Índice
Entrada
1. Nueva Filadelfia: la utopía en el horizonte
2. Villautopía: laboratorio racial
3. Quauhnáhuac: bajo el volcán
4. Galeras: un ejido sufridor
5. Comala: una rica estancia de silencio
6. Ixtepec: pueblo ocupado
7. Plan de abajo: instrucciones para reír (o no reír) de la provincia
8. Placeres: todo aquí es prosa
9. Santa Teresa: el secreto del mundo
10. La Matosa: México al fin
x. Aztlán
Notas
Sobre este libro
Sobre el autor
Créditos
Para Emma y Elena
Para Lorena
¿En qué país estamos, Agripina?
Juan Rulfo
It is not down in any map; true places never are.
Herman Melville
En el principio está Aztlán —y Aztlán está en ninguna parte.
Entrada
Añadir provincias al Ser, alucinar ciudades
y espacios de la conjunta realidad, es aventura heroica.
Jorge Luis Borges
I am lost in a strange region; I have no map.
Graham Greene
Un país es una complicada suma de espacios materiales e imaginarios. Hay lugares concretos, tangibles, en los que viven y se cruzan millones de hombres y mujeres tangibles y concretos. Hay lugares menos evidentes, no por ello menos relevantes, que descansan suspendidos en ninguna parte, de algún modo ajenos a la ruina del tiempo, alguna vez especulados en un poema o una novela y desde entonces visitados por puñados o multitudes de lectores. Esos espacios ficticios no ocupan un punto preciso en el mapa del territorio nacional y, sin embargo, son parte fundamental de la trama sensible del país. Este libro es un atlas —parcial e incompleto, como todos los libros, como todos los atlas— de esos sitios literariamente existentes.
Si uno consulta un mapa de la República mexicana, no encontrará allí indicios de Villautopía, Placeres o Santa Teresa. Tampoco hallará rastros de tantos otros sitios —ciudades, pueblos, islas, ejidos, rancherías— fundados desde hace siglos por la literatura mexicana. Eso no significa que esos lugares no existan —existen—. Solo confirma que los mapas son escasos y poco fiables.
Es famosa la parábola de Borges sobre los mapas y el imperio.1 En un imperio remoto y riguroso, va la historia, el arte de la cartografía alcanzó tal perfección que los mapas de las provincias ocupaban ciudades enteras, y el del imperio, toda una provincia. No satisfechos con ello, los colegios de cartógrafos acabaron por levantar un buen día un mapa del imperio que tenía el tamaño justo del imperio y coincidía puntualmente con los accidentes de su territorio. “Menos adictas al estudio de la cartografía”, las generaciones siguientes entendieron, sin embargo, que “ese dilatado mapa era inútil y no sin impiedad lo entregaron a las inclemencias del sol y los inviernos”. No lo dice ya Borges pero es fácil desprenderlo: también entendieron que los mapas son útiles solo si son alegóricos y falaces. Para cumplir su misión, los mapas deben ofrecer no una copia fiel sino apenas una imagen reducida, expurgada, deformada del territorio que fingen duplicar. Para hacer aparecer un imperio, deben primero desaparecerlo y después arrojar sobre la superficie del papel algunos de sus restos menos relevantes.
Lo que queda fuera del mapa: eso es lo que importa aquí —y en todas partes—.
En 1670 Carlos de Sigüenza y Góngora dibujó —el pulso no demasiado firme— el primer mapa general de México. Aquello era entonces la Nueva España pero casi da lo mismo: lo que aparece allí ya es la silueta del país futuro, las dos cadenas montañosas que habrán de atravesarlo y una barroca profusión de marcas y topónimos para señalar puntos y poblados que en su mayoría todavía existen. Quién sabe si animado por la fantasía o por el horror al vacío, Sigüenza añadió islas, multiplicó los montes y engordó el contorno del territorio hasta hacerlo parecer menos un cuerno de la abundancia que una deslucida berenjena. Los mapas que vendrían después se darían a la obvia tarea de adelgazar y “corregir” —con menos imaginación que método— el trabajo de Sigüenza. Ya la célebre Carta General de la República preparada por Antonio García y Cubas a mediados del siglo xix ajusta las distancias, afina el istmo, borra lo que Sigüenza sumó, agrega lo que olvidó y reconoce —pobre patria— la pérdida de la mitad del territorio ante el vecino del norte. Otros muchos mapas irán registrando años más tarde, casi en tiempo real, las vías y las calles y las carreteras con las que Díaz y la Revolución a la vez construyen y destruyen la nación. Hoy, delineados desde el espacio, los mapas ya no solo alardean de comprender todo el territorio sino de dirigirnos en el camino, dictándonos qué ruta tomar en todo momento, y aun de incluirnos a nosotros —nuestras casas, nuestras figuras, nuestros rostros— en sus proyecciones digitales. El mapa, es ahora la idea, es el imperio sin la obligación de tener el tamaño del imperio.
Mientras más precisos son y más presentes están los mapas, más claro queda, sin embargo, que no vivimos en los mapas, y ni siquiera en el territorio que los mapas proyectan. Los humanos, se ha dicho muchas veces, vivimos en mundos de segundo mano, producidos, posproducidos, saturados de sentidos y fantasmas que ni los mejores cartógrafos, ni los mejores satélites, pueden capturar. No andamos nada más entre ríos y volcanes y mares sino entre ríos y volcanes y mares que tienen nombres y significan. No recorremos las ciudades o los pueblos como quien avanza sordamente de un punto a otro sino como quien se pasea, o se pierde, entre imágenes y formas y enunciados, en caminos ya muchas veces recorridos, entrando y saliendo de plazas y edificios que son plazas y edificios pero también relatos y memorias. Así habitamos nuestros lugares: a través de mitologías personales y colectivas, en espacios tan geográficos como imaginarios que se bifurcan una y otra vez en senderos y discursos. Es por ello que si de veras se quiere entender un país —e incluso la geografía de un país— es buena cosa ojear los mapas pero aún mejor es atender sus historias, explorar sus mitos, visitar los espacios que sus libros recrean o inventan.
Escribir una novela es proyectar un espacio. El novelista, la novelista, imagina personajes y situaciones, confabula conflictos y vueltas de tuerca pero, por encima de todas las cosas, dispone distancias y desplazamientos. Este personaje debe ir de un punto a otro —lo mismo anímica que espacialmente— para encontrarse con aquello que busca o perder aquello que tenía. Aquel otro debe andar, como sin maravillarse, por un espacio en el que el autor va haciendo aparecer de la nada casas y calles y parques y cantinas y morideros. Basta con que el autor lo diga una vez para que las cosas existan para siempre: ahí está, de pronto, un jardín y por allá aparece, también de repente, la habitación en la que el protagonista encontrará el arma que, muchas páginas más tarde, habrá de matarlo. La narrativa, incluso la más costumbrista, es siempre performativa: antes que decir el espacio, lo produce. En última instancia, una novela, tal como quería Bajtin, no es otra cosa que una cierta disposición de cronotopos, un particular arreglo de esas unidades en las que el tiempo y el espacio se funden y las horas se cuentan en metros y los metros en horas.
Leer una novela es, también, proyectar y recorrer espacios. Se sabe: a medida que leemos, vamos construyendo sobre el mundo que los autores proponen. Ahora añadimos detalles y colores a los lugares que ellos describen. Ahora poblamos con nuestras cosas los espacios que ellos amueblan solo a medias. Así como los personajes, también nosotros recorremos —aburridos o fascinados— los lugares que la novela va desplegando, intentando mapear en nuestra mente —y a veces sobre algún papel— las rutas que seguimos. Avanzamos además de otra forma: a través del libro, de la primera a la última página. Como escribió Gérard Genette, la narrativa existe en el espacio y como espacio, y el tiempo que nos lleva leerla es el tiempo que nos supone atravesarla de un extremo a otro.2 Para no hablar, por otro lado, de la manera en que en el recuerdo se confunden, casi siempre felizmente, los espacios de la novela y los espacios en que leímos la novela.
El grueso de las novelas —ninguna de las que se habla en este libro— reconstruye poblados ya existentes. Con más o menos fervor realista, representan una y otra vez regiones y ciudades, pueblos y caseríos, que uno puede localizar sin mayor problema en el mapa. A veces la representación es trabajosa y son multitud las señas, los letreros, los elementos que refieren a este barrio o aquel río. A veces el retrato es mínimo y apenas si despuntan dos o tres marcas del espacio geográfico —el geoespacio, diría Edward Soja—3 en que se sitúa la trama. De un modo u otro, da lo mismo: esas obras radican en un punto específico del mundo y ese punto satura, con su pila de asociaciones previas, toda la obra. No necesita la novela registrar todos los rincones de París, Río de Janeiro o Puebla para hacerse de las atmósferas y los significados de esas ciudades. Basta con que diga su nombre, basta con que afirme estar ubicada en ese sitio, para que ya uno añada prejuicios y expectativas a las páginas y lea el relato como un relato parisino, carioca o poblano. Es cosa curiosa: esas novelas no pueden remedar el lugar al que están atadas —cuando lo intentan, producen otro sitio— pero tampoco pueden desprenderse de las connotaciones que ese lugar arrastra. Dicho de otra forma: ni coinciden plenamente con el espacio geográfico ni flotan soberanamente al margen. Geoespacio y novela se traban en una relación más bien asimétrica en que la, además de todo, el mundo material continúa andando en el tiempo mientras que las novelas se quedan de algún modo fijas, cada vez más lejos del original que pretendían imitar.
Las novelas de las que se habla aquí inventan mundos. Son mundos.
En el principio la voz humana imaginó lugares ficticios —a veces terribles, a veces templados— para depositar allí, lejos de la materia, mitos y verdades que debían ser buenos para todos los hombres y todas las mujeres y todos los tiempos. Después la escritura multiplicó el número de mundos apócrifos y pobló todos ellos con una abundante demografía de deseos y temores. La historia de la literatura está plagada de esos lugares imaginarios, y esos lugares son vastos y misteriosos. Los hay utópicos, como la república de Platón o la isla de Moro o la Nueva Filadelfia, y los hay distópicos, como las pesadillas de Huxley, Orwell, Atwood, Saramago y tantos otros. Los hay fantásticos, como Tlön, Lilliput o la Tierra Media, y los hay realistas-a-su-manera, casi a ras de suelo, apenas sobrepuestos sobre el mapa, como la Yoknapatawpha de Faulkner, la Santa María de Onetti o la Quauhnáhuac de Malcolm Lowry. Algunos son levantados para satirizar ciertos sitios, y otros, para ensayar en sus páginas alguna teoría, algún principio, que más tarde debería ser aplicado en todo el orbe. Unos son radicales y practican una sintaxis distinta —otros usos, otras formas— a la de nuestras ciudades. Otros se parecen demasiado a los lugares que pisamos, a veces sospechosamente, pero llevan un nombre distinto —no Oviedo sino Vetusta, no Guanajuato sino Cuévano, no Juárez sino Santa Teresa—, y ya solo eso les gana una salvaje autonomía. Como Macondo o Comala, como Ixtepec o Diomiri, como Orsinia o La Matosa, todos estos lugares —no importa si son extravagantes, no importan si no son extravagantes— son a un tiempo insólitos y familiares, capitales y orilleros, y a la vez nos llaman y nos descolocan.4
Al revés de aquellas obras atornilladas a un punto preciso del mapa, las novelas que inventan su propio espacio son siempre acontecimientos: algo que no estaba allí, un lugar que no había sido contado ni mapeado ni previsto, irrumpe de pronto con ellas. Es posible que esos lugares recién fundados sean visitados apenas por un puñado de lectores y sean olvidados, tal vez con justicia, rápidamente. Es probable que perduren y hospeden una verdad también nueva para sus visitantes. De cualquier manera, esos lugares son singularidades, espacios que flotan anómala y soberanamente en un sensorio que los instrumentos cartográficos no perciben. En aquellas novelas miméticas hay dos espacios: un espacio geográfico previo y el espacio que la novela produce para representarlo. Aquí solo existe la obra: la obra funda el espacio, la obra es el espacio. Allá reaparece el mundo; aquí aparece por vez primera.
¿Qué tanto pesan los lugares imaginados por la literatura? ¿Cuánto miden? ¿Con qué materiales —además de tinta y papel y palabras— están compuestos? Los lugares imaginarios —hay que empezar por ahí— existen. Existen porque los libros donde radican existen. Existen porque pueden ser experimentados —es decir: leídos—, y aun recorridos —de un lado al otro del libro— y depositados en distintos archivos. Existen porque una y otra vez se desdoblan sobre el mundo material y cobran allí distintas formas, ya en una maqueta en algún museo, ya sobre una pantalla de cine, ya en una ciudad que los lectores visitan porque sospechan que algo tiene de la ciudad ficticia. Casi fatalmente esos lugares imaginarios terminan teniendo para sus lectores, además, tanta o más sustancia que la mayor parte de los sitios del orbe, esos sí especulares, jamás visitados ni padecidos. Así por ejemplo: con la misma convicción con la que muchos sostienen que los dioses están vivos y presentes, otros muchos podemos asegurar la íntima existencia de Comala y afirmar que ese pueblo fantasma, hecho todo de prosa, nos resulta menos virtual, con más volumen y peso, que los incontables pueblos que no hemos pisado, o que hemos pisado precipitadamente, y cuyos espacios ignoramos o hemos ya olvidado.
Acaso deberíamos sumar las ciudades y los pueblos imaginarios a la lista de heterotopías que Michel Foucault empezó a levantar en los años sesenta del siglo pasado.5 Las heterotopías, decía Foucault, son espacios otros, a la vez prendidos y desprendidos de la sociedad en la que residen, dueños de una lógica propia y punto de encuentro de distintos emplazamientos y funciones. Heterotopía es el jardín, capaz de contener universos verdes a la mitad del gris urbano, y heterotopía es el cementerio, ciudad de muertos, gemela oscura de la de los vivos. Heterotopía es el barco —“pedazo flotante de espacio, lugar sin lugar que vive por él mismo”— y también lo es el espejo, cuyo reflejo existe y no existe, nos mira y miramos, a la vez que afirma simultáneamente la absoluta realidad e irrealidad del aquí y ahora. Todo esto puede decirse de los lugares que la literatura inventa, y aun otra cosa: esos espacios son además heterotopías en cuyo interior habitan a menudo otras heterotopías.
Otra peculiaridad de los lugares imaginarios: no dejan huella ecológica. Flotando tenuemente sobre el territorio, no afectan la corteza terrestre ni extraen recursos del subsuelo ni ensucian las aguas o la atmósfera. Desanclados de la tierra, los mejores de ellos ofrecen, además, una perspectiva aérea y cambiante del mundo allá abajo, un mirador flotante desde el cual es posible observar el tiempo y el espacio a pequeña y gran escala: ahora vemos una localidad precisa y ahora el planeta sobre el que esa localidad se extiende como cáncer, ahora avistamos un momento particular de la historia y ahora la larga, destructiva duración del Antropoceno.
La narrativa mexicana —para fijarnos de una vez por todas en un sitio— ha detonado una amplia constelación de lugares imaginarios. Ya la primera de nuestras novelas, El periquillo sarniento (1816), contenía, entre sus cientos de páginas costumbristas, una isla utópica, la isla de Saucheofú, perdida en algún punto del Pacífico, habitada por metódicos orientales e imagen feliz de lo que el México independiente podría ser. Ya algunos de los mejores cuentos y novelas que se escriben justo ahora en el país añaden geografías a esa lista, lo mismo el Trópico Negro de Fernanda Melchor que los escenarios futuristas de Andrea Chapela o las aldeas medievales de Verónica Murguía. En los dos siglos que se extienden entre un momento y otro, ¡epidemia!: una legión de ciudades y pueblos y ranchos y barrios y calles —fantásticos o apenas irreales, logrados o malogrados, ideales o desastrosos— que han multiplicado incontablemente los incontables espacios del mundo.
Se suele repetir, sin embargo —la voz triste, el ceño afligido—, que la literatura mexicana es apenas fantástica y abrumadoramente realista. Quizás sea verdad que los relatos plenamente especulativos (horror, fantasía, utopía, ucronía, ciencia ficción) han sido escasos en nuestras letras, pero no lo es que nuestra narrativa carezca, o haya carecido, de imaginación y alucinaciones. Justo lo contrario: uno de los rasgos vitales de la narrativa mexicana es la frecuencia con que ha echado mano de la especulación y lo fantástico para representar el país y su materia. Piénsese en esas mezclas de irrealidad y vida cotidiana, costumbrismo y magia, que despuntan con regularidad (Efrén Hernández, Amparo Dávila, Guadalu
