La senda de las rosas (Bilogía El mal de la guerra 1)

Agatha Allen

Fragmento

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Capítulo 1

Quisiera escribir la historia de mi padre, una historia de amor y de guerra, de falsedad, dolor, persecución, aventura y desventura, yo que me crie en el hostal de la calle Ancha, ante la playa de Barcelona, cerca por un lado de donde el rey Jaime mandó construir las Atarazanas, de donde habían de salir tantas naves que se aventurarían a dominar el Mediterráneo, y por el otro lado de la Torre Nueva de la muralla que se erigió en 1268, por encima de la cual aún hoy veo planear las gaviotas confundiéndose con las nubes grises que parecen amenazar la ciudad. Mi padre era un hombre alto y rubio, esbelto, y tenía mucha fuerza y una tenacidad de carácter como no he conocido en ningún otro hombre, ya fuera noble o plebeyo, ciudadano de Barcelona o adscrito a las tierras de la Nueva Cataluña. De joven era muy apuesto, caminaba muy erguido y tenía la nuca alta y plana, llena de señorío, sin que fuera más que el hijo de unos hosteleros, un cocinero experto —con cierta cultura, gracias a las enseñanzas de Tomás Rut, maestro de escolares—, de corazón noble y de inteligencia muy clara. El nombre de mi padre era Marc Rosas, y el hostal de la calle Ancha también se conocía entonces como casa Rosas. Desde lo alto del terrado se veía el mar anchuroso —inmenso, comparado con la hondonada cerrada por colinas que ocupaba la ciudad—, el mar que a veces presentaba una mancha de luz plateada donde flotaban las galeras, moviendo los remos acompasadamente como las patas de un ciempiés. También se distinguían las torres altas de los conventos y de la catedral, el tejado del Palacio Real, el contorno de las murallas romanas que protegían una serie de casitas más humildes y las elevaciones que delimitaban el valle y llegaban a conectar con el macizo de Montjuic, que parecía la cabeza de un guerrero fenomenal que hubiese enloquecido a base de beber agua de mar.

Ese es el perfil de mi Barcelona y la de mi padre, Marc Rosas, que había jugado en los mismos patios que yo, se había escondido tras las mismas barcas que yo y había conocido a algunas chicas blancas y de cabello negro, alegres y atrevidas, que debían de parecerse mucho a otras muchachas que después he conocido yo. Aquel domingo 11 de abril del año del Señor de 1227, Marc Rosas, mi padre, se había puesto ropa nueva: camisa blanca, calzas y jubón azul. Aún hacía un sol esplendoroso a media tarde, centelleando sobre la carrera del Borne como un espejo de oro, cuando Marc Rosas se acercó a Ada, la hija del aperador Arnau Vila, que tenía el obrador en la calle de los Guijarros, una travesía de la calle Ancha, muy cerca del hostal; una chica con cara de niña, de tan joven que era, con quien se entendía muy bien y a la que conocía de toda la vida. Ada estaba acompañada por Blanca, que era de su misma edad y como ella se había alquilado en el obrador de tintes de Gerard Colom; de hecho habían entrado a trabajar juntas, a la edad de seis años, y solían compartir tantos ratos como podían; se lo contaban todo y se ayudaban mutuamente en el trabajo, aunque Blanca era la preferida de Gerard Colom, no sé si porque era delgadita y de cara muy fina y tan enfermiza que a menudo le salía sangre por la nariz o por la boca, o porque era de carácter humilde y siempre ayunaba —resignada en su pobreza—, o porque Ada, que tenía los ojos más verdes del mundo, tenía también los brazos fuertes como un hombre, y era alegre como unas castañuelas y nada le hacía mella. Pero mi padre estaba enamorado de aquellos ojos tan verdes, y de los bucles negros de su cabello que relucían con el sol, de la boca perfecta sobre una barbilla voluntariosa y del pecho alto y los andares decididos de la hija del aperador Arnau Vila. Pensaba que ella también le quería por el modo como le miraba, por cómo cuchicheaba con Blanca, su amiga, y por cómo reían ambas, por los ánimos que Blanca le daba cuando Ada no miraba, a base de afirmar con la cabeza y abrir mucho los ojos como incitándole, como si le dijera:

«¡Venga, déjate de miraditas y acércate, pasa a la acción y llévatela de una vez por todas!».

Y por cómo reía acto seguido; Blanca se deshacía en carcajadas estentóreas que a menudo acababan en toses causadas por su enfermedad, porque todos sabían desde siempre que Blanca estaba enferma y era delicada como una flor.

Marc Rosas, mi padre, se acercó, decidido, a Ada, la hija del aperador Arnau Vila.

—Hola —dijo, y sonrió mostrando todos los dientes que tenía.

—Hola, Marc —fue Blanca quien contestó y devolvió la sonrisa a mi padre.

Ada proseguía su camino como si nada, como si tuviera mucha prisa, que no tenía ninguna en absoluto, con la cabeza muy alta y la espalda muy recta.

—¿Os importa que os acompañe?

—¡Qué ha de importar! —exclamó Blanca.

—Pero el hecho es que conocemos muy bien el camino —replicó Ada.

A mi padre le sorprendió un poco aquella salida extemporánea. Se conocían tanto, se miraban tanto, eran tan «amigos de toda la vida» que la frialdad de Ada tenía que ser a la fuerza fingida. Blanca, que por cierto era prima segunda de mi padre, gesticulaba ostensiblemente para quitar importancia a la altivez de Ada.

—Ahora que me acuerdo, mi madre me ha dicho que estuviera en casa a las seis —dijo Blanca, y se escabulló en seguida, sin abandonar una sonrisa maliciosa, aunque volvió a toser.

Marc Rosas y Ada se miraron de hito en hito; por mucho que ella quisiera disimularlo, se decían muchas cosas con la mirada.

—No sé qué podrá querer mi madre... —dijo aún Blanca, antes de esconderse detrás de la esquina.

—Ada, yo te quiero.

—¿Qué?

—Siempre te he querido, desde que éramos pequeños, y si tú quisieras diría a mi padre que viniera a pedirte a tu padre. Tu padre es aperador, el mío hostelero; somos gente del mismo brazo; nuestras familias se entenderían muy bien para redactar un contrato de bodas si tú me quisieras.

Ada bajó la mirada. Se fingía confusa, pero se veía a la legua que estaba encantada.

—¿Querrás?

Ada alzó los ojos verdes y los tenía llenos de luz.

—Yo sí querría, pero mi padre dice que solo tengo catorce años y que soy muy joven todavía para comprometerme.

—¿Cómo sabes que tu padre dice eso?

—Lo dice siempre.

—Pero ¿tú me quieres?

—Yo haré lo que diga mi padre.

Marc Rosas se quedó con la boca abierta y muy alicaído; estaba convencido de que ella diría que sí. La vio alejarse, con la sonrisa en los labios; la dejó marchar sin añadir palabra, y aún estaba plantado en medio del Borne cuando ella desapareció detrás de una esquina, y él pensaba:

«No me quiere, pero no puede ser que no me quiera; pero el hecho es que no me quiere».

—No hagas caso —era Blanca, que había regresado—; las mujeres, a veces, son así; hacen estas cosas, pero no las sienten.

—Estaba tan seguro de que me quería...

—Yo también estoy segura.

—Tú tienes que saberlo; a ti debe de habértelo dicho.

—Me gustaría decirte que sí, porque eres el pariente más guapo que tengo; pero la verdad es que no me ha dicho nada. En eso se muestra muy reservada y misteriosa, aunque yo creo que se pirra por ti.

Dieron unas cuantas vueltas, y no dejaban de hablar de lo mismo, Ada y Marc, Marc y Ad

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