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Bartley y yo

Gay Talese

Fragmento

libro-4

Capítulo uno

 

 

 

 

 

Nueva York es una ciudad de cosas que pasan inadvertidas. Es una ciudad con gatos durmiendo bajo vehículos aparcados, dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio y miles de hormigas arrastrándose sobre la cima del Empire State Building. Probablemente las hormigas acabaran ahí transportadas por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe con certeza; las hormigas son tan desconocidas para la gente de Nueva York como el mendigo que coge taxis hasta el Bowery, o el hombre atildado que rebusca entre los cubos de basura de la Sexta Avenida, o el médium que ronda por los números setenta de la zona oeste asegurando: «Soy clarividente, clariaudiente y clarisensorial».

Nueva York es una ciudad para excéntricos y una fuente de retazos de información extraña. Los neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, pero cuarenta cuando están tensos. La mayoría de los que mastican palomitas en el estadio de los Yankees hacen una breve pausa justo antes de un lanzamiento. Los que mastican chicle en las escaleras mecánicas de Macy’s hacen una breve pausa, justo antes de abandonarlas, para concentrarse en el último escalón. Los encargados de limpiar la piscina de los lobos marinos en el zoo del Bronx se encuentran monedas, clips, bolígrafos y monederos de niñas…

En Nueva York, del amanecer al atardecer, día tras día, uno puede oír el retumbo constante de los neumáticos sobre el asfalto del puente George Washington. El puente jamás está del todo inmóvil. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento. Sus grandes venas de acero se dilatan con el calor y se contraen con el frío; el asfalto suele estar tres metros más cerca del río Hudson en verano que en invierno. Es casi una estructura inquieta y de una belleza grácil que, a modo de seductora irresistible, guarda secretos a los románticos que la contemplan, los escapistas que saltan desde ella, la chica regordeta que recorre fatigosamente sus mil sesenta y seis metros con la intención de bajar de peso, y los cien mil motoristas que la cruzan a diario se estampan contra ella, pagan de menos en el peaje, se quedan atrapados en un atasco…

 

Escribí estas palabras hace más de sesenta años, cuando era un joven reportero en The New York Times. Al crecer en un pueblecito de la costa de Nueva Jersey a finales de los años cuarenta, mi sueño era poder trabajar algún día para un gran periódico. Ser redactor de noticias no era forzosamente lo que tenía en mente. Las noticas eran efímeras y ponían el acento en lo negativo. En buena medida se ocupaban de aquello que había ido mal el día anterior, antes que hacerlo en lo que había ido bien. Parafraseando a Bob Dylan, se alimentaban mucho de «noticias que no servían para nada». O se ejercía el «periodismo-te-pillé», en el que reporteros armados con grabadoras conseguían que figuras públicas se pusieran en ridículo al intentar responder preguntas capciosas.

En cualquier caso, las noticias siguen basándose a diario en las declaraciones o actividades de gente notable: políticos, banqueros, líderes empresariales, artistas, miembros del mundo del espectáculo y atletas. A los demás se los ignora, a menos que se hayan visto involucrados en un crimen o en un escándalo, o hayan sido víctimas de un accidente o de una muerte violenta. De haber vivido de acuerdo con la ley y sin sobresaltos, y haber muerto de causas naturales, los editores de obituarios no habrían encargado a un redactor que escribiera acerca de ellos. No habrían sido carne de noticia. En esencia, habrían sido unos donnadies. Cuando me incorporé a la plantilla de The New York Times, a mediados de los años cincuenta, mi deseo era especializarme en escribir acerca de los donnadies.

Como lector siempre me había sentido atraído hacia los escritores de ficción, capaces de que la gente corriente pareciera extraordinaria. Los que creaban a un alguien memorable a partir de un donnadie. Entre los escritores que lo habían logrado estaba Herman Melville, cuyo excepcional relato sobre un donnadie se titula «Bartleby, el escribiente».

Aparecida en Putnam’s Magazine en 1853, dos años después de la publicación de la novela Moby Dick, la historia tiene lugar en un despacho de abogados, pequeño y deprimente, ubicado en la segunda planta de un edificio de Wall Street. El narrador en primera persona es un veterano abogado que carece de nombre, pero que es descrito como un individuo apacible y carente de vanidad y de desaforadas ambiciones profesionales. En vez de lidiar con casos en los tribunales que le granjeen reconocimiento público, opta por llevar con templanza «un negocio desahogado, entre los bonos, hipotecas y escrituras de hombres ricos».

Puesto que en esta época los documentos legales se copiaban a mano, recurriendo a pluma y tinta, el abogado delega este cometido tan tedioso como arduo en un escribiente recién contratado que responde al nombre de Bartleby. Queda a discreción del lector si con él se refiere al nombre de pila o al primer apellido. En cualquier caso, Bartleby —«insípidamente pulcro, lastimosamente respetuoso, incurablemente triste»— deja una buena primera impresión al permanecer todo el día en silencio y aplicado en la tarea, cabeza gacha, pluma en ristre, garabateando fervorosamente desde su mesa rinconera, detrás de una pantalla alta y batiente de color verde, que el abogado ha colocado ahí con la idea de garantizar cierta privacidad tanto a sí mismo como al nuevo empleado.

La mesa del abogado está situada en el mismo lado de la habitación que la de Bartleby, mientras que dos escribientes veteranos y un chico de los recados —un joven voluntarioso, pese a ser apenas pubescente, que gana un dólar a la semana haciendo recados y barriendo un suelo carente de alfombra— se sientan en el lado opuesto. Bartleby jamás inicia una conversación con sus colegas escribientes ni con el abogado, pero una vez al día sí que intercambia unas pocas palabras con el recadero, por detrás de su pantalla. Acto seguido, el chaval abandona el despacho con una melodía de monedas tintineantes y se dirige a comprar un puñado de galletas de jengibre con nueces para Bartleby, de las que se queda un par. Bartleby parece alimentarse a base de galletas de jengibre con nueces. Nunca sale a almorzar. Cuando el abogado y los demás abandonan el despacho al final de la jornada, siempre dejan a Bartleby encorvado sobre su escritorio, trabajando a la luz de las velas.

Con el paso del tiempo, sin embargo, la alta estima que el abogado profesa por Bartleby sufre un cambio. Esto ocurre cuando, por primera vez, le solicita a Bartleby que lo ayude a repasar un documento legal. Hasta ese momento, Bartleby no ha hecho otra cosa que escribir en absoluta soledad tras su pantalla, sin unirse ni una sola vez a sus compañeros en la tarea de cotejar escritos para asegurarse de que los originales y los duplicados son idénticos, palabra por palabra. En los días de mucho ajetreo, incluso el abogado, junto con el avispado chico de los recados —que aspira a ejercer de abogado—, arrima el hombro.

Si bien Melville retrata al abogado como un hombre razonable, también deja claro que en ningún momento ha olvidado que él es el jefe —uno que «contaba de forma natural con la obediencia inmediata de sus subordinados»—, por lo que en esta ocasión en particular, después de haber llamado a Bartleby por su nombre y de haberle explicado lo que espera de él, le coge por sorpresa escuchar la suave voz de Bartleby llegándole desde detrás de la pantalla y que le dice: «Preferiría no hacerlo».

Asumiendo que Bartleby no lo ha entendido, el abogado conmina de nuevo a su asistente a que emerja de detrás de la pantalla, se traiga consigo su silla y se una a la labor de verificar el texto. Pero una vez más, con educación pero rotundidad, y sin moverse un centímetro de su sitio, Bartleby responde: «Preferiría no hacerlo».

Esta vez el abogado se levanta de un vuelo de su escritorio, deja atrás la pantalla a grandes zancadas y mirando desde arriba a Bartleby repite: «Preferiría no hacerlo». A continuación, añade: «¿A qué se refiere? ¿Ha perdido la cabeza? Quiero que me ayude a cotejar este documento. ¡Cójalo!».

«Preferiría no hacerlo», responde Bartleby, recurriendo de nuevo a un tono tan apacible y deferente que deja a su jefe sin palabras, perplejo y confuso.

 

Lo miré con detenimiento. Su rostro era anguloso. Sus ojos grises transmitían una calma profunda. Ni el menor rastro de agitación alteraba su compostura. De haber detectado la más pequeña muestra de malestar, rabia, impaciencia o impertinencia en su actitud; en otras palabras, de haber reconocido cualquier señal ordinaria de humanidad, no me cabe duda de que lo habría echado del despacho de forma enérgica.

 

Los académicos y críticos que han estudiado «Bartleby, el escribiente», y ofrecido incontables seminarios a lo largo de los años dedicados a reflexionar sobre su significado, han concedido una gran relevancia al subtítulo que Melville le añadió: «Una historia de Wall Street». Se ha sugerido que el despacho del abogado, opresivo y al que apenas llega la luz del sol, refleja la sombría opinión que a Melville le merecía la comunidad financiera, al tiempo que Bartleby simboliza simultáneamente la oposición al capital, las víctimas de este y un ejemplo de «alienación marxista de cuello blanco». Entre el amplísimo abanico de comentarios se cuentan los siguientes: «Bartleby es como una rata de laboratorio atrapada en un laberinto sin salida», «Lucha negándose a luchar», «“Preferiría no hacerlo” deviene el mantra de los desposeídos y desplazados», «El relato está en manos de un narrador que, a imagen de la sociedad movida por el dinero a la que pertenece, irónicamente, vacía de energía la vida de Bartleby, al tiempo que verbaliza una piadosa preocupación por él», «Bartleby no muestra emoción alguna a lo largo de la historia».

Esta última apreciación no es del todo cierta. Hacia el final del relato, Bartleby es detenido y encarcelado tras negarse a abandonar el viejo edificio una vez ha sido despedido de su trabajo y el despacho de abogados se ha trasladado a otro sitio. El día en que el abogado lo visita en el patio de la prisión, se muestra insólitamente irritado.

Rechaza el saludo del abogado y declara: «Lo conozco y no tengo nada que decirle». El silencio se extiende entre ambos hasta que el letrado advierte la inutilidad de permanecer ahí. Antes de abandonar el lugar, sin embargo, lleva a cabo un gesto de buena voluntad: entrega dinero a un empleado de la cocina para garantizar que será bien alimentado. Sin embargo, esto también se demuestra fútil, pues Bartleby se declara en huelga de hambre y acaba muriendo de inanición en la cárcel.

El relato acaba con el afligido abogado mencionando que más adelante recibió un informe algo vago en el que constaba que Bartleby, antes de ser contratado como escribiente en su despacho, había estado empleado en la Oficina de Correo no Distribuido de Washington, un puesto que perdió con el cambio de administración. Aunque el abogado no es capaz de confirmar la veracidad del informe, se toma un momento para imaginar lo desmoralizante y deprimente que esta experiencia debió resultar para Bartleby, la tarea de «trasegar sin descanso esas misivas jamás entregadas y decidir cuáles acabarían arrojadas a las llamas».

Con todo, el abogado insiste en que no está seguro de que Bartleby estuviera ahí destinado, a lo que se suma el hecho de que, a lo largo del extenso relato, el lector no descubre nada acerca de la vida privada y de las motivaciones de Bartleby.

Capítulo dos

 

 

 

 

 

Durante la elaboración de mis piezas periodísticas y mi prolongada estancia en la ciudad de Nueva York, he conocido a mucha gente que, de un modo otro, me han recordado a Bartleby. Hablo de gente con la que puedo tratar regularmente, pero cuyas vidas privadas permanecen como tales. Quizá conozca sus nombres, o no los conozca, quizá nos limitemos a saludarnos con un simple gesto de la cabeza, lo que no quita que nuestros caminos se crucen sin descanso mientras ellos desempeñan sus tareas como porteros, cajeros de bancos, recepcionistas, camareros, carteros, mozos de mantenimiento, personal de la limpieza y trabajadores en una ferretería, lavandería, farmacia u otros lugares que empleen a personas que encajen con la definición de un donnadie que tendría un editor de obituarios.

Cuando The New York Times me contrató —empecé a los veintiún años como chico para todo, era el verano de 1953 y ganaba treinta y ocho dólares semanales—, lo primero que llamó mi atención cuando entré en la amplísima redacción de la tercera planta, ubicada en el interior del antiguo edificio de oficinas de estilo gótico de la calle Cuarenta y tres con Broadway, fueron las mesas en forma de herradura tras las que se sentaban los cuerpos inclinados de docenas de correctores. Casi todos eran hombres que lucían viseras de plástico verdoso y que, lápices en ristre, leían, corregían y revisaban las páginas mecanografiadas de los artículos que yacían frente a ellos y que iban a ser publicados al día siguiente.

Los lectores del diario y también la mayoría de los redactores con firma desconocían los nombres de los correctores. Igual que Bartleby, los correctores estaban físicamente próximos a sus compañeros de trabajo, al tiempo que mantenían las distancias desde un punto de vista social y emocional: apiñados durante horas en los bordes de las mesas curvas que se desplegaban en mitad de la redacción, sus movimientos reducidos al mínimo y sus conversaciones esporádicas, incluso entre ellos. Eran individuos reservados, pensativos y reflexivos, volcados por completo en leer y evaluar lo que merecía publicarse en la próxima edición y acabar preservado por toda la eternidad en los archivos del diario.

Después de revisarse la edición definitiva y ser aprobada por el jefe de corrección y un puñado de editores veteranos, el artículo se enviaba a la sala de maquetación del piso superior a través de un conducto de aire. Allí las palabas del reportero eran volcadas por los linotipistas en unos tipos de metal que seguidamente se colocaban sobre unas bandejas y eran manipulados por un equipo de impresores hasta encajar con precisión dentro de los márgenes de las páginas. Los nombres de estos últimos apenas los conocía nadie y sus voces raramente se hacían oír. Un número destacado de impresores de The New York Times, y de muchas otras publicaciones, estaban sordos como tapias.

Lo que en otras ocupaciones podría haberse visto como una desventaja, bien podría tornarse una ventaja si uno trabajaba cerca de las ruidosas entonaciones de la sala de maquetación, y todavía con más motivo si se estaba cerca de las gigantescas, ensordecedoras y velocísimas máquinas de impresión, ubicadas en el sótano y el subsótano de las catorce plantas que conformaban el edificio del diario. Aquí, una vez las máquinas comenzaban por la tarde a funcionar, el sonido era tan abrumador que solo unas pocas personas con plenas facultades auditivas eran capaces de soportarlo; además, las vibraciones resultaban tan intensas que llegaban al departamento publicitario de la segunda planta, a la redacción de la tercera planta e incluso a la sala de maquetación de la cuarta.

Una vez completado el trabajo nocturno, mientras miles de ejemplares impresos se repartían en fardos encintados y eran amontonados en furgonetas de reparto, algunos de los impresores cruzaban la calle y se dirigían al Gough’s Chop House, en el 212 de la calle Cuarenta y tres Oeste, para tomarse una cerveza y un chupito de whisky. Los impresores se distinguían por llevar sombreritos fabricados con el papel del diario, manchados de tinta, en forma de caja y doblados por las cuatro esquinas. A pesar de que recurrían al lenguaje de signos para pedir sus bebidas, el barman del Gough’s parecía entenderlos.

Si bien nunca tuve relación personal alguna con un impresor o un corrector, con frecuencia los podía observar de cerca cuando, fuera de las horas de trabajo, acudía al Gough’s junto con otros chicos de los recados, donde las hamburguesas costaban treinta centavos y nuestros cheques semanales adoptaban la forma de dinero en mano. Los impresores solían concentrarse en la barra, mientras que los correctores preferían apostarse en uno de los reservados al final del local, sentándose cerca, pero sin socializar, con los reporteros que también podían encontrarse ahí dando cuenta de una cena tardía.

Este sentido de la distancia no era, en absoluto, una señal de falta de respeto entre ambos; más bien surgía del entendimiento, respaldado de forma tácita por las altas esferas. Evitar que los reporteros y los correctores tuvieran una relación estrecha probablemente jugaba a favor de los intereses del diario. Trabajaban para la misma cabecera, cierto, pero sus prioridades eran diferentes. Los reporteros recolectaban los hechos. Los correctores los comprobaban. Los reporteros eran seductores natos que procuraban convencer a sus fuentes externas de que se abrieran más a ellos, mientras que los correctores eran los guardianes del diario, los rectificadores, los garantes de sus estándares. Se habían formado para podar las historias, revisar la gramática, clarificar lo que no quedaba claro. Renunciar a trabar amistad con los redactores les facilitaba la labor de resistirse a las súplicas de aquellos deseosos de contar con más espacio para sus piezas o de restituir esa frase predilecta que el corrector había considerado demasiado adornada y, por ello, eliminado.

Los redactores no debían elevar sus reparos sobre la edición de sus textos directamente al corrector de turno, sino consultarlo con el editor, una opción arriesgada por cuanto este, incómodo con los conflictos, podía considerar al reportero un quejica y reducirle los encargos. En cualquier caso, el espacio delimitado por las mesas con forma de herradura era territorio vetado para los reporteros de aquel entonces. En tanto que chico de los recados, con frecuencia el corrector jefe, que ocupaba el hueco que quedaba dentro de la herradura —y que recibía el mote de «el hombre de la ranura»—, me asignaba tareas. Sin embargo, más adelante, durante mi década como reportero, me cuidé de acercarme a aquella zona y, en consecuencia, jamás traté estrechamente con los correctores.

Esto no impidió que siempre me despertaran curiosidad. Creía que poseían historias interesantes que contar y que llevaban vidas más ricas de lo que aparentaban. Una noche le estaba dando vueltas a esta idea cuando vi a un corrector abandonar la redacción tras la jornada laboral con una funda de violín bajo el brazo.

Capítulo tres

 

 

 

 

 

Por esta época conocí a uno de los electricistas de The New York Times. Una tarde, antes de acudir al trabajo, lo entrevisté para una pieza corta que más tarde deposité en el buzón del editor. Aquellas fueron las primeras palabras que publiqué en el diario, el 2 de noviembre de 1953. Aparecieron en el editorial, que por entonces no iba firmado, pero a la semana siguiente a mi cheque le habían añadido un extra de diez dólares.

El electricista sobre el que escribí era un caballero fornido, cordial, con gafas y de cincuenta largos que se llamaba James Torpey. El señor Torpey se encargaba del célebre rótulo electromecánico de noticias con letras móviles, ayudado en ocasiones por uno o dos asistentes. Este estaba iluminado por casi quince mil bombillas de veinte voltios y desplegaba los titulares de última hora en una tipografía dorada de metro y medio de altura, la cual discurría a lo largo de la cornisa del cuarto piso del edificio esbelto, en forma de cuña y de veinticinco plantas que conformaba la Times Tower. Este edificio ornamentado, cerca de la esquina de Broadway con la calle Cuarenta y dos —emplazamiento también del «descenso de la bola», el ritual festivo que marca el inicio del nuevo año—, fue construido en 1903 y ejerció de sede del diario hasta que se le quedó pequeño. Por ello, en 1913, se trasladaron a unas instalaciones mucho más espaciosas, ubicadas a menos de una manzana de distancia, en el 229 Oeste de la calle Cuarenta y tres.

De todos modos, la familia Sulzberger, propietaria del diario, era reacia a vender el edificio Tower, básicamente por motivos sentimentales. La primera piedra había sido colocada en 1904 por una colegiala de once años, que en la actualidad era la longeva matriarca del diario, Iphigene Ochs Sulzberger, hija única del propietario del periódico, Adolph S. Ochs, fallecido en 1935. El mando pasó de Ochs al marido de Iphigene, Arthur Hays Sulzberger. En el discurso que ofreció la pequeña Iphigene en 1904, dedicó el edificio Time Tower al «provecho de la raza humana». Por entonces era el segundo edificio más alto de Nueva York, superado únicamente por un rascacielos de veintinueve plantas en el número 15 de Park Row, cerca del ayuntamiento, en manos de un sindicato encabezado por un financiero y amante de los caballos llamado August Belmont, quien en 1905 inauguró el hipódromo de Belmont Park en Long Island.

El señor Belmont, que había hecho buenas migas con Adolph Ochs, alertó al dueño de The New York Times sobre los planes de construir una nueva estación de metro en la calle Cuarenta y dos. Esto sin duda pesó en la decisión de Ochs de desplazar en sentido norte la sede situada en el número 41 de Park Row, y optó por construir su edificio Tower dentro de lo que por entonces era Longacre Square, plaza cuyo nombre tenía raíces londinenses. Tres meses después de que Iphigene hubiera colocado la primera piedra, Longacre Square fue rebautizada como Times Square en honor a su nuevo vecino periodístico.

Cuando me incorporé al diario en 1953, ocho años antes de que los miembros más jóvenes y menos sentimentales de la familia Sulzberger vendieran el Tower a un ejecutivo publicitario y diseñador de rótulos llamado Douglas Leigh, los únicos empleados de The New York Times que seguían trabajando en el edificio se encontraban en el departamento de anuncios clasificados, situado en la planta baja, y los operarios del rótulo eléctrico, ubicados en la cuarta. El resto de los ocupantes de esta estructura angosta y extrañamente cuadrilátera era un número menguante de empresas comerciales en alquiler. Los escalones que conducían a la entrada principal del edificio desde la acera servían de punto de entrega para los conductores de las furgonetas de reparto que cada día descargaban ejemplares recién impresos del New York Daily News, New York Mirror y otros periódicos. Como parte de mi trabajo, cada noche me encargaba de recogerlos y entregarlos en la redacción de la calle Cuarenta y tres, donde varios editores se apresuraban a estudiarlos con la esperanza de no hallar ninguna noticia relevante que se le hubiera escapado a The New York Times.

En una ocasión, llegué al Tower mucho antes que las furgonetas de reparto, e impelido por la curiosidad me aventuré por las escaleras hasta la cuarta planta y me detuve frente a una puerta abierta que daba acceso a una habitación repleta de maquinaria y componentes, cuyas funciones y propósitos se me escapaban. De inmediato, captó mi atención un tipo fornido que, subido a una escalera de espaldas a mí, alargaba su mano derecha hacia el nivel superior de una amplia pared llena de cajones. En aquella estantería se alineaban hileras y más hileras de lamas delgadas de color marrón, fabricadas con baquelita, el primer plástico sintético que hubo, y cuya forma y tamaño recordaban a las de los libros de bolsillo. También en lo alto, pero alejada de los cajones, había una correa que avanzaba muy lentamente y disponía de dos cinturones movedizos de goma, los cuales cruzaban el techo casi por completo antes de descender hasta engancharse y rodar por los bordes de una cinta transportadora industrial de hierro fundido, de unos nueve metros de largo, que se levantaba a poco más de un metro de altura del suelo.

Me quedé un rato observando la escena, y una vez el hombre bajó de la escalera y se dio la vuelta, lo saludé con educación y le dije que era un chico de los recados al que le interesaba mucho su trabajo. Asintió de forma amigable y me dedicó una sonrisa, presentándose como James Torpey, jefe operativo del rótulo de las noticias. Tras una pausa, me tendió una de las lamas que acarreaba, señalándome que se trataba de una placa de contacto eléctrica, compuesta por una letra metalizada de catorce centímetros montada en baquelita. La habitación contenía varios cientos de placas semejantes, me dijo, y cada una de ellas llevaba impresa una letra del alfabeto. En la placa de contacto que me dio aparecía la letra C.

El señor Torpey siguió contándome que, cuando le llegaba un titular por teletipo desde la redacción de la calle Cuarenta y tres, su cometido era desplegarlo lo antes posible, letra a letra, y luego palabra por palabra, utilizando las placas de contacto de un modo similar a como lo hacía un tipógrafo con sus tipos manuales. Una vez que las palabras en las placas que formaban el titular estaban en orden, se fijaban a un marco de metal largo y estrecho, que luego era colocado en un extremo de una cinta transportadora bien larga. Al activarse esta, se desplazaba hacia delante hasta entrar en contacto con unos cepillos eléctricos que estimulaban los miles de bombillas que tachonaban el rótulo de noticias del exterior, desplegando de forma inmediata y en letras centelleantes las palabras de metro y medio que conformaban el titular.

El señor Torpey me contó que el rótulo, de ciento quince metros de longitud, que se extendía por los cuatro costados del edificio y por el que giraban los titulares de derecha a izquierda, podía ser leído por la mayoría de los peatones a varias calles de distancia. Añadió que los dueños del periódico y él coincidieron en la inauguración del rótulo, el 6 de noviembre de 1928, y que el primer titular anunciaba la victoria de Herbert Hoover sobre Al Smith en las elecciones presidenciales.

Entre las «exclusivas» de Torpey estuvo el descubrimiento y muerte del hijo desaparecido del aviador Charles Lindbergh y Anne Morrow Lindbergh, en 1932. El niño había sido secuestrado de la cuna en la casa que sus padres tenían en Hopewell, Nueva Jersey. Más adelante, Torpey también fue el primero en anunciar que un jurado de Nueva York había declarado a Bruno Richard Hauptmann culpable del secuestro y asesinato del bebé, lo que desembocaría en su ejecución en 1936. El titular más gratificante que James Torpey había reproducido fue desplegado la tarde del 14 de agosto de 1945, tras la rendición japonesa y el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Pese a mis limitados conocimientos periodísticos, supe de inmediato que la historia de Torpey era de las buenas y que encajaba con mis intereses. Ahí tenía a un personaje de la estirpe de Bartleby, un escribiente discreto que pasaba desapercibido para la mayoría, reproduciendo palabras que irradiaban luz. Ahí, en el distrito de los museos, existía una suerte de coreógrafo que dirigía un elenco de palabras que brillaban y resplandecían. Y aún más importante, ahí estaba mi oportunidad de llamar la atención sobre un fabricante de titulares cuyo nombre jamás había aparecido impreso.

Sigue un fragmento de lo que se reprodujo en el editorial de The New York Times, el 2 de noviembre de 1953:

 

El rótulo eléctrico con noticias de Times Square cumplirá veinticinco años esta semana. Operativo desde el 6 de noviembre de 1928, coincidiendo con la noche electoral de Hoover y Smith, el rótulo no ha dejado de ser una de las sensaciones de Broadway, con sus letras doradas de metro y medio de altura girando alrededor de la Tower de The New York Times […] desde el ocaso hasta la medianoche […], con apenas tres interrupciones, todas ellas fruto de normativas restrictivas con el alumbrado público en tiempos de guerra.

Y en el marco de esta efeméride del rótulo eléctrico es de justicia reconocer la labor de James J. Torpey, un afable caballero que, en calidad de electricista jefe, ha sido el responsable de iluminar las noticias desde el primer día […]

En los últimos veinticinco años, sus servicios en la Tower con frecuencia han excedido sus responsabilidades. Por ejemplo, el Día de la Victoria, en 1945, el señor Torpey permaneció veintitrés horas y media en su puesto de forma ininterrumpida, a la espera de recibir luz verde desde el departamento de noticias de The New York Times para comunicar a la multitud que abarrotaba la plaza aquello que tanto había esperado: el anuncio oficial del final de la guerra.

Capítulo cuatro

 

 

 

 

 

Otro tipo discreto con el que trabé amistad durante mis rondas como chico de los recados fue Isaac Newton Falk, un archivero diminuto de sesenta años que trabajaba en el archivo situado al final del pasillo que partía de la redacción y al que todos llamaban «la morgue».

El espacio estaba dominado por múltiples hileras de altos armarios de acero, llenos de cajas de cartón que contenían decenas de millones de recortes de diarios, algunos de los cuales, amarillentos y quebradizos, se remontaban a principios del siglo XX e incluso más atrás. También se almacenaban en la morgue obituarios elaborados con antelación, a la espera de que falleciera la personalidad correspondiente y que habían sido escritos por reporteros que ya habían pasado a mejor vida. Al entrar en la morgue con frecuencia pensaba en la referencia de Bartleby a la Oficina de Correo no Distribuido.

La primera vez que me enviaron al archivo fue para recabar información de fondo sobre el metro de la ciudad a instancias del editor de la sección de transportes y fue Isaac Newton Falk quien me atendió. Solo su cabeza y sus hombros eran visibles al tenderme el material desde detrás del mostrador. Medía menos de metro y medio. Tenía unas cejas pobladas y sus gafas de montura metálica estaban espolvoreadas de caspa. Su cabello, gris y alborotado, asomaba por encima, por debajo y a través de la visera verdosa que lucía. Aparentaba ser tímido y un poco raro; pero a medida que lo fui conociendo me impresionaron su disposición, eficiencia e inteligencia.

Un día, durante una pausa para el café, me contó que de niño su madre, una devota de la música clásica, lo llevaba con frecuencia a conciertos y a la ópera, costumbre que le había provisto de unos amplísimos conocimientos acerca de los grandes compositores y su música. En consecuencia, cuando en la centralita del diario se recibía una llamada del exterior solicitando información —llamadas que, por defecto, se redirigían a la morgue—, Falk era la persona que se encargaba de las consultas relativas a la música clásica. Al principio, algunos compañeros de la morgue desconfiaban del rigor de las respuestas que brindaba espontáneamente. Sin embargo, después de consultarlo con el principal crítico musical del diario, resultó que Falk era prácticamente infalible.

Empezó a trabajar en la morgue en 1924, beneficiándose sin duda del hecho de que su abuelo materno, Michael B. Abrahams, había ejercido de ayudante del editor de la sección de temas locales de The New York Times. Cuando Falk no estaba trabajando detrás del mostrador de la morgue, se sentaba al fondo del departamento, junto a otros compañeros, para sumarse a la labor de recortar con tijeras los artículos de los periódicos desplegados ante ellos. Casi cuarenta ejemplares de The New York Times —y más de la mitad de esta cifra correspondiente a otras publicaciones— se apartaban cada día a tal efecto. Después de que cada artículo hubiese sido recortado, se pulían los márgenes hasta quedar perfectos y se etiquetaba, bien por nombre, bien por tema. A continuación, se doblaba e introducía en una delgada carpeta de cartón de dieciocho por trece centímetros con un cordel para cerrarla, que a su vez era ordenada alfabéticamente y depositada en uno de los cajones rodantes de los armarios de acero.

Además de sus conocimientos sobre música, Falk profesaba un gran interés por el béisbol, sobre todo en lo que concernía a su equipo favorito, los New York Giants, hasta que le rompió el corazón al trasladarse a San Francisco en 1957. El estadio de los Giants, Polo Grounds, se levantaba en el Upper Manhattan, y cuando libraba del trabajo ahí es donde solía estar durante la temporada, siguiendo un partido ataviado con la parafernalia de costumbre: un silbato simulador de pedos y dos cencerros.

Si un jugador de los Giants era eliminado o cometía un error, Falk soplaba el silbato. Si un jugador de los Giants golpeaba la pelota, Falk hacía sonar el cencerro pequeño. Cuando un jugador de los Giants conseguía un home run, Falk no solo hacía sonar el cencerro grande, sino que a veces lo arrojaba al aire y dejaba que cayera al suelo con estrépito en el pasillo que quedaba junto a su asiento. Esto con frecuencia molestaba a los asistentes y a los fans de su alrededor, pero Frank nunca fue expulsado porque disponía de un pase especial otorgado por Ford Frick, presidente de la National League.

A principios de 1936, mientras leía la sección de deportes del periódico durante su pausa para el almuerzo en la morgue, advirtió un error en el calendario de la siguiente temporada de béisbol. Los Giants y los New York Yankees iban a jugar en casa el 20 de agosto de aquel año. Dado que ambos clubes de la ciudad jamás jugaban un partido local en el mismo día, Falk llamó de inmediato a la redacción de deportes de The New York Times y de otros diarios para alertarlos del error. La respuesta por defecto fue hacer caso omiso, asegurándole que había leído mal el calendario o que debía tratarse de un error tipográfico. La única persona que se tomó la molestia de atenderlo con calma fue un escritor de deportes que era sordo. De nombre John Drebinger, cubría la información de los Yankees para The New York Times y fue quien en última instancia contactó con los responsables del calendario de la Majors League para que enmendaran su error. Una de las consecuencias fue la expedición de un pase para «Isaac Newton +1» que permitía asistir gratuitamente a todos los partidos de la National League, privilegio que le fue renovado durante el resto de su vida.

Quise dedicarle un artículo a Frank en el que lo describiría como una figura a un tiempo interesante y contradictoria: tan pronto un hombre tranquilo que recortaba artículos en la morgue como un fanático desmadrado que lanzaba al aire cencerros. Confiaba en que la pieza apareciese en Times Talk, el órgano interno del diario, doce páginas impecables que se publicaban con carácter mensual para los cinco mil empleados que trabajaban en el edificio y que también se enviaban por correo a varios cientos de jubilados, corresponsales en el extranjero, suscriptores prémium y departamentos universitarios de periodismo.

Después de escribir una sinopsis del artículo de una página, se la entregué a la recepcionista del Times Talk, en la decimosegunda planta. Recibir una nota de rechazo al cabo de unos pocos días me desmoralizó. En ella se consideraba a Falk un tipo demasiado excéntrico para los estándares del Times Talk.

Una semana más tarde, sin embargo, mis ánimos reflotaron al recibir una nota del editor de la sección de viajes, de la octava planta, mostrando su interés por otra de mis ideas: una pieza sobre el hombre que se ganaba la vida empujando por la pasarela de Atlantic City a pasajeros montados en unos carritos de tres ruedas revestidos de juncos. Atlantic City estaba a punto de celebrar su centenario —se había incorporado al condado de Atlantic en 1854— y el negocio de las «cestas rodantes» arrancó unos treinta años después.

Al haber crecido en Ocean City, a unos dieciséis kilómetros de Atlantic City, estaba familiarizado con las sillas rodantes, y uno de mis regalos de cumpleaños había incluido un viaje en una de ellas. Su coste era de un dólar por hora para una o dos personas, y cincuenta céntimos extra si eran tres. El locuaz hombre negro que empujaba con vigor mi silla me contó que yo era su décimo cliente aquel día. Recorría una media de entre cuarenta y cincuenta kilómetros diarios, pero aseguraba que jamás se cansaba. El negocio contaba con unos cuatro mil empleados y un número similar de sillas. Su fundador había sido Harry D. Shill, un individuo de Filadelfia con alguna discapacidad parcial que, en los años ochenta del siglo XIX, había añadido sillas de ruedas para las numerosas personas convalecientes que pasaban sus vacaciones en Atlantic City al negocio original de alquiler de carritos de bebé. Una vez el servicio se amplió al público en general, uno de sus clientes más conocidos fue Charles Curtis, vicepresidente bajo el mandato de Herbert Hoover, quien recurría a él durante sus visitas de fin de semana desde Washington.

El artículo que escribí apareció en la sección de viajes de The Sunday Times el 21 de febrero de 1954. Se ilustró con una foto de una pareja que era empujada en una silla cerca de uno de los mejores hoteles de la pasarela, el Marlborough-Blenheim, de diseño clásico. El titular rezaba: «Las famosas sillas rodantes junto al Océano». La primera pieza que llevaba mi firma arrancaba así:

 

Una parte considerable de los 10.000.000 de visitantes que acuden aquí cada año consideran que sus vacaciones no están completas hasta no haberse subido a uno de los enormes cochecitos de tres ruedas que junto con los saltwater taffy [1] y las subastas públicas representan la buena vida en este popular banco de arena que estos días celebra su centenario […]

Capítulo cinco

 

 

 

 

 

Unos meses más tarde, durante mis últimas semanas como chico de los recados, tuve una idea para una historia que fue aceptada por The New York Times Magazine, que se publicaba los domingos. Les propuse escribir sobre una actriz de cine mudo llamada Nita Naldi, que, durante los años veinte, había sido una de las partenaires más destacadas del ídolo cinematográfico Rodolfo Valentino. Antes de eso, con experiencia previa como modelo artística, actriz de vodevil y chica del coro, había tenido un papel exótico en la película Dr. Jekyll y Mr. Hyde, producida por la Paramount en la década de los veinte. John Barrymore encabezaba el reparto y había sido quien había descubierto a Naldi tras verla bailar.

Sin embargo, en 1954, transcurridas varias décadas desde que Nita Naldi s

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