1
Mickel Cardell flota en el agua fría. Con la mano libre —la derecha— intenta agarrar por el cuello de la guerrera a Johan Hjelm, que está a su lado, inmóvil y con espuma roja en los labios, pero la sangre y el agua salobre hacen que la tela se le resbale de los dedos. Cuando una ola se lo arrebata finalmente, Cardell siente ganas de gritar, pero de sus labios sólo brota un gemido. Hjelm se hunde sin remedio. Cardell hunde la cabeza en el agua y por unos instantes sigue el viaje del cuerpo hacia las profundidades. Temblando de frío y conmoción, cree divisar algo más allá abajo, en los límites de su percepción: los cadáveres mutilados de miles de marineros caen lentamente hacia las puertas del infierno. El Ángel de la Muerte, con una calavera a modo de corona, repliega las alas para acogerlos. En medio del remolino que forma la corriente, sus mandíbulas se abren y cierran en una carcajada burlona.
—¡Guardia! ¡Guardia Mickel! ¡Por favor, despierte!
Cuando unas sacudidas ansiosas lo arrancan del sueño, Cardell nota una punzada de dolor en el ausente brazo izquierdo. Una prótesis de madera sujeta al codo con unas correas de cuero que se le encajan en la carne (a esas alturas ya tendría que saber que debe aflojarlas antes de dormirse) ocupa el lugar del miembro perdido del que sólo queda un muñón embutido en un hueco tallado a propósito en la pieza de haya.
De mala gana, abre los ojos sobre la vasta mesa de madera. Está pringosa: cuando intenta alzar la cabeza, su mejilla se adhiere a la superficie y, al levantarse, se arranca la peluca sin querer. Después de maldecir, la utiliza para enjugarse la frente, después se la guarda en la chaqueta. El sombrero se le cae al suelo y la copa se abolla. La alisa de un puñetazo y se lo pone. Empieza a recobrar la memoria: está en la taberna Hamburg, debe de haber bebido hasta quedar inconsciente. Echa un vistazo por encima del hombro y descubre a otros en condiciones similares: los pocos borrachos que la propietaria ha considerado lo bastante pudientes como para no arrojarlos a la cuneta. Están espatarrados en los bancos o tumbados de cualquier modo sobre las mesas, y así seguirán hasta el amanecer, cuando se alejen tambaleantes para encajar los reproches de los que esperan en casa. No es el caso de Cardell: herido de guerra, vive solo y su tiempo no le pertenece a nadie más que a él.
—¡Mickel, tiene que venir: hay un muerto en el lago Fatburen!
Lo han despertado dos golfillos, un niño y una niña. Sus caras le resultan familiares, pero no consigue recordar sus nombres. Tras ellos se ha plantado el encargado, al que llaman el Carnero, un tipo grueso que trabaja para la viuda Norström, la propietaria. Adormilado y enrojecido, se interpone entre los niños y una colección de cristal grabado, el orgullo de la bodega, que se guarda bajo llave en una vitrina azul.
Los condenados a muerte se detienen allí, en la taberna Hamburg, de camino al patíbulo de Skanstull. Allí se les sirve su último trago; después se recoge cuidadosamente el vaso, se graba en él el nombre y la fecha y se añade a la colección. Los parroquianos pueden beber en esos cálices, aunque siempre bajo supervisión y tras haber pagado una suma que se calcula según el grado de infamia del condenado. Dicen que hacerlo trae buena suerte, aunque Cardell nunca ha entendido por qué.
Se frota los ojos y comprende que aún está ebrio. Cuando prueba a hablar, su voz suena ronca.
—¿Qué diantre pasa aquí?
Le contesta la niña, que a todas luces es la mayor. El otro (su hermano, a juzgar por sus facciones) tiene labio leporino. El aliento de Cardell lo hace arrugar la nariz; busca refugio detrás de su hermana.
—Hay un muerto en el agua, cerca de la orilla.
Su tono es una mezcla de miedo y excitación. Cardell se nota las venas de la frente a punto de reventar. Su corazón late con fuerza y amenaza con desmoronar sus frágiles pensamientos.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Por favor, guardia, no teníamos nadie más a quien acudir y sabíamos que usted estaba aquí.
Él se masajea las sienes con la esperanza vana de aliviar el dolor palpitante.
El día apenas despunta sobre Södermalm. Aún flotan en el aire las tinieblas de la noche y el sol asoma tímido tras la isla de Sickla, más allá de la bahía de Danviken. Cardell sale de la taberna Hamburg y baja tambaleándose la escalera. Sigue a los niños por la calle desierta mientras escucha sin mucho entusiasmo su historia sobre una vaca que se ha acercado a la orilla a beber y ha huido despavorida en dirección a Danto.
—Ha tocado el cuerpo con el hocico y lo ha hecho dar vueltas.
A medida que se acercan al lago, las piedras dan paso al lodo bajo sus pies. Hace tiempo que ningún asunto conduce a Cardell a la orilla del Fatburen, pero rápidamente advierte que nada ha cambiado por allí: los planes trazados años atrás para despejar las márgenes y construir un muelle con embarcaderos no se han materializado. No es de sorprender, cuando la ciudad y el Estado están al borde de la ruina. Hace mucho que las casas en torno al lago se reconvirtieron en manufacturas; aparecieron talleres que arrojan los desechos directamente al agua; la zona vallada destinada a los residuos humanos está desbordada y muchos optan por ignorarla. Cardell suelta un juramento cuando el talón de su bota se hunde en el lodo y tiene que hacer aspavientos con el brazo sano para mantener el equilibrio.
—Vuestra vaca se habrá encontrado con algún pariente y se habrá asustado al verlo tan desmejorado: los carniceros echan sus sobras al lago. Me habéis despertado sólo por una ijada de ternera podrida o algún costillar de cerdo.
—Hemos visto un rostro en medio del agua: el rostro de una persona.
Las olas lamen la orilla y dejan una espuma de un amarillo pálido. Los niños tienen razón en un punto: hay algo en el lago, un bulto oscuro, probablemente putrefacto; flota unos metros lago adentro. Lo primero que se le pasa por la cabeza es que no puede tratarse de un ser humano: es demasiado pequeño.
—Lo que os decía: son despojos del carnicero. El cadáver de un animal.
La niña insiste en su historia, su hermano la apoya asintiendo con la cabeza. Cardell suelta un bufido de resignación.
—Estoy borracho, ¿me oís? Borracho como una cuba. No lo olvidéis cuando alguien os pregunte por el día en que engañasteis al guardia para que se metiera en el lago y él os dio la zurra más grande de vuestra vida tras salir empapado y furioso del agua.
Se quita el abrigo con las dificultades propias de un manco. La peluca de lana que había olvidado tras la solapa cae al barro. Qué más da: es un objeto patético y pasado de moda, y además le ha costado una miseria. Si la lleva es tan sólo porque ir más arreglado aumenta las posibilidades de que alguien lo invite a un par de tragos. Cardell echa un vistazo al cielo: una franja de estrellas distantes reluce sobre la bahía de Årstaviken. Cierra los ojos para conservar dentro de sí la belleza de aquella imagen, adelanta la pierna derecha y se adentra en el lago.
La margen cenagosa no soporta su peso. Se hunde hasta la rodilla y nota cómo el agua del Fatburen entra en tromba por el borde de su bota, que queda atascada en el lodo cuando él cae hacia delante. Descalzo de un pie, continúa internándose en el agua con movimientos a medio camino entre gatear y nadar como un perrito. Nota el agua espesa entre los dedos, llena de cosas que ni siquiera los habitantes de Sodermalm consideran dignas de conservar.
La borrachera ha nublado su juicio; siente una punzada de pánico cuando deja de percibir el lecho del lago bajo los pies: es más hondo de lo que esperaba. De pronto vuelve a estar en Svensksund, tres años atrás, aterrorizado y zarandeado por las olas mientras la costa sueca se aleja ante sus ojos.
Patalea para acercarse al bulto. Al principio cree que estaba en lo cierto: no puede tratarse de un ser humano, deben de ser los despojos de un animal que habrán arrojado allí los mozos del carnicero y que, al expandirse sus tripas con los gases de la descomposición, ha terminado convertido en una especie de boya. Pero entonces el bulto gira y le muestra la cara.
No es un cadáver totalmente descompuesto, pero no tiene ojos: son unas cuencas vacías las que lo miran. No hay dientes tras los labios destrozados. Tan sólo el cabello conserva su lustre: la noche y el lago han hecho cuanto han podido por debilitar su color, pero es sin duda una melena rubia. Cardell intenta tomar aire, pero el agua le entra en la boca y lo hace atragantarse.
Cuando al fin remite el ataque de tos, se queda flotando inmóvil junto al cuerpo, estudiando sus facciones deformadas. Los niños, en la orilla, no hacen el menor ruido; aguardan su regreso en silencio. Cardell agarra el cadáver, se da la vuelta en el agua y empieza a patalear en dirección a tierra firme.
El rescate se torna más laborioso al llegar al ribazo cenagoso, cuando el agua deja de colaborar en el transporte del cuerpo. Cardell se vuelve boca arriba y sale como puede, hincando un pie tras otro y arrastrando la presa por la ropa hecha jirones. Los niños no le ofrecen su ayuda, sino que retroceden acobardados y tapándose la nariz. Cardell se aclara la garganta y escupe agua sucia en el lodo.
—Corred a la Esclusa y llamad a los guardias.
Ellos no hacen el menor ademán de obedecer: parecen dudar entre mantener la distancia o echar un vistazo a la presa que se ha cobrado Cardell. Sólo reaccionan cuando él les arroja un puñado de barro.
—¡Seréis merluzos! ¡Corred al puesto de noche y traedme a un maldito casaca azul!
Cuando sus pisaditas dejan de oírse, Cardell se inclina hacia un lado y vomita. Se hace el silencio y en ese momento, allí, solo, siente un abrazo gélido que extrae todo el aire de sus pulmones y le impide tomar aliento. Su corazón late cada vez más deprisa y se apodera de él un miedo que lo paraliza. Sabe bien lo que viene después: siente cómo el brazo que le falta vuelve a cobrar solidez en la oscuridad, cómo vuelve a estar en su sitio, y entonces lo atenaza un dolor terrible, un dolor capaz de borrar el mundo entero, como si unas fauces de hierro le perforaran la carne, el cartílago y el hueso.
Presa del pánico, se arranca las correas de cuero y deja caer en el barro el brazo de madera. Se agarra el muñón con la mano derecha y masajea la carne lacerada para obligar a sus sentidos a aceptar que el brazo que perciben ya no existe y que la herida cicatrizó hace mucho tiempo.
El ataque no dura más de un minuto. Recobra el aliento, primero con cortos jadeos y luego con respiraciones más largas y tranquilas. El terror remite y el mundo recupera sus contornos familiares. Esas crisis de pánico lo atormentan desde hace tres años, desde que volvió de la guerra con un brazo y un amigo menos. Pero ya hace mucho de aquello. Creía haber encontrado un método para mantenerlas a raya: borracheras, peleas en los bares... Mira a su alrededor como si buscara algo con lo que tranquilizarse, pero sólo están él y el cadáver. Se mece agarrándose el muñón.
2
En el escritorio hay una hoja de papel en la que se ha trazado una pulcra cuadrícula. Cecil Winge desengancha de la leontina su reloj de bolsillo, lo dispone ante sí y acerca un poco la chisporroteante vela de sebo. Tiene varios destornilladores ordenados en hilera junto con pinzas y alicates. Sostiene las manos ante la llama: no nota que tiemblen.
Comienza a trabajar con meticulosidad. Abre el reloj, afloja el tornillo que sujeta las manecillas en su sitio, las quita y coloca cada una en su propia casilla del papel. Retira la esfera y deja al descubierto el mecanismo, que ahora puede desmontar sin resistencia. Despacio, va extrayendo pieza a pieza y poniéndolas en su recinto de tinta hasta liberar de su confinamiento la larga espiral del muelle, que enseguida se afloja. Debajo está el volante, más abajo aún la rueda de escape. Con herramientas que apenas superan el tamaño de una aguja de coser, extrae tornillos diminutos de sus guaridas.
Privado de su propio reloj, Winge sólo puede seguir el paso del tiempo por el tañido de las campanas de las iglesias: oye repicar sonoramente las de Eduviges Leonor, al otro extremo de la dehesa de Ladugårdslandet; percibe, desde el Báltico, el débil eco de las de Santa Catalina, encaramada en lo alto de un cerro. Las horas transcurren deprisa.
Una vez desmontado por completo el mecanismo, repite cada paso en orden inverso. Poco a poco, el reloj cobra forma de nuevo, a medida que cada pieza va ocupando su lugar. Los finos dedos de Winge comienzan a crisparse: debe detenerse repetidas veces para que músculos y tendones se recuperen. Abre y cierra las manos, las frota una con otra, las extiende contra las rodillas. La postura de trabajo es tan incómoda que empieza a pasarle factura. El dolor en la cadera, que siente cada vez más a menudo, se expande hacia la zona lumbar y lo obliga a revolverse constantemente en la silla.
Con las manecillas de nuevo en su sitio, encaja la corona y la hace girar sintiendo la resistencia del muelle. En cuanto la suelta, oye el familiar tictac y, por enésima vez desde que acabó el verano, abriga el mismo pensamiento: así debería funcionar el mundo, de forma racional y comprensible, con cada pieza en su sitio y produciendo, en su rotación, un efecto del todo previsible.
La sensación de bienestar es pasajera: lo abandona rápidamente en cuanto termina la distracción; el mundo, que parecía haberse detenido durante unos instantes, vuelve a cobrar forma a su alrededor. Sus pensamientos se suceden sin ton ni son. Se lleva un dedo a la muñeca y cuenta los latidos de su corazón mirando la manecilla más pequeña marcar los segundos en la esfera, que lleva el nombre de su creador: Beurling, Estocolmo. Calcula ciento cuarenta latidos por minuto. Ordena sus herramientas dispuesto a repetir el proceso, pero entonces percibe un olor a comida y oye a la criada golpear con suavidad la puerta y llamarlo a la mesa.
La criada deposita una sopera azul delante de Winge y de su casero, el cordelero Olof Roselius, que inclina la cabeza y reza brevemente antes de llevar la mano al pomo de la tapa y quemarse los dedos. Roselius se traga una maldición y sacude la mano para aliviar el ardor mientras la criada corre en su ayuda con un paño de cocina.
Desde su asiento, a la derecha de su anfitrión, Cecil Winge simula mirar fijamente las vetas de la mesa de madera, surcada por las sombras que arrojan las velas de sebo. El aroma a nabos y a carne hervida relaja el ceño del cordelero. Tiene setenta años, y su larga vida ha terminado por encanecer sus cabellos y su barba. Pese a sentarse encorvado en la silla, tiene reputación de hombre recto. Ha dedicado muchos años a la gestión del hospicio de Eduviges Leonor y compartido generosamente una fortuna que antaño fue lo bastante cuantiosa como para adquirir la casa de verano del conde Spens en los alrededores de la dehesa de Ladugårdslandet. Por desgracia, unas inversiones desafortunadas realizadas en una fábrica del norte junto con su vecino Ekman, un tesorero del Tribunal de Cuentas, han ensombrecido su vejez. Winge tiene la impresión de que su casero siente que, tras décadas de labor caritativa, la vida le ha pagado mal, y esa amargura se cierne sobre la casa solariega como una campana de cristal. Winge, en tanto inquilino, no puede evitar la impresión de que su mera presencia da fe de los tiempos aciagos que corren.
Esa noche, Roselius parece aún más lúgubre que de costumbre; un suspiro precede a cada bocado. Cuando al fin se aclara la garganta y rompe el silencio, sólo quedan unas pocas cucharadas en el fondo de su cuenco.
—No es fácil dar consejos a los jóvenes: a menudo se reciben groserías por respuesta. Pero hablo de buena fe, Cecil, así que ten la amabilidad de escucharme.
Roselius respira hondo antes de atreverse a decir lo que alguien tenía que decirle a Winge.
—Lo que haces no es natural: un marido debe estar con su mujer. ¿No jurasteis estar juntos en las buenas y en las malas? Pues vuelve con ella.
A Winge se le enciende súbitamente el rostro. La velocidad de esa reacción lo sorprende: no es propio de un hombre razonable permitir que su juicio se nuble y prevalezca la ira. Respira hondo —nota el latido de su corazón en los oídos— y se concentra en controlar sus emociones. Entretanto, ninguno pronuncia palabra. Winge sabe que los años no han disminuido la sagacidad que hizo a Roselius destacar entre sus semejantes. Casi puede oír cómo discurren los pensamientos tras la frente de su casero. La tensión entre ambos crece y luego remite bajo un silencio que ninguno de los dos se decide a romper. Finalmente, Roselius lanza un suspiro, se reclina contra el respaldo y extiende las manos en un gesto de reconciliación.
—Tú y yo hemos compartido el pan muchas veces. Eres un hombre culto e ingenioso, ni un villano ni un canalla, sino todo lo contrario; pero te ciegan las nuevas ideas: crees que todo puede resolverse con fortaleza de carácter, en particular la tuya. Te equivocas; las emociones no permiten que se las constriña de ese modo. Vuelve con tu mujer, por el bien de ambos, y si te has portado mal con ella, ruégale que te perdone.
—Lo que hice fue por su bien, lo pensé detenidamente.
—Cecil, fuera lo que fuese lo que quisieras lograr, el resultado ha sido otro.
Winge no consigue que dejen de temblarle las manos; suelta la cuchara para disimular la agitación. Se frustra al oír su propia voz brotar convertida en un mero susurro ronco.
—Debería haber funcionado.
Incluso a sus oídos, esa respuesta parece la excusa de un crío obstinado. Cuando Roselius le contesta, su tono es más dulce que antes.
—Hoy he visto a tu mujer, Cecil. En el mercado de pescado de Katthavet. Está embarazada, ya no puede ocultar su barriga.
Winge da un respingo en la silla y por primera vez mira a Roselius cara a cara.
—¿Estaba sola?
Roselius asiente con la cabeza y pone una mano sobre el brazo de Winge, pero éste lo aparta con rapidez. Esa reacción instintiva vuelve a sorprenderlo.
Cierra los ojos para recobrar el control. Por un instante se transporta a la biblioteca que lleva dentro: observa las hileras de libros dispuestos de forma ordenada y sometidos a un reinado de silencio absoluto. Elige un volumen de Ovidio y lee unas palabras al azar: «Omnia mutantur, nihil inherit»: «Todo cambia, nada desaparece», ahí encuentra el consuelo que estaba buscando.
Cuando vuelve a abrir los ojos, éstos no revelan la menor emoción. Con algún esfuerzo consigue recuperar el control sobre sus manos temblorosas y devuelve con cautela la cuchara a su sitio. Empuja la silla hacia atrás y se levanta de la mesa.
—Te agradezco la sopa y la preocupación, pero creo que a partir de ahora cenaré en mi cuarto.
La voz de Roselius lo sigue mientras sale.
—Si tu mente dice una cosa y la realidad otra, sin duda es tu mente la que comete un error. ¿Cómo es posible que algo así no sea evidente para ti, con todas las ventajas que te ha supuesto recibir una educación clásica?
Winge no conoce la respuesta, pero la distancia entre ambos le permite aparentar que no ha oído.
Cecil Winge sale al pasillo tambaleándose y se encamina con piernas vacilantes escaleras arriba, hacia la habitación que alquila desde el verano al cordelero. No tarda en quedarse sin aliento; se ve obligado a detenerse y recobrar el equilibrio apoyado en la jamba de la puerta.
Al otro lado de la ventana, en el jardín, reina la quietud. El sol se ha puesto ya. En la pendiente que baja hasta la orilla del mar se extiende un huerto. Más allá de las copas de los árboles ve las luces de la isla de Skeppsholmen, donde los marineros se apresuran a acabar la jornada con la esperanza de poner unas paredes y un techo entre ellos y la noche. Más allá se alza el campanario de la iglesia de Santa Catalina. Sopla la brisa nocturna.
Cada día, la ciudad parece respirar: por la mañana inspira el viento del mar que exhala luego, al atardecer, con tal fuerza que todas las veletas giran de nuevo hacia la costa. Muy cerca, el viejo molino de viento gime en protesta por las cuerdas que sujetan sus aspas. Tierra adentro, uno de sus hermanos le responde en la misma lengua.
Winge ve su propio reflejo en el cristal de la ventana. Aún no ha cumplido los treinta. Lleva recogido con un lazo el oscuro cabello, que contrasta con su tez pálida. Las orlas de su camisa blanca le cubren el cuello. Ya no alcanza a ver dónde acaba el horizonte y empieza el firmamento. Sólo en lo más alto las estrellas que van apareciendo delatan al cielo. Así es el mundo: mucha oscuridad, poca luz. Con el rabillo del ojo, capta una estrella fugaz cruzando el ángulo superior de la ventana, una línea de luz que recorre la bóveda celeste en un abrir y cerrar de ojos.
Abajo, entre los tilos del jardín, distingue un farol, aunque no esperan visitas. Oye pronunciar su nombre. Se envuelve en el abrigo y, al acercarse, comprueba que lo aguardan dos personas. La criada de Roselius sostiene la lámpara; junto a ella hay un personaje de baja estatura; está agachado, con las manos en las rodillas; jadea, tiene un hilo de saliva en los labios. Cuando Winge llega hasta allí, la criada le pasa el farol.
—Viene a verlo a usted. No voy a permitir que cruce mi umbral en ese estado.
Se vuelve en redondo y regresa con decisión hacia la casa principal, negando con la cabeza ante la insensatez que reina en el mundo. El visitante es un joven. Aún tiene una voz clara y, bajo la mugre, las mejillas tersas.
—¿Y bien?
—¿Es usted Winge, el del Inbeto?
—Para ser exactos, la jefatura de policía está en la Casa Indebetouska. Pero sí, soy Cecil Winge.
El chico lo mira entrecerrando los ojos bajo un mechón de pelo rubio y sucio, reacio a creerlo sin pruebas.
—En Slottsbacken han dicho que el que llegara aquí más deprisa recibiría una recompensa.
—¿Ah, sí?
El chico mordisquea el mechón que se le ha escapado de debajo del sombrero.
—He corrido más rápido que los demás. Ahora tengo flato y la boca me sabe a sangre. Además, tendré que dormir fuera con la ropa mojada. Quiero un cuarto de penique por las molestias.
El chico contiene la respiración como si su propio descaro se le hubiese atragantado. Winge le lanza una mirada severa.
—Tú mismo has dicho que hay otros en camino con el mismo recado: sólo tengo que esperar para ver quién es el mejor postor.
Puede oír cómo el chico rechina los dientes y se maldice por su error. Winge abre la bolsa y saca la moneda solicitada. La sostiene entre el pulgar y el índice.
—Esta noche estás de suerte: la paciencia no está entre mis virtudes.
El chico esboza una sonrisa. Le faltan los incisivos, que han dejado un hueco por el que asoma la lengua para lamer los mocos que le caen de la nariz.
—Quien lo busca es el jefe de la policía, señor. Y lo quiere allí de inmediato, en el callejón Yxsmedsgränden.
Winge asiente y le tiende la mano con la moneda. El chico avanza unos pasos y agarra su recompensa. Se da la vuelta, echa a correr y salva el murete con un salto que casi lo hace perder el equilibrio. Winge le grita:
—¡Gástatela en pan, no en bebida!
El chico se detiene y por toda respuesta se baja los pantalones, le enseña su culo pálido y se da una palmada sonora en cada nalga mientras le grita por encima del hombro:
—¡Unos cuantos recados como éstos y seré tan rico que no tendré que elegir entre comer y beber!
Suelta una risotada triunfal y se interna en la dehesa hasta desaparecer engullido por las sombras.
• • •
Al jefe de la policía Johan Gustaf Norlin hace meses que le prometen una vivienda oficial, pero nada sucede: aún vive con su familia en el mismo bloque de pisos, a tres calles de la Bolsa. Para cuando Winge consigue subir penosamente hasta la tercera planta y recuperar el aliento, ya es tarde: puede oír que un visitante anterior ha logrado despertar no sólo al jefe, sino también a su familia (en algún lugar del piso, una mujer tranquiliza a un crío desconsolado). Norlin lo está esperando en el gabinete, sin peluca y con una falda del camisón asomando entre la casaca y los calzones del uniforme.
—Cecil, gracias por venir tan deprisa.
Winge asiente con la cabeza y acepta sentarse en una silla que Norlin ha colocado para él junto a la chimenea alicatada.
—Katarina está preparando café, no tardará mucho en estar listo.
Visiblemente incómodo, el jefe de la policía se sienta frente a él y se aclara la garganta como para facilitar la revelación del motivo por el que lo ha hecho acudir.
—Cecil, esta noche han encontrado un cadáver en el lago Fatburen, en Södermalm. Un par de niños se las han apañado para convencer a un guardia borracho de que lo sacara del agua. Estaba... digamos que el hombre que me lo ha contado es guardia municipal desde hace diez años; seguro que en ese tiempo habrá tenido ocasión de observar todo el mal que un hombre puede llegar a hacerle a otro. Y, aun así, mientras me describía el estado del cuerpo ha tenido que esforzarse para contener las arcadas y no vomitar la cena delante de mí.
—Conociendo a los guardias municipales, eso puede haber sido cosa de la bebida.
Ninguno de los dos sonríe. Winge se frota los ojos fatigados.
—Johan Gustaf, después del último caso acordamos que me retiraría. He ayudado a la jefatura de policía durante muchos años, ya es hora de que atienda mis propios asuntos.
—Nadie podría estarte más agradecido que yo por todo lo que has hecho, Cecil. No se me ocurre una sola vez en la que no hayas superado mis expectativas. En vista de lo mucho que has mejorado los resultados de este cuerpo desde el último invierno, está claro que me has prestado un servicio enorme. Pero ¿no te he ayudado yo también? Corrígeme si me equivoco.
Norlin busca en vano la mirada de Winge. Suspira y acepta el café que le ofrecen.
—Cecil, ¿te acuerdas de cuando éramos unos jóvenes recién graduados en Derecho y ansiosos de que nuestros nombres se conocieran en los tribunales? De los dos, tú eras el idealista, el que defendía con más firmeza sus convicciones. Fuera cual fuese el precio, estabas dispuesto a pagarlo. Poco ha cambiado en tu caso, mientras que yo he permitido que el mundo redujera mis horizontes: mis ansias de comprometerme me han hecho jefe de la policía. La cuestión es que ahora, por una vez, parece que hemos intercambiado los papeles. Esta vez soy yo quien te plantea: ¿cuántas veces nos hemos visto ante un mal de esta magnitud; un mal que, además, está en nuestra mano combatir? Pocos asuntos a los que te has dedicado eran realmente dignos de tu atención. Esta vez no se trata de un estafador analfabeto, ni de un hombre que asesina a su mujer y después no se molesta siquiera en limpiar la sangre del martillo; a todas luces no se trata de un rufián que se ha puesto violento ni de un borrachín con un ataque de ira. Esto es claramente otra cosa: lo supera todo. Ni tú ni yo hemos visto antes algo así. Si pudiera confiarle este asunto a otra persona, no dudaría en hacerlo, pero no hay nadie más capaz que tú, y ahí fuera, en algún lugar, acecha un monstruo disfrazado de ser humano. Han llevado el cuerpo al cementerio de Santa María Magdalena; hazme este favor y jamás volveré a pedirte otro.
Winge levanta la vista y esta vez es el jefe de la policía quien no puede mirarlo a los ojos.
3
Cardell baja por la cuesta de Kvarnberget y suelta en la alcantarilla un escupitajo marrón de tabaco. Se ha lavado como ha podido en el pozo de un amigo y se ha puesto una camisa prestada. Más allá de los edificios encalados colgados de las laderas que desembocan en la bahía de Gullfjärden, distingue apenas la ciudad en su islote, flanqueado por el de Riddarholmen. Ambos forman un coloso que emerge de las aguas del lago Mälaren; un coloso oscuro, iluminado tan sólo por unas cuantas luces aisladas.
Apenas ha salido del barrio cuando ve a un hombre que se dirige a la Esclusa de Polhem. Tiene cicatrices de viruela en la cara y lleva al cuello, colgando de una cadena, la placa plateada de policía.
—Disculpe, ¿por casualidad sabe usted qué ha sido del cadáver del lago Fatburen? Me llamo Cardell: soy quien lo ha sacado de ahí hará una hora más o menos.
—Sí, me he enterado. Es usted guardia, ¿verdad? Por el momento, el cuerpo está en el osario de la iglesia de Santa María Magdalena. ¡Jamás había visto algo peor! Teniendo en cuenta el estado en que lo ha encontrado, habría jurado que no querría saber nada más de él, pero en fin. Por mi parte, tengo que volver a la Casa Indebetouska para presentar mi informe antes del alba.
Se separan y Cardell se encamina ladera abajo por el barro húmedo de rocío del callejón Maria Kvarngränd. Al pie de la colina, no tarda en encontrar la iglesia de Santa María Magdalena. Está tan mutilada como Cardell: en el mismo año en que él nació, una chispa saltó de la cabaña de un panadero provocando un incendio que dejó veinte manzanas convertidas en cenizas. La torre, proyectada por Nicodemus Tessin el Viejo, se desplomó sobre la bóveda enlucida y tres décadas después todavía no la han reconstruido.
Al otro lado de una verja se halla el cementerio del templo. Las tumbas parecen observarlo en silencio, pero la paz del lugar se ve perturbada por un sonido desagradable. Cardell, en la penumbra, tarda unos instantes en comprender que proviene de un ser humano. Primero le parece el ladrido de un perro encerrado bajo tierra, pero entonces ve una sombra en el patio de gravilla que está frente a la hilera de edificios que albergan el establo y la casa del sepulturero y enseguida reconoce a una persona que tose en un pañuelo.
Se queda allí parado sin saber qué hacer hasta que al desconocido se le pasa el ataque de tos, escupe en el suelo y se da la vuelta. La luz que se filtra por las ventanas de los edificios que están a su espalda le impide verle la cara, al tiempo que ilumina a la perfección su propio rostro. El desconocido rompe el silencio con una voz que es poco más que un susurro ronco, pero que se torna más audible con cada palabra.
—Usted es Cardell, ¿no es cierto? El que ha encontrado al muerto.
El guardia asiente con la cabeza.
—El policía no me ha sabido decir, pero Cardell no es su nombre completo, ¿verdad?
Cardell se quita el sombrero empapado y hace una reverencia francamente rígida.
—Ojalá lo fuera: soy Jean Michael Cardell. Fui el primogénito, así que mi padre depositó en mí todas sus expectativas; sin embargo, como puede comprobar, lo decepcioné por completo. Todo el mundo me llama Mickel.
—La modestia también es una virtud. Si su padre no supo verlo, allá él.
La figura en penumbra da unos pasos para salir a la luz.
—Me llamo Cecil Winge.
Cardell observa a aquel hombre y repara en que es más joven de lo que sugería su voz ronca. Su atuendo es muy formal, si bien algo anticuado: un abrigo negro de cuello alto, ceñido en la zona de la cintura y con el faldón orlado con crines de caballo; un chaleco con un bordado discreto; calzones de terciopelo negro ajustados a la altura de las corvas; pañuelo blanco arrollado en torno al cuello. Lleva el largo cabello negro azabache sujeto en la nuca con una cinta roja. Su piel es tan blanca que casi parece incandescente.
Es enormemente esbelto; flaco, en realidad, hasta un punto que parece anormal. No podría ser más distinto de Cardell, un hombre como tantos otros que pueden verse por las calles de Estocolmo, madurados prematuramente por las privaciones y la guerra. Sus hombros deben de ser el doble de anchos que los de Winge; su ancha espalda de soldado tensa el tejido del abrigo de un modo nada favorecedor; sus piernas son como troncos; su único puño, grande como un jamón; sus orejas de soplillo han parado tantos golpes que tiene las hélices llenas de cicatrices callosas.
Cardell se aclara la garganta, algo cohibido por la mirada del otro, que da la impresión de estar inspeccionando las marcas de viruela de su rostro. Instintivamente, se vuelve hacia la izquierda para ocultar su condición de mutilado. El silencio incómodo, que no parece molestar a Winge en lo más mínimo, lo fuerza a hablar.
—Me he encontrado con un sargento en lo alto de la colina. ¿También usted es de la Casa Indebetouska, de la jefatura de policía?
—Sí y no. Quizá lo sea a título extraordinario. Ha sido el jefe de la policía quien me ha pedido que venga aquí. ¿Y a usted, Jean Michael, qué lo trae al osario de la iglesia de Santa María Magdalena en plena noche? Cabría pensar que ya ha hecho lo suficiente por el muerto.
Cardell escupe en el suelo un pedazo de tabaco inexistente para ganar un poco de tiempo, pues comprende que no tiene una respuesta razonable para esa pregunta.
—He perdido la bolsa. Es probable que se me haya caído encima del cuerpo cuando lo he llevado hasta la orilla. No es que hubiera gran cosa en ella, ya se imaginará, pero sí lo suficiente como para que valga la pena caminar de noche hasta aquí.
Winge hace una pausa antes de hablar.
—Por lo que a mí respecta, he venido a examinar el cuerpo. A estas alturas ya deben de haberlo lavado. Me dirigía a hablar con el sepulturero. Venga conmigo, Jean Michael, y veremos si conseguimos encontrar su bolsa.
Llaman en la casa construida a un lado del muro y les abre el sepulturero, un hombre viejo, bajo y patizambo, con la espalda encorvada y una joroba sobre un omoplato. Su voz tiene un dejo alemán.
—¿El señor Winge?
—Sí.
—Me llamo Dieter Schwalbe. ¿Ha venido a ver el cadáver? Puede examinarlo a lo largo de la noche, pero el pastor tiene intenciones de bendecirlo antes del oficio de la mañana.
—Haga el favor de mostrarnos el camino.
—Sí, un momento.
Schwalbe enciende dos faroles con una larga cerilla que luego apaga agitándola en el aire. Allí cerca, sobre una mesa, un gato gordo se frota la cara con la pata recién lamida. Schwalbe le tiende un farol a Cardell, cierra la puerta y los guía con paso vacilante. En el otro extremo del patio hay una casa de piedra de aspecto primitivo.
Antes de abrir la puerta, Schwalbe se pone una mano en la boca a manera de altavoz y suelta un grito.
—Es por las ratas —explica—. Prefiero ser yo quien las asuste y no al revés.
En todos los rincones hay objetos amontonados: picos y palas, ataúdes viejos y nuevos, fragmentos de lápidas quebradas por las heladas en invierno. El cuerpo está sobre un banco bajo, envuelto en una tela. En la habitación hace fresco, pero el olor a muerte resulta inconfundible.
El sepulturero señala un gancho con un gesto y Cardell cuelga en él su farol. Schwalbe inclina la cabeza, junta las manos como si rezara y se mece alternando su peso entre un pie y otro, claramente incómodo. Winge se vuelve hacia él.
—¿Hay algo más que quiera decirme? Tenemos mucho que hacer y el tiempo es de vital importancia.
Schwalbe mantiene la vista clavada en el suelo.
—Alguien que se pasa tanto tiempo cavando tumbas como yo aprende a percibir cosas que se les escapan a los demás. Puede que los muertos no tengan voz, pero se comunican de otras formas. Este de aquí está profundamente enfadado ahora mismo. Nunca he sentido nada igual: es como si su ira estuviera a punto de hacer que se desmorone el enlucido de las paredes de piedra que nos rodean.
Cardell no puede evitar inquietarse ante aquella cháchara supersticiosa. Empieza a santiguarse, pero se detiene al ver la mirada escéptica que Winge le dirige a Schwalbe.
—No sólo la ausencia de vida define la muerte, también la deserción de la consciencia. No sé dónde se encuentra este hombre; ojalá que en un lugar mejor; pero sé muy bien que no puede sentir la lluvia ni el sol, y que nada que hagamos podría perturbarlo.
El ceño fruncido de Schwalbe deja bien claro que no está de acuerdo. No parece tener la menor intención de marcharse.
—No deberían enterrarlo en una tumba sin nombre: quien entierra un cuerpo anónimo está sembrando un fantasma. Lo suyo sería ponerle un nombre cualquiera hasta que averigüen su nombre verdadero.
Winge considera el asunto unos instantes. Cardell se imagina que responderá cualquier cosa que le permita deshacerse lo más pronto posible del sepulturero.
—Supongo que nos será útil poder llamarlo de algún modo. ¿Alguna sugerencia, Jean Michael?
La pregunta deja descolocado a Cardell, que titubea en vez de responder. Schwalbe se aclara la garganta discretamente y murmura:
—A los que no están bautizados se les suele poner el nombre del rey.
Cardell entorna los ojos y dice como si escupiera:
—¿Piensan llamarlo Gustavo? ¿No ha sufrido ya bastante el pobre tipo?
Schwalbe vuelve a fruncir el ceño.
—¿Y qué tal Carlos? Tienen ustedes doce para elegir. Si no me equivoco, en la lengua de este país Karl significa «hombre»: parece muy adecuado en este caso.
Winge se vuelve hacia Cardell.
—¿Entonces Karl?
En presencia de la muerte, los viejos recuerdos se agitan.
—Sí: Karl. Karl Johan.
Schwalbe les sonríe a ambos y revela una hilera de diminutos muñones de color marrón.
—¡Estupendo! Y ahora, pese a que el sentido común me dicta lo contrario, les desearé buenas noches, señor Winge y señor...
—Cardell.
Cuando está a punto de cruzar el umbral, Schwalbe se detiene y añade por encima del hombro:
—Señor Karl Johan.
Winge y Cardell se quedan solos bajo la luz del farol. Winge aparta una esquina de la tela que hace de mortaja y aparece una de las piernas: un muñón serrado a menos de un palmo muslo abajo. Al cabo de un momento, se vuelve hacia Cardell.
—Acérquese y dígame qué ve.
Para Cardell, la visión de esa pierna, de ese muñón anónimo que no evoca de inmediato forma humana, es peor que el recuerdo de haber visto el cadáver entero.
—¿Una pierna cercenada? No creo que haya nada más que decir.
Winge asiente con gesto pensativo. Su silencio hace que Cardell se sienta un tonto y luego le produce irritación. La noche se le está haciendo eterna. Sin apartar la mirada del rostro de Cardell, Winge señala su muñón.
—No he podido evitar fijarme en que a usted mismo le falta un brazo.
Cardell sabe que se le da bien ocultar su discapacidad. Ha ensayado muchas horas cómo hacerlo, ha aprendido a mantener el brazo medio oculto detrás de la cadera. Por suerte, desde cierta distancia la madera clara de la haya se confunde con piel: si se abstiene de gestos vehementes es poco probable que quienes no lo conocen bien reparen en su desgracia, sobre todo por la noche. Ahora, sin embargo, no le queda otra que asentir.
—Lo siento mucho.
Cardell suelta un bufido.
—He venido en busca de las monedas que he perdido, no de compasión.
—Visto su desagrado al oír el nombre de nuestro difunto rey Gustavo, me atrevo a suponer que resultó herido en la guerra, ¿no? —Cardell asiente y Winge continúa—: Sólo lo menciono porque sus conocimientos sobre amputación sin duda superan los míos. ¿Me haría el favor de inspeccionar el muñón una vez más?
Esta vez, Cardell se permite estudiar la zona. Pese al agua y el jabón aún tiene una capa de mugre. Cuando da con la respuesta, resulta muy evidente que comprende que debería haberlo visto de inmediato.
—No es una herida reciente: está completamente cicatrizada.
Winge asiente para mostrar que está de acuerdo.
—Sí. Cuando encontramos un cuerpo en semejantes condiciones, solemos considerar que las heridas son la causa de la muerte, o bien obra del asesino al intentar deshacerse de las pruebas. En este caso no se trata de ninguna de las dos cosas. No me sorprendería que descubriéramos que los cuatro muñones están en un estado similar.
Siguiendo las indicaciones de Winge, se plantan uno a cada lado del camastro, retiran la tela que cubre el cadáver y la doblan. El cuerpo despide un hedor agridulce y terroso que obliga a Winge a llevarse el pañuelo a la nariz. Cardell se limita a recurrir a la manga.
A Karl Johan le faltan ambos brazos y ambas piernas. Todos los miembros se han cercenado lo más cerca posible del cuerpo, tanto como ha permitido el uso sin trabas del cuchillo y la sierra. Al rostro le faltan también los ojos: fueron removidos de sus órbitas. Lo que queda del cuerpo se ve malnutrido, las costillas sobresalen. Aunque el vientre está distendido por los gases, que han vuelto hacia fuera el ombligo, los huesos de la cadera resultan claramente visibles bajo la piel. El pecho es delgado y estrecho, como el de un joven: aún no tiene la amplitud del de un hombre adulto. Las mejillas se ven hundidas. Del joven que una vez fue, lo que queda en mejor estado es el cabello. Los humildes feligreses han lavado la melena rubia y la han peinado sobre los tablones del camastro.
Winge coge el farol del gancho y describe lentamente un círculo en torno al cadáver para inspeccionarlo más de cerca.
—En la guerra tiene que haber visto a muchísimos ahogados, ¿no?
Cardell asiente con la cabeza. Sin embargo, no está acostumbrado a escenas como aquélla, al examen analítico y desapasionado de un muerto, y el nerviosismo lo hace hablar por los codos.
—Muchos de los que se ahogaron en el Golfo de Finlandia volvieron a Suecia meses después, en otoño: los encontramos al pie de las murallas de la fortaleza de Sveaborg, bajo las piezas de artillería. Los que habíamos sobrevivido al tifus fuimos los encargados de sacarlos del agua. Aunque bacalaos y cangrejos los habían mordisqueado por todas partes, los cadáveres seguían moviéndose y hacían toda clase de sonidos: eructaban, gemían. Para colmo, estaban llenos de anguilas, que se habían puesto bien gordas allí dentro, y cuando interrumpíamos su banquete se al
