Vendedora
Siempre me sentí un bicho raro. Tal vez eso explique por qué, con 20 años, nunca había tenido novio. Tuve algún que otro encuentro ocasional, no era una extraterrestre tampoco. Sin embargo, aunque cambiara la figurita, la historia se repetía: me decían que me amaban y prometían bajarme la luna, pero eso solo duraba hasta que lograban bajarse la bragueta.
En casa tampoco encajaba. Mi familia creía que estaba loca por ir a la universidad. Aún conservo, en mi block de notas, algunas de las frases que me decían. No es que sea masoquista, lejos de la humillación que pretendían, las usaba como combustible para seguir adelante con mis metas.
“Rata de biblioteca”.
“Con o sin título te vas a morir de hambre igual”.
“¿Para qué perdés el tiempo estudiando?”
“Los libros hoy se usan para prender el fuego para el asado”.
“¿De qué vas a vivir?”
También en la facultad me miraban con una cariñosa lástima: pobre chica pobre, con sus aspiraciones de ascenso social, tan siglo XIX que duele. Sin embargo, el lugar en el que más ajena me sentía, e irónicamente donde más horas pasaba, era en el trabajo.
Mis tardes transcurrían como vendedora de indumentaria femenina en un shopping. La dueña del local era una fanática del marketing, obsesionada con que todo se rigiera por las últimas tendencias. De hecho, ella se llamaba Susana, pero nos obligaba a decirle Susan. Un detalle tan ridículo como ese resultaba crucial para ella, como si valiera más su nombre en inglés. Y así con otras tantas tonterías, que lo único que hacían era recargarnos de trabajo.
De allí me iba a cursar y volvía exhausta a mi casa, pero no me quejaba, agradecía tener un empleo en blanco con el que pagaba mis estudios, compraba libros y, si era un buen mes, las comisiones también me permitían darme algún gusto extra.
El interior del shopping no conocía de horas, meses ni estaciones. Sonaba en forma permanente una música que me taladraba el cerebro y era tan potente el olor a vainilla que le tomé asco a todas las comidas con ese sabor. Susan había aprendido en un congreso de neurociencias aplicadas al marketing que, según las últimas investigaciones realizadas, esa ambientación aumentaba las ventas.
La temperatura jamás variaba y la luz era la misma día y noche. Era impactante salir de la cápsula y darme cuenta de que las horas habían pasado para los demás, porque había oscurecido, o que había llovido, cuando descubría el pavimento mojado y las gotas que caían de los árboles.
No dejaba de asombrarme cómo había tantas chicas que disfrutaban estar en ese universo paralelo. Lo visitaban a diario y lo vivían como un paseo. Sin intención alguna de comprar, iban solo por el placer de probarse lo que no podían tener. “Estoy mirando, gracias” era la frase más oída y odiada por los comerciantes. Algunas clientas venían escoltadas por sus amigas o sus madres. Otras, en cambio, se sentían tan solas en el mundo que entraban buscando la compañía de perfectas desconocidas, como Barbie o yo.
En el local, la ley de talles no se respetaba en lo absoluto y las prendas eran tan pequeñas que parecían destinadas a niñas, más que a mujeres. Así y todo, la mayoría de las clientas solicitaba el small como primera opción. Era una forma de evaluarse a sí mismas, chequeando si ya entraban en él o aún debían continuar bajando de peso. No importaba si eran hermosas y con figuras armoniosas, de todos modos, sufrían por no ser escuálidas. Y a pesar de que llevaran una M de mediano grabada en la frente, que podía ver apenas cruzaban la puerta, la experiencia me había enseñado que advertirlo era para problemas. Entonces fingía junto a ellas que eran un S, para volver al depósito a cambiarlo unos minutos después si eran sensatas. Las más obstinadas lo compraban de todos modos, como estímulo para hacer dieta.
Con la que mejor me llevaba era con Barbie, mi compañera. No teníamos mucho en común, pero siempre tenía historias divertidas para contar, y amo las historias. Ella era muy relajada con todos los aspectos de su vida salvo uno: sus uñas. Las llevaba larguísimas, pintadas de colores estridentes y con unos stickers que imitaban pésimamente a los diamantes. Se sentía poderosa con su decoración y no era para menos, podría matar a alguien si se las clavaba. Eran el arma más glamorosa jamás creada.
Barbie era bella, carismática, desenvuelta y se acostaba con medio shopping. Bueno, no tanto; pero en comparación con mi escasa vida sexual, cualquier cosa resultaba un montón. Histeriqueaba con el del negocio de camisas y se frecuentaba con un par de guardias de seguridad porque decía que le calentaba que tuvieran “dos pistolas”. También había salido con algún cliente que había venido a comprarle un regalo a su novia, pero en general esos vínculos no se sostenían por demasiado tiempo.
Ella manejaba los horarios a su antojo. Llegaba tarde, mal dormida e incluso, alguna vez, alcoholizada. Sin embargo, nunca le hacían gran problema. Encabezaba todos los meses el récord de ventas zonales, lo que la volvía la favorita de Susan. Era tan simpática y desfachatada que les decía a las clientas que todo les quedaba divino sin siquiera mirarlas, y las muy ilusas caían y compraban.
Con Barbie nos las ingeniábamos para coincidir en los descansos con Guille, el vendedor de celulares de la isla que estaba en pasillo de la planta baja. Era un genio con la tecnología, el Bill Gates del Conurbano. En chiste, lo llamábamos Guillermo Puertas. Me gustaba conversar con él porque ambos teníamos nuestro costado nerd.
Guille amaba tanto las computadoras que se había simbiotizado con ellas. ¡Era tremendo aparato! La primera vez que salimos los tres juntos, cayó en el bar con una camisa a cuadros, un short deportivo y ojotas con medias. Ahí entendí que la vida me había cruzado en su camino para ayudarlo a vestirse más dignamente. Él devolvía las gentilezas descargándome los libros importados que me resultaban demasiado caros o imposibles de conseguir.
Estudiante
Decidí estudiar Letras en la Universidad de Buenos Aires para cumplir mi sueño de ser escritora. Allí la conocí a Jimena, con quien tuve una conexión inmediata. Procurábamos anotarnos juntas en todas las materias porque hacíamos un buen equipo académico y sentimental: ella era mi única cómplice en la vida. Competíamos con el resto, pero no entre nosotras. Nuestro objetivo era presentarnos a una beca para integrar un equipo de investigación el año siguiente.
Jimena era muy afortunada por haber nacido en la familia que le tocó. Sus padres se habían conocido en un seminario de literatura española y, como sello, habían bautizado a su hija como doña Jimena, esposa del Cid Campeador. ¿Suena aburrido? Créanme que eso era mucho mejor que mi padre taxista que prácticamente no aparecía y cuando lo hacía era para quejarse o humillar a mi vieja; mi mamá, un ama de casa totalmente abandonada al destino, y mi hermano Nicolás que, aunque es mayor que yo, se comportaba como si fuera un niño. Andaba siempre con los amigos, vagando por ahí. Por eso, cuando nos juntábamos con Jimena a estudiar, buscaba cualquier pretexto para que fuera en su casa. Así podía disfrutar de la paz que emanaba su hogar y revisar su biblioteca infinita.
De todas las materias, la que más nos gustaba era Teoría Literaria. La razón no era el contenido, sino el profesor. Habíamos logrado que nos asignaran la comisión de Máximo Mascardi. Si a alguien no le sonaba conocido ese nombre, era porque estaba metido dentro de un frasco. Se trataba probablemente del mejor escritor contemporáneo. Todas sus novelas eran bestsellers y viajaba por el mundo dando charlas sobre su innovadora forma de narrar.
Máximo no se parecía en nada al resto de los profesores. Estaba más cerca de una estrella de cine que de un típico docente de universidad pública. Sus exposiciones eran tan magistrales que lograban ganar la pulseada contra los celulares por nuestra atención. Enseñaba solo por prestigio, por vocación o nostalgia de sus épocas de estudiante, porque claramente no necesitaba el dinero. Además de escribir, asesoraba en comunicación a políticos. Por ese motivo solía llegar tarde a las clases, vestido con un traje entallado que contorneaba su cuerpo alto y atlético, y siempre llevaba los zapatos recién lustrados.
Sus 40 años no le impedían ser el hombre más deseado de la facultad. De cara no era gran cosa, salvo por los ojos celestes cristal de roca que brillaban bajo sus cejas tupidas. No contaba con rasgos de belleza tradicional. Su nariz era larga y chata, y sus labios, delgados y violáceos, pero se sabía llevar, con estilo y esfuerzo sacaba lo mejor de sí y tenía una presencia arrolladora. Su rostro estaba enmarcado por una cabellera castaña, inmovilizada por una sutil capa de gel, y lo remataba una mandíbula rectangular y viril.
Usaba litros de algún perfume importado que anticipaba a nuestras fosas nasales su arribo minutos antes de que entrara en el aula. Olía a maderas, probablemente cedro y sándalo, que combinaban con su robustez y su estilo clásico e imponente. Pero también tenía un toque picante de pimienta blanca y un fondo dulce de ámbar.
El programa de la materia prácticamente no lo tocábamos, porque las dos horas de los lunes las gastábamos en atosigarlo con preguntas sobre sus obras. Era hipnótico escuchar aquella mezcla óptima entre carisma y conocimiento. Por ese entonces, Máximo se encontraba presentado su primera publicación de no ficción: Ultrahumano. Allí relataba sus experiencias personales como corredor de ultramaratones, carreras de distancias superiores a los 42 kilómetros de una maratón.
Esa obra me había cautivado aun más que las anteriores. El mundo que describía me resultaba tan fascinante que me había devorado las cuatrocientas páginas en un fin de semana. Yo no corría ni el colectivo, pero disfrutaba ver las competencias de atletismo en la televisión y me encantaba cuando la ciudad se colmaba de corredores los domingos a la mañana, aunque papá rezongara porque los cortes de calles no le permitían circular con el taxi.
Un lunes, me invadió un incontenible deseo de transmitirle lo que había sentido al leerlo y, la verdad, un poco también de llamar su atención. Alcé la mano y pregunté:
—¿Cómo hizo su cuerpo para soportar condiciones tan hostiles durante cien kilómetros? En el capítulo trece cuenta que terminó la carrera con fiebre, y casi parece que disfrutara ese sufrimiento.
En el preciso instante en que las palabras salieron de mi boca me arrepentí. Las preguntas habilitadas de manera implícita giraban en torno de los recursos narrativos y las construcciones de personajes, nunca eran sobre la persona detrás del papel. Máximo permaneció mirándome unos instantes mientras se le dibujaba poco a poco una sonrisa blanquísima. Tras una pausa que me resultó eterna, al fin habló.
—Interesante observación, desarróllela.
Saqué mi ejemplar de la mochila y lo escaneé buscando las anotaciones que había realizado en lápiz. Una costumbre que tenía en textos que me convocaban.
—En la página 23, por ejemplo, cuenta que se olvidó la comida en una carrera y que los rugidos de su estómago lo reconfortaban. O en la 128, cuando llora a causa de un pinche que se clavó y de felicidad o… deme un minuto por favor… —Hojeé el libro de adelante para atrás y de atrás para adelante buscando un párrafo puntual—. Bueno, no lo encuentro ahora, pero había un pasaje en el que describía que corrió tres kilómetros solo pensando en abandonar cuando llegara al puesto de asistencia. Al verlo se dio cuenta de que había trascendido, de que su cuerpo ya no le pertenecía a usted, sino a la montaña, y de que él había decidido seguir y no le quedaba más opción que acompañarlo.
—Tiene usted una memoria prodigiosa.
Me quedé hipnotizada con su mirada hasta que Francisco Quevedo, un compañero que siempre estaba listo para la burla, rompió el hechizo:
—¿Qué onda, Malena? ¿Estuviste estudiando la materia o al profesor?
El curso estalló al unísono en una carcajada socarrona, exacerbada por el regocijo de ver a la alumna ejemplar en apuros. Sentí cómo mis mejillas se calentaban y cambiaban de color. Intenté justificarme, pero solo me salió un balbuceo sin sentido y me llamé a silencio. Pronto el profesor retomó lo que venía explicando sobre las preguntas retóricas, y aproveché para abanicarme con la mano y bajar el enrojecimiento.
Al terminar la clase resolví atrincherarme en el asiento hasta que todos se retiraran, para evitar cruzar miradas. Cuando el aula se vació, Máximo sacó su notebook y comenzó a escribir. Esperé varios minutos hasta que, resignada, entendí que era momento de irme. Respiré hondo para tomar coraje, me puse de pie y me dirigí hacia la salida. Mientras cruzaba la puerta, él levantó la vista.
—¿Sigue acá? Ya se fueron todos.
—No quería irme sin terminar de anotar unas cosas de la clase porque después me las olvido —mentí.
—¿Te puedo tutear?
—Sí, claro.
—Si te interesa el mundo del ultra y no tenés planes, me encantaría responder tus inquietudes en un ambiente más ameno. Nos interrumpieron y no pude contestarte.
No daba crédito a mis oídos. Era surrealista lo que estaba ocurriendo. Esperé a que dijera que era un chiste o explicara el malentendido; sin embargo, como me tocaba responder, me excusé como pude:
—Me encantaría, pero tengo que estudiar. La semana que viene rindo Francesa.
—Cenar vas a cenar de todos modos. En vez de hacerlo en tu casa, ¿no preferís acompañarme? Te prometo que vas a comer la mejor burrata de tu vida.
—¿Burrata? ¿Es carne de burra eso?
—No, es queso fresco, de los más famosos de Italia.
—Entonces no me cabe duda de que va a ser la mejor, porque de hecho va a ser la única —intenté bromear, preguntándome si era gracioso o lamentable mi comentario—. Pero es tarde y…
—¿Y?
—Y… mi barrio no es el más lindo para volver sola a esta hora.
—Jamás permitiría que volvieras sola. Yo te alcanzo con el auto. Dale, confiá en mí. ¿No querés?
—Bueno, está bien.
—¿Cómo era tu nombre? Perdón, pero siempre recuerdo los apellidos…
—Me llamo Malena.
—¿Malena? Un nombre demasiado… tanguero para los tiempos que corren.
—¿Sos adivino? Ese es justamente el origen de mi nombre. Mi papá se inspiró el tango “Malena” cuando me lo puso.
—Puedo pensar otro que se ajuste más a tu personalidad. Ya se me va a ocurrir.
Comensal
El restaurante quedaba en uno de los barrios más caros de la ciudad, y la ostentación se distinguía desde la vereda de enfrente. Cada rincón derrochaba elegancia, los comensales vestían con marcas de lujo y conversaban en voz baja mientras sonaba un jazz de fondo.
Los mozos desfilaban con bandejas cargadas de platos excesivamente decorados y poca comida y, como todos sabemos, la fórmula indica que el precio es inversamente proporcional al tamaño de las porciones. Rogaba que Máximo planeara invitar
