Prólogo de la autora
A lo largo de estos años como escritora he considerado que los libros hablaban por sí solos, que las obras, cuando se explican, pierden todo el sentido. Hasta que llegó Éxtasis a mi vida.
Esta novela es, sin duda, la más compleja que he escrito en todos estos años. Un rompecabezas que no sabía por dónde agarrar hasta el último momento. Escribo estas líneas a contrarreloj porque el tiempo apremia y yo que no, que todavía quiero cambiar una coma o una palabra para que se entienda lo que quiero transmitir. Supongo que a todas nos pasa, ¿no? Cuando tenemos algo que es nuestra verdad en las manos, cualquier pequeño detalle es imprescindible para que se transmita el mensaje lo más preciso posible. Alguien me dijo una vez que los procesos creativos no se acaban, se abandonan. Lo que nadie te cuenta es lo mucho que duele ese ejercicio. Abrir las manos y soltar. Dejar que sea el mundo quien adopte esta obra, porque ahora tú también formas parte de esta novela que tienes entre tus manos.
Una de las preguntas más morbosas que siempre —insisto, siempre— me realizan en entrevistas es si mis libros están inspirados en mi vida personal. Ese morbo absurdo que todavía se sigue perpetuando alrededor del sexo, ¿sabes? Observo esos ojos fascinados por encontrar la pregunta más original jamás planteada mientras decido qué parte de mi realidad poner sobre la mesa. Con Éxtasis no sucederá eso, te lo aseguro. Y créeme que es la historia con más verdad que he escrito jamás. De ahí nace el miedo, ese que me obliga a seguir posponiendo la entrega de un libro —tu libro— que contiene tantos restos de mí. Tantos, joder, tantos.
He dudado muchísimo en narrar la historia de esta forma. En mi camino literario había una salida fácil: libro que funciona, libro que se repite hasta la saciedad. Tras el éxito rotundo de la trilogía formada por Zorras, Malas y Libres, podría haber continuado con aventuras de chicas jóvenes que descubren su liberación sexual. Cambias nombres, ciudades, roles y fantasías. Y de nuevo, ¡pum!, un best seller. Este, en parte, trata de eso, pero alberga un cambio drástico que me tuvo presa de mi dicotomía interna durante meses: «Lo hago o no lo hago, lo hago o no lo hago». De ahí que haya sido tan difícil contar lo que tienes entre tus manos.
Hace cinco años me cambió la vida. Apareció una facilitadora de tantra y me ofreció un masaje. La anécdota es bastante curiosa, fue a través de un BlaBlaCar que cogí en uno de esos viajes precarios a Barcelona para visitar a la familia. Llevaba pocos meses en Madrid y, en una de esas conversaciones de coche que podrían dar para un pódcast, el conductor me habló de una chica que también se dedicaba a la sexualidad. Nos puso en contacto y fue el detonante del giro más drástico que he experimentado.
Aquel masaje tántrico, que simplemente realizaba como parte experimental de mi trabajo, se convirtió en una obsesión que me tiene absorta hasta el día de hoy. Vivencié en mis carnes uno de los orgasmos más alucinantes que jamás había logrado. Fue una catarsis tan profunda que, tras ese fogonazo de luz y lágrimas, me incorporé y miré a esa mujer a los ojos. Solo pude decir una frase que aún se repite en mi mente con cierta nostalgia: «He visto a Dios y está en mí».
Lo que me había sucedido se llama «orgasmo cósmico», solo que por aquel entonces no tenía ni idea de todo esto. Solo tenía la verdad de lo que había experimentado y la fuerza inquebrantable para transmitir esa información al mundo. Durante estos años he dudado mucho en tratar ciertos temas, principalmente por el miedo al rechazo o al qué dirán. En silencio fui investigando por mi cuenta y de taaanto en taaanto lanzaba algo al respecto. Pero la llamada era ineludible y, en 2022, me encontré ante la mayor crisis de mi vida: una crisis de identidad. Quién soy en realidad. Qué quiero hacer. Qué me apasiona. Qué me da placer. Había perdido cualquier sentido de la vorágine en la que estaba inmersa. Tanta lucha, tanto empuje, tanto esfuerzo y para qué. Adónde me llevaba. A quién quería impresionar.
Cuando me tatué el brazo derecho, todo estalló por los aires. Estuve con parestesias faciales que me tenían preocupada e inmersa en pruebas y pruebas para buscar un diagnóstico cada cual más letal. No había día que no me diera un ataque de ansiedad. Y, al final, el diagnóstico fue precisamente ese: ansiedad. Fue jodidamente duro, pensé que no lo superaría. Fueron meses y meses de muchísima oscuridad, pero hay una frase que me encanta y me repito a cada instante: «La sombra es luz que todavía no es consciente de sí misma», una frase que, por cierto, aparece también en la novela. No sabes la luz que me encontré cuando, por fin, comprendí lo que sucedía. Durante años había ocultado mi espiritualidad, mis creencias, mi verdad bajo toneladas de tierra porque me daba terror que se me rechazara por eso, por lo que soy. Cuando vi mi brazo lleno de dioses, geometría sagrada, fragmentos del Libro de los muertos del Papiro de Ani, leyes del Kibalión… vi que ya no había vuelta atrás: me había tendido mi propia trampa o, como lo veo ahora, mi salvación.
No podía ocultar lo que era, en lo que creía, lo que me atravesaba con tanta fuerza, al resto del mundo. Cualquier ser humano que me viera por redes, en la calle, en las premieres, en las entrevistas… Cualquier persona sabría en lo que creo y estaba sujeta al rechazo. Pero si continuaba camuflándome entre los demás, hablando de ese sexo convencional y negando lo que estaba sucediendo en mi vida personal, me iba a destruir a mí misma, literalmente.
Reuní todo el valor que albergo, que por suerte no es poco, e incendié todo lo que no servía. Vi arder los restos de una realidad ajena a mi verdad y fui fiel a mi persona. Cambié mi forma de vestir, me adentré en la sabiduría ancestral, compré libros sobre espiritualidad, me formé en lo que me apasionaba y fui poco a poco mostrando mi identidad al mundo, con mucho miedo, sí, pero sin frenos. «Si tienes miedo, hazlo con miedo», me dije.
Sinceramente, sentía que estaba siendo falsa con todas vosotras, las almas que siguen, más cerca o más lejos, los pasos de la mía. Y que si no mostraba la información que estaba recopilando, el camino por el cual quería conducir mi vida laboral y personal y la identidad de lo que considero que soy y hago, estaría siendo la mayor hipócrita de la historia. Soy periodista, soy un canal de información para el resto de los seres y creo de forma feroz en el libre flujo de conocimiento porque nos pertenece como humanidad, y llevan siglos intentando ocultarlo. Yo no podía ser partícipe de ello y lo estaba siendo.
De todo este caos cuyo orden empiezo a entender, nace Éxtasis. Esta novela es el fruto de un grito al mundo y, sobre todo, a mí misma. La realidad de cómo percibo las relaciones sexuales, las experiencias místicas que he experimentado en estos últimos años y que he callado una y otra vez. Algunas regresiones a vidas pasadas que he tenido durante los orgasmos, aquellos estados de trance que me han tenido absorta en el espacio, las visiones que me han transmitido mensajes vitales. La vibración que sacude mi cuerpo en cualquier momento, la amplitud de lo que puede llegar a ser el sexo para el ser humano. Lo que nunca nos han contado, lo que siempre he querido narrar, ahora lo tienes delante.
No sé qué va a suponer para ti esta novela. Tal vez te aburras, tal vez te emociones, tal vez te cambie la vida. Solo lo sabremos cuando te enfrasques en ella. Ojalá la historia te entretenga, te nutra, te rías, te excite, te rompa todos los esquemas y te ayude a encontrarte en esta maraña de cuerdas que te guían en lo que puedes llegar a ser.
Lo único que te puedo asegurar es que el contenido más allá del continente no es ciencia ficción. Aunque lo parezca. Créeme.
Esto es un capítulo de la historia ancestral de la humanidad que no recordamos. Y es el momento de hacer memoria.
I
La maldición
El cambio drástico de temperatura me obliga a detenerme en mitad del bullicio y del caos del aeropuerto de Barajas en pleno junio. Cierro los ojos, inspiro profundamente. Dejo que el aire acondicionado regule mi cuerpo, sin prisa. Mi ansiedad anticipatoria ha hecho que llegue varias horas antes, por si acaso. Por si acaso cualquiera de las cosas que atravesó mi mente la noche anterior sucede y no llego a donde tengo que ir. A ese lugar que me espera a trece mil kilómetros de distancia.
La privación de la vista aguza mi oído y todo se transforma en una atmósfera con cierto aire familiar. Una pareja se pelea en un idioma que desconozco, un grupo de jóvenes gritan porque ha llegado su viaje de fin de carrera tan esperado y deseado. El traqueteo de los carros que sostienen un tetris de bártulos, el film de plástico que otorga una protección absurda a esa maleta gris, los encargados de seguridad que observan la fauna habitual de esta selva salvaje, los tantos destinos que aparecen en una pantalla kilométrica y mi corazón, que se detiene entre tanta confusión en busca de un orden que no consigo descifrar. Qué estoy haciendo aquí y por qué he decidido avanzar.
Soy una persona que salta, que se zambulle de lleno en el océano de las malas decisiones, que se empuja cual patada épica de la película 300 —«¡Esto es Espartaaa!»— al fondo de ese pozo existencial. A veces me cago en mí misma, no lo voy a negar. Vale, en la gran mayoría de las ocasiones. De acuerdo, siempre. Pero saltar me hace disfrutar de la ingravidez que, durante unos microsegundos, siente mi cuerpo. Y eso genera adicción, una adicción que me tiene absorta.
Dicen que las mejores vistas se contemplan desde el abismo, cuando tocas con tus dedos el límite entre la vida y los sesos por el suelo. En ese momento, vuelas. Vuelas con la mirada fija en el horizonte, con la mente atrapada en el recuento de milímetros que te hacen recalcular la distancia para seguir avivando el pulso —¿o el impulso?—, con los brazos abiertos a punto de comprobar que, efectivamente, tu anatomía no te permite volar.
Cuanto más miedo tengo, más me aferro a la pausa. Mantengo los ojos cerrados, pero esta vez aprieto un poco más, y un poco más, y un poco más. La intensidad se hace progresiva, igual que la esperanza de que todo sea ¿normal? —¿acaso lo ha sido alguna vez?—. Y cuando hablo de «todo», me refiero a «eso».
La voz de aquella meiga lo llamó «don». Y yo que no, que esto es una jodida maldición. Hubo algo en sus ojos que me insistió en la búsqueda, y hubo algo en los míos que me condujo al why not. Se encendió la chispa que prendería toda mi existencia en un incendio incontrolable y que me haría empacar todas mis cosas en la mochila de cuarenta litros de Decathlon que lleva media España cuando viaja al sudeste asiático. Sí, esa gris con detalles azulados, el mayor identificador de mochileros patrios.
Soy una persona escéptica por naturaleza, supongo que por ese motivo a ¿Dios? —¿al universo?, ¿a la existencia?— le pareció gracioso hacerme «bruja». O «vidente». O… ¡¿qué cojones es esto, maldita sea?!
Nunca he creído en las películas de fantasmas y espíritus, en los signos del zodiaco, en el tarot o en esas personas que, con solo leerte la mano, ya lo saben todo de tu vida. Me reía de esas gilipolleces con algunas compañeras del colegio augurando que iban a tener una casa con piscina y, automáticamente, les escupía en ese sinsentido de líneas divisorias que agrietaban la palma de su mano derecha. «Fíjate, ¡y con espuma!», señalaba.
Para mí, el destino es una serie de sucesos que dependen en exclusiva de nosotras mismas, de lo que hagamos en el presente. Y la muerte, bueno, un gran vacío, como los millones de años que pasaron sin ti o sin mí. Jugábamos a la ouija en el baño del instituto y movía las tijeras mientras Pedro gritaba como un loco. Mariajo leía cada semana el horóscopo de sus revistas favoritas y yo reconsideraba su inteligencia por un momento.
La magia, la astrología, la energía, los fenómenos paranormales, el karma, las piedras mágicas… Una lista eteeerna de mentiras que calman la mente del ser humano y dan respuesta al desconocimiento y a la ignorancia. Siempre me recuerdan a aquellos seres de la prehistoria que veneraban el fuego como si fuese un ser superior hasta que comprendieron que con dos palitos podían crearlo.
Esa soy yo, Amisha, la mayor incrédula de la historia. Y fíjate, aquí me tienes, agrupando en un párrafo a Dios, al universo y a la remotísima y pequeñísima —casi diminuta, inexistente, micrométrica— posibilidad de ser vidente.
El giro de esta historia, el gran chiste del monólogo, la piedra angular de la trama, la ovación del público, el éxtasis del hedonismo surgen cuando enterré los dedos en mi entrepierna y tuve un orgasmo por primera vez. Un simple «oh, sí», algo tan efímero que me abrió las puertas al placer de la humanidad, el secreto que guardaba la pérdida de la inocencia —aaamiga, tan calladito que lo tenían—, la droga que paliaría las desgracias que estaban por llegar.
Lo que para muchas y muchos destapa un arsenal masturbatorio de lo más cuestionable —minutos encerrados en el baño o gritos ahogados después de poner la alarma para ir al instituto— para mí fue el descubrimiento de lo que, diez años más tarde, me traería aquí, a este aeropuerto y con esta mochila básica en busca de una respuesta a esta maldición.
II
Septiembre, 2007
No fui una niña normal. Llamaba exageradamente la atención por lo que fuera. Vale, en especial porque soy adoptada y, en un pueblito cerca de Santiago de Compostela, eso se nota. Mis padres nunca me ocultaron nada; era evidente y lo tenían bastante difícil si lo intentaban. Por lo tanto, desde que era muy pequeña, siempre me hablaban de mis raíces como balinesa, de mi tierra y de los años que habían pasado en ella. Cualquier película, documental, serie o libro que hablara sobre Bali pasaban por nuestras manos. Ellos me miraban con una sonrisa, preocupados por si olvidaba algún recuerdo fugaz y borroso, con la esperanza de que rememorara algo de lo que fue mi primer año de vida. A veces fingía que sí, que me acordaba de la luz, del olor a incienso o de la vegetación. Era mentira, una que calmaba su corazón.
A pesar de todo, no fue una infancia complicada. En el pueblo todo el mundo me conocía y me trataban con absoluto amor. Era la miña ruliña allá por donde fuera. Me pellizcaban los mofletes, me trenzaban la abundante melena negra o me miraban con una compasión extraña que jamás entendí. Supongo que desconocer el origen de tu propia existencia aleja —todavía más— la gran pregunta, esa que todo ser humano en algún momento de su existencia se ha realizado: «¿Quién coño soy?».
Fui una niña rara que llamaba mucho la atención por lo de afuera. En el colegio las demás comparaban su brazo blanco y casi traslúcido con mi piel oscura y ceniza. Ganaba la competición de melatonina los trescientos sesenta y cinco días del año. El pódium era mío, solo mío, mi tesoro. A medida que fui creciendo, la comparativa se extendió al resto del cuerpo hasta abarcar su totalidad. Un día nos pintamos los labios por primera vez y me di cuenta de que el rosa chicle me quedaba horrendo. Y ahí pude evidenciar que también me pertenecía la medalla de labios raros. Los míos eran gruesos, grandes y con el contorno marrón. Los suyos eran finos, pequeños y con un rosado uniforme. Pocos años más tarde, en el vestuario, gané la competición de anomalía —¡otra vez! ¡Qué sorpresa!— pezonera. Mientras las otras chicas lucían un tono pastel y una aureola en construcción, yo me limitaba a tapar mis dos trozos negros que apuntaban hasta el infinito y más allá.
Sentirme sola se convirtió en mi especialidad, y aquellos documentales y fotografías antiguas sobre «la isla», que tan poca importancia les daba de pequeña, se transformaron en mi diminuto refugio; mis padres, lejos de alegrarse porque sus arduas sesiones de estimulación cognitiva dieran resultados positivos, se preocuparon, y mucho. La pubertad asomaba la patita debajo de mi mostacho espeso y con ella, la nula interacción social, la falta de gestión emocional y la evidente diferencia epidérmica. Por ese motivo, nos mudamos a la ciudad, a Santiago de Compostela.
Ser hija única tiene sus cosas, no te voy a engañar. Al final me quedaba con la habitación más grande sin tener que librar una batalla a vida o muerte, no compartía sudaderas, la televisión o los juguetes, y las Navidades se presentaban con el doble o el triple de regalos. Eso fue una suerte, además del amor de mis padres. Era ilimitado, no se cansaron de quererme. Ni de besarme. Ni de apretujarme entre sus brazos antes de que entrase en el instituto Rosalía de Castro por primera vez.
—¡Mamá! Que ya tengo doce años, por favooor.
—Amisha, hija, tendrás cuarenta y te seguiré abrazando antes de entrar a tu puesto de trabajo.
Pero aquel abrazo fue amargo. A las puertas de un cambio vital, con un montón de compañeros en pleno desarrollo hormonal y con sus consecuentes malformaciones corporales —piernas demasiado largas o cortas, cabezas demasiado grandes o pequeñas, granos demasiado inmensos, bigotes que sombrean el labio superior sin demasiado éxito—, habité el anhelo de las raíces. Es una sensación extraña que tal vez experimentan todas las personas adoptadas. Todo va bien hasta que ya no, sin más. Todo se acepta hasta que asoman las preguntas. Todo es un salto entre querer preservar la cultura que riega las venas y la necesidad de adaptación social. Todo son abrazos cálidos hasta que percibes el contraste de la piel. Ahí nacen los vacíos y los interrogantes que escarban un hoyo más profundo. Ese día cualquiera, después de estar entre risas hurgando con las manos en la arena, te apartas y ves el tamaño colosal del agujero y cómo se zambullen las olas en él. Algo tan inocente colapsa el mar. La cadena de sucesos previsibles y mecánicos se rompe, el piloto automático salta y te quedas sin luz. Jamás te planteaste dónde está el contador en esta fábrica mental.
Con mi herida abierta y mi autoestima totalmente rota, me comí el bocadillo de tortilla que me había preparado mi padre en una esquina del patio, con tan mala suerte que la pelota hizo volar por los aires los restos de huevo y pan. Entre el susto y la tristeza, no procesé bien lo que sucedió unos segundos más tarde. Solo vi correr a un chico —un dios griego, un Adonis, un bizcochito— que se acercó preocupado, y una voz que bramaba desde el otro lado de la pista:
—¡Eh, imbéciles! A ver si vais con un poco de cuidado.
De forma inmediata, hubo otra voz que contestó:
—¡Cállate, gorda!
Las risas se mezclaron entre los aplausos, las palmaditas en la espalda y los berridos de unos adolescentes sin pelos en los huevos. Xoel, el bizcochito, recogió la pelota y me pidió perdón, algo tímido. Yo ofrecí mi mejor sonrisa, eclipsada y fascinada por sus ojos verdes y su pelo negro, que se entrometía entre su entrecejo poblado.
—¿Estás bien? —Una voz femenina, algo grave y muy potente me sacó de mi ensoñación.
—¿Eh?
—Que si estás bien —repitió.
—Eeeh… Ah, sí, sí.
—¿Quieres una manzana? Tengo una de sobra.
—Vale.
Me ofreció una mano llena de anillos extravagantes: flores horteras de plástico, caritas amarillas y algunos mal pintados, fruto de su brote artístico. Llevaba dos coletas altas con un par de mechones pegados a los laterales y pendientes falsos que colgaban de sus orejas. Una máscara de pestañas de color azul, el vestido del mismo tono y una camiseta de manga corta que asomaba por debajo de los gruesos tirantes. Tenía estilo y era capaz de mostrarlo al mundo sin miedo, independientemente de su forma o su tamaño. Solo por eso se ganó mi total admiración.
—Por cierto, soy María José, Mariajo para los amigos. M. J. en mi Fotolog.
—¿Cómo te llamo?
—Mariajo.
—Pero no somos amigas.
—Ahora sí.
Y de esa forma tan gilipollas, conocí a mi mejor amiga, esa heroína que me salvaría la vida en incontables ocasiones. Mariajo era esa chica algo marginada que toda su vida había ocupado un espacio mayor que el resto debido a su volumen. Lejos de pedir perdón ni permiso, Mariajo alzaba la cabeza como una guerrera, fuerte e inquebrantable, y sacaba las garras para arrancar aquellas lenguas que tenían algo que expresar sobre su cuerpo. Soportaba comentarios diarios sobre su peso, originales o clásicos, aunque la colección que más se repetía consistía en «gorda», «ballena», «foca», «vaca» —y su correspondiente onomatopeya, «muuu»—, «bola de sebo» o «tragona».
Mariajo sobrevivía a la adolescencia con estilo y haciendo garabatos de moda en las infinitas libretas que cargaba a todas partes junto con la gama cromática de los Crayola guardados en el bolso de tachuelas que ella misma había fabricado. Era la tía más creativa de clase y, a pesar de todo, tenía que demostrar más que nadie, especialmente que tuviera una alimentación saludable y por algún motivo, su inteligencia. A Mariajo la observaban con lupa mientras se servía la comida al mediodía o cuando se tomaba una manzana y un bocadillo en el recreo. Sin embargo, Neus y Paula pasaban inadvertidas con su talla treinta y cuatro y su nutrición basada en un montón de chucherías, Redbull o bollos de chocolate diarios. En ese momento me di cuenta de que ser una persona saludable no está reñido con el peso o con la talla, que puedes ser una persona delgada y tener una dieta de mierda, o una persona gorda y cuidarte como nadie. Y todas sabemos lo que les pasa a las personas de la última categoría por el simple hecho de existir, ¿verdad? Efectivamente, abran paso a «la apología de la malnutrición y la obesidad». Un fuerte aplauso, por favor. ¿Que tienes una talla que no fabrica Inditex? «Apología de la obesidad». ¿Que protagonizas una publicidad sobre deporte y tu carne sobresale de los leggins? «Apología de la obesidad». ¿Que caminas por la calle respirando el mismo aire que el resto de los mortales? «Pero ¡¿cómo te atreves?! Apología de la obesidad».
Esa actitud inquebrantable de mi nueva mejor —y única— amiga pasó a ser uno de los mayores trucos de magia de la historia. En cuanto mostró su interior, vi el dolor que sostenía y la rabia que albergaba en su corazón. Ella lo canalizaba escuchando a Britney Spears, imaginando y pintando diseños nuevos en la libreta forrada de fotografías que había recortado de la Bravo. Así aprendí que la mentira era su forma de protegerse de mayores insultos que, muy posiblemente, la empujarían hacia la autodestrucción.
Por supuesto, Mariajo y yo éramos las pringadas de la clase. La rarita adoptada de piel oscura y labios marrones, algo tímida y pueblerina, y la gorda con un estilo extravagante y friki de la moda que se cosía su propios outfits porque en sus tiendas favoritas nunca tenían «esa» talla. «La gorda y la adoptada», dos palabras que definieron gran parte de nuestra adolescencia.
A la fórmula magistral se añadiría Pedro, «el maricón», que llegó el año siguiente. Entró en clase con una sonrisa de príncipe azul y unos ojos profundos que te absorbían hacia metaversos nunca antes descubiertos. Tenía el pelo rizado y castaño casualmente estructurado y planteado. Llevaba una camiseta rosa y unos tejanos, una mochila cuadrada bien pegada al cuerpo y la camisa hawaiana amarilla que captó la atención de Mariajo. Su ilusión duró tres segundos al escuchar el primer comentario que le daría la bienvenida y, años más tarde, la despedida:
—¡Eh, maricón! De mí no te enamores, ¿eh?, que no me van los rabos.
De nuevo Mariajo salió al rescate, como siempre, como la heroína que era.
—Pero ¿qué dices, imbécil? Si de ti no se enamoran ni las ratas, pedazo de mierda.
Pedro se sentó cerca de nosotras y a partir de ahí, fuimos el trío más brutal de la historia. Juntos nos adentramos en todas las primeras veces posibles, las mayores confesiones, las gamberradas típicas de adolescentes, las tremendas lloreras con las películas heterobásicas de Disney, las coreografías de Chayanne que cerraron el curso, las borracheras y los experimentos etílicos que casi nos llevan a la tumba y un laaargo etcétera que jamás imaginé vivir al lado de dos seres humanos.
III
Trece mil kilómetros
Acomodo mi culo huesudo entre los asientos duros mientras observo los números de un vuelo que no aparece en la pantalla. Estoy en la puerta de embarque, pero he llegado tan pronto que todavía se mantiene el destino anterior. El aburrimiento no tardará en hacerse patente, a pesar de estar haciendo scroll por las tantas y tantas redes que tengo instaladas en el móvil. Justo en ese momento, me llega un mensaje. Es Mariajo.
«Ya estás en el aero? Cuéntanos. Quérote moito».
Le contesto con un audio contándole la cola infinita en el control de seguridad, el absurdo calor que hace en Madrid y lo cagada que estoy. «Todavía no me lo creo, me voy». No pasan ni treinta segundos cuando Mariajo vuelve a escribirme, esta vez con un grado mayor de apoyo moral.
«¡¡¡Estamos contigo. Empieza la aventura!!!».
Fueron y son esas grandes amistades que siempre te exponen las mayores verdades que ocultas en sacos y sacos de eufemismos y falacias. Las que te dan los empujones que te mantienen al filo del precipicio, las que te aportan litros de aire para mantenerte a flote y para que no termines ahogándote en mitad del océano social. Las que te abrazan sin importar la cantidad de fluidos verdes que deposites sobre su hombro, las que te inducen ataques de risa hasta que se te escapan dos gotitas de pis, las que te conducen a situaciones inverosímiles que guardarás en ese baúl de los recuerdos cuando las cosas pesan.
Las que duermen contigo antes de que emprendas ese viaje, a trece mil kilómetros de distancia, en busca de la verdad que cambiará tu vida.
Volvemos a los brazos que nos sostienen cuando nos encontramos solas, perdidas y algo desamparadas. Volvemos a la casilla de salida cuando la vida se ha hecho tan densa que asfixia, cuando tu origen queda desdibujado en un documento firmado y una isla que baña tus venas. Volvemos cuando ya no vemos, sabemos, pensamos ni existimos. Volvemos cuando nos vamos. Y aquí regreso para encontrar respuestas a LA GRAN PREGUNTA, así, en mayúsculas; como si fuese el nombre de un concurso televisivo nuevo, con el típico presentador sin gracia y un público compuesto por viudas que viven sus últimos años de vida y ríen sin filtro ni vergüenza.
IV
Noviembre, 2011
Vol. I
Mi inocencia sexual se preservó hasta bien entrada la adolescencia. Hasta ese momento, mi experiencia se reducía a escuchar los chistes verdes que contaban los amigos de mis padres en la sobremesa cuando todos se reían a carcajadas mientras mi madre me tapaba los oídos y decía entre risas cómplices:
—Callad, que está aquí la niña.
Esa información se guardó bajo llave durante años. Bueno, qué digo, durante toda mi vida. Parece que para mis padres siempre fui «la niña» que no estaba preparada para lo evidente. Tal vez quienes no estaban listos eran ellos, que pospusieron la clase de educación sexual básica hasta silenciar por completo las notificaciones. Dieron por hecho que al final me llegaría el contenido de la caja mágica del saber universal, pero más bien me enteré de trozos de un batiburrillo de malentendidos juveniles. Hacíamos lo que podíamos entre los consejos de las revistas, las experiencias fantasmas de los compañeros y el miedo que nos infundían en el colegio.
Desconocíamos cómo funcionaban los embarazos, los trescientos virus de transmisión sexual que te podían fulminar de inmediato o por qué los ojos algo voyeur de Dios te miraban cuando te frotabas en exceso con la almohada. Ni qué decir de la diversidad, por supuesto, toda la educación sexual que recibimos estaba exclusivamente enfocada a los genitales. Si salías de ahí, no sé, ¿te inmolabas? A Pedro le costó entender cómo funcionaba su deseo y su atracción, y eso que tuvo la enooorme suerte de tener unos padres abiertos, liberales y casi enciclopédicos.
Por ese motivo, mi primera masturbación aterrizó algo tardía en comparación con el resto. A ver, «el resto» es una muestra bastante reducida y poco escalable. Básicamente me refiero a Mariajo y a Pedro. Ambos tenían experiencias sexuales más amplias que las mías, una competición que perdí de manera indiscutible. Ellos mantenían conversaciones sobre pajas, orgasmos, técnicas algo cuestionables y el uso de elementos fálicos que encontraban por su casa. Yo me hacía la digna y desconectaba gran parte de la conversación, hasta que lanzaban la famosa pregunta:
—Amisha, ¿y tú? ¿Para cuándo?
—Ay, yo qué sé… No sé, ya se verá.
Los años pasaban y yo seguía titubeando algo nerviosa porque nunca sabía cuándo era el momento ideal. El perfeccionismo es algo que me ha asfixiado durante toda mi vida, incluido el terreno sexual. Esa primera vez debía ser perfecta —inmejorable, insuperable, inolvidable—. Jamás se volvería a repetir y, por lo tanto, quería poner especial atención y cuidados; tanto que nunca era suficiente.
A los dieciséis años las hormonas desequilibraron la balanza de la excelencia. En mi interior habitaba un bullicio de sofocos, deseos y pensamientos que inducían una palpitación incontrolable y un aumento de fluidos. Cualquier momento era ideal para este atropello mental de fantasías y necesidades. Una pulsación me acercaba al vacío, a ese punto inevitable de la adolescencia donde descubres lo que significa el placer, el de verdad.
Aquel viernes por la tarde llovía. Al salir de clase, me despedí rápido de Pedro y Mariajo, quienes me insistieron en tomar algo en la cafetería. «Pero, tía, es nuestro viernes de salseo. No jodas». Y yo que no, que tenía muchas cosas que hacer. Mi cabeza solo albergaba una labor importantísima: aliviar esta maldita excitación que me había mantenido toda la tarde dando saltos y acomodándome en la silla. ¿Que cuál fue el detonante, dices? Pues muy sencillo: una mirada de Xoel, el chico que me gustaba desde hacía años.
Los adoquines de la ciudad se tornaron de un gris oscuro y las luces brillaban en los charcos que se acumulaban entre las grietas. El verdor saturado de la naturaleza contrastaba entre tanta piedra, y yo me enamoraba un poco más de esta ciudad que siempre estaba mojada. ¡Anda! Como yo en los últimos meses, fíjate.
Caminé rápido bajo el aguacero, empujada por el ardor que sentía en la entrepierna. Entré en casa, me quité las botas y el abrigo. Ni saludé. Sabía que me encontraba sola y que mis padres no vendrían hasta bien entrada la noche. Era viernes, tenían su clase habitual de baile y la fiesta posterior para mostrar las dotes de salsa que habían aprendido.
Sentía esos nervios típicos de las primeras veces que sabes que están a punto de suceder. Me comí un trozo de bizcocho y me bebí un zumo de naranja, por meterme algo en el estómago, y me fui a mi habitación. Encendí una vela para paliar el perfeccionismo que requería mi mente. Pasé más de media hora buscando la música ideal, hasta que di con una playlist de música relajante con ciertos toques étnicos. Yo qué sé, me pareció la opción menos lamentable. Me quedé en bragas y me fijé en ellas. Eran horribles, de las que guardas al fondo del cajón porque ya no te quedan más limpias, esas. Sin embargo, el ardor que me había consumido durante toda la tarde se hacía cada vez más patente, más ruidoso, más palpable, y mi coño empezó a reclamar lo que era suyo a base de palpitaciones y fluidos.
Respiré, me tumbé sobre la cama y estuve tentada de coger algún elemento extra para la sesión, inspirada en parte por la enorme creatividad —y sinceridad no solicitada— de Mariajo. Sin embargo, creí que era mejor conectar conmigo misma antes de introducir novedades. «Vamos a ver cómo funciona esto», pensé, y deslicé los dedos por el abdomen y mis pechos.
Cerré los ojos al enterrar los dedos bajo las bragas de papayas y aguacates, algo deshilachadas, que rompían con el perfeccionismo autoimpuesto. Apareció Xoel, su mirada, su entrecejo poblado, su camiseta sudada, su sonrisa, su bulto bajo el pantalón de deporte. Su simple presencia onírica me excitó una barbaridad y, esclava de mi propia fogosidad, aumenté el ritmo circular de mis falanges sobre el clítoris. Estaba muy mojada, tanto que me resbalaba al intensificar los movimientos. Los jadeos nacían solos de mi garganta, expulsaba sonidos incoherentes y guturales que me inducían en un espacio-tiempo desconocido y novedoso. No importaba nada, no pensaba en nada, no escuchaba nada; tan solo podía continuar con el ritmo de mi satisfacción y anclarme en ese lugar de mi cuerpo del que tanto había escuchado y que ahora me resultaba familiar.
No sé cuánto tiempo pasó, si fue poco o demasiado para la media masturbatoria, pero me invadió un chispazo que prendió todo cuanto me rodeaba. Me mordí los labios, puse los ojos en blanco y aumenté más y más la velocidad. Un sprint final que me arrojó al placer más intenso —agudo, profundo, inigualable— que jamás había estado ni cerca de imaginar. Y esa explosión interna se manifestó en gritos, espasmos corporales, piel erizada, pezones arrugados y pies contraídos. Tuve mi primer orgasmo y estaba exánime… Hasta que sucedió lo que cambiaría mi vida para siempre.
Un fogonazo de luz brillante y blanca, cegadora, que me asustó de forma momentánea. En cuestión de milisegundos, de ese fulgor nació un túnel construido por unos círculos incandescentes que se solapaban entre sí y que me adentraban en una dimensión desconocida. A su alrededor, simples ondas en un tono ¿azulado, violeta?, que se movían sin un patrón conocido. La absorción fue muy muy rápida y casi no pude presenciar qué estaba pasando y dónde había metido la mente. Pero, tras esta experiencia fugaz —y aún con el clítoris contrayéndose tras el orgasmo—, vi una imagen.
Mis padres se encontraban frente a mí, algo preocupados. Recuerdo que mi madre llevaba ese collar largo que tanto le gusta —y del cual abusa— y mi padre se colocaba las gafas al mismo tiempo que su voz reverberaba lejana al musitar:
«Amisha, mamá y yo nos divorciamos».
Acto seguido, ese frame de película sin estrenar se desvaneció y caí violentamente sobre el colchón de mi cama. El corazón galopaba en mi pecho, el aire dejó de bañar mis pulmones y, todavía asustada, saqué la mano mojada y arrugada y me senté al borde de la cama. No entendí por qué había pensado eso ni de dónde nacía. «¿Es normal tener esos pensamientos cuando se tiene un orgasmo?».
Me quedé inmóvil y sin saber qué decir, hacer, pensar o cómo actuar. «¿Mis padres divorciándose? Pero ¿a quién se le ocurre? Es imposible, totalmente imposible». Seguían con sus actividades matrimoniales, sonreían cada mañana, veían la televisión cada noche… Eso no podía suceder, ¿por qué lo había pensado?
El fin de semana lo malgasté entre películas, series y libros. Hablé poco con Mariajo y con Pedro por Messenger, y ambos se olieron que algo no iba bien. No declaré mis actos masturbatorios, todavía no estaba preparada para la celebración y el torrente de preguntas que me harían para que describiese la escena de una forma más esclarecedora.
El domingo por la mañana me levanté tarde, me duché y bajé a desayunar. Mis padres estaban sentados a la mesa del comedor algo serios.
—Cariño, ¿podemos hablar un momento? —dijo mi madre mientras se colocaba su collar favoritísimo sobre su pecho.
—Claro, ¿qué pasa?
—Siéntate con nosotros, vente.
Acomodó la silla de madera que presidía una mesa que solo usábamos en ocasiones especiales.
—¿Qué pasa, mamá? Me estáis asustando.
Se miraron, algo cómplices de la fulminante noticia. Un ligero gesto de mi madre dio paso a mi padre, quien se colocó las gafas y pronunció la frase que me induciría en un profundo, tangible, estúpido déjàvu.
—Amisha, mamá y yo nos divorciamos.
No recordaba demasiados detalles, pero sí los suficientes para entender que aquella imagen, aquella escena, la había experimentado antes. Sus caras, el collar rebotando en el pecho, su indumentaria, las miradas tristes y las manos apretadas. Los ojos pacientes que esperaban una respuesta a una situación no deseada —¿ni esperada?—, y mi voz titubeante que no acababa de entender qué coño estaba pasando. Lo único que pude vocalizar fue la misma conclusión a la que llegué la tarde del viernes entre jadeos y bloqueos.
—Pero si estáis bien… ¿O no?
—Cariño —mi madre miró a mi padre—, en las parejas no todo es lo que se ve desde fuera. Llevamos una temporada complicada y sentimos que debemos encontrarnos a nosotros mismos. Son muchos años de relación y el amor no es lo que era.
Fruncí el ceño algo shockeada por la evidente estupidez que acababa de soltar. Inmediatamente supe que era mentira, una mentira que me protegía de la verdad. Hay veces que es mejor así, no tener la información que puede romperte del todo. Por lo tanto, acepté la farsa y acaté la realidad.
—Amisha, ¿puedes contarnos lo que sientes?
—No sé, papá, no me lo esperaba… Esto es lo que menos me imaginaba.
—¿Tienes alguna pregunta más, cariño?
La comunicación familiar era digna de manual. Siempre nos lo contábamos todo con un respeto absoluto y una gestión emocional sacada de las guías de psicología barata que encuentras en cualquier librería. Mis padres se habían preparado durante años y tenían una habilidad sobrenatural para educar.
—¿Qué va a pasar a partir de ahora? —pregunté.
—Papá se irá a vivir a otro piso, pero cerquita de la ciudad para verte y estar contigo. Yo me quedaré en esta casa y, por supuesto, ambos tendremos una habitación para ti. Puedes elegir si quieres mudarte con tu padre o conmigo y pasar el fin de semana con uno de los dos, vivir una semana en cada casa o establecerte en un lugar y vernos alguna tarde. Eso lo decides tú, cariño.
—Bueno, necesito pensarlo. Todo esto es tan…
—Lo entiendo, cielo, tómate el tiempo que necesites. Nosotros no vamos a correr en la separación, pero sí que habrá movimiento en las próximas semanas.
—¿Nos das un abrazo, Amisha? —me pidió mi padre.
Nos levantamos de la mesa y nos acomodamos los unos entre los brazos de los otros como una familia ejemplar y feliz. Se nos daba bien el apapacho grupal, era nuestra especialidad. Y aquella mañana me di cuenta de que ya no lo sería más, de que lo que habíamos construido no servía para nada, que todo se rompía en pedazos a pesar de que intentaba pegar las piezas con los brazos estirados. Me eché a llorar y ellos se unieron a mí entre sollozos, algo más contenidos, y dándome besos en la cabeza, la misma que no paraba de pensar en la puta realidad.
Pero entre tanto caos, hubo una voz que rebotaba por mis paredes cerebrales. «Esto, exactamente esto, ya lo has visto». Y la ignoré con éxito, como haría tantas veces.
V
Un truco nuevo
Hay algo de muerte en los viajes y algo de duelo en la distancia. Hay algo de anhelo en lo que siempre fue y algo de masoquismo en la búsqueda de lo que puede ser. Hay algo innato en la estupidez del ser humano que lo impulsa a perseguir peligros, diarreas y amores a kilómetros de distancia. El motivo —o la motivación— de acabar con todo y mandar la vida a tomar por culo con esa ilusión de la nueva etapa como si fuesen los apuntes del último curso que resulta que te toca repetir. Los viajes son así, a la mierda —casi— todo, con tan solo un destino y una foto de carnet.
Supongo que la imperfección de la vida queda patente cuando no tenemos libros de instrucciones que nos aclaren para qué y por qué. Para qué coño estamos aquí y por qué hemos nacido. Todo sería más fácil con una misión bajo el brazo, saber que el camino conduce a algún sitio, que todo tiene un sentido, que el río desemboca en el mar. Por eso viajamos, ¿sabes?, para volver a nacer una y otra y otra vez. Cuando decidimos cómo y dónde sin el escenario resentido y algo desgastado de tanto sostener la misma comedia, la misma función, el mismo cliché. A veces te lo planteas bajito para no levantar sospechas mientras mezclas los cereales con el café. Otras, te miras al espejo con la cara blanca por un maquillaje agrietado que cada noche te dibuja una sonrisa falsa para aparentar que todo —absolutamente todo— está bien. Y cuando te encuentras con tu mirada en el espejo, fantaseas con ese avión, ese alejamiento, esa vida tan abundante que, al final, cabe en una mochila de cuarenta litros.
Renacemos como un protagonista nuevo en una obra renovada, transformada por completo, radicalmente innovadora y con las ansias de mostrarle al mundo la novedad de la trama. Sin embargo, por más que cambie la chistera de color, sigue siendo el mismo viejo truco con el mismo actor. Y te vuelves a enredar en el motivo y en la motivación que crean el círculo vicioso del viaje que te impulsa a otro lugar. «Sí, este es el definitivo, el mejor». «Ahora sí, seguro, es este, el definitivo, el mejor». «Oh, no pasa nada, era evidente. Este sí que sí, vaya, no hay duda: es el mejor». El ser humano es el único animal que es capaz de tropezar infinitas veces con sus propias mentiras aun conociendo su falsedad. «Pasen y vean, ¡los seres más inteligentes de la Tierra!». Aplausos, ovación del público, un grito agudo, lanzamiento de sujetador, desmayos en primera fila.
Con toda muerte reina el duelo y el vacío, la soledad de una sombra que no encuentra su otra mitad. Aunque seamos grandes expertos en despistarnos con el mínimo coeficiente intelectual, las garras de la nostalgia siguen tirando de la camiseta mientras reclaman su puto caramelo de fresa. Creemos que ignorar su presencia es un estímulo para la independencia y el aprendizaje, una estrategia que hemos leído en alguna publicación de Facebook de dudosa procedencia, pero que nos viene de putísima madre para seguir posponiendo el enfrentamiento.
Los viajes son los cinco minutitos más antes de enfrentarte a tu rutina diaria de ocho horas esclavizada por tu jefe y por TikTok, los deberes que dejas bajo capas de pereza que te llevan a suspender la asignatura, los diez euros de Bizum que le debes a esa amiga por la gasolina o las copas que absorbes un viernes por la noche para compensar la falta de adrenalina de los trescientos sesenta y cuatro días restantes. Los viajes son los vapeadores con sabor a sandía que te permiten justificar que, al fin, has dejado de fumar a la vez que expulsas toneladas de humo blanco por todos los orificios de tu ser. O la frutita de postre que compensa la pizza que has engullido en quince minutos. O el mensaje de «no eres tú, soy yo» para reducir el gatillazo relacional. O el abrazo con tres palmaditas en la espalda como muestra de aprecio masculino —no homosexual ni femenino, evidentemente, faltaría más.
A pesar de ser grandes conocedores de ciencia, tecnología y pensamiento crítico, nos dejamos engañar por el viaje y nos tapamos los ojos con las manos abiertas en un intento suicida de crecimiento perso
