Cuentos para educar sin estereotipos

María Gijón Sánchez

Fragmento

cap-1

Hace muchos, muchos años, no os sabría decir cuántos, había una tienda en pleno centro de Madrid. Una tienda muy especial, cuya dueña era también muy especial. Se trataba de una señora que había decidido dedicar su vida a endulzar la de los demás. Y no se le había ocurrido mejor manera que montando una tienda de dulces. Pero una tienda espectacular.

La tienda estaba en una de las calles más concurridas, una de esas calles donde pasa de todo: gente con prisa, gente paseando como si tuviera todo el tiempo del mundo, niños que van a ballet, niñas que salen del entrenamiento de fútbol, padres que llegan tarde a hacer la comida, madres que corren para llegar a una reunión, abuelos que hacen la compra y abuelas que charlan en el bar.

En medio de esa calle, un precioso escaparate lleno de luces invitaba a entrar. Una vez dentro de la maravillosa tienda, te encontrabas con paredes repletas de búcaros repletos a su vez de caramelos. Y en la pared del fondo, la verdadera joya de la tienda: aquello que hacía que cualquiera que entrara quisiera quedarse allí.

Se trataba de una máquina expendedora enorme, una máquina que daba caramelos. Pero tenía una particularidad: esta máquina tenía forma de arcoíris enorme. Y cada tubo era un silo con un color del arcoíris. Dentro de cada silo, os lo podéis imaginar, había bolitas de chocolate del color correspondiente según el orden del arcoíris.

Pero ¿eran todas las bolitas iguales?

Noooo… La línea roja tenía bolitas de chocolate con fresa dentro, la naranja una mezcla riquísima de chocolate y mandarina, en la amarilla había bolitas de chocolate blanco y limón, las bolitas verdes estaban rellenas de menta, las azules tenían un praliné de arándanos que se deshacía en la boca, las moradas eran una mezcla de ciruela y chocolate. ¿Y las rosas? Las rosas estaban rellenas de crema de remolacha.

Al lado de la máquina se encontraba siempre la dueña de la tienda, Valeria, que echaba la tarde sentada en una silla viendo como los niños y niñas disfrutaban de los caramelos.

Ah, porque no os hemos contado lo más especial de la tienda: en ella las cosas no costaban dinero, eran gratis. Su dueña confiaba en que cada persona solo cogería lo que necesitase en cada momento. Y así solía ser.

A las niñas y a los niños de aquella ciudad (bueno, y a algunos adultos también… je, je) les encantaba ir de vez en cuando a hacer su particular mezcla de colores por pisos: cogían una bolsa y hacían capas de colores, a veces con el orden del arcoíris (rojo, naranja, amarillo, verde, azul, morado y rosa), otras con sus colores preferidos, otras pensando en la mezcla de sabores, otras eligiendo las bolitas necesarias para hacer un collage en una caja (como cuando pegas garbanzos en una hoja para hacer un dibujo pero con bolitas de colores), otras según los colores de la fiesta que iban a celebrar o con los de la bandera del país en el que nacieron, aunque ya no vivieran allí.

A Valeria, la dueña, le encantaba fijarse en las combinaciones de colores que hacía cada persona. A través de las diferentes combinaciones descubría la gran variedad de niñas, niños y personas adultas que acudían a su tienda, con distintas personalidades, gustos y vivencias. También se fijaba en que los colores escogidos variaban en función del día que tenía la persona: si estaban más tristes o más alegres, y también si venían acompañados o no y quién les acompañaba.

Le gustaba mucho fijarse en aquellas cosas, y además tenía que hacerlo, porque ella era también la encargada de darle al botón del surtidor de bolitas de chocolate. Y es que resulta que la máquina tenía un funcionamiento particular: se llenaba sola, las bolitas venían directas desde la fábrica. Pero no se llenaban todos los colores a la vez, no, sino que cada uno tenía su botón, y era ese botón el que había que pulsar para rellenarlo. Es decir: la máquina solo recibía aquello que se gastaba, y si algún color no se gastaba, pues no lo recibía.

Así, cuando quedaban pocas amarillas, Valeria rápidamente le daba al botón amarillo y al día siguiente el silo amarillo volvía a estar relleno de bolitas amarillas. Valeria estaba atenta, y cada vez que alguno de los colores empezaba a escasear pulsaba el botón de ese color y la máquina se rellenaba sola de nuevo.

Pero ya hemos dicho que Valeria se fijaba mucho en las cosas, y comenzó a fijarse en que llevaba varias semanas apretando los botones rosa y azul, mientras que los demás colores solo los había pedido una o dos veces.

Y así fue como, al detectar que no se consumían los otros colores, empezó a bajar su producción. No llegaban nuevas bolitas de aquellos colores, porque no se gastaban. Y las que estaban en los silos llevaban tanto tiempo allí que se habían puesto muy muy rancias y nadie las quería.

La dueña de la tienda pensó que alguna cosa tenía que hacer, porque si no hacía algo pronto, la gente dejaría de llevarse aquellos colores menos escogidos. Y pronto los tendría que dejar de ofrecer, puesto que una cosa era regalar bolitas y otra bien distinta era tener que tirar bolitas en perfecto estado a la basura porque nadie las consumía. Lo último que quería Valeria era que su arcoíris dejara de tener tantísimas opciones… porque a ella le parecía, y no le faltaba razón, que una de las maravillas de la tienda era poder elegir entre tanto color.

En ese momento pensó que iba a prestar más atención a qué bolitas cogían las niñas y los niños que fueran entrando en la tienda. Observó durante cien días y se dio cuenta de lo que estaba pasando: las niñas habían empezado a coger solo bolitas rosas, a pesar de que eran de remolacha, que no era un sabor que antes tuviera mucho éxito, y los niños solo bolitas azules.

Ni las bolitas rosas ni las azules tenían nada de malo, pero el resto de colores tampoco, y a Valeria le intrigó mucho ese cambio repentino. Como no entendía a qué se debía, salió a investigar.

Valeria no salía mucho de su tienda, porque le encantaba estar en ella durante el horario comercial y al cerrar darse un paseo por el campo e irse a su casa a leer. No le gustaba mucho visitar la ciudad, pero ahora debía hacerlo, así que cogió su abrigo, se puso unas zapatillas cómodas para caminar y durante un mes recorrió toda la ciudad haciendo lo que mejor sabía hacer: observar. Y fue fijándose en todo: en lo que

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