Sí, te quiero (Enredados 2)

Raquel Gil Espejo

Fragmento

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Prólogo

Beth y Killian llegaron al restaurante de la calle Alfonso XII a la hora concretada. Esa noche cenarían con los padres de ella. Alejandra y Lorenzo querían conocer al flamante marido de su hija antes de que se embarcaran en ese viaje a Nueva York.

***

—¿A Nueva York?

—Eso he dicho —le respondió Killian.

—Te vienes conmigo a Nueva York —musitó entre dientes Beth, repitiendo sus palabras—. No voy a ir.

—Sí, claro que vas a venir.

—Cuanto hablaste de un favor no pensé que…

—Cuando hablaste de un viaje y de hacerme pasar por tu novio no mencionaste nada de la boda —la interrumpió Killian.

—¿Por qué a Nueva York?

—Tengo que ir.

—Te pregunté que dónde vivías cuando no estabas en Madrid.

—Lo recuerdo.

—Tu respuesta fue simple… Lejos, dijiste… Vives en Nueva York —afirmó.

Beth se sentó en el sofá y clavó la mirada en el suelo.

—Así es.

—Toda tu vida está allí.

—Sí.

—Debiste decírmelo, Killian.

—Es posible…, pero no lo hice.

—Ya… Y ahora, ¿qué?

Beth alzó la vista y clavó sus ojos color aceituna en los grises azulados de él.

—Ahora te vienes conmigo a Nueva York, Beth, ya te lo he dicho.

—Es mucho lo que me pides.

—Me lo debes —le recordó.

—Lo sé, te di mi palabra… Dime, ¿cuánto tiempo tendré que estar allí?

—Lo dices como si fuera un castigo. —Parecía molesto Killian.

—Tenemos que divorciarnos —dijo Beth.

—Lo sé, pero eso tendrá que esperar.

—Está bien… ¿Cuánto tiempo? —volvió a preguntarle.

—Tres semanas.

—¿Tres semanas?

—Sí, creo que es cuanto necesito.

—Lo que necesitas, ¿para qué?

A Beth, aquella conversación comenzaba a atragantársele.

—Tres semanas, Beth… Te dije que me deberías un favor muy grande. No te mentí. Cuando terminen esas tres semanas, pase lo que pase, tú decidirás lo que quieres hacer respecto a nosotros dos.

—¿Respecto a nosotros dos?

—Hablo del tema del divorcio. —Le refrescó las ideas, Killian.

—Es lo que quieres, ¿no?

—¿Es lo que quieres tú?

—Yo he preguntado primero, Killian.

—Está bien… No sé, Beth… Es complicado.

—Empiezas a hablar como yo.

Ambos se sonrieron.

—Entonces ¿tenemos un acuerdo?

—Supongo que te lo debo… Diremos que vamos allí a pasar nuestra luna de miel, ¿qué te parece?

—Lo veo bien… Y ahora, tengo que marcharme. —Le hizo saber Killian.

—¿Te marchas?, ¿por qué?

—Tengo que tratar algunos asuntos.

—Es de noche, Killian.

—Lo sé, pero no pueden esperar… Viajamos dentro de dos días, ¿vale?

—Vale… Voy a necesitar tu número de teléfono.

Killian se tomó la libertad de coger el móvil de Beth, anotar el número y de guardarlo en su lista de contactos.

—Ya lo tienes. —Le sonrió de esa manera que la hacía temblar.

—Gracias.

Killian se agachó delante de Beth y la besó con dulzura en los labios. Ella se quedó mirándolo, con la cabeza hecha un lío, pensando en ese beso y en ese inesperado e inminente viaje.

Pasado el trance inicial, cogió su teléfono móvil, se puso de pie, caminó hacia uno de los ventanales, y llamó a su madre.

—Hola, cariño.

—Hola, mamá.

—¿Todo bien? —Se interesó Alejandra.

—Sí, mamá, todo bien… Quería decirte que Killian y yo pasaremos nuestra luna de miel en Nueva York. Nos vamos dentro de dos días —le explicó.

—Me parece maravilloso, cariño, pero…

Beth se temió lo peor. Ese «pero» tendría connotaciones que no serían de su agrado. Lo sabía muy bien.

—… cenaremos los cuatro juntos antes del viaje.

—No sé yo, mamá.

—No puedes decir que no, Beth. Mañana cenamos los cuatro y así, conocemos a nuestro yerno.

—Bueno, mamá, ya sabes cómo…

—¿Estáis casados? —inquirió Alejandra.

—Sí.

—Entonces, es nuestro yerno.

—Teóricamente, sí. —Beth terminó apretando una sonrisa.

—Pues no se hable más… Hasta mañana, cariño.

—Hasta mañana, mamá.

Beth resopló antes de desandar sus pasos y dejarse caer sobre el sofá. Miró en su lista de contactos, encontró a Killian, y le escribió un escueto mensaje:

Mañana cenamos con mis padres.

***

—¿Estás nervioso? —le preguntó Beth antes de entrar en el restaurante.

—No, pero tú sí.

—Estoy atacada —admitió.

—Pues relájate e intenta disfrutar el momento. Recuerda que estarás, al menos, tres semanas fuera.

—¿Cómo que al menos…?

—No he dicho nada. —Le sonrió Killian antes de entrelazar su mano a la suya.

—Están ahí. —Le hizo saber Beth.

—Vamos allá… Tranquiiiiila.

—Para ti es fácil decirlo, parece que tienes nervios de acero —dijo Beth entre dientes mientras se acercaban a la mesa.

—Hola, cariño.

Alejandra se abrazó a su hija, que le devolvió todo el afecto. Y, después, hizo lo propio con Killian.

—Hola, Killian. Bienvenido a nuestra familia.

—Gracias… Para mí es todo un honor. —Se mostró cortés.

—Encantado de conocerte, yerno. —Le tendió su mano Lorenzo.

—El placer es mío, señor Bru —le respondió estrechando la mano que le había ofrecido.

—Oh, no, nada de formalismos… Llámame Lorenzo, hijo… Como te ha dicho mi esposa, ahora formas parte de nuestra familia.

—¿Nos sentamos?

—Claro, cariño —le dijo Lorenzo a su esposa.

—Mamá, papá… Ya vale de paripés…

Beth no pudo reprimirse. La noche anterior le habló a su madre de su luna de miel y ella lo dio por bueno; así, sin más.

—… Visteis cómo sucedió todo —continuó—. Lo obligué a casarse conmigo por esa promesa, ya lo sabéis… y quedé en deuda con él. Por eso viajo a Nueva York, por la deuda.

—Yo pensé que era porque estabas locamente enamorada de él —manifestó Alejandra.

—¿Mamá?

—Beth, tu madre tiene razón, se te nota muchísimo. —La apoyó Lorenzo.

—Si no os calláis, me levanto de esta silla y me largo.

—Pero ¿hija…?

—Estáis avisados, mamá.

El resto de la velada transcurrió con normalidad. Eran cuatro personas adultas sentadas alrededor de una mesa, y todas ellas poseían una educación exquisita. No volvieron a salir temas relacionados con los sentimientos; a ninguno de ellos se le habría ocurrido mencionarlos tras la advertencia de Beth. Killian se sintió a gusto, tal y como le sucedió durante aquella semana que pasó junto a siete desconocidos a los que había cogido cierto cariño. Pensó que los iba a echar de menos. A ellos, y a la tranquilidad de saberse lejos de su verdadera vida. Respecto a Beth, cariño no era la palabra más adecuada. Lorenzo habló de sus negocios, de lo bien que le iban las cosas; él prefirió no mencionar los suyos. Para Beth, Killian continuaba siendo todo un enigma.

—Cuida de mi pequeña —le dijo Alejandra a Killian antes de despedirse de ellos, ya a las afueras del restaurante.

—No lo dudes, Alejandra. —Le dio su palabra.

—No soy una niña pequeña y, por lo tanto, no necesito que nadie cuide de mí. —Se mostró visiblemente molesta Beth.

—Ay, cariño, qué petarda eres cuando quieres —se lamentó Alejandra al tiempo que la abrazaba.

Lorenzo y Killian, a petición del primero de ellos, se distanciaron unos metros de ellas.

—A mí no me puede engañar, es mi hija. Sé que está enamorada de ti, Killian, y veo lo mismo en ti… No la dejes escapar, no encontrarás a otra como ella. —Lorenzo le habló desde el corazón.

—No puedo prometerte nada. —Fue sincero Killian—. No todo depende de mí.

—Hallarás el camino, hijo, sé que lo hallarás.

Una vez a solas, Beth le pidió a Killian ir al punto de partida, al lugar en el que todo comenzó. Pasearon por el Parque del Retiro que, en la noche, tenía un embrujo especial por el que se dejaron seducir. Lo hicieron cogidos de la mano, casi en silencio, y no se detuvieron hasta hallarse en El Parterre francés y, más concretamente, en el banco en el que ella lo había abordado hacía algo más de una semana.

Beth fue la primera en sentarse. Killian se acomodó a su lado.

—¿Te arrepientes de lo que pasó? —Rompió su silencio Beth.

—¿Te refieres a tu asalto, a tu chantaje emocional y a tus embustes?

—Eso quiere decir que sí —se lamentó Beth.

—Gracias a ese asalto, a ese chantaje emocional y a tus mentiras, te he podido conocer; y de eso no me arrepiento, Beth.

A Beth se le nubló la vista, pero trató, por todos los medios, aguantar el tipo.

—¿Puedo?

Beth le estaba pidiendo permiso para apoyarse sobre su hombro.

—Es todo tuyo. —Sonrió Killian.

—Tres semanas y todo habrá acabado —musitó Beth.

—Tres semanas no es tanto tiempo… Apuesto a que sobreviviremos.

Killian la rodeó con uno de sus brazos, y ella no pudo evitar emitir un largo y profundo suspiro. Podía negarse sus propios sentimientos tanto como quisiera, pero eso no los haría desaparecer.

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24

A tres semanas de la firma del divorcio

Killian tampoco pasó esa noche en el apartamento de Beth. Seguía teniendo algunos asuntillos que resolver antes de partir hacia Nueva York. Tampoco desayunaron ni comieron juntos. La cabeza de Beth era un auténtico hervidero. Killian vivía a más de cinco mil kilómetros de distancia de Madrid o, lo que era lo mismo, de ella.

Se lo debía, era cierto… Y era lo justo. Ella lo enredó en una maraña de mentiras que acabaron tal y como ella había soñado. La boda se celebró. Killian era su marido; aunque ese ostentoso título tuviera fecha de caducidad. Ella quiso convertir ese enlace en una pantomima, en una farsa, pero él hizo que todo diera un giro a última hora… ¿Por qué? se había estado preguntando. Al final, estaban casados con todas las de la ley.

A media mañana, Beth llamó a Carla. Aún no le había hablado de su inminente viaje.

—Hola, hermanita —la saludó.

—Hola, Beth… ¿Qué te cuentas? ¿Todo bien por tu nidito de amor?

—No empieces con tus tonterías, Carla —le reprendió Beth.

—Vaya, me da la sensación de que alguien se ha levantado con el pie izquierdo —le dijo empleando cierto soniquete.

Beth suspiró muy profundo.

—Esta tarde vuelo a Nueva York…

—¿A Nueva York? —No pudo evitar sorprenderse Carla.

—Sí, eso he dicho.

—Cualquiera diría que te hace ilusión, Beth… ¿Es vuestra luna de miel?

—¡Qué va a ser…! Le debía un favor a Killian, uno muy grande; tan grande como que tengo que ir con él a Nueva York.

—No estoy entendiendo nada.

—Pues bienvenida al club… —resopló Beth—. Al parecer, tiene su vida allí.

—¿Te has casado con un tío que vive en otro país? ¿Pero tú estás mal de la cabeza?

—Vaya, hace un par de días estabas encantada con la noticia; es más, conspiraste para que mamá y papá se enteraran de todo. —Le refrescó la memoria Beth.

—Es verdad… Entono el mea culpa… ¿Y no te puedes negar a ir?

—Se casó conmigo, sin él no habría cumplido mi promesa… ¿Cómo me voy a negar?

—Tú lo que no quieres es perderlo, Beth. Te has enamorado de él, y lo sabes.

—No empecemos otra vez con el temita, Carla… Serán tres semanas y…

—¿Tres semanas?

—Sí, hija, sí… Tres semanas y todo habrá terminado.

—No creo que eso sea lo que quieres —le dijo Carla.

—Mi vida está en Madrid, no a miles de kilómetros.

—Ya… pero lo quieres.

—Pero nada, Carla… Solo quería que lo supieras, ¿vale? Ahora se lo voy a decir a las chicas… Les hablaré de una bonita luna de miel.

—¿Y te van a creer?

—Si te digo la verdad, ahora mismo, esa es la menor de mis preocupaciones... Un beso, hermanita.

—Cuídate, Beth.

Beth se encerró en su habitación y pasó una larga hora tumbada sobre la cama. Pensaba, y se odiaba por hacerlo. Mientras más vueltas daba su cabeza, más perdida se encontraba. Venía de pasar una semana mágica al lado de alguien a quien creía conocer menos que nunca. En sus días en Menorca, llegó a sentirse muy cerca de él; incluso llegó a pensar que entre ellos se había creado una conexión especial. Desde que llegaran a Madrid, apenas lo había visto. Killian se había mostrado distante. Tras regresar del parque del Retiro, ni tan siquiera había subido a su apartamento. Se despidió de ella en la calle, con un beso en los labios, sí, pero nada más. Volverían a verse en el aeropuerto. Ni él la había llamado, ni ella había intentado contactar con él.

Beth cogió su teléfono móvil y entró en el grupo de Las cuatro musas.

Beth: Hoooooola, chicas, ¿cómo vais?

Marta: Mejor que nunca.

Santos y yo apenas salimos de la cama.

Lydia: Estoy feliz, más feliz que nunca.

Cris: Mi estado es igual al tuyo, Lydia.

Al fin sé lo que es la felicidad plena.

Beth se emocionó al leer las palabras de sus amigas. Había sido una pieza clave para que ellas pudieran alcanzar esa dicha de la que hablaban… Al final, cada oveja estaba con su pareja.

Beth: Cuánto me alegro por vosotras…

Hoy viajo a Nueva York.

Lydia: ¿De viaje de novios?

Beth podía imaginar la cara que Lydia estaría poniendo en ese momento. Con el ceño fruncido, y sin tenerlas todas consigo.

Marta: ¡Es maravilloso!

Beth: No es exactamente un viaje de novios.

Le debo un favor a Killian, eso es todo.

Cris: ¿Y ese favor es irte a Nueva York?

Beth: Sí, y durante tres semanas.

Lydia: ¿Por qué?

Beth: No lo sé.

Tengo que hacerlo, eso es todo.

Cris: Te entiendo…

Hoy por ti, mañana por mí.

Beth: Así es…

No dejéis de hablarme en estos días, porfi.

Lydia: Nunca, Beth.

Juntas hasta el final, no lo olvides.

Cris: Hasta el final de nuestros días.

Marta: Síííí.

No sé qué se trae entre manos, pero él te quiere, no lo dudes.

Beth: Ya…

Os dejo, que tengo una maleta por preparar.

Lydia: Suerte.

Te quiero, Beth.

Cris: Cuídate mucho.

Te quiero, amiga.

Marta: Buen viaje.

Te quereeeeeemos.

Beth: Y yo a vosotras, chicas.

Os quiero infinito.

Beth pidió comida a domicilio de la que apenas probó bocado. Tenía un nudo en el estómago. Por delante le esperaba un vuelo de casi nueve horas. De todos los sueños que tuvieron aquellas cuatro amigas siendo niñas, viajar por medio mundo había quedado casi en nada: una semana en París y otra en Roma; tres días en Oporto y varias escapadas a la sierra madrileña. Aquello era cuanto podían contar. Tres semanas en Nueva York se le antojaba apasionante al tiempo que aterrador. Desconocía cuáles eran los planes de Killian, ese hombre enigma que la volvía loca en todos los sentidos.

Pidió un taxi que la llevó directo al aeropuerto de Barajas y deambuló por la Terminal 4. Killian dijo que la esperaría en una de las salas VIP. Cuando llegó, él no estaba. Beth se sentó en una de las butacas y dejó caer su cabeza sobre el respaldo.

—Todo esto es una locura —se dijo a sí misma.

—Aún estás a tiempo de echarte para atrás… ¡Ah, no, que no puedes!

—Hola, Killian… Muy gracioso.

Beth se incorporó y lo miró. Estaba guapísimo. No podía pensar otra cosa. Vestía un pantalón de pinza color azul marino, una camisa blanca y unos zapatos Oxford oscuros. Llevaba el pelo recogido en ese rodete que le sentaba tan bien. Ella había elegido un vestido largo, blanco, con florecillas de color turquesa, y unas sandalias marrones; y se había soltado el cabello.

—Hola, Beth… ¿Emocionada?

—No sabría qué responderte.

—Vaya, me decepcionas.

—Ya…

—Será mejor que nos desplacemos de terminal —le anunció Killian.

—Claro, en esta nueva aventura, eres tú el que mandas —ironizó Beth, poniéndose de pie—. ¿Y el equipaje?

—Por eso, no te preocupes. Lo tengo todo bajo control.

Beth se quedó algo más tranquila, aunque no sería por mucho tiempo.

—¡Beth! —Escucharon gritar.

Al darse media vuelta, se encontraron con Carla, que se acercaba a ellos a marchas forzadas. Pablo corría tras ella.

—Menos mal que todavía no te has ido —dijo intentando recuperar el aliento.

—Pero ¿qué haces aquí? Ya nos despedimos por teléfono —le recordó Beth.

—Lo sé, pero quería achucharte antes de que te fueras… Tres semanas es demasiado tiempo… Cómo se la has jugado, ¿eh?

Carla le lanzó una mirada asesina a Killian antes de abrazar a Beth.

—El tiempo pasa rápido. —Intentó tranquilizarla Beth.

—Cuñado —comenzó a decir Carla, que desoyó la intervención de su hermana—, más vale que la cuides como si fuera lo más preciado que tienes en tu vida porque, de hecho, lo es… Como me entere de que algo no marcha bien, me planto en Nueva York, y no, no es ninguna broma.

—No tienes nada por lo que preocuparte, cuñada… Beth está en las mejores manos.

—¿Queréis dejar de llamaros así? —Se mostró algo molesta Beth.

—¿Eres mi cuñado o no eres mi cuñado?

—En verdad, lo soy —le respondió Killian a Carla.

—Pues ya está… Lo del paraguas no será nada comparado con lo que podría llegar a hacerte si no cumples tu palabra. —Vertió su amenaza Carla acercándose a él y susurrándole al oído—. Pues eso, divertiros. —Fingió mostrándoles su mejor sonrisa.

—Buen viaje —les dijo Pablo, siempre más comedido que su novia.

—Prométeme que hablaremos todos los días, Beth.

—¿Ya estamos otra vez?

—Prométemelo. —Se cruzó de brazos Carla.

—Te lo prometo.

—Así me gusta. —Se marcó otro tanto la benjamina de las hermanas Bru Castro.

—Lamento interrumpiros, pero nos tenemos que ir ya —les anunció Killian.

—¿Un último abrazo?

Beth se acercó a su hermana y la rodeó con sus brazos.

—Te voy a extrañar, hermanita.

—Y yo a ti, Beth; te voy a echar muchísimo de menos.

Carla, con lágrimas en los ojos, vio cómo su hermana se iba alejando de ella.

—Va a estar bien —la animó Pablo.

—Eso espero.

Killian y Beth alcanzaron la Terminal S4 a través del tren subterráneo que las conectaba y, desde la planta primera, salieron a la puerta de embarque. Viajaron en clase business, y Beth, como acostumbraba a hacer, se pidió el asiento contiguo a la ventanilla. Killian se lo cedió gustosamente.

—Es un viaje muy largo —dijo Beth.

—Lo sé… Ya sabes que mi hombro es todo tuyo. —Le sonrió Killian.

Ella ahogó un suspiro y pidió que dejara de dedicarle ese gesto tan suyo, con esos labios torciéndose de manera sutil hacia el lado izquierdo en esa cara tan perfecta.

El viaje se les hizo muy pesado, a ambos. Beth cambió de postura mil y una veces, escuchó música de su carpeta propia, y también volvió a compartir los auriculares de Killian. En las más de ocho interminables horas que duró el viaje, tan solo fue capaz de comer un bol de yogur con semillas y frutos rojos, y tomar un té.

—Estamos llegando —le anunció Killian.

—Ya era hora… Me duele todo el cuerpo —se quejó.

Beth rodeó el brazo de Killian con los suyos. El momento del despegue y del aterrizaje eran un martirio para ella.

—Tranquila, sería acojonante que nos estrelláramos ahora —bromeó Killian.

—No digas eso… —gimoteó Beth.

Killian no pudo evitar sonreír. Le encantaba picarla. Disfrutaba haciéndolo. Le encantaba toda ella, en su conjunto.

Beth no se sintió segura hasta que sus pies no pisaron tierra firme, ya en el Aeropuerto Internacional John F. Kennedy.

—¿No recogemos el equipaje? —Se extrañó Beth.

—Ya lo han hecho.

—¿Quiénes?

—¡Qué importa, Beth!

—Todo esto es muy rarito —musitó Beth.

Killian la escuchó, pero optó por no añadir nada más.

A la salida de la Terminal 7 los esperaba un coche negro, de alta gama. A su lado, un hombre uniformado, de tez clara, alto y fornido, con cabello oscuro como lo eran sus ojos, se apresuró a abrir una de las puertas traseras.

—Bienvenido, señor Ellis —saludó a Killian.

—Gracias, Fred.

—No sabía que traía compañía, señor.

—Ah, sí, ella es Beth Bru.

—Un placer conocerla, señorita Bru.

—«¿Me ha presentado como Beth Bru, y no como su esposa?» —pensó Beth al tiempo que le sonreía a Fred y accedía al interior del vehículo.

Killian se sentó a su lado.

—Su madre está encantada de tenerlo de vuelta, señor —dijo Fred.

—¿Cómo la has visto estos días?

—Ya sabe, tiene momentos de todo.

Killian apretó los labios, gesto que no le pasó desapercibido a Beth.

—Así que te apellidas Ellis —manifestó.

—Exacto, ahora lo sabes… Aunque lo ponía en los documentos que firmamos.

—Ah, ¿sí? No me fijé… Y… ¿vives con tu madre?

—Algo parecido —le respondió Killian.

—¿Vives con tu madre, o no?

—Vamos a ver, Beth… Vivimos en dos edificios contiguos, cada uno en su casa, pero compartimos la zona de los jardines y la piscina exterior —le explicó.

—¿Y esos dos edificios están en…?

—En Manhattan, en la Quinta Avenida.

Beth guardó silencio. Killian les había dicho que era mecánico o algo parecido. En ese momento, supo que no era verdad. Él también había estado jugando. Él también había estado mintiendo.

—¿Crees que podré verla esta noche, Fred?

—Yo le aconsejaría que se espere a mañana. Está anocheciendo y su madre ya se habrá retirado a su habitación —le respondió el chofer.

Killian dio por buenas sus palabras.

Tras veinticinco minutos de trayecto, llegaron al distrito de Manhattan.

Cuando el vehículo se detuvo, Beth se bajó sin esperar a que Fred le abriera la puerta. Delante de ella tenía un edificio de cinco plantas, repleto de ventanales y con un espectacular balcón en la planta central. Su fachada estaba hecha a base de piedra caliza y ladrillo rojo. Supo que se hallaba ante la mansión en la que, al parecer, vivía Killian Ellis. En su margen izquierdo, había una vivienda con la misma estructura. Lo único que las diferenciaba era que, aquella otra, era de ladrillo blanco. Supo que se trataba de la casa de la madre de Killian. Lo mejor de todo, era que ambas tenían vistas a Central Park.

Beth esperó a que él accediera a su mansión y, tras vacilar unos instantes, decidió seguirlo.

—¿Esto es una habitación?

Killian se dio media vuelta y la miró a los ojos.

—Sí —le respondió.

Sin mediar palabra, Beth abrió la puerta, entró y cerró tras de sí.

—¿Pero se puede saber que estás haciendo?

—Esta noche voy a dormir aquí.

—Beth, por favor, hablemos tranquilamente.

—No tenemos nada que decirnos, Killian. Al menos, no hoy.

—¿Quieres dejar de actuar como si fueras…?

—Por qué no terminas tu frase, ¿eh? Como si fueras una niña pequeña, eso es lo que ibas a decir.

—Beth, yo…

—Me has engañado. —Sonó hundida.

—Déjame que te lo explique.

Killian permanecía apoyado sobre la puerta de la habitación en la que Beth se había encerrado. Ella también se había dejado caer sobre la madera, y tenía la mirada impregnada de lágrimas.

—Buenas noches, Killian Ellis.

Killian respiró muy profundo.

—Buenas noches, Beth Bru.

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25

Beth no tardó en quedarse dormida. Pese a que su alma y su corazón andaban algo revueltos, el jet lag comenzó a hacerle mella enseguida. Al despertar a la mañana siguiente, se sintió desubicada. No reconocía aquella habitación. Era minimalista, contando apenas con la cama sobre la que había dormido, un armario, una mesita con un espejo y dos ventanas que proporcionaban mucha luz. La tonalidad predominante era el color blanco.

No se incorporó. Se quedó allí tumbada, quizá esperando a que Killian rebasara aquella puerta. Cogió su teléfono móvil y pensó en llamar a su madre, o a su padre; tal vez, a Carla. Entonces recordó la diferencia horaria. No quería derrumbarse. Estaba claro que Killian le había estado mintiendo; pero ella también lo hizo con él.

Se le ocurrió entrar en el buscador y escribir su nombre: Killian Ellis. Enseguida, aparecieron las primeras noticias:

«Ellis Design, de la mano de Killian Ellis y de su socio minorista Frank Jenkins, escala hasta lo más alto.

» Las campañas publicitarias de Ellis Design, entre las más cotizadas del mercado.

» Killian Ellis, hijo del multimillonario Edward Ellis, y uno de los solteros más cotizados de Nueva York, es pillado en actitud cariñosa con uno de los ángeles de Victoria’s Secret.

» Killian Ellis y Heather Tucker oficializan su compromiso».

Y hasta ahí pudo leer.

Esa última noticia estaba firmada un día de mayo de ese mismo año; es decir, apenas tres meses antes de su semana en Menorca… Y de su boda.

A Beth le entraron ganas de llorar. ¿Qué había hecho? ¿Cómo era posible que Killian hubiese accedido a casarse con ella estando comprometido con otra mujer? ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Y… ¿Qué quería Killian de ella?

Beth mantuvo el tipo. Se incorporó y abrió muy despacio la puerta de aquella habitación, topándose con sus maletas. Sobre una de ellas, había una nota:

He tenido que salir.

Te veo en la tarde.

Unas palabras frías y muy medidas o eso le parecieron.

Beth arrastró las maletas hasta el interior de aquel cuarto y se cambió de ropa, eligiendo un pantalón vaquero, una camiseta de tirantes negra y unas deportivas. Volvió a entrar en el buscador para descubrir dónde se ubicaba Ellis Design y, armándose de valor, decidió hacerle una visita a su marido. Encontró unas llaves sobre una mesa, en la entrada, conectó el GPS de su teléfono, y echó a andar.

Beth sonrió al recordar y al ver que tan solo la separaban unos pasos de Central Park. Se internaría en él, pero esa visita tendría que esperar. Antes tenía algo importante que hacer. Apenas se interesó por las tiendas de ropa exclusivas que poblaban aquella avenida; aunque no puedo evitar que, de vez en cuando, su vista se desviara hacia alguno de sus muchos escaparates.

El trayecto no tenía pérdida alguna. Debía seguir una línea recta durante una hora y media de caminata. Tan solo tenía que girar hacia su izquierda en los últimos metros, alcanzando Varick Street.

No le fue difícil encontrar el edificio que buscaba. En su fachada, moderna y acristalada, se podía leer el nombre de la agencia.

—¿Dónde va, señorita? —La detuvo un señor alto y vestido de negro.

—He venido a ver a Killian —le respondió resueltamente.

—El señor Ellis no tiene previsto recibir ninguna visita esta mañana.

—Dígale que Beth está aquí.

—Le he dicho que el señor Ellis no…

Beth intentó acceder al interior del inmueble, pero el vigilante de seguridad la agarró por un brazo.

—Suélteme ahora mismo —le exigió Beth.

—Estese quieta, señorita, o me veré obligado a esposarla —la amenazó.

—Haga lo que quiera, pero de aquí no me marcho sin hablar con él.

—No me deja otra opción.

El vigilante rodeó una de las muñecas de Beth y, a continuación, hizo que llevara las manos hasta su espalda, para acabar apresándola.

Mientras tanto, en una de las oficinas de la agencia…

—Entonces, todo va según lo previsto. —Se alegraba Killian.

—Será una de las mejores campañas —le aseguraba Frank, su socio.

—¿Qué es todo ese revuelo? —se preguntó Killian.

De repente, los empleados habían comenzado a reunirse y a cuchichear y, algunos de ellos, empezaron a asomarse por los ventanales.

—¿Qué está pasando? —les preguntó Frank.

—El vigilante de seguridad acaba de esposar a una mujer —les dijo Lauren, la secretaria personal de Killian.

Killian y Frank se acercaron a una de las cristaleras, y vieron cómo una joven se seguía resistiendo a ser arrestada por ese tipo.

—Maldita sea —farfulló Killian.

Sin mediar palabra, caminó hacia las escaleras que daban acceso a la salida. Frank, sin saber muy bien el porqué, lo siguió.

—Paul, suéltala ahora mismo —le exigió Killian al vigilante.

—Pero ¿señor? Dijo que no le permitiera el acceso a ninguna persona ajena a esta empresa o no autorizada para hacerlo, y…

—He dicho que le quites las esposas, ¡ya!

Beth permanecía en silencio. Killian se dio cuenta, nada más verla, que estaba al borde del llanto.

—¿Quién es ella? —inquirió Frank.

Killian no lo escuchó. Toda su atención estaba centrada en Beth.

—¿Estás bien? —le preguntó al tiempo que se acercaba a ella.

Beth acariciaba sus muñecas. Con tanto forcejeo, se le habían acabado dañando.

—No creo que te importe demasiado —le respondió y evitó mirarlo en todo momento.

—Acompáñame —le pidió—. No creo que hayas venido hasta aquí solo para pelearte con el vigilante.

En esa ocasión Beth no le pilló la gracia, y él supo que estaba por librarse una ardua batalla entre los dos.

Caminó detrás de él, subiendo unas escaleras de madera y accediendo a una primera planta repleta de mesas de trabajo, individuales y grupales, y varios despachos. Killian entró en uno de ellos y, al hacerlo ella, cerró la puerta. Aunque todos podían verlos, y a pesar de que todas las miradas estaban posadas en ellos, nadie podría escucharlos. Aquella oficina estaba insonorizada.

—Siéntate —le solicitó Killian.

—No quiero hacerlo.

—Está bien, pues permaneceremos de pie.

—Tú puedes sentarte si quieres —le dijo Beth.

—Tampoco quiero hacerlo… ¿Qué pasa, Beth?, ¿qué te trae por aquí?

—Yo te preguntaría a ti… ¿Por qué demonios me has hecho venir aquí?

Su mirada se enturbió, y necesitó elevar el rostro con el único objetivo de mantener sus lágrimas a raya.

—Quiero que estés a mi lado.

—¿A tu lado? Estás trabajando, Killian… En una empresa de la que eres propietario y a la que, por lo visto, le va muy bien.

—Es cierto. Te mentí…

—Vaya, veo que te has quitado l

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