Prólogo de la autora
Si bien la ciencia y la poesía han intentado describir la experiencia del tránsito de género con distintas analogías y metáforas, mi imagen favorita para explicar qué es transitar sigue siendo la que dio una niña trans chilena de doce años en una entrevista televisiva. Cuando le preguntaron cómo fue contarle a su mamá que ella era mujer, dijo: Entró un aire. Fue hermoso. Respiré, me saqué, yo, me saqué hacia fuera. Fue como el viento. En el video, que todavía se puede encontrar en YouTube, la chica aparece en una plaza santiaguina, un día soleado, sentada en un columpio, con el pelo tomado en una cola y una polera que dice imagine everything.
Cuando se le pone fin a un período de larga reclusión y mutismo voluntarios, las palabras no solo traen consigo un viento que se siente en el cuerpo, sino que resuenan inaugurales, como si nadie las hubiera pronunciado antes. Y es que esa novedad —que primero nos decimos a nosotras mismas y luego a los demás— es algo complejo y, a la vez, tremendamente simple. En mi caso, fue una frase de dos palabras que me demoré treinta y siete años en pronunciar.
A finales del 2018, el mismo año que se realizaron en Chile las marchas feministas más multitudinarias de su historia, me senté delante de mi terapeuta y después de un largo silencio, lo dije. Soy mujer. Y luego: Eso es lo que me pasa. Así comenzó un proceso de desmontaje de lo que yo entendía por identidad masculina, una coraza con la que circulaba por el mundo mientras no me atrevía a mostrarme. Si bien esa armadura estaba definida por acciones, también estaba sostenida en palabras. Quiero decir: quién era pasaba, principalmente, por nombrarme.
Judith Butler cree que el género no es estable, sino que se construye en el tiempo, como una repetición de actos performativos que generan la idea de un yo permanente. Y lo cierto es que el lenguaje y el cuerpo son posiblemente las herramientas performativas más poderosas que tenemos para desplegarnos pero también para remover o inquietar eso que no nos define y que nos incomoda. Las palabras que pronunciamos —que performamos y escribimos—, nos permiten comunicar quiénes somos. En ese sentido, el lenguaje nos da la posibilidad de cambiar.
Tengo un amigo sicólogo que está dedicado a acompañar a adolescentes y adultos durante su tránsito. A lo largo de su carrera, ha detectado una necesidad entre las personas trans de explorar con la escritura. Es que transitar también tiene que ver con enfrentarnos a las palabras que elegimos para reconstituirnos. En su tesis doctoral él sugiere que hay algo que nos falta en la transformación de nuestros cuerpos de un género a otro, que puede completarse a través de la narrativa. Y, vistas así, las palabras son también una tecnología que nos permiten encarnarnos en nuestros cuerpos de otra manera de la que se espera.
Antes de llamarse Inacabada, este texto tuvo varias formas y títulos provisorios. Primero se llamó Un proyecto fantasma y contó la historia de un joven ilustrador botánico que viajaba a la región de Aysén, donde descubría un bosque encantado en que las personas a las que les habían roto el corazón podían reencontrarse con sus antiguos amantes. Es decir, con sus fantasmas. Supongo que escribir esa historia (que ahora me parece algo melancólica y cursi) fue un cierre con mi vida afectiva masculina. Después de descartar ese texto, se convirtió —a partir de sus restos— en un diario de tránsito.
Tras esa versión, vino otra sin título en la que el amor y el tránsito se me presentaron como dos tácticas afectivas similares, ambas capaces de acercar distancias. Incluso la distancia de un sujeto con su centro. Y, si bien el ejercicio de narrar la propia biografía y sentirme autora de mi vida amorosa fue necesario, no era lo que quería publicar. Antes de e
