EROS Y TÁNATOS
El carruaje es absolutamente extravagante. Largo, tirado por seis caballos y precedido por una reducida escolta de granaderos. Sin equipaje, avanza a todo galope. Las espuelas del experto conductor de los Escalada están bañadas en sangre. Chiclana grita el nombre de la patrona, y los peones que lo acompañan repiten el grito mientras la patrona se va en sangre dentro del carruaje.
A Remedios le duelen la espalda y el hígado. Le duelen tanto que pide otra vez calmante. Rechaza el licor acuoso, exige las pastillas y las traga sin agua para evitar los cólicos. Inmediatamente reposa. Tiene ensueños tan profundos que suelta la mano de su hija.
Antonio atrae hacia sí a su hija. La niña se le sienta sobre las rodillas y hunde la cabeza en su hombro. Como si fuera una cueva, como si fuera un nido. La niña gusta de ese olor rancio que tanto la calma, ese olor del padre sudado, cansado, con algunas copas de aguardiente encima.
Antonio le acaricia las manos y ve las suyas propias. Y entonces pronuncia aquellas palabras que quedarán grabadas para siempre: Sé que tú, una mujer, seguirás mis pasos.
Padre, le dice Remedios, ¿cuándo volveremos a escaparnos para bañarnos en el río? Se lo susurra al oído, por lo secreto, por lo prohibido. Ni bien estén dadas las condiciones, murmura él, casi inaudible, y sonríe cómplice, por tener un compañero de aventuras, que es mujer, hija y pequeña.
Una brisa de aire entra desde la calle, aliviando el calor de este verano tan tórrido. Es el río, es el aire que bate al cielo el agua. Y los dos corren, una vez más, a sentarse en el alféizar de la ventana, para observar ese río que se volvió plateado en esta noche de luna.
Pueden oír la algarabía. Es la multitud que se está bañando desnuda en las aguas de ese río, después de haber cerrado los negocios. Sonríen cómplices y gozan la felicidad de los otros, que es también la suya. Ha sido prohibido por orden del Virrey bañarse de día, pero lo que no puede hacerse de día bien puede ser hecho durante la noche.
Los llaman a cenar, ya son las once y la carbonada está lista. Caminan de la mano. La cabecita de Remedios llega a la altura de la cintura de su padre. Apenas tiene siete años.
¡Abran paso a la mujer del Libertador!, grita la sobrina de Remedios. Saca la cabeza por la ventana del carruaje, y sigue gritando. Para apurar el paso, para ayudar a Chiclana. Ella, que también tiene el vestido manchado de sangre, trata de llegar rápido, como si hubiera remedio.
Ligera, movida por el viento, la gente se arremolina. Ora para ver qué pasa, ora para dejar paso; para tocarla, alcanzarle una imagen, echarse de rodillas a rezar. En los caminos los hombres empezaron a encender las primeras antorchas, para hacer una vía de luz, no fuera a ser que se la llevaran las sombras.
¡Abrid paso a Remedios! ¡Abrid paso a la mujer del Libertador! Las negras van saliendo al paso del carruaje. Las negras y los curas, los soldados y los gauchos, las damas de buenas familias y los peluqueros franceses. El lechero con sus vacas y los libertos, las meretrices y las bordadoras.
Los carruajes que caminan delante tratan de hacerse a un lado, como si hacerse a un lado con caballos torpes y caminos de barro fuera cosa sencilla. Remedios siente el hedor de los pescados, el de las frutas fermentadas y el suyo propio. Añora que el camino se vuelva campo, paz, nostalgia. Lleva guantes para proteger la alianza que se le cae de sus dedos. De tanto en tanto la toca y entonces vuelve a ver los Andes, los cuarteles, el rostro de su padre. Lo ve aún joven, antes de que la revolución atravesara la aldea.
Se entremezclan las voces de mando. Algunos peones le disputan la dirección a Chiclana porque lo ven como estúpido por la cantidad de alcohol que ha tomado para soportar la carga. Los peones son peones, pero ella los ha atendido, escuchado, preocupado por sus familias, y quieren llegar rápido a la quinta del hermano de Remedios para que ella se cure. Es su responsabilidad, así lo sienten.
Cansada por la fiebre, cansada por la tos, cansada por los gritos de la gente, por los de los peones, por los del mismo Chiclana, y por los gritos que oye de la muerte, Remedios deja caer la cabeza y sueña.
De la mano de sus hermanos, Mariano y Manuel, Remedios sigue en fila india a su tío y a su padre. Es una noche especial. Está vestida como un varón, con ropa de Manuel que le calza perfecta. Aprieta los dientes para que no se le note la risa. La risa que contiene, la risa que le causa aún la discusión que su padre tuvo con su madre antes de salir. Que el teatro no es para las niñas, decía Tomasa, su madre, que menos aún lo es la noche. Y lloraba tras los pasos de Antonio, su padre, que sin escucharla, o haciéndose el que no la escuchaba, les daba órdenes a las mucamas de cómo vestirla, de cómo prepararla. Hasta que harto ya de tanta cháchara, se le escuchó decir: tú la llevas a la Iglesia, yo la llevo al teatro. Y dando un portazo todos los hombres de la casa y Remedios quedaron en la calle, y sin más trámite se encaminaron al pequeño teatro de Olaguer Feliú. Estrenaban “La buena criada” de Goldoni, y la censura había prohibido que la actriz que tenía que aparecer vestida de hombre sobre el escenario se presentara de esa manera. Fue lo único que le faltaba a Antonio Escalada para no dudar en llevar a su hija mujer al teatro, y, más aún, llevarla vestida con la ropa de uno de sus hermanos.
Los tableros de la calle, los pregoneros vestidos de locos y la fogata de alquitrán anunciaban una noche de estreno. Las loas, las tonadillas y los bailes eran una fiesta para el público que gritaba “otra”, aunque a juicio de Francisco, el tío de Remedios, los actores eran malísimos. Decía que hacían reír cuando querían hacer llorar y hacían llorar cuando querían hacer reír. Ridículo, atroz, se le oyó vociferar a la salida del teatro.
Las campanas de la iglesia suenan a inhumación y le traen a Remedios el presagio de su propio entierro. Atosigada por la tos, por los ronquidos que espantan a todos, viendo el miedo en el rostro de los que la miran, ella también siente miedo. Toma el rosario, reza, vuelve a preguntar si hay noticias de José, si ha escrito, si ha dicho que viene. Remedios quiere que San Martín venga, que la ayude a bien morir. Sabe perfectamente que está en Mendoza jugando a chacarero, que su campaña ha terminado y que ha terminado también su vida política como ella está terminando su vida real. Sabe perfectamente que él pone pretextos para no asistir a su agonía: que los caminos están llenos de asaltantes, que hay partidas dispuestas para matarlo. Pero Remedios quiere tener tiempo para aclarar todo en esta vida y no necesariamente tener que encontrarse en otra, si es que hubiera otras vidas. Invocándolo, pidiendo que aparezca, rezando para tener la posibilidad de despedirse, Remedios vuelve a refugiarse en el opio que es lo único que calma su dolor. Remedios oye a su padre.
No tenemos tropas, dice Antonio, mientras sienta a Remedios en sus rodillas, y golpea con la manito de su hija su propia frente de sesentón. Lo dice porque el reclutamiento de las mismas debía hacerse en la metrópoli, lo dice por la escasa vocación para las armas de la población local, lo dice porque las únicas fuerzas habían sido volcadas hacia la campaña y a la frontera indígena.
Estamos armando un monstruo, le dice Antonio a Remedios mientras se transforma él mismo en uno para hacer reír a la niña. Liniers no quiere que regrese el Virrey porque quiere serlo él. Es mejor que estemos todos armados y que los hombres se lleven las armas a sus casas, les gusten o no les gusten. Se lleva a Remedios sobre sus hombros y va en busca de sus hijos varones.
Los mil ochocientos oficiales que Liniers ha formado eligiendo a la escoria y pagándoles sueldos exorbitantes han arruinado el erario público, le grita Escalada a Moreno, con quien se cruza casualmente en la plaza. Y para colmo ese grupo de franceses a los que les da los principales honores de esta milicia de pacotilla. Descabellado, grita, igual que su autor. Escalada encuentra a sus muchachos en la plaza y los llama. Llegó el momento, les dice a los varones, mientras Moreno asiente. La militarización implica un cambio. Es preciso ahora hacer crecer el Cabildo.
Dominada por los rostros de su infancia, el rostro esquelético de Remedios, sonríe. Se diría que muere dulcemente, en un sentido amplio que contiene el de la atrocidad. Su alma está en el principio. Su espíritu conserva la dignidad del camino recorrido, de lo hecho, lo inconcluso y aún de lo deseado.
Este otro viaje, el viaje final, continúa a toda velocidad, ahora que ya están en pleno campo. Demasiado rápido para Chiclana, que está viejo y cano. Demasiado rápido para la misma Remedios, que desea llegar y no.
Una mujer salta al camino. El conductor la ve de lejos y da la orden de detener la marcha. Es difícil hacer parar a los caballos y el carruaje se mueve brutalmente. Los que van en él golpean sus cabezas contra las maderas.
¡Detenga las bestias, deténgalas!, grita la mujer del camino.
La sobrina de Remedios saca la cabeza por la ventanilla y le parece ver el rostro de la Chingolito, una de las mejores espías de San Martín. La sobrina intenta despertar a su tía. Su tía trata de ver, pero solo ve una figura borrosa. Tantos se le han cruzado ya que desconfía de la visión y vuelve a cerrar los ojos.
Mientras tanto, la loca del camino, ahora que la carreta ha parado, pide subir a ver a Remedios. Pide, exige, intenta trepar al carruaje, mientras los peones intentan bajarla. Es una loca, piensan todos, menos la sobrina de Remedios. Ella sabe que la Chingolito había logrado seducir a Marcó del Pont y ganar su intimidad hasta recoger informaciones útiles para los insurgentes. Piadosa, abre la puerta del carruaje y le tiende la mano. La espía sube, recorre con la mirada ese cuerpo que es apenas una línea del ya flaco cuerpo que era, reconoce a Remedios y le hace una reverencia. Reverencia de loca. Luego baja tranquila del carruaje y parte. La sobrina da la orden. El carruaje continúa su camino. Remedios se aferra a los recuerdos.
El capitán Andrews toma del brazo a su hermana cuando sus padres lo invitan a entrar al comedor. Es la primera vez que un hombre soltero toma del brazo a una mujer soltera para entrar al comedor de la casa de la familia que lo había invitado. Es un escándalo. La noticia corre por toda la aldea.
El capitán Andrews, para desconcierto de los Escalada, toma el té a las cinco en punto y solamente té. Cena a las siete y almuerza a las doce. Remedios se impone seguirlo a todas partes sin que él se percate de su presencia. Así descubre que se baña todos los días. Que recorre los puestos de la feria tratando de conseguir unas hojas que llama de menta.
Remedios visita la nueva casa del capitán y se queda observando el frente de la misma, con sorpresa por los colores elegidos y la ampliación de las ventanas. Por la más grande, Andrews mira a Remedios y sonríe. Le hace una seña y la invita a pasar.
Remedios espía los cambios que la presencia de los ingleses provocó en las casas de los porteños. Examina la febril pintura de los frentes, el acarreo desde el puerto de bronces y mármoles, estatuas y jarrones. Descubre trepándose por una ventana, cómo han armado un dormitorio con una gran cama de bronce y un espejo cubierto por un tocador de mármol, pero descubre también que los dueños siguen durmiendo en los viejos catres de los sencillos aposentos, cerca de una imagen del niño Jesús. Allí comprende que los cambios no son fáciles. Y se queda escuchando.
¿Es esta la voz de la muerte? Nada se lo confirma. Escucha sus recuerdos que como un torbellino intermitente se abalanzan sobre su pobre cabeza, sobre su frágil cuerpo. Escucha a los que hablan liberados ya de su propio cuerpo, de su propio tiempo. Sus voces, solo sus voces han quedado flot
