Buena mar

Antonio Lucas

Fragmento

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Me preparé para un viaje que en nada se parece a nada, que elegí no compartir con nadie, que nunca más repetiré. Y volteó mi vida. Sin experiencia en navegación, con encogimiento y cansancio, sabiendo del océano sólo por el mínimo rumor que el agua deja en la orilla, con más incertidumbre que entusiasmo, hallé refugio en la inestable excitación de desaparecer por unas semanas.

No hubo demasiado tiempo para pensarlo y esa urgencia favoreció que llegase hasta aquí. Acumulaba siete meses de fracasos intentando enrolarme en un barco arrastrero de los que faenan en Gran Sol, el caladero mítico y terrible, así que cuando la mujer que hablaba del otro lado del teléfono —mi último contacto desesperado gracias a un buen amigo común— remató la charla enumerando una larga lista de exigencias, sólo pude decir «sí». Apreté el botón de finalizar llamada, sentí un calambre de promesa casi cumplida y dejé pasar la suave tarde de primavera en casa, tumbado, esquivando pensamientos esotéricos sobre el significado de que la única carta válida fuese la última, con los balcones cerrados a pesar de la gustosa brisa de afuera, como si pudiese oír desde aquí, un segundo piso del centro de Madrid, las voces de un mar que aún no conocía. Laura no estaba en casa y tampoco respondió al teléfono.

Cualquier itinerario de náufrago conviene aceptarlo a solas, casi furtivo, sin calcular demasiado, sin una justificación. A veces dudo si en verdad fui yo quien consumó aquella aventura. Estas cosas ocurren: algunas hazañas enérgicas, una vez vividas, se transforman lentamente en ensoñaciones, en lejanías donde casi no te reconoces. Es un material confuso y flotas en él como un polizón, con el privilegio melancólico de haber ensayado algo no del todo comprensible o casi irreal. Quizá sea el misterio de ciertas experiencias desconcertantes, de las que traen más preguntas que certezas y sólo es posible comprender a tientas, a la distancia, apoyado en la imaginación antes que en la envergadura del lance.

Nunca hasta entonces confié en la posibilidad de vivir en el peor de los mares como uno de ellos, sosteniendo en pie la vida sobre un agua angustiada y tan precaria de bondades. El mar nada tiene que ver con lo que asoma en la bahía. Su abundancia es otra, menos dócil y multitudinaria. Nace de una mecánica despiadada que a veces requiere una fe gigante para soportar tanta vileza. El mar de Gran Sol es un adiestramiento hacia la muerte y un arsenal de treinta y dos pares de calcetines por marinero, siempre húmedos. Un laboratorio de intemperies. Su belleza es conflictiva y se resume en una palabra que puede repetirse tanto como haga falta, pero nunca se llega a decir del todo. Tiene unos protocolos feroces. Un lugar tan extremo y desmesurado que sólo puedes asimilarlo sorteando pesadillas, temores, augurios, algún escaso entusiasmo que perpetúa la sensación de extravío. Gran Sol es uno de los peores caladeros de pesca de altura del mundo. De los más fieros. Allá un hombre se hace más invisible aún, sin asidero alguno, casi ajeno a cuanto lo ha precedido. Si no perteneces a la torrefacta cofradía marinera, qué sentido tiene estar ahí. Y a ellos, qué los empuja. Quizá la incesante condena de no saber ya qué.

La breve llamada que tanto esperé aumentó el desconcierto por un viaje que se había convertido en una obsesión, en una terca fantasía, y con alivio lo iba dando suavemente por perdido. Pero fui aceptado en un barco arrastrero para hacer una marea en Gran Sol, entre los paralelos 48 y 60 del Atlántico Norte. En un buque de bandera española, con sede en el puerto de Vigo. Una máquina robusta de la que me enviaron unas fotos desde la oficina del armador. El casco pintado de azul y blanco, con el bulbo de proa color teja. Treinta y seis metros de eslora y ocho y medio de manga. Lo botaron en 1997. En peso muerto alcanza 171 toneladas. A bordo navegan once hombres: cinco gallegos y seis africanos a los que nunca había visto. Tengo cuarenta y tres años. Pareja. Padres. Hermana. Trabajo. Amigos. Hipoteca. Dos gatos. Ninguna experiencia marinera. En unos días subiré a bordo del Carrumeiro en un puerto del sur de Irlanda, donde el barco atracará por unas horas para descargar la mercancía. Tuve también la posibilidad de rechazar el viaje, pero no me atreví.

***

Laura me llevó al aeropuerto y no bajó del coche. Nos despedimos con técnica, sin emoción. «Suerte y disfruta», dijo. Fue un récord de síntesis en un momento inoportuno para el ahorro. El vuelo entre Madrid y Cork duró dos horas y cuarto. El viaje por carretera de Cork a Castletownbere es de hora y media. El pueblo está en la costa sureste irlandesa, punto de repostaje de barcos y descarga del pescado de la flota española en Gran Sol. Una zona de avituallamiento, una meta volante con forma de puerto. Ahí me convocaron. «Te esperarán en Irlanda. El Carrumeiro salió de Vigo, pero esa travesía te la ahorras. Lo mejor es que empieces cuando ya estén en faena. Que te vaya bien». La voz de la mujer que hizo de intermediaria y a la que nunca vi proyectaba un tono de determinación que no aceptaba réplicas. Volví a escucharla otra vez más, cuando desembarqué en Castletownbere con la aventura cumplida y la llamé para dar las gracias por las gestiones. Aceptó mi cortesía con su cortesía algo tajante, y hasta ahí.

Mi vida, entonces, tenía la consistencia de una nube. Durante el trayecto de ida, únicamente miré por la ventanilla cuando el avión tocó tierra tras dos breves rebotes gallináceos y sólo recuerdo de aquel momento la huella acumulada que dejan los neumáticos al aterrizar.

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II

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I

El taxi me deja en la puerta de acceso al jardín del Bed and Breakfast donde reservé habitación, el Island View House. Cuarenta y seis euros por noche con desayuno incluido. Cómodo. En lo alto del pueblo, con vistas al puerto. Una casa grande, rodeada de un césped abundante, crecido y húmedo. Tiene un ala para huéspedes y otra privada donde vive la familia que regenta el negocio, acostumbrada a los forasteros. Nadie pregunta de más. Dan por hecho que aquí se viene a algo del mar; y si no, tampoco les importa. Sobre la mesa de inscribir hay una taza con restos de té. Una mujer joven, sonriente y con dificultad al andar atiende el mostrador improvisado de la recepción, que es parte de la cocina. Anota los datos de mi carnet de identidad sin levantar la vista del libro de registro. Apunta a mano, con caligrafía redonda y holgada. Nombre y apellidos, dirección, número de identidad, hora de desayuno. Un perro grande, a mi espalda, custodia el sofá instalado frente a un ventanal que asoma al jardín. Al fondo, el mar. Hay un jarrón de flores postizas sobre un aparador, junto a un cenicero con tres colillas y un c

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