Diciembre, otra vez

Santiago Cruz

Fragmento

PRÓLOGO

TRES, DOS, UNO, CERO

Se veía venir. Se tenía que dar. Durante años fue obvio que Santiago Cruz, este escritor habituado a escribir lo que la vida le enrostre, esta voz descarnada, sin ambages ni eufemismos, dispuesta a articular su drama para hacernos de espejo, no sólo estaba haciendo su obra canción por canción por canción, sino que verso a verso estaba sacándose de adentro todo lo que no le dejara respirar: era cuestión de tiempo, por no decirle viejo, que se viera obligado a hacer este libro estupendo sobre lo que le ha pasado para ser y no ser el que era. Se sabe, por los pintores desbocados que se vieron obligados a ensayar autorretratos una y otra vez hasta bordear la locura, que no es igual contemplarse que examinarse el reflejo. Se sabe que no puede llamársele “narciso” al terapista de sí mismo que logra contener, derrotar su narcisismo: hay que llamarlo “artista” como señalándole a cualquiera su oficio, sin ninguna vergüenza, sin ninguna pompa, porque “artista” es quien se investiga para traernos noticias del mundo.

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“Dando vueltas sin fin, navegando en la arena”.

Para bien y para bien de quien pase por aquí, Cruz se examina y se investiga, sin ambages ni eufemismos, desde la primera hasta la última página de su autorretrato: Diciembre, otra vez es crudo, es bello, es importante, es rompedor, porque es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y en cada página está diciendo que la trasescena es lo que cuenta, que “el detrás de cámaras” es la película. En 3, 2, 1, 0, su mejor canción de su mejor álbum, Cruz suelta al ruedo a un narrador lejos del mundo –en “una vacía habitación de hotel” en la que sin embargo está él– para que pegue un último grito que cada quien pega a su modo y a su tiempo: “Yo no sé / en qué momento fue que me derrumbé / el punto exacto en donde perdí el control / si es que acaso alguna vez lo tuve / tres, dos, uno, cero” (oír “3, 2, 1, 0”, del álbum Dale). Resulta fascinante, por decir lo menos, que esa misma garra, ese mismo valor, haya escrito esta crítica feroz a las farsas –las farándulas y las vanidades y las máscaras– que aplazan y aplazan el momento de decirse la verdad.

Cruz no tiene nada que ocultar. Cruz no elude los hechos porque no se está lanzando al Congreso de la República de Colombia, sino volcándose a contar su propia vida, con extrañeza y compasión, para cambiar a tiempo a los fans por los iguales. Va de género en género en Diciembre, otra vez, de la novela de iniciación a la picaresca del mundo del espectáculo, del testimonio que ata los cabos a la declaración de principios, del ensayo sobre las muletas del arte al documental sobre la época en la que cada quien cree que todo será para siempre, y entonces pasar sus páginas es exclamar y entender y dar las gracias. Hay humor. Hay humor negro. Hay todo lo que se necesite en el momento en que se necesite –el atajo de la poesía, el atajo de la reflexión, el atajo de la memoria– para que un retrato tan lleno de pliegues no termine reducido a una fotografía del mejor ángulo.

Hay, aquí, una biografía. Quiero decir: que no se preocupe ni una página quien esté buscando el relato de este hombre con el corazón en la mano que creció en Ibagué, que fue adolescente desde niño, que dejó de esperar a un padre que solo hubiera sucedido en Colombia, que se vino a la inclemente Bogotá de los años noventa a estudiar finanzas con la ambivalencia de los artistas, que recorrió uno por uno por uno los bares guitarrescos de ese entonces hasta inventarse el suyo propio, que prefirió vivir los reveses brutales que se viven sobre los escenarios a ser un caso de éxito en el reino de las multinacionales, que salió de las trampas mentales como si sus canciones hubieran sido sus migas de pan para remontar el camino, y que ha estado rodeado de mujeres brillantes –Fabiola, María Paula, María Paz– que ha sabido reconocer a tiempo, y esa ha sido otra vocación y otro talento. La biografía, en fin, está.

Pero, como no está contada en el orden en el que sucedió, como no está interesada en empezar por el principio ni mucho menos en raspar la fiesta hasta el final, siempre nos está llamando –desde la vulnerabilidad que tanta falta le ha hecho a esta cultura– a interpretar los hechos de la vida como interpretamos los sueños: a notar, mejor dicho, que vivir es ponerse en escena hasta dar con uno mismo. Cruz se narra en presente: “Estoy haciendo lo que se supone que debo hacer”, “la estoy humillando, la estoy agrediendo física y emocionalmente”, “me despierto sin saber muy bien qué va a pasar en el día”, escribe, y vuelve a escribirlo, porque ser un artista es exhumarlo todo. Cruz se muestra como si ayer fuera hoy porque todo lo que sucedió o lo que suceda va a dar al presente. Y de anécdota en anécdota, de recuerdo en recuerdo, de verdad en verdad, va proponiéndonos la revisión de la propia vida como una parábola dada a ser notada por los demás.

En Diciembre, otra vez Cruz es el empresario de la noche en los últimos días de esa gloria, es el músico en la decadencia de la industria de las disqueras y los mánagers y las groupies, es la voz brava, incapaz de la doblez, que no sólo se atreve a poner en duda a los ídolos vallenatos en un país en el que la idolatría viene de la violencia y va a la violencia, sino que además es capaz de ver ahí, en el gesto de criticar a semejante cacique, el momento preciso en el que su carrera se vio obligada a concentrarse en su obra, pero sobre todas las personas es el escritor que está escribiéndonos lo que pasó con las herramientas inesperadas –la temeridad del hijo, la disciplina del marido, la incertidumbre del padre– que ha ido recogiendo por el camino. Yo de ser usted, lectora, lector, saldría de aquí y empezaría a leerlo de una vez: qué tanto más puede pasar o revelarse en un prólogo.

Sólo le digo una cosa más: se llama Diciembre, otra vez este libro tan lúcido, pero a mí me suena más a junio porque es sobre la mejilla abofeteada para poner la otra mejilla, y es sobre la vida que ya pasó para la vida que viene, y uno lo cierra con la reparadora certeza de que está todo por hacer.

Ricardo Silva Romero

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