Esta cuerpa mía

Uri Bleier

Fragmento

Esta cuerpa mía

La Lotería

Buenas, buenas. Ya llegué, ya arribé, ya estoy aquí. En mi esquina me conocen como la Metrera, la Agujita, la Glorietera, la Encueramachos. A mí me gusta más la Vendenoches, pero aquí la vocación de servicio es lo que cuenta y al cliente, lo que pida. Yo soy la Lotería, la que prefiera. Es más, soy Nené, la Chachis, la Talonera, la Tícher: Mónica Guazo Cano Martínez. Hoy vengo sola, pero normalmente traigo coro. A todas juntas nos dicen las Sinvoz, las Sintecho, las Sinrostro, pero yo prefiero las Sinmiedo. Las pajaritas que aprendimos a volar cogiendo en hoteles de paso.

Vengo a enseñarles el barrio donde viven los flecos de las chamarras tejanas, las escamas de unas víboras que no muerden, pero cómo pican. Parafraseando a la Susy Shock: bienvenidas sean ustedes al show de los monstruos. Güelcome tu el teatro de la putería, diría mi comadre Rosy. Pásenle a lo barrido y hagamos esto facilito: ustedes van a hacer como que me tienen en frente y yo voy a hacer como que les cuento mi vida. Imagínense que estamos en su bar de confianza. El mío es el de Víctor. Él nos mira entrar y pone la de La cita de Galy Galiano. Es más, busquen la canción y pónganle pley. Prefiero hablar con música de fondo porque así se me acomodan los sentires.

Pasa y siéntate, tranquilízate. Al fin ya estás aquí, qué más te da.

Mírenme aquí, sentada frente a ustedes, con mi ropita pegadita y mis tacones altos, con mi olor a almizcle, pachuli y rosas, con mis uñas largas de acrílico macizo. Hoy las traigo pintadas de amarillo, mañana quién sabe. De cuerpa soy más bien fibrosa, de curva ancha, de mano pesada, de tetas hormonadas. De color soy prieta, mexicana por donde le busquen y a mucha pinche honra. Tengo la nariz ancha y el corazón grandote. Aquí donde yo vivo hay que ser de piel gruesa y lágrima difícil. Y además de tener el corazón escarchado y el humor ácido, se necesita tener la mirada aguantona y el carácter fuerte. Soy de cartera pequeña, de chamorro marcado y poco friolenta. La cuerpa me la tallaron las esquinas, a mí sólo me quedó moldearla, masajearla con cremita, embellecerla con su blosh y terminarla con un perfume que deje estela y marque territorio. La voz la tuve que dejar que se aflautara con la hormona, pero sobre todo hacerle arreglitos a punta de prácticas en el espejo, de pedir cigarros y comprar alcohol allá en Tijuana. La gente cree que es la hormona la que te cambia la voz, no es cierto, nunca cambia tanto como quisiéramos. La voz es un trabajo cansado y de todos los días.

La inyección hace su chamba, yo luego luego siento la cosquilla en el estómago cuando la aguja me acaricia. Me encanta sentir cómo la cuerpa se me amilana, cómo la piel se vuelve suave y el pelo y las uñas agarran fuerza. Las hormonas que usamos las mujeres trans son los anticonceptivos que usan las mujeres cis. Qué ironía, ¿no? Y, para colmo, hemos tenido que dejar los bloqueadores de testosterona porque cada vez son más los clientes que nos buscan para sentir el rigor. A esos hombres les decimos gallinas brinconas, pero sh, mejor no lo repitan. Ya saben cómo se ponen cuando se acomplejan.

Yo tardé muchos años en dejar de odiar mi cuerpa pituda. Por eso no es casualidad que ande cada vez más metida en lo político. Quiero enseñarles a las más chicas a querer su cuerpa para que no les queden las cicatrices que tenemos las más viejas. Diría una amiga que me presentó a Pedrito Lemebel: hay tantas comadres que van a nacer con una alita rota que lo mejor es ir abriendo la academia para enseñarlas a volar.

Quizás nos dicen las Sinmiedo porque andamos por la calle a pesar de que se han vuelto cada día más inseguras. Ni siquiera la violencia nos ha impedido dar el paso y salir del espejo. Porque de algún lado tenemos que salir. Las maricas tienen su clóset y ya son muchas allá adentro. Además, no es un secreto que vivimos del reflejo. Ya estuvo bueno de andarle pidiendo chichi a la sociedad intentando acomodarnos en sus fechas importantes de donde nos corren porque para las que no somos hombres, somos putas.

El caso es que en las calles cada vez hay más mujeres y las maduritas tenemos que abrir paso. La neta es que yo ya nomás gano clientes por mañosa. Es feo ir viendo cómo te pones vieja. Para mí los últimos años han sido difíciles porque la ciudad está cada día más cara. Con lo que antes me alcanzaba para un departamento de dos cuartos con baño y cocina de buen tamaño, ahora me rentan un cuarto con un bañito en el que me puedo bañar, cagar y lavar los dientes al mismo tiempo. De la cocinita mejor no digo nada, es como el punto de una i, la chingadera, un pedacito de la casa en el que apenas cabe una estufa de dos hornillas puesta sobre una encimera, sin horno y con un refrigerador de hotel. Por eso no me gusta estar en mi casa. Ni la comida sabe bien cuando falta el aire. Además, me da por recordar mis días de gloria.

Lo bueno que tenemos las putas es que nuestros días de gloria no tienen que haber sido como famosas. Con ser jóvenes y trabajar duro nos basta para hacer dinero suficiente. Tampoco se vayan a creer que yo soy una de esas putas caras que cena en restaurantes de manteles largos. Esa era otra amiga que luego les presento. Yo siempre fui una puta barriobajera. Nunca me pasé mucho de lanza en el cobro de un servicio. O bueno, sí, una vez.

Habré tenido unos veinticinco años y llevaba ya un buen tiempo en mi punto. Había tipos que recorrían la ciudad entera para pasarse un rato conmigo. Y es que me hubieran visto, era una flauta dulce, una trompeta de banda, un acordeón salsero. Ya me había inyectado las nalgas y todavía el aceite se mantenía en su lugar. Las tenía paraditas y duras, como si fueran de obsidiana. Las tetas me habían crecido con las hormonas. No mucho, pero con eso me conformaba. Nunca fui de piel grasa, así es que el cutis lo tenía de cera. Sin las ojeras de los años y con el brillo natural que las hormonas le daban a mi piel parecía una de esas estampitas que brillan en la oscuridad.

Yo, que soy perra de luna, me acuerdo de que esa noche estaba llena, redondota y de un color bonito. Un coche verde militar, con dos chavos, se aproximó al punto y uno de ellos asomó la cara por la ventana. Me acerqué moviendo las nalgas como la pata Deisy, me incliné hacia la ventana para mostrarles el escote y les pregunté que qué se les ofrecía a esas guayabas de cáscara lisa y huesitos sabrosos. No pasaban de mi edad. Uno de ellos tenía el cabello decolorado y el otro, una perforación en la nariz. Me preguntaron precio y, como el coche se veía nuevo y ellos también, abrí la puerta de atrás y les calculé una buena cifra por los dos.

El morbo se les escurría por los ojos como lagrimita. El problema era que no sabían por dónde entrarle al toro porque estaban nerviosos. Trataron de negociarme, pero lo justo es correcto y lo correcto conviene.

—No se pasen de lanza —les dije—, no sólo voy a darme un revolcón con los dos, sino que les voy a demostrar por qué me dicen la Tícher, así es que no anden negociando porque les voy a dar un servicio negociado y ustedes lo que necesitan es otra cosa.

Le pedí al copiloto que se viniera a sentar conmigo a la parte de atrás para destensarlo. Me senté en sus piernas y le comí los labios como si fueran uva salvaje mientras el otro maniobraba para estacionarse en el motel. Entraron al cuarto como cortejo fúnebre. No sabían qué hacer, cómo empezar. A leguas se les veía que era su primera vez haciendo un trío. El primero que se me dejó venir cuando me senté en la cama fue el que estaba manejando. Qué mal me cae la gente que usa la lengua como una vara. La movía como si fuera un trinche. Tan tersa, tan suave, tan rica que es húmeda, como para que te la entierren. Yo trataba de enseñarle, pero él andaba mete y saca, mete y saca. Cambio, dije, y me pasé con el otro. Qué diferencia. Sus labios se entendían con los míos. Esperaba a que yo abriera para cerrar, a que yo cerrara para él abrir. Ni me acordé de incluir al otro de tanto que disfrutaba su boca hasta que sentí su mano en mi muslo y supe que no sólo no sabía besar, sino que era de esos que va luego luego por el dulce con todo y empaque.

—A ver, papacito —le dije—. Vamos a hacer algo. Vamos a enseñarte a besar, que parece que traes prisa y no quiero que te me atragantes.

El amigo soltó una carcajada.

—Tampoco te me alces, bandera —le dije al de la risa—. Es más, vamos a hacer algo. Por qué no le enseñas a besar tú.

Como si hubiéramos estado jugando a Simón dice no se muevan, los dos se quedaron fríos, mirándome.

—No se me pongan así que bien saben que esa tensión sexual que hay entre ustedes se tiene que resolver, así que es mejor entrarle por lo fino.

Siguieron sin moverse.

Tuve que agarrarlos de la mano y caminarlos como si fueran dos patitos cruzando la carretera. Le tomé la cara al que besaba mal y lo besé mientras con la otra mano jalé al amigo. Mi experimento funcionó. No porque el tipo aprendiera a besar, sino porque terminamos todos dándonos de lengüetazos y cogiendo como parejita moderna. Ellos no se animaron a penetrarse, pero sí se la chuparon cual paleta de sandía y se besaron mientras me la metían a mí, que soy de las que goza de puro ver gozar.

Esa fue la vez que cobré un buen billete de jalón, pero por lo general hoy por un oral son doscientos cincuenta y las cogidas van desde cuatrocientos hasta setecientos, dependiendo el servicio. En esos entonces una buena noche era de cinco clientes, pero el promedio era de tres. Ahora nomás salen tres cuando hay eclipse y hay muchas noches en que nomás salgo para no sentirme sola.

Lo bueno es que se inventó el internet. Ahí la cosa es democrática. Mientras una pueda abrirse una cuenta puede lucharse unos pesos y yo, que tengo a Venus en Tauro, soy una disfrutadora de los placeres carnales aunque sea en pantallita. El internet es bueno para juntar el hambre con las ganas de comer y a nosotras, que somos de nicho, nos vino de maravilla. Lo mismo te manejamos el chat que el en vivo, el privado que la aplicación, el facetime, el skype, el zoom, el periódico, el messenger, el ICQ, el bar, la cantina, el antro, tugurio, taberna, chamizo, cabaña, jacuzzi, cuartito, mansión. Usted pida, nosotras le hacemos. Si la cosa es que se divierta y afloje lana. Nos sabemos adaptar a una cama, a un coche, a una cámara, a dos, al tapete, al piso, al cemento, a las sábanas de hilos egipcios, al petate viejo, al colchón aguado, a la tierra fría. Le entramos a lo que venga con la cola enfrente porque no podemos darnos el lujo de dejar pasar una oportunidad nomás porque nos gusta más una cosa que otra. Que el onlyfans: le hacemos. Que cobrar por enseñar los pies: también. Que nos quieren ver dormir: dormimos. La vida de por sí es complicada para andar diciendo que no a las cosas raras. Al cliente lo que pida, al que paga lo que guste, al amigo lo que pueda y al chacal hasta la vida.

Cuando yo empecé el money estaba en la calle, pero también se usaba poner un anuncio de ocasión en la sección erótica del periódico La Prensa. Ahí una se ofrecía y esperaba a que la llamaran por teléfono. Salían clientes, pero era una chambota porque no era como hoy que hay banca electrónica y una saca el token y transfiere. Había que mandar por carta el anuncio y el dinero o llamar por teléfono y hacer el depósito en el banco. Eso tomaba tiempo y a mí, que trabajaba a deshoras, no me gustaba levantarme cruda a poner la jeta en la ventanilla del banco a esas malditas horas hábiles. En la sucursal de por mi casa se hacía una cola que le daba la vuelta a la manzana y ahí me tenían paradota bajo el sol, con las miradas de todo el mundo encima como si fuera el show de los raros. Con la hueva que me daba arreglarme para eso, en aquellos entonces no tenía la piel tan gruesa y quería parecer mujer a todas horas, con todo y que eso significaba maquillarse para ir al banco.

En los noventa no bastaba con decirte mujer para serlo, había que parecerlo y ustedes ya me vieron, yo no soy la cenicienta. Tengo la cara tosca, la nariz que da gusto y la cuerpa grandota, así es que tenía que ponerle ganitas: delineador, base, rímel, primer, pestaña, sombra, rubor, cera para la ceja, polvo traslúcido, iluminador, corrector, labial, chapas, chapitas, polvo, pepitas; mis amores, no es fácil. Eso toma tiempo y cruda te tiembla la mano. Pero había que tragar y sacar extra, así es que iba al banco con todo aquello puesto en la cara y vestida de noche y me tragaba la fila de hora, hora y media. Hoy, incluso para las que no hemos hecho el cambio de identidad, es más fácil. Pero en aquel entonces era pelearse del diario porque los hijos de la chingada miraban tu identificación como si les hubieras entregado un papel escrito en braille.

y te miraban

y miraban la IFE,

y te volvían a mirar,

y volvían a la credencial,

se asomaban a tu cara buscándote el parecido con el tipo de la foto y al rato te decían:

—¿Eres tú?

—No, pendejo, es mi abuelo.

A veces te daban chance de hacer el trámite, otras no.

Lo bueno es que los periódicos quedaron atrás con el internet y empezaron los chats. Esos los usábamos para ligar porque trabajando toda la méndiga noche no había dónde conociéramos novios. El latin chat de ese entonces era, háganse de cuenta, el grindr de hoy. Te hacías tu perfil, subías tus datos, una foto bien acá, bien perra, y esperabas a que te agregaran amigos y empezara el hola, mi amor, KmO sTs? Porque eso también ha cambiado. A pesar de abreviar te la pasabas pegada a la pinche computadora chatee y chatee con varios al mismo tiempo. El café internet al que íbamos mis amigas y yo se llamaba Cyber Kfe y quedaba a unas cuadras de nuestro punto. Como si fuéramos de puntuales como es la luna, a las cuatro de la tarde nos encontrábamos ahí para cotorrear y aconsejarnos. Dile esto, mana, hazme caso. No, decía la otra, dile lo otro, queda con él, mándale fotos, no le contestes, déjalo en visto, ponte difícil.

Las que nos juntábamos éramos Melisa, Viri, Mayra, Oyuki, Dayana y una servidora. Las Ángeles de Charly, nos decía Paco, el que atendía. Los otros clientes nos mandaban callar, pero Paco estaba de nuestro lado. De vez en cuando le hacíamos alguno que otro favorcito para que nos cobrara una hora de noventa minutos porque se nos podía amanecer en la chorcha y ocupábamos un buen descuento. Nos llevábamos unas caguamas y nos poníamos un pedo, hable y hable con nuestros amores virtuales. Hace tanto que no siento así de bonito. Te ibas emocionando de a poco. No era como ahora que con un botón prendes la cámara y al minuto ya andas en cueros jalándole el pescuezo al ganso. En los chats, si acaso, cambiabas unas fotos, el resto era puro verbo, palabrería y romanceo. Yo para eso estoy hecha, para sentir calor abajo del ombligo. Yo no soy de cañonazo, sino de pellizco, pero me adapto porque nací pobre y eso condiciona. Digo yo.

Si me preguntan a mí, esa fue la mejor época. La misma tecnología no te dejaba tener prisa. Quedaba en conectarme a una hora y cuando veía que su nombre se ponía en verde, me mojaba. Poco importaba que no tuviera idea de cómo se veía el cabrón, la cosa era sentir que me endulzaban el oído con su miel de abeja obrera y me chupeteaban el cuello con esos mensajes de caramelo en barra. El problema no era mantener los tres o cuatro chats que teníamos cada una, sino conocerlos. Casi siempre resultaba que el chacal que te imaginaste fuertudo, fibroso y aguerrido, era un señor panzón de calva brillante y aliento a ajo. Sáquese a la chingada, viejo. Usted o paga o se larga, faltaba más… En fin, todo eso para decirles que variedad sobra porque la que no escatima enseña, la que enseña vende y la que vende traga. Yo iba a empezar a hablar de mi niñez y miren ya por dónde nos fuimos.

El León

Nací el 7 de marzo del ochenta a las 7:43. Canten conmigo. No soy Simón, ni el gran varón. Pam, pam. Para Tijuana fue el mujerón, lejos de casa no me olvidé de quién soy yo. Cambié la forma de caminar, usaba falda, lápiz labial y un carterón. Ay, Willie…. Soy piscis con ascendente en aries. Dicen que solemos ser caprichosas y testarudas, confirmo. Pero no se predispongan que también dicen que a las mujeres nos rige la luna y yo la tengo en escorpio, un signo de agua, sensual, mi mero mole.

Bien cerquita del metro Vallejo, calle Poniente 122, número 536, colonia Industrial Vallejo, Santa Cruz de las Salinas, Azcapotzalco, Ciudad de México, código postal 02340, fue donde creció esta muñeca bajo el nombre de Leonardo Guazo Cano, que en paz descanse.

Sufrir me tocó a mí, en esta vida, llorar es mi destino hasta el morir. No importa que la gente me critique, si así lo quiere Dios, si así lo quiere Dios, yo tengo que cumplir. Esa canción me recuerda a mi papá. La cantaba por las noches borracho después de pelearse con mi jefecita. Ponía el casete en una grabadora negra y chiquita que tenía al fondo del cuarto, se salía al patio y se sentaba en una silla a cantar y a dejar que los sentimientos se le asentaran. Él era piscis, como yo. No es que lo excuse, pero es bien sabido que a los de este signo nos cuesta controlar las adicciones porque las mezclamos con las emociones. ¿Y quién sufre el alcoholismo atravesado con la educación sentimental de un macho? Exacto, la familia. En nuestro caso fue mi mamá porque mi hermana y yo no estábamos en edad de entender, sólo de sentir.

Yo lo idealizaba porque todavía era una niña que no comprendía el porqué de sus cambios de humor. Para mí, que casi no lo sufría borracho, era un hombre bueno y trabajador que siempre me trataba con cariño. Así era durante el día, pero ya tomado repartía gritos y sombrerazos. A él, que era tan manso sobrio, se le subía el muerto y se transformaba en un tipo que no podía bajar ni la voz, ni la mano. Frustrado porque a mi mamá le encantaba salir a los bailes, la amenazaba con golpearla.

—Ni por ti ni por ninguno —le decía ella entre gritos y lo retaba a que le pegara—. Si me das, te lo juro que te arranco el hígado mientras duermes.

Ella quería seguir su vida, ir a los bailes, mover la cuerpa. Contigo o sintigo, le advertía antes de salir a disfrutar con sus amigas. Pero él nunca quiso acompañarla, era más bien un borracho de cantina, aburrido como el dominó.

—¡Ahí le haces como quieras, viejo, yo me voy! —le decía cuando ya los dos se habían cansado de repetir su versión como loritos.

Y para que no digan que sólo salí a él les digo más: la noche antes de parir a mi hermana mi mamá se fue a un baile y de ahí al hospital.

Mi jefecita me tuvo a los diecinueve. Y era cáncer, la muy coqueta. Le encantaba ser el centro de la fiesta, estar con todos, caerles bien y que la quisieran, pero una vez detrás de la puerta su carácter se endurecía como esponja sin agua. Educaba como podía y, como siempre fue de armas tomar, cualquier cosa que estuviera al alcance de su mano era un dedo aleccionador. Nos daba con la chancla, el cinturón, una extensión o un palo. Daba lo mismo, el chiste era infundir miedo para que le hiciéramos caso.

Por el otro lado, desde que mi hermana y yo estábamos chiquitas nos llevaba a los sonidos. Mi papá muchas veces volvía de trabajar a las nueve, así es que ella se apuraba a calentar agua a eso de las siete, nos recargaba en el fregadero y nos enjuagaba. Me acuerdo del filo de la piedra enterrándose en mi estómago mientras ella hacía una cazuelita con su mano para enjuagarme la carita, los brazos y las axilas. Luego nos ponía un poco de crema con olor a rosas y nos vestía de fiesta. Como casi no teníamos ropa elegía entre cuatro prendas. Unos pantaloncitos negros, derechos como tablas, que yo soñaba con acampanar o convertir en falda, o unos jeans de vaquerito que combinaban con una camisa blanca de una tela acartonada, tan incómoda como verme al espejo con ese conjunto que así, chiquita como estaba, me parecía un disfraz.

Ella se arreglaba mirándose en el espejito que teníamos en el cuarto, del otro lado de las literas, debajo de la cruz y entre las estatuas de San Juditas, San Charbel y San Antonio. Sacaba su bolsita transparente con maquillajes, se ponía guapa y nos sacaba de la casa para echarse su perfume afuera sin dejar rastro. ¡Córrele! Velo a dejar, me pedía. Yo me quedaba unos segunditos oliendo ese perfume dulce con olor a rosal fresco. Ponía mi dedito en donde sale el chisguete y me lo embarraba en mi cuello como le hacía ella.

Los sonidos, que es como se les llama a los bailes, eran siempre en una colonia aledaña. Ahí en Las Salinas todo era cerquita, en diez o quince minutos ya estabas en Coltongo o en La Magdalena y empezabas a escuchar la música. Mi jefecita, apenas la oía, se tiraba unos pasitos de baile que nos iba enseñando. Tienen que aprender, nos decía cantando. Tú, me señalaba a mí, debes de aprender a llevar a la mujer para que ella sea la que se luzca, lo tuyo es mantener el paso. Venga, uno, dos, uno, dos. Y tú, le decía a mi hermana, tienes que aprender a mostrarte, a mover las caderas, a volar.

—Yo también quiero volar, mamá —le pedía.

—Tú llevas a la mujer, es lo que te toca.

Se encontraba con sus amigos en la mera entrada, compraban algo de vino y a bailar. Todos disfrutábamos del jolgorio. La música revestía el ambiente y te ponía contenta con sus ritmos. Mientras la fiesta avanzaba, mi mamá o alguna de sus amigas se encargaban de echarnos ojo y enseñarnos a no perder el paso. Había noches en que mi hermana se quedaba dormida en una silla. En cambio yo nunca sentí ni poquito sueño. Era tanto lo que tenía por ver y tanto lo que pensaba mientras las mujeres bailaban y se divertían que, por lo general, era mi jefecita la que tenía que avisarme que nos íbamos.

Las ganas de bailar recorrían mi cuerpo de lombriz con corte de soldado raso y yo nomás quería tener el cabello largo para que flotara mientras me movía; abrir los brazos y hacer rebotar mis chichis de un lado para el otro. Tronaba mis deditos al ritmo de la música y soñaba con pedirle al sonidero que me mandara saludos. El problema era que dijeran mi nombre en voz alta. No me gustaba. Yo quería llamarme como las amigas de mi mamá: Sara, Juana, Margarita, Manuela. Quería que mi voz sonara como la de las chicas que cantaban con Los Ángeles Azules o la de Ana Gabriel. Quería que mi boca se abriera y saliera de ella un sonido de bombón rosado que me acariciara la garganta por dentro con sus dedos tersos de mujer delicada. Quería cantar y llenarle los oídos de dulce a quien me escuchara. Quería tener talento. Quería mover mis caderas y mis pies entaconados como Sara, con ese culote al que todos los hombres miraban pasar. Quería que los flecos de mi falda se levantaran de mis muslos entre vueltas, tomada de la mano de un hombre. Yo no quería llevar a nadie, ni vestirme con esa ropa fúnebre. Pantalón, camisa y corbata, qué aburrición, qué tristeza mirarse al espejo con esos trapos.

—Yo quiero volar, mamá —le repetía.

Así me pasaba los sonidos, inhalando todo el dulzor de mi dedito oliendo al perfume de mi jefa, parada en la primera fila del círculo de baile y con la mente en otro lado, en un futuro en el que mis dientes blancos de vez en cuando se mancharan con labial morado y yo me los limpiara con una servilleta o con mi dedo de uña larga como lo hacía ella.

Volvíamos a eso de las tres de la mañana, apestando a cigarro y a cerveza, pero bien contentas. Esas noches me costaba trabajo dormirme. Seguía excitada por un buen rato, me tocaba los pezones intentando erizarlos para sentir que esos pequeños chipotes se convertían en unas chichis como las de Juana y le rogaba a Diosito no amanecer plana.

Ándale, San Antonio, le pedía clavando mis ojos en su estatua, ayúdame como has ayudado a mi mamá en lo que te pide. De los tres santos, él era el que mejor me caía. Como en la estatuita que teníamos cargaba un bebé, yo pensaba que era el que me tocaba por ser una niña. Hablaba con él casi todas las noches y de tanto pedirle me fui volviendo su amiga. Cuando menos sentía que me acompañaba y que un día, cuando él pudiera, me iba a cumplir los favores. Pero nada, me ha cumplido más Malverde y San La Hormona que los tres mosqueteros que nos miraban dormir en aquel cuarto de techo de lámina.

La neta que en esos años fui feliz, pero vivía en el futuro, queriendo ser grande y vestirme como ellas: salir a bailar, libre como esas cuatro mujeres que intuía que de niñas fueron como yo. Sobre todo como Sara, la más respetada. A pesar de ese culote desproporcionado que le sobresalía de su cuerpo chaparrito y delgado, a pesar de que todos criticaban su minifalda, con la que se sacaba todo el partido que podía; a pesar de ser morena casi negra y que eso fuera todo menos motivo de orgullo porque en donde crecí, lo bueno lo bueno, era ser blanca y güera; era comadre de varios y respetada por todos. Sara era todo lo bonita que puede ser una mujer. No cumplía con ningún estándar más que el de su voluntad que sacaba a pasear orgullosa y conquistaba a mujeres y a hombres por igual. A ella no le decían que dejara de vestirse así. En ella confiaban hasta para cuidar a los niños de otras. A ella no le hacían burlas con su nombre, no le decían ahí va Juan vestido de Juana como le decían a Manuela.

Y cómo disfrutaba cuando me encargaban con ella. La miraba desde mi timidez de chamaca y le repetía en silencio que quería ser como ella. Quería ser respetada en el barrio que, ya por esas fechas, empezaba a escupirme hacia los lados. Decían que el León no es como lo pintan, haciendo alusión a mi nombre, quitándole la ene al león para que no fuera a rugir, para que fuera un león más parecido a mí, un leoncito que apurado parecía gato y, de perfil y de noche, quería ser gata y maullar.

Esos años estuvieron llenos de miedo, de zapes, de camine como hombre, no sea mariconcito. Mis tíos me decían que me iban a volver macho y me ponían a boxear con mi primo Arturo, que se servía con la cuchara grande y me daba duro y sabroso a pesar de que yo lloraba y cerraba mis puñitos tratando de cubrirme de sus golpes.

—Nada que deja de pelear, aprenda a ser un muchachito —me repetían hablándome de usted, como se les habla a los que no son de la familia.

Ellos estaban seguros de que lo afeminado se quitaba con los golpes y que los putazos me iban a atornillar la mano que ya por entonces se me empezaba a caer. A mí me gustaba llevarla así, mirando para abajo, colgando como si fuera bolsa de noche. Le pedía a mi jefecita que me dejara acompañar a sus amigas a los partidos de voleibol. Estar con ellas me hacía sentir que algún día iba a ser así, pero fue mi propia familia la que empezó a creer que me estaban pegando lo suyo, así es que mi jefa tuvo que decirles que ya estuvo, que ya no podían pasearme.

De eso no supe hasta muchos años después. A mí nomás me dijeron que se cambiaron de barrio. Ellas se lo advirtieron a mi mamá. Le dijeron que eso no se pega, que eso se trae, que ya se acordaría de ellas a su debido tiempo.

La Chachis

No llegué a Tijuana queriendo, a los dieciséis ni siquiera sabía ubicarla en el mapa. Me subí a ese camión con destino a San Juan del Río obligada a trabajar por la situación de mi familia. Los mil cien pesos a la quincena que ganaba mi mamá haciendo la limpieza en las oficinas de Hacienda, en Granjas México, no alcanzaban para darle de comer a tres personas y pagar una renta. El casero se asomaba todos los viernes antes de la cena a saludar con esa sonrisa de persona amable que está a punto de dejar de serlo. Le decíamos el señor Barriga, aunque fuera flaco, peludo y dientón, y se pareciera más al profesor Jirafales.

—Acuérdese que no puede deber más de tres meses, señora —le decía a mi mamá asomando su cara por la puerta. Siempre tan amable, tan tranquilo.

Cuando se cumplió el plazo llegó a la casa acompañado por tres cabrones para sacar nuestras cosas a la calle. Se notaba que los tipos estaban acostumbrados a hacerlo. Vaciaban la casa con la calma de un día de trabajo. Parece que el tipo les había dicho: saquen todo lo que no sean las camas y los muebles de la sala.

Llevaron unas cajas ya armadas para que ni siquiera les diera pena dejarnos en la calle. Las colocaron en el suelo, desconectaron la televisión, las llenaron de cualquier traste, adorno o cachivache que encontraron y, una vez vaciada la pequeña sala, pasaron a los cuartos. Descolgaban la ropa con todo y ganchos y la aventaban en las cajas. Lo mismo hicieron con las cosas de la cocina y del baño. Eran como unas hormigas con cuerpos de hombres fuertes y cara de malos haciendo un trabajo sucio, pero sensible, duro, pero con sutileza. Cargaban las cajas pesadas como si fueran ramas y las iban colocando en la banqueta hasta que nuestra vida, vista desde afuera, no era más que un chingo de cosas adentro de un cartón.

Mi mamá, que nunca fue dada al drama, les pidió que lo hicieran con cuidado y a nosotras nos dijo que les ayudáramos. En ningún momento la escuché quejarse o pedirle al tipo que le diera más tiempo.

Mi hermana lo resintió más que yo. Ella tenía catorce años y yo los dieciséis recién cumplidos. Su mejor amiga vivía a unas casas y no quería dejarla. Se puso a gritarle a los hombres que dejaran sus cosas en paz, que ella no se iba a ningún lado, pero mi mamá la arrastró del brazo por toda la casa y la tranquilizó a punta de regaños y amenazas. Era una adolescente gritando y pataleando frente a esos hombres que ni siquiera hacían nada para esquivar sus golpes. Los recibían como si fueran parte del trabajo.

Por un momento no hubo gritos, sólo gente haciendo cosas. Hasta que mi mamá salió con su pistola de cabello en un brazo y su caja de pastillas en el otro y vio a su hija sentada en la banqueta con la cabeza metida dentro de su sudadera, llore y llore sin moverse. Entonces empezaron los sombrerazos otra vez. Ya no eres una chamaca. Ayúdale a tu hermano con las cosas, míralo a él como trabaja sin decir una palabra. Aprende, niña, aprende.

Mientras, yo fui descolgando el espejo, guardando a los santos, quitando las sábanas y metiendo los zapatos en las cajas. Ahí estaba el perfume de mi mamá, ese perfume que tenía años de no oler. Quedaba sólo la botella con un resto sutil de aquella esencia que era mi casa, mis ganas de ser mujer. Me guardé la botella en la bolsa y seguí recogiendo hasta que me encontré con una camisa de mi papá. Era de franela gruesa, de esas para el frío. Sus últimos años no fueron los mejores, pero mis recuerdos de él eran de antes. De antes del alcohol y las grandes peleas. No pude guardar la camisa, mi mamá entró al cuarto, me quitó todas las cosas que tenía en las manos y me dijo: muy bien, sigue. Ya viene tu tía a recogernos.

Mi hermana siguió sin hacer nada, sólo recorría la casa con la cara triste, huyéndole a mi mamá y aguantando sus insultos. Mi jefecita siempre fue así, desquitaba su coraje con nosotras. No nos culpaba, sólo gritaba como terapia.

Mi tía llegó a recogernos en el coche de su esposo y nos fuimos a su casa sentadas con todas esas cajas encima. Ni siquiera me sentí mal por mi mamá. Parecía tan tranquila. Mi cabeza estaba en otro lado, en ese entonces casi no dormía en la casa. Hacía justamente tres meses que me habían corrido del comedor donde trabajaba, así es que la matemática no era muy complicada: sin el dinero que yo aportaba, no alcanzaba para vivir.

Mi papá se había muerto hacía ya como dos años. Desde ese día supe que no tenía fuerzas para seguir estudiando, que aquello no era lo mío. Duré casi un año dizque yendo a la secundaria, pero la realidad era que salía de la casa por la mañana y me subía al metro envuelta en mi tristeza. No me bajaba del vagón hasta las dos de la tarde. Dormitaba, lloraba y miraba a la gente pasar. El dolor era una flor con espinas que crecía desde mi estómago hasta mi garganta.

Me atragantaba cuando había mucho aire, necesitaba del encierro para no ahogarme en tanto mundo vivo. Afuera la gente sonreía y a mí lo que me mantenía a flote era acompañarme de malas caras, de malos humores, de poco aire. Sólo el movimiento del metro lograba mecerme y aliviar el ardor de mi remordimiento. Toda la comida me sabía a quemado y si me alimentaba fue porque mi mamá habló conmigo la primera vez que me senté a la mesa y no probé bocado.

—Mira, ya no tienes cinco años, si no quieres comer, problema tuyo, pero me tienes que avisar desde antes para que no haga el gasto. De por sí pasamos problemas para hacer la compra, así es que una boca menos es una boca menos.

Como nunca me acordaba de avisarle que no iba a comer, me sentaba en la mesa y me embutía la comida como si estuviera tragando pelotas de tierra.

De alguna forma, para ella su muerte fue un alivio. Yo la miraba hacer su vida como si le hubieran liberado las manos y me sentía traicionada, pero no podía decirle nada porque sabía que mi papá no le hacía bien.

Cuando mi jefa se dio cuenta de que no estaba yendo a la escuela fue muy clara.

—O estudias y trabajas o sólo trabajas, pero huevones en esta casa no quiero.

Así fue como, a los quince, entré a trabajar como lavalozas en la Asociación México-Japonesa, en la que duré unos meses y sólo me dio tiempo de subir de puesto una vez. Pasé de lavar platos a ayudar a picar verdura en la cocina y me fui por culpa de un viejo cascarrabias que me miraba con ojos de te voy a comer, caperucita, y con su mano larga me pellizcaba las nalgas cada que podía. Nunca vi unas cejas como las de ese hombre, crecían por día las chingaderas. El problema no fui yo, que me callé sus pellizcos, sino él. Cuando se cansó de que lo rechazara, habló con el gerente y, sin decirme ni por qué ni por dónde, me corrió con efecto inmediato.

Después empecé en el comedor industrial de una fábrica que hacía champús. Ahí me apodaron la Chachis, por dicharachera. En poco tiempo pasé de lavar pisos a ayudarle a la mayora con las ensaladas. Todas se peleaban por trabajar conmigo porque les hacía más amenos los ratos con mi plática. Pero me ganó la fiesta. Éramos alrededor de quince a veinte personas. Los que no éramos jotos lo parecíamos, así es que aquello tenía más ambiente de tugurio que de centro de trabajo.

La jefa era buena con los que cumplían. Conmigo fue buena hasta que desaparecí tres días. Al cuarto, cuando me presenté diciéndole que me había enfermado, me tomó de la sudadera y me llevó al cuartito de limpieza. Me dio una cachetada y me dijo que ese no era el patio de mi casa, que ella me había tratado bien, que esas no eran formas de retribuirle la confianza y me corrió sin derecho a finiquito ni a abrir la boca.

Con el dinero que había ahorrado me mantuve los tres meses que no trabajé. El problema fue que no me alcanzó para ayudar con el gasto de la casa, así es que por pena y para no enfrentar a mi mamá me la pasé rondando la calle y sin llegar a dormir cuando menos cuatro días a la semana. Así duré hasta que nos corrieron de la casa y al día siguiente, por la mañana, apenas me senté en la mesa del desayunador de casa de mi tía, me puso un periódico enfrente y me circuló un anuncio.

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