El plan imprevisto

Mery Rangel

Fragmento

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Prólogo

El universo solo se compone de dos cuestiones: lo previsto y lo imprevisto. Lo previsto es todo aquello que conocemos, vemos, prevemos, vemos venir, etcétera, mientras que de lo otro no sabemos nada. Sé de qué va; soy propensa a lo primero. Lo vivo a diario y estoy tan segura de que pasará como que me llamo Alexandra Dalila Fonseca.

Es una especie de maldición de esas de película donde hay una casa en ruinas y el fantasma de una mujer vestida de negro con el rostro cenizo y desfigurado, que persigue a todos hasta que los hace huir, enloquecer o morir. Conozco lo que el universo tiene previsto para mí y, sin ninguna duda, a ese maldito fantasma.

Aparece a las siete de la mañana cuando mi despertador emite desde lo más profundo de sus diabólicas entrañas aquel infernal ¡¡¡riiiiiing!!!, y entonces caigo al suelo al hacerlo callar. De inmediato, me arrastro en dirección al cuarto de baño, me ducho dando saltos y gritos a la espera de que salga el agua caliente —sin conseguirlo, pues no tengo caldera que lo haga posible— y, finalmente, me voy tiritando como un perro callejero después de que un diluvio lo moja y lo requetemoja.

Sí, lo sé: la ducha parece ser lo peor del plan que el universo ha confeccionado para mí, pero lo cierto es que no está ni cerca. Antes, debo vestirme (de más está decir que con lo primero que pille en mi pobre y penoso armario). Y, entonces sí, aquí viene lo malo, porque lo peor debe esperar.

Me echo a la calle, sorteo a mi vecina —la señora Juncker— y a su ridículo chihuahua, y entonces me alejo todo lo rápido que pueda en cuanto oigo decir a la mujer que debo buscarme un novio y olvidarme del celibato. ¿Celibato? ¡La quiero matar! No soy célibe, ni tampoco estoy cerca de algo parecido, pero la señora lo ignora e insiste con su consejo a pesar de que me ve huir.

Volviendo a la realidad, quizá sea cierto que mi vida amorosa se parezca a mi armario... Es decir, pobre y penoso. Pero, en lo tocante a lo sexual, la cosa es muy distinta.

Verán: soy una adulta y creo firmemente en eso de que, con el tiempo, las personas cambian y se plantean muchas cuestiones, como vivir libremente la sexualidad. El mundo de hoy es tan flexible y permisivo que atarte a alguien solo porque de esa forma tendrás con quién intercambiar fluidos está desfasado.

Los sentimientos han evolucionado... No sé si para bien o para mal, pero el caso es que, si ahora mismo te viene el gustillo por tener algo de satisfacción, sencillamente, te arreglas un poco, te vas a un bar, y listo: deseos atendidos.

Y sí: puede ser que a primera vista lo dicho suene a topicazo del siglo veintiuno, pero la verdad es que vivimos en un mundo globalizado que ha entrado, a Dios gracias, en un período libre de prejuicios. Puede ser que por ello me sienta justificada cuando digo que tengo un plan y que no pienso casarme, ni tener niños, ni vivir feliz como una lombriz.

No estoy diciendo que la idea me resulte patética o pasada de moda, sino que, al ser de Nueva York e hija de una pareja que solo estuvo casada hasta justo después de verme nacer, eso de pensar con el corazón no es lo mío.

Soy práctica. Me gusta el sexo sin compromiso, trabajar en lo que me apasiona y ser tal como soy, sin tener que explicárselo a nadie. Es tan aburrido esperar que las personas te comprendan y acepten que ni siquiera me planteo entrar en una lucha de la que sé que, a la larga, no me llevará a ningún lado.

Estoy tan bien siendo quién soy que lo único que me quita el sueño es conservar mi trabajo de galerista (bueno, de ayudante, pero con claras pretensiones de ascender). Trabajo en la Galería Vimont —sí, la misma que ha expuesto todas esas obras de las que no paran de hablar— y he invertido allí cinco años de mi existencia, de los cuales no estoy arrepentida.

Gracias a ello tengo vida propia y unas amigas con las cuales puedo hablar y pasar momentos agradables, y puedo pagar treinta metros cuadrados cerca del centro de la ciudad y no compartirlos con nadie... salvo con Coco, mi gato, a quien adoro a pesar de haber odiado por años a los felinos. Les temía; puede ser que incluso los odiara, pero Coco es un buen amigo. Además, no se queja de mí ni del desastre que siempre hay en mi departamento. El pobre animal es algo así como un santo que camina en cuatro patas, pero también es el amigo más sincero que alguien pueda desear. Y, por esa razón, lo suelo premiar con costosas latas gourmet.

Se las sirvo antes de marcharme al trabajo; voy recogiendo todo cuanto necesito en la oficina, sorteo lo esparcido alrededor de mi departamento, y las náuseas me asaltan al oler el atún aliñado. No me gusta el pescado y creo que, de ser un gato, jamás comería un bol enterito con ese tipo de carne, aunque esté muy bien sazonada. Sí, es cierto que las latas que compro para Coco suelen verse suculentas, y hasta perfectas para una ensalada de escarola con tomates, pero no deja de ser pescado. Y, además, yo no cocino.

Puede ser que mi diminuta cueva sea un insalvable desorden donde mi gato apenas puede moverse con libertad, pero mi cocina es toda pulcritud, y continuará siéndolo, porque preparar algo o poner en funcionamiento la cafetera que me regaló mi madre cuando me mudé jamás sucederá. Para eso están las cafeterías y, para mi buena suerte, en Nueva York hay una por cada cinco comercios, y tres por cada neoyorkino.

Es un lujo saber que, a cada paso, puedes entrar en una y pedir un expreso para llevar, aunque también vivir un calvario del cual no es fácil librarse. Sí, es triste lo que diré, pero lo cierto es que mi vida sigue una línea, como la de los gráficos bursátiles, que va de lo malo a lo catastrófico en cuestión de segundos.

En la cafetería, la línea indica que mi tragedia va en ascenso y que no conseguiré evitarla, ya que soy adicta al café y debo afrontar mi debilidad ante un montón de adictos como yo. Todos somos como zombis dispuestos a devorarnos entre nosotros, así que me armo de valor y me lanzo a una lucha sangrienta, gracias a la que logro deslizarme hasta la barra, pedir mi café y conseguir que quien atienda pase de los que gritan: «¡Expreso!», «¡Capuchino!», «¡Con leche!», «¡Con crema!», «¡Canela!».

Ufff... acabo sorda, con unos cuantos golpes en mis pechos y con la gamuza de mis zapatos arruinada. Pero, eso sí, con mi expreso doble en una mano y huyendo por la derecha, como reza el refrán. Es una constante la escena en la cafetería así que, como ya la tengo mentalizada, prefiero no darle importancia, sino centrarme en lo que viene.

Ocurre en el subterráneo. Sí, en el maldito tren. Y debo decir que es justo allí donde asciende el nivel de cataclismo que me engulle cada mañana. En dicho recinto, la lucha ya no es por conseguir una dosis de cafeína, sino por entrar a uno de los vagones y mantenerse con vida durante el viaje.

Llegar tarde al trabajo en una ciudad como Nueva York es bastante habitual, pero que te manden al paro por ello es casi una constante. Puede ser que por esa razón a todo el que viaja en el subterráneo le dé igual lo que ocurre en el interior, y que algunos, como yo, hasta hayamos trabajado con un loquero para anularlo de nuestros recuerdos.

Yo lo hice porque el viaje en tren es el maldito clímax que el universo parece haber confeccionado en mi contra y porque, a

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