Capítulo 1
El tornado

Dorothy vivía en mitad de las grandes praderas con su tío Henry y su tía Em, que eran granjeros. La casa era muy pequeña, porque para construirla habían tenido que transportar la madera desde muy lejos en carretas. Consistía en una sola habitación, con cuatro paredes, suelo y techo, y en esa habitación había una cocina de leña de aspecto herrumbroso, un armario para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. Tío Henry y tía Em dormían en una cama de matrimonio, en un rincón, y Dorothy, en un menudo camastro al otro lado. No había en la casa ni desván ni sótano, solo un pequeño hueco excavado en el suelo al que llamaban «refugio contra tornados»; allí podía guarecerse la familia en caso de que se alzara alguno de esos enormes torbellinos de viento con fuerza suficiente para arrasar todos los edificios a su paso. Para llegar a aquel hueco pequeño y oscuro, había que levantar una trampilla en el suelo de la habitación y luego bajar por una escalera de mano.
Cuando Dorothy se asomaba a la puerta y miraba a su alrededor, lo único que veía era la extensa pradera gris que rodeaba la granja. No había árboles ni casas en aquella gran llanura que se extendía en todas direcciones hasta el horizonte. El sol había abrasado la tierra arada hasta dejarla convertida en una masa de color gris recorrida por pequeños surcos. Ni siquiera la hierba era verde, porque el sol había tostado las puntas de las hojas y ahora estaban teñidas del mismo tono gris que se veía por todas partes. Tiempo atrás la casa había estado pintada de un color vivo, pero la luz del día y el agua de la lluvia la habían descolorido con los años y ahora se veía igual de gris y opaca que todo el resto.
Cuando tía Em había ido a vivir allí, era una mujer joven y hermosa. El sol y el viento también la habían cambiado. Le habían robado el brillo de los ojos y teñido la piel de color ceniza; sus labios y sus mejillas ya no eran colorados, también se habían vuelto grises. Era delgada, esquelética, y nunca sonreía. Cuando Dorothy, que era huérfana, llegó a la casa por primera vez, tía Em se había sobresaltado tanto al oírla reír que se puso a chillar, y, cada vez que escuchaba la alegre voz de la pequeña, se llevaba la mano al corazón. Hoy seguía extrañándole que la muchacha encontrase motivos para estar contenta.
Tío Henry nunca reía. Trabajaba duro desde el amanecer hasta el anochecer, y no sabía qué era la alegría. En él también era todo de color gris, desde la larga barba hasta las botas desgastadas. Tenía un aspecto serio y solemne, y pocas veces hablaba.
Era Totó quien hacía reír a Dorothy y la salvaba de convertirse en tan gris como todo lo que la rodeaba. Totó no era gris; era un perrito negro, de pelo largo y sedoso y con unos ojos pequeñajos que brillaban alegremente a cada lado de su graciosa naricita. Se pasaba el día entero jugando. Dorothy se divertía con él y lo quería de todo corazón.
Hoy, sin embargo, no estaban para entretenimientos. Sentado ante la puerta de la casa, tío Henry contemplaba angustiado el cielo, que era aún más gris que de costumbre. Dorothy estaba junto a él, con Totó en brazos, y también miraba hacia las alturas. Mientras tanto, tía Em lavaba los platos.
Desde el norte llegaba el lamento grave del viento. Tío Henry y Dorothy veían cómo la hierba alta se inclinaba formando olas, como un anuncio de la tormenta que se avecinaba. De repente, se oyó en el aire un silbido agudo desde el sur y, cuando volvieron la vista en esa dirección, vieron que allí la hierba también se agitaba.
Tío Henry se puso bruscamente de pie.
—Se acerca un tornado —le dijo a su mujer—. Voy a ver cómo está el ganado —añadió, y se fue a toda prisa hacia los cobertizos donde vivían las vacas y los caballos.
Tía Em dejó los platos y acudió a la puerta. Echó un vistazo al cielo y se dio cuenta de lo cerca que estaba el peligro.
—¡Deprisa, Dorothy! —chilló—. ¡Corre al refugio!
Totó saltó de un brinco de entre los brazos de la niña y se metió debajo de la cama. La pequeña se puso a buscarlo. Tía Em, que estaba muy asustada, alzó bruscamente la trampilla del suelo y bajó por la escalerilla hasta el fondo del pequeño hueco oscuro. Dorothy logró agarrar a su fiel amigo y se dispuso a seguir a su tía. Cuando había cruzado media habitación, el gran vendaval sacudió la casa entera con tanta fuerza que la niña perdió el equilibrio y cayó sentada al suelo.
Entonces sucedió algo muy extraño.
La casa dio dos o tres vueltas sobre sí misma y se elevó lentamente por el aire. Dorothy tuvo la impresión de estar volando en globo.
Los vientos del norte y del sur se unieron en el lugar donde estaba la casa, y eso la convirtió en el centro exacto del tornado. Normalmente, en el interior, el aire está en calma, pero el viento era tan fuerte a cada lado de la casa que la levantó hasta que quedó justamente encima. Entonces, aquel viento que giraba y giraba como una peonza la transportó a muchos kilómetros de distancia, como si fuese tan ligera como una simple pluma.
Todo estaba muy oscuro y el viento rugía a su alrededor, pero Dorothy tenía la sensación de viajar suavemente. Aunque en las primeras vueltas sobre sí misma, y luego un par de veces en que la casa se inclinó demasiado, es cierto que se había intranquilizado, ahora se sentía como un bebé mecido en su cuna.

A Totó no le gustaba. Correteaba de aquí para allá por la habitación y ladraba sin parar. Dorothy no le hizo caso y se quedó sentada en el suelo, en silencio, esperando a ver qué sucedía.
En una ocasión, el pobre animal se acercó demasiado a la trampilla y cayó hacia abajo. Al principio la niña creyó que lo había perdido, pero pronto vio una de sus orejas asomando por el agujero. Eso sucedía porque la presión del aire era muy fuerte y mantenía al perrito suspendido como una cometa. Dorothy se acercó a la trampilla, lo agarró por la oreja y lo izó hasta meterlo dentro de la habitación. Luego cerró la puerta para evitar más accidentes.
Las horas fueron pasando y la niña tenía cada vez menos miedo. En cambio, se sentía muy sola y el aullido del viento la ensordecía. En un primer momento se había preguntado qué sucedería cuando la casa cayese de nuevo al suelo. Seguro que ella quedaría hecha trizas por el golpe. Pero iba pasando el rato sin que sucediese nada terrible, así que la pequeña dejó de preocuparse y decidió esperar hasta ver qué depararía el futuro. Al cabo de un buen rato, se arrastró por el suelo, que no dejaba de balancearse, se encaramó a la cama y se tumbó. Totó la siguió y se acostó junto a ella.
A pesar del balanceo de la casa y del rugido del viento, la chiquilla no tardó en cerrar los ojos y quedarse profundamente dormida.
Capítulo 2
La reunión con los munchkins

Dorothy se despertó por culpa de un choque muy fuerte. Fue tan repentino que, si no hubiese estado echada en la cama mullida, se podría haber lastimado. La sacudida le hizo contener el aliento. Mientras se preguntaba qué había pasado, Totó le acercó el hocico a la cara y se puso a gemir lastimosamente. La chiquilla se incorporó y se dio cuenta de que la casa no se movía. Tampoco reinaba la oscuridad, al contrario: la luz del sol entraba por la ventana e iluminaba la pequeña habitación. Saltó de la cama y se apresuró a abrir la puerta, con el perrito siguiéndole los pasos.
La pequeña soltó un grito de asombro al contemplar, con los ojos abiertos como platos, el maravilloso paisaje que la rodeaba.
El tornado había depositado la casa, con toda la suavidad posible (que no era mucha, porque, al fin y al cabo, era un tornado), en medio de unos campos de una belleza extraordinaria. Se veían por todas partes preciosos terrenos cubiertos de césped y árboles majestuosos cargados de fruta de un aspecto suculento; a sus pies se extendían parterres de flores espléndidas. Sobre las ramas y los arbustos cantaban aves de plumajes extraños y brillantes. Un poco más allá, entre verdes orillas corría un arroyo de aguas muy apresuradas y centelleantes. Dorothy, que llevaba viviendo tanto tiempo en las praderas secas y grises, escuchaba maravillada el murmullo de aquel riachuelo.
Mientras se deleitaba contemplando aquel paisaje extraño y fascinante, se fijó en un grupo de personas que se le acercaban. Enseguida se dio cuenta de que eran las más curiosas que había visto nunca. No eran tan grandes como los adultos a los que estaba acostumbrada, pero tampoco eran muy pequeñas. De hecho, parecían más o menos de la misma estatura que Dorothy, que era bastante alta para su edad, pero, en cambio, eran mucho más viejas que ella, a juzgar por su aspecto.
Se trataba de tres hombres y una mujer, vestidos de un modo muy extraño. Llevaban unos sombreros que se elevaban en forma de cono de un palmo y medio de alto. De las alas de los sombreros colgaban unas campanillas que tintineaban dulcemente al ritmo de sus pasos. Los sombreros de los hombres eran de color azul. La mujer, en cambio, lo llevaba blanco, a juego con un vestido que le caía formando unos pliegues desde los hombros. Su vestido estaba salpicado de estrellitas que brillaban al sol como diamantes. Los hombres iban vestidos de azul, a juego también con los sombreros, y calzaban unas botas lustrosas con adornos del mismo tono. Dorothy pensó que aquellos hombres debían de tener la misma edad que tío Henry, porque dos de ellos llevaban barba. La mujer, en cambio, seguro que era mucho más vieja. Tenía el rostro cubierto de arrugas y el pelo casi completamente blanco. Además, caminaba con cierta dificultad.
Cuando llegaron cerca de la casa, donde la niña se encontraba junto a la puerta, se detuvieron y se pusieron a cuchichear entre ellos, como si tuvieran miedo de acercarse todavía más, hasta que la anciana se encaminó hacia Dorothy, hizo una reverencia y dijo, con una voz muy dulce:
—Bienvenida seas, noble hechicera, a la tierra de los munchkins. Te estamos grandemente agradecidos por haber destruido a la Bruja Malvada de Oriente y haber liberado de su yugo a nuestro pueblo.
La chiquilla escuchó asombrada aquellas palabras. ¿A qué podía referirse la mujer con eso de llamarla hechicera y diciendo que había destruido a la Bruja Malvada de Oriente? Dorothy era una niña inocente e inofensiva a quien un tornado había alejado muchos kilómetros de su casa. Era incapaz de matar a una mosca.
No había duda de que la mujer esperaba alguna respuesta. De modo que Dorothy dijo, tras un instante de vacilación:
—Es usted muy amable, pero debe de haber una confusión. Yo no he destruido a nadie.
—Bueno… tu casa sí lo ha hecho —respondió la anciana, y soltó una carcajada—, que es lo mismo. ¡Mira! —prosiguió, mientras señalaba con la mano hacia un rincón de la casa—. Ahí se le ven los pies. Aún sobresalen por debajo de una tabla de madera.
La pequeña miró hacia allí y ahogó un grito de angustia. Era cierto; justo debajo de la gruesa viga sobre la que descansaba la casa, sobresalían dos pies calzados con un par de puntiagudos zapatos de plata.
—¡Oh, cielos! —exclamó Dorothy, mientras juntaba las manos, apesadumbrada—. La casa le habrá caído encima. Y ahora, ¿qué podemos hacer?
—Nada —respondió la mujer con toda tranquilidad.
—Pero ¿quién era? —preguntó la niña.
—Tal como he dicho antes, era la Bruja Malvada de Oriente —contestó—. Ha tenido largo tiempo bajo su yugo a todos los munchkins. Eran sus esclavos día y noche. Ahora son libres y te agradecen el favor que les has hecho.
—¿Los munchkins? ¿Quiénes son? —quiso saber.
—Es la gente que vive en este País de Oriente gobernado por la Bruja Malvada.
—¿Usted es una munchkin? —cuestionó Dorothy.
—No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en el País del Norte. Cuando han visto que la Bruja de Oriente estaba muerta, los munchkins me han enviado un mensajero urgente. He venido enseguida. Soy la Bruja del Norte.
—¡Oh, qué maravilla! —exclamó Dorothy—. ¿Una bruja de verdad?
—En efecto —respondió la pequeña mujer—. Pero yo soy buena, y la gente me quiere. No soy tan poderosa como la Bruja Malvada, que gobernaba aquí. Si lo hubiese sido, habría liberado a estas personas yo misma.
—Pero yo pensaba que todas las brujas eran malvadas —dijo la niña, que estaba un poco asustada con eso de hallarse ante una bruja de carne y hueso.
—Ah, no, se trata de un gran error. Solo había cuatro en la Tierra de Oz, y dos de ellas, las que viven en el norte y el sur, son buenas. Sé que es cierto porque soy una de ellas y, por lo tanto, no puedo equivocarme. Las que moraban en el este y el oeste, en cambio, eran malas. Pero ahora que has matado a una de ellas,
