saqué una pipa y comencé a llenar la cazoleta.

—Ella tiene miedo. Tiene muchísimo miedo.

—¿De qué?

—No lo sé. Ya casi no hablamos. Quizá teme a su padre. Harlan Potter es un hijo de puta sin corazón. Por fuera, pura dignidad victoriana. Por dentro, es tan implacable como un verdugo de la Gestapo. Sylvia es una golfa. Él lo sabe y lo odia, y no puede hacer nada al respecto. Pero espera, vigila, y si alguna vez Sylvia se mete en un buen lío, él la partirá por la mitad y enterrará los pedazos a mil kilómetros uno del otro.

—Usted es su marido.

Levantó la copa vacía y la estrelló contra el borde de la mesa. Se rompió con un tintineo. El camarero levantó la vista pero no dijo nada.

—Como esto, amigo, como esto. Sí, soy su marido. Eso es lo que dicen los papeles. Yo soy los tres peldaños blancos, la gran puerta verde de la entrada y la aldaba de latón con la que das un toque largo y dos cortos, y la doncella te franquea la entrada al prostíbulo de cien dólares.

Me puse de pie y dejé algo de dinero sobre la mesa.

—Habla demasiado —dije—, y demasiado sobre usted mismo. Hasta la vista.

Salí a la calle y lo dejé allí sentado, pasmado, pálido, según podía juzgar por la típica luz de los bares. Me dijo algo mientras me iba pero seguí caminando.

Diez minutos más tarde lo lamentaba. Pero diez minutos más tarde yo estaba en otra parte. No volvió a pasar por el despacho. Nunca más, ni una sola vez. Había hurgado en su herida más dolorosa.

No supe nada de él durante un mes. Cuando lo vi de nuevo eran las cinco de la mañana, apenas amanecía. El timbre insistente de la puerta me hizo saltar de la cama. Corrí por el pasillo, atravesé el salón y abrí. Allí estaba, con el aspecto de quien no ha dormido en una semana. Vestía un impermeable ligero con el cuello alzado y parecía que temblaba. Llevaba un sombrero oscuro de fieltro hundido hasta los ojos.

Tenía una pistola en la mano.

cap-5

5

La pistola no apuntaba hacia mí, simplemente la sostenía. Era una automática de calibre mediano, hecha en el extranjero, desde luego no era una Colt o una Savage. Con el rostro pálido, las cicatrices, el cuello vuelto hacia arriba, el sombrero calado hasta los ojos y la pistola, parecía salido de una vieja película de gángsteres, del tipo «rómpeles la jeta».

—Usted me va a llevar a Tijuana para tomar un vuelo a las diez y cuarto —dijo—. Tengo un pasaporte y un visado, y estoy listo, salvo por el transporte. Por algunas razones no puedo tomar un tren, un autobús o un avión para salir de Los Ángeles. ¿Quinientos dólares sería un pago aceptable por un viaje en taxi?

Yo permanecí de pie en la puerta y no me moví para dejarlo entrar.

—¿Quinientos dólares y la pipa? —pregunté.

Bajó la vista y la miró con aire ausente. A continuación se la guardó en el bolsillo.

—Podría servir como protección —dijo—. A usted, no a mí.

—Entre.

Me eché a un lado y él corrió al interior. Cansado, se dejó caer en una silla.

El salón estaba oscuro debido a los grandes arbustos que la dueña había dejado crecer para ocultar las ventanas. Encendí una lámpara, me llevé un cigarrillo a los labios y lo encendí. Miré al recién llegado. Me rasqué el pelo, bastante despeinado. Mi rostro recuperó su vieja mueca de cansancio.

—¿Qué demonios me pasa, que quiero dormir en una mañana tan encantadora? ¿A las diez y cuarto, eh? Bueno, tenemos muchísimo tiempo. Vayamos a la cocina, haré un poco de café.

—Estoy metido en un gran lío, sabueso.

Era la primera vez que me llamaba sabueso. Pero de alguna manera era coherente con la manera en que había entrado, con la ropa que traía, la pistola y todo lo demás.

—Va a ser un día delicioso. Con una brisa ligera. Se oye a los viejos

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