Ante la ley

Franz Kafka

Fragmento

Prólogo

Prólogo

por Jordi Llovet

En los últimos años de su vida, Franz Kafka trabó amistad con un joven llamado Gustav Janouch, hijo de un colega suyo en el Instituto de Seguros para Accidentes de Trabajo en el que trabajaba, en la ciudad de Praga. Janouch solía acudir al edificio de la casa aseguradora hacia las dos de la tarde –cuando terminaba la jornada de los funcionarios de la administración del Imperio austrohúngaro–, recogía al abogado Kafka a las puertas del edificio y le acompañaba hasta la casa de sus padres, que fue también, salvo excepciones, el domicilio permanente del escritor. Por el camino, Kafka y Gustav Janouch mantenían conversaciones que el segundo, con la mayor fidelidad que pueda suponerse en estos casos, transcribió y legó a la posteridad como uno de los documentos quizá no más exactos, pero sí más reveladores de muchos aspectos de la vida de Kafka, de su idea de la literatura y de su concepción del mundo y la existencia. En el decurso de una de estas conversaciones, a propósito de una exposición de la obra pictórica de Picasso, Kafka le habría comentado a este muchacho: «El arte es un espejo que “adelanta”, como un reloj… a veces». Pocos días antes, y en un tono que se nos antoja muy parecido, el autor nacido en Praga le habría dicho a Janouch: «La misión del escritor es convertir la mortalidad aislada en vida eterna, conducir lo casual a lo forzoso. El escritor tiene una misión profética».

Durante varios decenios después de la muerte de Kafka, sin duda debido a la influencia de cierta crítica de corte sociológico, esta afirmación fue puesta en entredicho: una crítica literaria basada en la trasposición contemporánea de las antiguas categorías de la mímesis no podía aceptar, de buenas a primeras, que un escritor nacido en el seno de una gran ciudad, más aún si había nacido a finales del siglo XIX, en plena transformación de la ciudad misma y en pleno desarrollo de las contradicciones de clase que perfilaron la sociedad europea hoy todavía vigente, una escuela de crítica literaria con tales determinaciones, decíamos, no podía entender fácilmente que el primer cuarto del siglo XX hubiese sido el fermento de una obra que, si por un lado no deja de poseer un asidero muy firme en las circunstancias de la historia, posee igualmente un engarce –diremos mejor: un referente, un horizonte– en lo trascendental, lo religioso o lo profético. En cierto modo, parte de la culpa de que Kafka fuera considerado, en los años cincuenta o sesenta, un autor realista que se habría limitado a metaforizar las condiciones de existencia de un ciudadano en el seno de una sociedad dominada por el signo de la burocracia o de las formas de vida del capitalismo, fue de uno de sus primeros exegetas, por no decir el primero de ellos: Max Brod, artífice de la salvación del fabuloso legado kafkiano. En efecto, Brod, uno de los más destacados miembros del movimiento sionista en la ciudad de Praga, puso un empeño especial, en su primera biografía de nuestro autor, en subrayar lo muy próximo que se hallaba Kafka a «la santidad», llevando, como cabía esperar en su personalidad, las aguas más bien confusas de la obra del autor al terreno de una religiosidad que, en el mejor de los casos, éste solo concibió de una manera simbólica, o, como se ha dicho, más como «horizonte» o «profecía» que como credo.

Estas dos concepciones diametralmente opuestas de la obra literaria de Kafka –su vida seguirá siendo un misterio a pesar de las más prolijas y documentadas biografías– constituyen, articuladas entre sí a pesar de todo lo que aparentemente las separa, la clave de su peculiar universo narrativo. Las narraciones de Kafka tienen mucho que ver con los avatares históricos que circundan la vida de nuestro autor, pero tienen también mucho que ver (aunque esto sea precisamente lo más difícil de apreciar en ellas) con una dimensión trascendental que escapa, por todos lados, a cualquier determinación en el tiempo y el espacio. Estas narraciones ofrecen una idea perfecta, aunque alegórica, de las condiciones de vida de un funcionario en una compañía de seguros filial de una institución imperial con sede en Viena; pero conducen también a una idea muy precisa de la relación del autor con las esferas mucho más insondables de la trascendencia. Se trata de un universo narrativo que solo acaba de entenderse cuando se cruzan y se armonizan entre sí lo cotidiano y lo sagrado, la existencia y la eternidad, las circunstancias históricas que definen el imperio de los Habsburgo y la dimensión mucho más inconcreta de lo metafísico. Renunciar a la visión conjunta de estas dos cuestiones, es decir, ya refugiarse con espíritu materialista en la mera plasmación de lo histórico, ya referirse, con espíritu místico-religioso, a la sola dimensión metafísica de la obra de Kafka, significa inevitablemente arruinar la grandeza de esta obra, liquidar lo que resulta esencial y singular en este autor. Pues, como veremos, no hay en Kafka determinación histórica alguna que no pueda proyectarse en el reino de lo trascendental, como no hay ningún elemento de su carácter profético que no pueda encontrar explicación en la experiencia de lo cotidiano. Ni el gesto más menudo de los muchos que llenan, casi retóricamente, la obra narrativa del autor, se encuentra desprovisto de las dos dimensiones aludidas: que un personaje hunda el rostro en el pecho, como se lee en múltiples pasajes de la obra narrativa de Kafka –así, en este volumen, en la narración denominada «En la galería»–, tanto permite al lector «visualizar» la desesperación de este personaje como obliga a suponer, siquiera sea entrever, el peso de un destino o de una Ley que no forma parte, a primera vista, de las categorías de una experiencia común. El carácter abstracto de lo trascendental y el cariz elemental de una experiencia cotidiana se funden, en la obra de Kafka, como nunca antes, posiblemente, se habían fundido en la literatura universal en prosa; y solo esta fusión explica la rara concepción kafkiana del oficio de escritor. El arte narrativo de Franz Kafka «adelanta» como un reloj en la medida que, remitiendo a un tiempo histórico muy determinado, lo supera hasta alcanzar una esfera superior, hasta abrazar unas dimensiones que no son, propiamente hablando, de este mundo. Quizá por esta razón Kafka pudo decirle a su prometida Felice Bauer: «Para poder escribir, tengo necesidad de aislamiento, pero no como un ermitaño, algo que no sería suficiente, sino como un muerto. El escribir, en este sentido, es un sueño más profundo, o sea la muerte, y así como a un muerto no se le podrá sacar de la tumba, a mí tampoco se me podrá arrancar de mi mesa por la noche». Situado, como los muertos, entre una corporeidad olvidada y el asombro ante la dimensión de lo eterno, Kafka elabora una literatura única en la historia que oscila permanentemente entre la descripción pormenorizada de efímeros gestos y los horizontes vastísimos de la eternidad. Este es, en definitiva, el signo bajo el que deambula por los caminos el «médico rural» en la narración con este nombre, en la que se lee: «He sido contratado por la autoridad del distrito y cumplo con mi deber hasta el límite, hasta un extremo casi excesivo. Aunque mal pagado, soy generoso y trato de ayudar a los pobres ... ¿Qué hago aquí, en este invierno interminable? ... Exigen siempre lo imposible al médico. Han perdido la antigua fe; el cura se queda en casa y deshilacha una tras otra las casullas; pero el médico ha de conseguirlo todo con su mano quirúrgica. Bueno, como queráis: no soy yo quien se ha ofrecido; si me utilizáis con fines sagrados, también lo consentiré». He aquí esa rara «santidad» kafkiana, que lo es siempre a pesar del autor y de sus propios personajes, no tanto a consecuencia del paganismo de la historia, cuanto del rechazo del autor a todo tipo de impostura: al fin y al cabo, como cuenta en su Carta al padre, nunca pudo decir de su progenitor que hubiera sido para él un ejemplo durante las visitas de ambos a la sinagoga. Eso sí: la tentación de otorgar «santidad» y «pureza» a esta extraña literatura acosará permanentemente a los lectores. En este sentido, Walter Benjamin pudo objetar a Max Brod, después de haber leído su biografía sobre Kafka, el hecho de que hubiera convertido a éste realmente en un santo; pero no tuvo ningún reparo, teniendo en cuenta la impregnación teológica de su propio pensamiento, en considerar la literatura kafkiana como «una elipse cuyos focos, muy alejados el uno del otro, están determinados de un lado por la experiencia mística y de otro por la experiencia del hombre moderno de la gran ciudad».

Kafka, la tradición y sus contemporáneos

Pero si esta fabulosa elipse kafkiana entre lo material y lo trascendental pudo concretarse en una obra literaria y un estilo, ello se debe, en buena medida, al peso que tuvo en su particular experiencia de la literatura la tradición de lo literario tal como Kafka la conoció en sus años de formación. A pesar de ser uno de los escritores más originales de la historia de las letras de Occidente, a pesar de que su mundo literario es propiamente una magnífica y desbordada invención, esta invención no resulta del todo ajena al recorrido histórico de la literatura. Cuando Kafka, aproximadamente entre 1906 y la aparición de su primer libro, Contemplación (1910), sentó los cimientos de su estilo, inamovibles para el resto de su vida, de hecho «imperturbables», lo hizo, en gran medida, como no podía ser de otro modo, sobre la base permeable y varia de una tradición concreta.

Por sus escritos autobiográficos, o por manifestaciones orales a las que debemos conceder enorme crédito, Kafka –que desde muy joven se sintió marcado por el signo vocacional de la creación literaria– buscó entre las ruinas de la tradición escrita las pautas que iban a ayudarle a forjar la «poética» tan enormemente singular que le caracteriza. (Aunque Kafka se sintiera más a menudo «marcado» por el castigo de la imposibilidad de escribir que «ungido» con la gracia de poder hacerlo: «Por primera vez después de mucho tiempo, un total fracaso al escribir. Sensación de ser un hombre marcado», Diarios, 6 de mayo de 1912.)

Pero en su caso no cabe hablar, propiamente, de «influencias», como haríamos con la mayoría de los autores de la tradición, sino de otra cuestión de análisis más complejo. Kafka tenía tras de sí, como un horizonte del que, en realidad, ya no podía esperarse nada –como si, para un hombre imbuido de misticismo, los horizontes solo se proyectasen hacia el futuro, nunca hacia lo pretérito agotado– tantos siglos de tradición literaria como los que resultan de unir, en una sola y vastísima parábola, los Libros Sagrados, la exégesis de tradición rabínica y los grandes monumentos de la literatura antigua, con los episodios mucho más variables, mucho más enraizados en la materia histórica, de todo el siglo XIX, pasando, claro está, por las más diversas muestras de literatura escrita que se producen entre cada uno de estos hitos.

Entre los más «próximos», Kafka admiró a Cervantes, al narrador romántico Heinrich von Kleist, a Dickens, a Flaubert y no a muchos más. Estos ejemplos son muy dispares entre sí. Cervantes siembra un malestar, cuyos ecos resuenan todavía en literaturas tan valoradas y originales como la de Borges, entre las categorías de lo real y lo ficticio, ofreciendo, de este modo, el modelo de una desconfianza que no cesa cuando se trata –como sucede con el mundo de la ficción– de volver a explicar la trama de los hechos sobre una urdimbre presidida por el hecho mismo de narrar, por la categoría soberana de la ficcionalidad. Heinrich von Kleist, originalísimo en su tiempo, fundamenta su literatura en una alianza combativa entre los contenidos narrados y la expresión lingüística (incluidos los secretos movimientos «corpóreos» de la frase), de modo que ofrece siempre la impresión de haber doblegado al lenguaje mismo a las exigencias exteriores del material narrado, exterior a la palabra por definición. Dickens, por su lado, y así lo entendió Kafka, es el escritor que transforma las más adversas condiciones de su vida en una especie de transparencia estilística gracias a la cual la literatura de este autor, posiblemente sin querer, se convierte siempre en un gesto de amistad hacia el lector, por no decir en un alarde de caridad. Flaubert, instalado como el anterior en una tradición que hemos convenido en llamar «realista», transforma su vida en casi nada más que un oficio, el oficio de hallar la palabra exacta para expresar, como Dickens en este caso, una realidad exterior que pretende zafarse al poder revelador del estilo; quizá por esta razón Flaubert se cansó enseguida de narrar historias que se presentaban ya «predeterminadas» a los lectores (incluso verbalmente), como hizo primero en los casos de La educación sentimental y de Madame Bovary, para entrar en el terreno de una especie de doble creación articulada: la de un mundo que existió (los mercenarios en Cartago, la tentación de san Antonio) y, con él, la de una celebración del lenguaje mismo.

De hecho, Kafka heredó algo de todos y cada uno de estos procedimientos: la caridad de Dickens; la obsesión estilística de Flaubert y su vindicación del «escritor como lugarteniente»; la cervantina relativización y articulación problematizada de los mundos de la realidad y la ficción; la búsqueda obsesiva de una forma narrativa, como Kleist, para dar cuerpo verbal a una inquietud temática. Pero lo que importa aquí es determinar en qué consistió el «paso adelante» kafkiano que señala su concepción de la literatura y su idea de la ficción.

Lo que hizo Kafka, si así puede decirse, es concebir que el movimiento oscilante entre la realidad y la ficción no estaba predeterminado por la realidad, que es la manera como toda escritura ficcional, hasta él, se había abierto paso hasta las páginas escritas bajo la forma del relato o la novela. Hasta la aparición de Kafka, casi todas las muestras de literatura basada en la verosimilitud pueden ser consideradas realistas en el sentido de que es el mundo, la experiencia o la vida misma la que emite una serie de señales que esperan, para poder ser entendidas, el eco de los signos verbales que fijan o transforman la realidad en estilo y escritura. Kafka, a diferencia de la vastísima tradición que heredó, concibió enseguida –de un modo que casi puede ser denominado «natural», sin impostación alguna, sin premeditación– que la categoría de lo real no depende exclusivamente de lo que entendemos por realidad o experiencia, sino que depende íntimamente, inseparablemente, de la capacidad que posea lo real de adherirse, por sí mismo, a una fórmula verbal. Del mismo modo que el acto de la creación divina, en los textos fundacionales del judaísmo, es una realidad que jamás hubiese sido tal cosa sin el soporte eficiente de la denotación verbal, del acto voluntaria y expresamente lingüístico («Dios pronunció: “Haya luz”, y hubo luz»), así Kafka entendió al principio mismo de su carrera de escritor que, en un solo gesto, das Schreiben, el escribir, adquirían realidad la literatura, el mundo y la existencia, la suya por lo menos. No se trata de que el lenguaje o el estilo vengan a anular, gracias a una investigación esforzadísima de este elemento, el complicado abismo que sabemos que existe –y lo sabía más que nadie la generación formada en los tiempos de la crisis de la conciencia verbal del apoteósico fin-de-siècle vienés– entre lenguaje y mundo; se trata de considerar que, al ritmo mismo de la escritura, nacen, en una especie de simultaneidad epifánica, la literatura y lo real unidos. Así, en el caso concreto y posiblemente único de Kafka, ni la realidad o la experiencia anteceden a la literatura, ni la literatura es una sombra (mimética o deformada) de la realidad; en su caso, la literatura y la realidad se levantan al unísono; experiencia, vida y escritura se funden en un solo acto fundacional, en cuyo exterior, propiamente hablando, no puede decirse que algo tenga vida. Así opinó Kafka que procedía también la literatura de su contemporáneo Alfred Döblin: «Me da la impresión de que Döblin concibe el mundo visible como algo muy fragmentario que tiene que completar creativamente mediante su palabra». En este sentido, y para que el lector entienda cabalmente algunos de los «bosquejos de escritura» que Kafka practicó, en especial, durante sus primeros años de trabajo, será bueno recordar lo que le dijo en otra ocasión al ya citado Gustav Janouch: «La vida es demasiado corta para la forma literaria extensa; demasiado fugaz para que el escritor pueda entretenerse en descripciones y comentarios; demasiado psicópata para que pueda hacerse psicología; demasiado novelesca para una novela ... La vida fermenta y se descompone con demasiada rapidez para poder conservarla mucho tiempo en libros vastos y largos».

Que los comentaristas de Kafka se hayan preocupado, con denuedo, de establecer puentes entre sus parábolas, sus metáforas o sus visiones literarias y el más pequeño asomo de realidad histórica, no es más que un síntoma de lo mucho que cuesta aceptar que un funcionario modesto, sin pretensiones de convertirse en un escritor canónico, ocupara, en la tradición literaria de Occidente, un lugar que solo se otorga legítimamente a los profetas y quizá también, a título excepcional y con una descarga ineludible de desconfianza en su soberanía intelectual, a los locos y los videntes impostores. La regla de oro de la narración en nuestra vasta tradición literaria raramente fue la que ordena la narratividad kafkiana, sino la representativa: casi siempre se había tratado de dar expresión literaria a una experiencia que, en cierto modo, formaba parte de un común acervo cultural antes de que fuera nombrada o convertida en ficción por un escritor. Pero este no es el caso de Kafka: «nuestro» autor –si por azar, o por meros atisbos, alguien puede creerse emparentado con un ser y una literatura tan enormemente singulares– crea simultáneamente, en una especie de gran polifonía que lo incluye todo, desde el gesto menudo o la palabra discreta hasta los secretos más intangibles de la existencia humana, incluido todo lo que ésta pueda tener –y tiene sin duda para muchos– de dimensión trascendental.

En Robert Walser o en Alfred Polgar, si acaso, y en pocos más, Kafka creyó ver algo parecido a lo que, de hecho, se le reveló a él mismo desde el principio de su carrera de escritor. En los primeros textos de Walser sí pudo leer Kafka algo que le resultaba familiar incluso antes de empezar a escribir: que la maleabilidad del lenguaje no es distinta del carácter azaroso de la existencia; que la solidez psicológica del escritor –que solía ser la garantía de la expresión literaria– es tan falaz como el lenguaje mismo; y que no hay constructo literario alguno que no envuelva, como un torbellino, al mismo tiempo al que escribe, lo que narra y lo que llamamos, por pura economía, realidad. Si no hubiera sido así, Kafka no habría podido urdir una reflexión como la siguiente, que leemos en una carta a su amigo Max Brod: «Hoy, durante una noche de insomnio, cuando todo iba para uno y otro lado en mis sienes doloridas, cobré de nuevo conciencia, algo que casi había olvidado en los últimos tiempos relativamente tranquilos, de la fragilidad o incluso de la inexistencia del suelo sobre el que vivo, de la oscuridad de la que emergen a su gusto oscuras fuerzas que, sin atender a mi balbuceo, destruyen mi vida. Escribir me permite seguir viviendo, pero sería más apropiado decir que permite que siga existiendo aquel tipo de vida frágil e inconsistente. Con ello no quiero decir, naturalmente, que mi vida sea mejor cuando no escribo. No, en este caso es aún peor y absolutamente insoportable, y tiene que desembocar en la locura. Pero esto solo con la condición de que, como resulta ser en realidad, también soy escritor cuando no escribo; y en cualquier caso un escritor que no escribe es un absurdo que desafía a la locura». Es como decir que solo un dios, en su sosegada omnipotencia, puede permitirse el lujo de no hacer nada; un escritor, aunque conciba la literatura como algo emparentado con las teofanías, está obligado, si no quiere sucumbir, a manifestarse. Es como si Kafka, mucho más allá de un Atlante, se hubiera sentido obligado a soportar el peso del mundo entero y a llenar con una palabra eficiente el ocio sabático de su Arquetipo. Como escribe en el cuaderno escolar [25]: «El séptimo día, él descansa, y nosotros llenamos la tierra», en el bien entendido de que Kafka llena esta tierra de literatura y nada más.

La vecindad del lenguaje

Pocos aspectos de la obra narrativa de Franz Kafka escapan a las consideraciones generales que acabamos de esbozar; entre sus textos, muy pocos son marginales respecto a la cuestión de fondo que hemos analizado. Así, para empezar por lo más simple, la concepción del lenguaje que poseía Kafka es, desde el inicio, la que corresponde a alguien que, directa o indirectamente, se inscribe en una tradición que eleva la letra misma –quiero decir algo tan simple como los grafismos de todo alfabeto, cuya combinación solo más tarde se convierte en literatura– a una categoría trascendental. Es cierto que esta percepción microscópica y a un tiempo panorámica del lenguaje no es privativa de nuestro autor, pues, por lo menos en las letras de expresión alemana, es una tradición que arranca de la teoría del lenguaje de los escritores del romanticismo alemán (Novalis, por ejemplo, y en general los redactores de la revista Athenäum, publicada en torno a 1800) y llega a los grandes cuestionadores del elemento verbal del cambio de siglo que Kafka conoció, en especial los representantes vieneses del movimiento, de Hofmannsthal a Karl Kraus y el ya citado Robert Walser, pasando por los más teóricos Fritz Mauthner o Sigmund Freud. Pero no poseemos ningún dato que nos asegure que las reflexiones sobre las letras y el lenguaje por parte de Kafka se cimentaran en comentarios y teorías ajenas: la cuestión se halla sin duda en el «espíritu de la época», pero, como es habitual en nuestro autor, sus apuntes a este respecto no parecen deberle nada a nadie, salvo a su propia perspicacia y a su enorme penetración intelectual.

Kafka, conocedor o no de la emblemática Carta de lord Chandos (1902), de Hugo von Hofmannsthal, poseyó siempre una visión del lenguaje que arranca de su más estricta materialidad, algo que, digámoslo de pasada, ha dado pábulo a pintorescos comentarios cabalísticos de su obra, unos más llamativos que otros, todos innecesarios. El 15 de diciembre de 1910, escribe en sus diarios: «Casi ninguna de las palabras que escribo concuerda con las otras, oigo como las consonantes rozan unas contra otras con un ruido metálico y las vocales cantan como negros en la feria. Mis dudas se agrupan en círculo alrededor de cada una de las palabras, las veo antes que a la palabra, pero ¡qué va!, la palabra no la veo en absoluto, me la invento. Y esa no sería la mayor de las desdichas, solo que entonces tendría que inventar palabras capaces de aventar el olor a cadáver en una dirección tal que ese olor no nos diera enseguida a la cara a mí y al lector». Dos días más tarde le manifiesta a Max Brod en una carta: «Mi cuerpo entero me advierte ante cada palabra; cada palabra, antes de que permita que yo la escriba, mira primero en torno suyo. Las frases se me parten prácticamente, veo su interior y entonces tengo que acabar enseguida»; palabras que quizá sí acusan una influencia directa del texto citado de Hofmannsthal, en el que se lee: «Mi espíritu me obligaba a mirar con inquietante proximidad todas las cosas que alimentaban semejantes charlas vacías: me pasaba ahora con los hombres y sus actos como cuando, una vez, a través de una lente de aumento, vi un trozo de la piel de mi meñique que parecía una tierra en barbecho, con surcos y cavidades. Ya no lograba abarcarlos con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me deshacía en partes, las partes de nuevo en trozos más pequeños, y nada quedaba que pudiera aprehenderse con un concepto. Las palabras sueltas flotaban a mi alrededor; se veían ojos que me miraban fijamente y que yo había a mi vez de mirar; remolinos que giran sin cesar, eso es lo que son, a través de los cuales se llega al vacío y cuya visión produce vértigo». El 20 de agosto de 1911 escribe: «No puedo comprenderlo, ni siquiera creerlo. Solo de vez en cuando vivo dentro de una palabrita, en cuya metafonía [se refiere a la palabra stösst, “empuje”] pierdo, por ejemplo, por un instante mi inútil cabeza. La primera y la última letra son el comienzo y el final de mi sentimiento, que es parecido al de un pez». Y todavía, el 13 de diciembre de ese año: «Cuando empiezo a escribir después de bastante tiempo sin hacerlo, saco las palabras como del aire vacío. Si consigo una, ella es la única que está ahí y todo el trabajo vuelve a empezar desde el principio». Estas manifestaciones no explican por sí mismas el complejo mundo narrativo de Kafka, pero dejan muy claro que escribir no era, para el autor, una actividad que naciera de los estímulos de la realidad, sino más bien de la potencia «hacedora» o demiúrgica del lenguaje mismo: «Probablemente, yo no tenga fantasía», le dijo a su joven amigo.

El aliento del mito

De esta implantación en la materia misma del lenguaje se llega, con absoluta naturalidad, al elemento que constituye el núcleo del arte narrativo de Kafka, que denominaremos, sin ir más lejos, el aliento del mito. Si no hubiese que apelar ante todo a la estructura narrativa del mito, cabría hablar, en Kafka, del poder de metaforización o de la enorme capacidad del autor para elaborar parábolas; pero este no es el caso. Es importante subrayar que los procedimientos narrativos de Kafka tienen que ver, ante todo, con una curiosa resituación de la mitología en la literatura del siglo XX. No significa otra cosa el hecho de que Kafka recurriera a los mitos antiguos –los de la Biblia, pero también los del legado griego arcaico–, que los reelaborara y los trasladara a la circunstancia y el contexto de su época. La torre de Babel aparecerá en sus narraciones póstumas, y también Poseidón, Prometeo, las sirenas que acosan a Odiseo, Alejandro Magno, y hasta mitos sacados de la tradición literaria, como Don Quijote o Sancho Panza; pero también en las narraciones que ocupan al presente volumen aparecen figuras de este sesgo: el emperador de un país remoto que envía a un súbdito a una misión fatídicamente imposible; Odradek, esa mezcla de objeto y de alegoría de lo eterno; o la propia Josefina –en el último relato que escribió Kafka–, la cantante que podría redimir, a la manera mosaica, a un pueblo entero. Pues el mito posee una fuerza evocadora substancial; la estructura del mito, que es como decir de toda «leyenda», por fuerza tenía que resultarle atractiva a Kafka. La fundación de los mitos debe retrotraerse a los tiempos borrosos de toda civilización, si no es que viven en una dimensión situada fuera del tiempo y del espacio concretos; el mito raramente posee complejidad sintáctica, constituye un decurso narrativo simple, que presenta un sentido literal tan preciso como una ley o una sentencia; el mito no vale solo por lo que expresa, sino que extiende su poder semántico hasta mucho más allá de su configuración aparente; el mito es un emblema legendario que labra, sin que ninguna voluntad parezca intervenir en ello, una memoria y unas costumbres colectivas. Todas ellas son características que a Kafka por fuerza tenían que seducirle.

El expreso deseo del escritor de resultar invisible a sus lectores; su voluntad de transformar la literatura en un sucedáneo de la oración o del precepto verdadero; su propósito, explícito en contextos muy distintos, de que la literatura debe ser capaz de romper en los lectores «el mar helado que llevamos dentro», todo ello poseía ya una garantía y una eficacia probadas en los mecanismos de formación, difusión y recepción de las antiguas leyendas. Añádase todavía que las leyendas mitológicas son, entre las formas literarias que ha conocido Occidente, las más irreductibles a las categorías psicológicas o sentimentales: el mito no conoce la introspección ni apela a la dimensión privada o sentimental de quien lo escucha: es un esquema narrativo de los más simples que se conocen, aunque sea también, gracias a su diáfana construcción sintáctica y, más aún, por el lugar ritual que ocupa en una sociedad, el fermento de las más variadas formas de comportamiento. No hay que olvidar, a este respecto, el interés de Kafka por las leyendas de su tradición más próxima, es decir, las leyendas hasídicas transmitidas por los judíos orientales, de las que dijo: «Los escritores judíos orientales únicamente escriben cuentos populares. Esto está bien. Al fin y al cabo, el judaísmo no es solo un asunto de fe, sino sobre todo la práctica cotidiana de la vida por parte de una comunidad determinada por la fe». Nada podía resultar más acorde con el propósito literario de Kafka; y, de hecho, muchas de las narraciones que siguen, posean o no la factura del mito y se trate o no de reelaboraciones de mitos antiguos, responden de lleno a los parámetros y la funcionalidad de esta forma breve literaria.

Por esta razón, Kafka consideró siempre la metáfora o la parábola como un procedimiento idóneo para formalizar sus intenciones, pero, al mismo tiempo, por lo que se ha dicho acerca de la eficacia del mito, Kafka sentía una terrible incomodidad al sentirse obligado a recurrir a imágenes y descripciones (nunca introspecciones) en vez de poder recurrir, directamente, como lo hizo la Antigüedad, a la saludable concisión de la mitología. Apreciaba enormemente a Dickens, como se ha visto, pero al mismo tiempo le resultaba imposible entender que alguien usurpara el poder demiúrgico de los anónimos fundadores de grandes mitos presentando la realidad con una soberanía y una naturalidad tan suficientes. Así se lee en una entrada de los diarios del 20 de agosto de 1911: «He leído sobre Dickens. Es tan difícil de comprender; y puede acaso comprender un profano cómo uno vive dentro de sí una historia desde su comienzo, desde aquel punto lejano, hasta la locomotora que se acerca, todo acero, carbón y vapor, y ni siquiera ahora la deja, sino que quiere que ella lo persiga, y tiene tiempo para eso, es decir, ella lo persigue, y él corre por su propio impulso delante de ella, empuje ella hacia donde empuje, y la atraiga uno hacia donde la atraiga». En este sentido, las más logradas situaciones narrativas de Kafka, tanto en sus relatos como en sus novelas, parecen siempre como una insoslayable concesión, como algo inevitablemente imprescindible para poder excitar la imaginación de los lectores. Pero el autor nunca es tan esencialmente kafkiano como cuando sintetiza en ocho o diez líneas un asunto de complejidad abrumadora: así, en muchas de sus primeras prosas narrativas –las que se desprendieron del fastuoso «taller de escritura» de los ciclos editados a título póstumo «Descripción de una lucha» y «Preparativos de boda en el campo» (1904-1907)–, y así también, muy especialmente, en sus aforismos de los años 1918 a 1920. En estos casos, el lenguaje aparece desprovisto de ornamento y alcanza la órbita del sentido con la misma parquedad y eficacia de los mitos. Lo ideal, para Kafka, habría sido poder prescindir de toda descripción, de «la criada que enciende la lumbre» o del «gato que se calienta junto a la estufa»; todo esto serían argucias del narrador para no enfrentarse a una verdad que vive, muy escondida, apenas aprehensible, entre los recovecos de lo aparente: «Las metáforas son una de las muchas cosas que me hacen desesperar de la escritura. La falta de autonomía de la escritura, su dependencia de la criada que enciende la lumbre, del gato que se calienta junto a la estufa, incluso del pobre viejo que también se calienta. Todas esas son operaciones autónomas, que se rigen por su propia ley; solo la escritura está desamparada, no habita en sí misma, es broma y desesperación» (Diarios, 6 de diciembre de 1921).

Así pues, la «tendencia al mito» no representa solamente, en estas narraciones, la impronta de una forma literaria arcaica, eficaz, de economía segura y con las garantías de anonimato absoluto, un anonimato en el que Kafka podría haber quedado sumergido para siempre si su literatura no poseyera bastante más que este armazón. La «tendencia al mito» equivale también a la voluntad de formular, de la manera más concisa posible, una serie de capas superpuestas: las más aparentes pueden remitir a un gesto, a un rostro de niña y la sombra de un adulto, o una excursión al monte apenas esbozada; las más recónditas, que se acumulan hasta lo infinito en casi todas las prosas narrativas de Kafka, alcanzan esferas que cuesta imaginar que se desprendan de descripciones tan menudas, pero que salen de ellas gracias a la eficacia simbólica propia de la literatura legendaria, algo que se observa, especialmente, en su primer libro publicado de «narraciones». Más adelante, hacia los años de La condena y La transformación, Kafka empezaría a vestir con cierto lujo de detalles, aunque con mayor aridez estilística –hasta extremos que han sido considerados vecinos de la neurosis–, el armazón básico de la leyenda mítica, armazón que seguirá señoreando sus narraciones hasta el final de su vida. Así, la historia de la transformación de Gregor Samsa en un escarabajo se reduce, en la forma misma de la narración, a la leyenda de un ser que desea calma suficiente para escribir, algo que consigue convirtiéndose en un ser del todo ajeno al orden burgués de una familia praguense. Ya hacia el final de su vida, la historia de la «construcción» no es otra cosa que un recorrido laberíntico en torno a una leyenda de enorme simplicidad: alguien defiende con todos los medios su soledad, sus propiedades y sus condiciones de trabajo (algo que vale, pues, como parábola de la propia actividad de escritor de Kafka). Y, en la ya citada «Josefina la cantante», que significa, junto con «El artista del hambre», tanto la culminación del arte de narrar de Kafka como el mejor testamento que poseemos del autor sobre el lugar del narrador en la civilización contemporánea, una artista sin apenas voz explica hasta qué punto podría haberse convertido en la redentora eficaz de todo un pueblo si este pueblo se hubiese encontrado a la altura de su arte. En cualquier caso, se trate de formas breves en sí mismas o de narraciones con apariencia de novelas cortas, lo que domina este mundo narrativo es siempre un núcleo incandescente, nacido de una experiencia singular innombrable por sí misma, que se abre camino por la vía de los aditamentos descriptivos y las circunvoluciones narrativas, y, sobre todo, por la violenta invitación al comentario que esta escritura suscita en el ánimo del lector. En este procedimiento, más que en cualquier otro de los aspectos de la obra narrativa de Kafka, se convierte en ley lo que hemos apuntado más arriba: el sentido literal, en Kafka, no posee ningún valor si no se le añade todo el sentido anexo que resulte posible: un sentido parabólico, elíptico, o como quiera que pueda decirse. Uno de los mejores ejemplos de la cuestión se encuentra, posiblemente, en la prosa llamada «Los árboles», del libro Contemplación: «Pues somos como troncos de árboles en la nieve. En apariencia yacen apoyados sobre la superficie, y con un leve empujón deberían poder apartarse. No, no se puede, pues están unidos firmemente al suelo. Aunque cuidado, también esto es solo aparente». He aquí una narración, si así puede decirse, en la que se hallan perfectamente visibles los dos elementos estructurales más habituales en la narratividad kafkiana: la visión legendaria («somos como troncos de árboles en la nieve») y la paradoja que perturba a la intachable linealidad de lo previamente afirmado («en apariencia», «también esto es solo aparente»). En las narraciones de Kafka, el lector queda siempre avisado, sin gran dilación y a veces sin ningún preámbulo, de la materia fundamental («un hijo decide casarse y lo notifica a un amigo y a su padre», en La condena; «un viajante de comercio se levanta, una mañana, y se encuentra en su cama transformado en un escarabajo», en La transformación; «un artista ayuna en una jaula, hasta la muerte, para admiración de los visitantes», en Un artista del hambre). Luego, como a renglón seguido, los paradójicos mecanismos de la propia narración obligan al lector a complicar el edificio semántico que los relatos llevan misteriosamente adheridos a su imprescindible núcleo mitológico.

Quizá este procedimiento sea también un signo externo de la aversión de Kafka por la suciedad; algo que le llevó a arrostrar una vida sexual parca y calculada, a convertir sus comidas diarias en una liturgia casi maniática, a practicar la natación y el remo en aguas del Moldava con una gran perseverancia, y a extremar la pulcritud en unos informes administrativos, para el Instituto de Seguros del Reino de Bohemia, que por fuerza tenían que llamar la atención de sus superiores. Todas esas ocupaciones se encuentran dominadas por la misma ley, que en primera instancia debería llamarse ascética en todos los casos: cuanto más y con mayor tesón y pulcritud se trabaja en un ejercicio, mejores frutos se recogen. Con la única diferencia, insistamos en ello, que los frutos de una literatura de este cariz no los recoge propiamente el autor –pues no escapó a la muerte aunque se figuraba la actividad de escribir como una lucha diaria contra la negación de sí mismo–, sino la posteridad que significan sus interminables lecturas.

Abundando en lo que estamos comentando, ahí está esa narración prodigiosa, una de las más altas que se hayan escrito en el siglo XX, que lleva por título «La preocupación del padre de familia» (del libro Un médico rural). El «objeto» que se narra en ella, el ya citado Odradek, es en apariencia tan confuso como insignificante: «A primera vista se asemeja a un carrete de hilo plano y en forma de estrella, y, de hecho, también parece que estuviera recubierto de hilos; aunque a decir verdad, de los más diversos tipos y colores, anudados entre sí, pero también inextricablemente entreverados». Pero este ser pasa luego de la pura materia a la muda espiritualidad, y se convierte, para su propietario, en el emblema de la vida perdurable. No es necesario apelar a la religión –aunque Kafka lo hace con mayor frecuencia de lo que suelen aceptar sus comentaristas más incrédulos– para otorgar a Odradek el sentido de una condensación metafórica, la alegoría de la eternidad: «¿Seguirá, pues, rodando en un futuro escaleras abajo con su cola de hilos sueltos de los pies de mis hijos y de los hijos de mis hijos? Es evidente que no hace daño a nadie; pero la idea de que pueda sobrevivirme me resulta casi dolorosa».

El sentido interminable

La última de esta serie de consideraciones alcanza la idea de la «obra literaria» en su complejidad y complitud. A este respecto, Kafka también escribió cosas muy reveladoras, como ya leemos en una carta a Oskar Pollak de principios de 1903: «Debes recordar que yo comencé en una época en la que se “creaban obras”, cuando se utilizaba un lenguaje ampuloso; no existe peor época para el comienzo» (Kafka se refiere ya al lenguaje florido tardoromántico, ya a la exageración estilística de muchos de sus contemporáneos). Sin que lo diga claramente en este contexto, es evidente que Kafka derivó muy pronto hacia todo lo contrario de la «obra», es decir, hacia una escritura muy a menudo fragmentaria, narraciones terminadas o solo esbozadas de unas cuantas líneas, en la mayoría de las cuales actúa un principio que se encuentra en las antípodas de la idea de la «gran obra» (quizá Kafka estaba pensando en el carácter todavía de «gran obra», rezagadamente decimonónica, que es Los Buddenbrook, publicada en 1901), una escritura que, en cierto modo, quedaba denegada en su propio fundamento por una instancia innombrable, y que no podía asentarse fácilmente en el marco de la «gran literatura»; y prueba de ello es que las tres novelas de Kafka –que es lo que más se aproxima a la obra de arte global, extensa y «clausurada»– iban a quedar inacabadas. Una concepción de la escritura literaria como la de Kafka más bien tenía que derivar en las formas breves de la narración, es decir, en este magma de tientos y logros narrativos entre los cuales, solo aquí y allá, incluso en esos libros publicados en vida por el autor que se presentan en este volumen, emerge algo así como un continuum narrativo con pies y cabeza. Lo que es esencialmente kafkiano no es la «obra» sino su contrario, como bien apuntó el autor en un pasaje póstumo: «La escritura se me niega. De ahí el proyecto de las investigaciones autobiográficas. No escribir una biografía, sino investigar y averiguar los detalles más pequeños posibles»: algo que vale tanto para la llamada «escritura autobiográfica» de Kafka, es decir, sus diarios y cartas, como para su escritura narrativa. En el sentido que acabamos de apuntar, no hay diferencias muy ostensibles, salvo excepción, entre el conjunto de textos que Kafka publicó en vida y los miles de páginas que dejó esbozadas y sin publicar: todo atenta contra el carácter clausurado de la «obra», ya en la medida en que todo es experimentación o una escritura en bosquejo, ya en la medida en que toda narración, por aparentemente «completa» que sea, se abre a una dimensión exegética interminable. La ley primera del estilo en que se forja la narración kafkiana será siempre la misma; como él mismo dijo a propósito de La condena, no hay escritura con valor que no aspire a elevar el mundo a las categorías de «lo puro, lo verdadero y lo inmutable»: así queda perfilada, en otra dirección, una línea de fuga hacia una dimensión elevada e interminable.

Muchas narraciones de Kafka presentan este modelo abierto, de recorrido sin fin, aunque se refieran, en apariencia, a temas intrascendentes, nacidos de la observación de algo que suele pasar inadvertido; circunstanciales, raramente (de ahí el rotundo fracaso de su «novela de viaje» escrita a medias con Max Brod). Así, por ejemplo, no es difícil observar la analogía que existe en narraciones de Kafka tan separadas por el tiempo como «Deseo de convertirse en indio» (1913), «Ante la Ley», «Un mensaje imperial» o «La aldea más cercana» (1919). En el primero de ellos, que el autor incluyó en Contemplación, alguien que desea convertirse en indio, «siempre alerta», empieza cabalgando «sobre el suelo vibrante», pero acaba rechazando las riendas, perdiendo de vista el terreno sobre el que cabalga y a lomos de un caballo que se trasciende a sí mismo: «ya sin cuello ni cabeza de caballo». En «Ante la Ley» –leyenda que luego Kafka incorporó a la novela El proceso–, se habla de un campesino que espera toda su vida, a las puertas de la Ley, para acceder a ella; al final de sus días, después de haber hecho todo lo posible por cruzar este umbral, cuando conoce incluso las pulgas que habitan el abrigo del guardián, el campesino pregunta: «Todos aspiran a entrar en la Ley. ¿Cómo es que en tantos años nadie más que yo ha solicitado entrar?», y el guardián le responde: «Nadie más podía conseguir aquí el permiso, pues esa entrada estaba solo destinada a ti. Ahora me iré y la cerraré» (frase que, por lo demás, constituye una perfecta ilustración de lo que Kafka le dijo en una ocasión a Max Brod: «hay infinitas existencias de esperanza, pero no para nosotros»). «Un mensaje imperial» parece el reverso de la leyenda anterior: aquí no se trata de la imposibilidad de entrar, sino de la de salir. El emperador ha enviado un mensaje a uno de sus súbditos para que lo lleve a la residencia imperial, pero el súbdito no alcanza siquiera a pasar las puertas del recinto en el que yace el emperador: «¡Qué inútilmente se esfuerza! Aún se está abriendo camino por las estancias del palacio más recóndito; jamás las dejará atrás; y aunque lo consiguiera, no se habría ganado nada; tendría que atravesar los patios; y después de los patios, el segundo palacio circundante; y otra vez escaleras y patios; y otra vez un palacio; y así a lo largo de milenios…». «La aldea más cercana» puede citarse en su totalidad, pues ocupa solo siete líneas: «Mi abuelo solía decir: “La vida es asombrosamente breve. Ahora, en el momento, se me condensa tanto que apenas logro comprender, por ejemplo, cómo un joven puede decidirse a cabalgar hasta la aldea más cercana sin temer que –dejando aparte cualquier calamidadaun el transcurso de una vida feliz y corriente no alcance ni de lejos para semejante cabalgata”».

Basta un recorrido por estas narraciones escogidas para entender lo esencial del arte narrativo de Kafka: el sentido literal de un relato no es más que un armazón que insinúa, si no obliga, a una actividad interpretativa; y esa actividad es no solo laberíntica, sino interminable. La operación de leer, en Kafka, oscila así, permanentemente, entre la reconstrucción más o menos fácil de un sentido literal y la operación mucho más compleja de enredar el sentido de un texto: no se trata de una posibilidad, como es habitual en cualquier obra con entidad literaria, sino de una responsabilidad ineludible. Lo literal actúa solo como una guía para los caminos que siempre deja abierta ya la paradoja, ya la parábola en el sentido más tradicional del término. Lo que parece elemental en Kafka actúa siempre como una trampa, mucho más que como una invitación: la dimensión escondida del sentido no se encuentra en un mensaje oscuro, sino en la pura trasparencia de lo literal.

La huella de la historia

Es forzoso abordar ahora el otro polo, de los dos que mencionaba Walter Benjamin según vimos más arriba: nos equivocaríamos si pensáramos que esta literatura indudablemente narrativa, «ficticia», no posee a su vez un asidero, por remoto o derivado que sea, en una circunstancia histórica y biográfica. Que un autor del siglo XX actúe, de hecho voluntariamente, a la manera de un profeta, no anula la posibilidad de discernir, en su obra literaria, ciertos anclajes de orden sencillamente coyuntural. Ya hemos visto qué le debe la obra narrativa de Kafka a la tradición literaria, y también se ha visto hasta qué punto la operación del autor respecto a esta tradición es la de un revolucionario: la tradición siempre parece, en su caso, un cúmulo de ruinas que espera a ser reconsiderado, reordenado y, por ello mismo, trascendido. El propio Benjamin llegó a decir que «la obra de Kafka expone una enfermedad de la tradición», pero esto no significa que esta tradición estuviese propiamente agotada. Como se ha visto, los procedimientos más tradicionales de la mímesis no solo no estaban terminados en tiempos de Kafka, sino que se usaban y siguieron usándose en la literatura europea con enorme provecho; más aún, el propio Kafka no adopta una actitud ni de recelo ni de rechazo ante esta tradición «representativa», sino todo lo contrario: nada es más ajeno a la literatura de Kafka, en el fondo, que los procedimientos de lo que solemos denominar «literatura fantástica». Claro que tampoco puede decirse que su literatura sea una literatura de corte realista como lo es la de Dickens y, en buena medida, la de su tan admirado Flaubert. Lo que hay que señalar es que la dimensión fantástica en la literatura de Kafka se encuentra, por así decir, en el origen y el final de cada uno de sus textos. Una iluminación, que parece incluso ajena al escritor, los despierta, luego la fantasía queda en cierto modo eclipsada por los efectos abrumadores de la verosimilitud, y, por fin, de nuevo la fantasía, como interpretación, viene a ocupar un lugar necesario en esta obra narrativa (que, como todo hecho literario, siempre es síntesis de lo que escribe el autor y lo que leerá el lector). Como una exigencia de la narración misma, el cúmulo de sentido que genera la dimensión parabólica de la literatura kafkiana reintroduce la imaginación en el seno de su procedimiento narrativo. Esto, por cierto, ni permite hablar de «literatura realista» en el caso de Kafka ni supone hablar, sin una severa puntualización, de «literatura fantástica».

Solo un análisis pormenorizado de toda la producción de Kafka –sus novelas, todas sus narraciones, los Diarios, la correspondencia y la ingente cantidad de textos que quedaron inéditos a su muerte, buena parte de los cuales se publican en esta misma colección bajo el título editorial de El silencio de las sirenas– permitiría definir con cierta precisión los puntos de contacto (por mucho que luego adopten las formas metamórficas que co

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