Comedia nupcial

Rafael Gumucio

Fragmento

cap-2

«No es tan fea, tan fea no es, no es fea; no se arregla, pero no es fea», me decía tratando de conformarme mientras bajábamos juntos hacia el río. Mi madre había escogido con lupa a la única mujer sobre la que yo no tenía una opinión formada.

Conocía a Teresa desde niño, aunque hasta ese día había sido únicamente la sombra que permitía que la belleza de su hermana Rosario no me doliera demasiado. Antes de convertirse por decreto materno en mi novia oficial, Teresa era para mí una mujer cualquiera, la prima sin sangre en común, la indiferente gorda que se casaría con un ingeniero sin cuello, tendría hijos con enfermedades congénitas, sería feliz recibiendo a gente sin interés en una casa de playa en Con Cón.

Atada a la tierra que ni mira, cubierta con grandes ropajes verdes, en su completa opacidad lo único que brilla en Teresa es la medalla de la Virgen que le regalaron un día de esa primavera de 1952 en que mataron a su madre. Teresa, su silencio es de verdad mientras que mis palabras se retuercen en la mentira, el artificio insubstancial que me hace casi chileno mientras ella es Chile, el país que de tanto estar de espaldas a todos se halla en el centro del mundo. La provincia que ya no le tiene miedo a nada (aunque tiembla para disimular), la capital de todos los suburbios. Teresa, que conoce de memoria las leyes y las reglas del barrio El Golf, que sabe ser pobre sin dejar de ser elegante; que sabe cuándo ser una u otra cosa; Teresa, que sobre todo sabe que no sé nada.

Llegamos hasta la reja que protegía a los niños del río. El sol cortaba en dos las ya entrecortadas rocas volcánicas. Miles de cactos empolvados se erguían como únicos testigos de nuestra impotencia, de mi impotencia, porque ella, las manos en la espalda, vigilante y compasiva como una profesora de primaria, sonreía con vago desprecio.

—Pídeme matrimonio, tonto —rompió el silencio, mientras se restregaba la espalda contra la reja. —Pero si ya sé que vas a aceptar, si ya está todo listo —alegué, humedecido de nervios.

—Tú tienes que pedirme matrimonio, y yo, ver si acepto.

—Pero si ya sé que vas a decir que sí.

La única ventaja de este matrimonio arreglado por mi madre y el padre de Teresa era justamente que no tenía que hacerle la corte a mi novia.

Ni siquiera tenía que pasar por el trámite de amarla. Yo sólo tenía que admitir la boda, admitirla como quien se resigna a llevar de por vida el nombre horrible que le han puesto.

—Pídemelo. ¿Qué te cuesta?

«No lo haré», decidí, alzando la barbilla napoleónica, orgulloso de negarme por primera vez a los designios de mi futura esposa. Pero de pronto encontré las últimas reservas de aire y, apoyándome contra la reja que nos separaba del río, suspiré.

—Podríamos casarnos. Perdón, no puedo. No me sale. Es muy difícil.

El río rugía con fuerza, el aire silbaba de calor, mis ojos se posaron en los cactos, mis ojos que se esforzaban por no ver lo que veían a mil kilómetros bajo tierra; no tenía voz, no tenía gestos, no era nadie.

—Si te voy a decir que sí. No veo por qué te cuesta tanto.

—Tú... tú... tú aceptarías que yo... que yo... —trastabillé.

—Acepto —dijo, y con una tenue sonrisa de piedad cogió mi mano crispada de angustia.

En un gesto que resumía de antemano nuestra historia, Teresa me salvaba de la trampa que ella misma me había tendido, reclamando a cambio, claro, el precio de un rescate completo en manos de raptores reales. Aplastándome contra la reja de aluminio, sentí frío, frío y calor al mismo tiempo.

Ahora éramos novios; habíamos añadido, a nuestra ignorancia individual, la ignorancia mutua.

Tartamudeado por mí, apurado por ella, así quedó el pacto sellado. Estaba claro que yo la necesitaba, financiera y socialmente —no sabía hacer nada que resultara útil en el campo laboral—, pero, ¿de qué le servía yo a ella, que podría haberse casado con un agricultor o heredero cualquiera? ¿Por qué me había escogido? ¿Me amaba? ¿Cuándo, cómo y por qué me vio entre la multitud? ¿Qué veía cuando me veía? Iba a dejar caer una a una esas preguntas, las preguntas que sobrevolarían los próximos treinta años de mi vida, cuando, por primera vez, la primera de un millón de veces, ella decidió por los dos.

—Es tarde, está oscureciendo, subamos —ordenó Teresa, estirando las manos para que se las tomara y la ayudara a saltar sobre una roca.

Saltó, fingió que tropezaba, sonrió en mis brazos. Caminamos abrazados unos metros hasta que un espino nos separó. Subimos cada uno por su lado, por dos desdibujados senderos de polvo.

Mi madre, unos enormes anteojos de sol en su cara católica, nos esperaba sentada en una silla de playa, bebiendo pisco sour.

Una semana después me atreví por fin a tocar el timbre de la calle Hendaya. Fernando resbaló hacia mí por la baranda de la escalera.

—¡Pituco!, ¿cómo estái? —exclamó abrazándome.

Verme de asustado novio de su hermana constituía para Fernando el espectáculo del año. Habíamos sido compañeros de curso desde primera preparatoria en los Padres Franceses. Niño adicto a comerse los mocos, Fernando era uno de los favoritos de los curas, que lo habían convertido en un inútil (en ese colegio no le enseñaban a nadie a trabajar ni a estudiar, sólo a envidiar, a dormir la siesta y a tener amigos que algún día serían ricos o famosos, lo suficiente para seguir financiando tu inutilidad). Traté de odiarlo todos los años, pero su empeño en protegerme fue más fuerte.

—Tengo que... —comencé, con la garganta seca y estirada.

—Entra, entra —me empujó hacia el salón y luego retrocedió hasta una butaca situada junto a unos vitrales azules, donde se acomodaría después para no perderse detalle de mi petición de mano—. Quédate ahí. Voy a buscarlo. ¡Papá! —gritó.

No me atreví a sentarme. La pared estaba cubierta de minúsculos paisajes con unos desproporcionados marcos dorados; los había visto mil veces, pero jamás los había mirado. Era la primera vez que me quedaba parado tanto tiempo en esa sala. En las odiosas visitas de caridad que mi madre le hacía a don José Ramón, el señor que mató a su esposa jugando a Guillermo Tell, apenas podía me sentaba en uno de los sillones de cuero y fingía dormir hasta que lograba realmente quedarme dormido. Ahora, casi de mi tamaño, lo tenía frente a mí. Con la lengua se hurgaba entre los dientes. Alargué la mano y él se quedó mirándola, supongo que para comprobar si era comestible.

—¿Cómo está? —lo saludé, con una leve inclinación de hombros.

—Bien, ¿y vos?

Mi futuro suegro hablaba y se vestía como un obrero de la construcción. Se ponía lo primero que encontraba, se rascaba la caspa y se tragaba los mocos. Quizá por eso mi mamá nunca dejaba de subrayar lo muy elegante que era en el fondo.

—Vengo a pedirle la mano de su hija —solté, silboteando como un enano.

De pronto, saliendo de la nada, Rosario hundió su mano en el bolsillo de su padre.

—Pá

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