Cuentos completos

JOSE AGUSTIN RAMIREZ GOMEZ

Fragmento

Cuentos completos

AHÍ LES VA ESTA INTRODUCCIÓN DE VAQUEROS

(o mejor: bríncate estas páginas para empezar
con lo mero bueno)

Si no estoy loco a ver explíquenme

cómo es que estoy con estos pendejos

que me creen loco

Ciudades desiertas

I

Okey okey ésta es la introducción a los cuentos completos de José Agustín como si fuera una película de vaqueros y José Agustín fuera el gatillero más rápido del oeste, mejor que Clint Eastwood o John Wayne.

Por eso, y nada más por eso, esta introducción comienza con el camino polvoso rumbo a Cuautla, donde los vientos jamás reposan y las víboras de cascabel sólo huyen de los cascos de un caballo galopando.

Por encima de los cerros, los indios se asoman enigmáticos y echan su larga vista hacia los canallas caras pálidas que les han robado su tierra.

Un forajido llega a Cuautla y los habitantes huyen de las calles, y las mujeres apuran a sus hijos, y los negocios cierran temprano porque se siente en el aire la violencia que arrastra consigo como una mala loción para después de afeitar.

Alguien acelera el paso para avisarle al chérif.

El forajido llega a la cantina de la señorita Katy, simpática y piernuda anfitriona. Se sabe que ese congal es famoso porque ahí cualquier vaquero puede ser feliz una noche con alguna de las mujeres más bellas del condado, mientras saborea el güiski más agrio de este lado del río Pecos.

–¿Qué te trae por aquí, forastero? –pregunta la señorita Katy.

El forajido escupe de lado mientras enciende un cigarro con un fósforo que raspa en la espalda de un parroquiano, como Lee Van Cleef en For a few dollars more. Es descortés como cualquiera: se toma unos minutos en responder porque así son ciertos forajidos, simplemente malencarados y ojetes; éste, en particular, demasiado joven para saber que el respeto al derecho ajeno bla, bla, bla.

Katy conoce bien a ese tipo de personas: no es la primera vez que alguien llega con esa mirada y ese aspecto, intentando parecer más duro de lo que es en realidad. Ella le sirve un güiski y no pregunta más.

El forajido frota con sus dedos una de sus frías pistolotas, como Lee Marvin en The man who shot Liberty Valance, y luego bebe su trago de un jalón. Los lugares comunes abundan como fichas de dominó en las mesas de la cantina.

Para esos momentos todo Cuautla sabe que los cuentos completos de José Agustín han comenzado con una introducción que parece película de vaqueros. El chérif se encamina hacia el congal, muy muy seguro de sí mismo y de su deber.

Tal vez debí haberlo dicho desde el principio. Para entonces José Agustín ya no se dedicaba al oficio de gatillero que lo había hecho legendario. Intentaba jubilarse como Alan Ladd en Shane, inspirado por el amor de la dulce Margarita, quien le había enseñado los finos derroches de la decencia y los buenos modales.

Ella odiaba ese pasado matón de nuestro héroe; pero también, aunque se hubiera negado a aceptarlo, lo atraía hacia él como un chicle a la mandíbula.

II

Digamos que el chérif nunca tuvo una buena oportunidad. Llegó a la cantina con la intención de mostrarle al joven forajido que en un pueblo como Cuautla no hay lugar para ese tipo de violencia; pero una bala le traspasó el corazón con la certeza de un poema de amor en la novia anhelada.

El forajido no quiere saber de inútiles cherifes. Viene sólo por un hombre, por ese tal José Agustín, de quien se ha dicho que es y siempre será el gatillero más rápido del oeste.

–Díganle que quiero verlo –grita a los parroquianos que huyen después del asesinato–. Díganle que no se ande escondiendo, que ya he leído sus cuentos completos y vengo a decirle lo que pienso de ellos.

III

Bien recuerdo que era el final de los años setenta. José López Portillo era la majestad sexenal y la música disco viajaba por las estaciones de radio como la única opción del universo. Había una gruesa pugna entre los estudiantes de la prepa Lázaro Cárdenas, en Tijuana. Por un lado estaban «los travoltines», morros con pantalones de poliéster, cabello engomado y medallitas chapadas; por otro, «los roqueros», carnales de mezclilla, greñudos discípulos de Led Zeppelin y The Who. Toda bronca existencial en esa época consistía en eligir tu modus vivendi: los Beegees o AC/DC.

Ésos eran los tiempos en que el autor de esta extraña introducción de vaqueros llegó a un libro titulado Inventando que sueño.

Fue un hallazgo. El mítico hilo negro de repente se había dejado ver. No sabía, ni me importaba, que ese libro estaba por cumplir diez años. Lo único que entendía, lo único que me parecía contundente era que con esas historias me enfrentaba a una voz distinta, salida de quién sabe dónde, un ritmo, una invención que se ligaba mucho a la rebeldía cotidiana entre travoltines y roqueros.

No era literatura convencional (no podía serlo), era maliciosa y juguetona, palabras que podría encontrar bebiendo cerveza y echando desmadre en las calles. Era un libro para navegar por la ciudad, para contarle mis rollos; un libro compita, entendedor, carnalito de los buenos.

IV

Todo parece indicar que la vida no puede existir sin violencia. Así lo entendió Gary Cooper en High noon, y así precisamente lo ha descrito José Agustín en sus historias. Vivimos en una sociedad fría que se pierde cada vez más en la inutilidad de sus habitantes y de sus autoridades corruptas. La violencia está donde la busques y a veces te persigue y te atosiga. Por más que uno intente escaparse, alejarse de ella, nunca falta un forajido que busque hacerte regresar a ese pasado violento. Ni modo de agazaparse, Margarita, ni modo que detrás de tus faldas encuentre mi hogar, mi escondite. Un hombre que ha vivido como yo siempre se enfrentará a esos que están convencidos de que les debo algo, simplemente porque todavía sigo aquí.

Ella se niega a entender. Como nuestro héroe adopta un discurso que bien podría ser de Gary Cooper. A Margarita no le queda otra que convertirse en una Grace Kelly, advirtiéndole que si se juega el pellejo una vez más, también se juega el matrimonio y la familia.

–Un hombre tiene que hacer lo que un hombre tiene que hacer –contesta José Agustín en uno de los momentos más climáticos de esta introducción de vaqueros.

V

Si alguna utilidad tiene este texto introductorio, espero que sirva para acabar de una vez por todas con los mitos y leyendas que han surgido alrededor de la vida y la obra de José Agustín. Por tal razón, he decidido incluir este par de listas:

Para desmentir las hazañas míticas del one-and-only gatillero JA

  1. JA nunca se enfrentó al ejercito boliviano como Robert Redford y Paul Newman al final de Butch Cassidy and the Sundance Kid.
  2. JA nunca se enfrentó al ejercito mexicano como William Holden y sus compas en el final de The wild bunch.
  3. JA nunca se agarró a golpes durante varias horas como Gregory Peck y Charlton Heston en The big country.
  4. A nunca se vengó de esos malditos comanches como John Wayne en The searchers.

Sin embargo éstas sí son las hazañas verdaderas del one-and-only gatillero JA

  1. JA tumbó las barreras generacionales: los jóvenes de ahora lo leen y lo descubren como los jóvenes de hace 30 años.
  2. JA eliminó las fronteras entre música y literatura.
  3. JA derribó los tabúes acerca de lo que podía tratarse en los beneméritos libros de literatura mexicana, inundándolos de sexo, drogas y crítica social.
  4. JA resucitó la literatura, al menos para una generación emergente de escritores, y con esto les enseñó a correr, les mostró que no había límites y, sobre todo, les dijo a quienes quisieran escuchar que en la creación literaria se tiene que arriesgar el pellejo. O sea, todo escritor es un tahúr, todo escritor se juega la vida en cada párrafo.

VI

Las calles polvorosas de Cuautla están deshabitadas. Los padres de familia abrazan a sus hijos y corren hacia sus casas. Las mujeres se asoman por las ventanas, temerosas y entusiasmadas.

Las espuelas y el aullido del viento son el único sonido en el ambiente. Fonda, Bronson, McQueen, Brynner, Coburn y todos los gatilleros del mundo han tenido que enfrentarse a este momento. Dos hombres y una calle. Dos hombres, una calle y el destino dispuesto a lanzar al aire la última moneda.

Bolas de hierba seca atraviesan el pueblo y los caballos se inquietan porque presienten el final de esta introducción de vaqueros.

–¿Me buscabas? –pregunta nuestro héroe.

–La literatura mexicana no es lo suficientemente grande para los dos –responde el forajido.

–¿Eres un crítico?

–Soy uno de tantos que sabe que ya pasaste de moda.

–Me lo imaginé, eres un crítico.

Matar a un crítico, piensa José Agustín, es como no terminar de leer un libro, cosa que a veces se tiene que hacer cuando el libro es demasiado malo o aburrido.

Se sabe que debes mirar los ojos de tu contrincante y que en ellos podrás predecir, un segundo antes, el momento en que jalará el gatillo. Éste es un viejo secreto, aprendido a lo largo de varias películas; pero la distancia que los separa, en esta ocasión, hace imposible tales distinciones.

Desenfundaron al mismo tiempo, no hay otra manera de explicarlo. Así quedó registrado en la crónica colectiva de los habitantes de Cuautla, testigos de ese encuentro. Dos balazos que se escucharon como uno solo. Dos balazos interrumpiendo el polvo y la quietud del pueblo.

VII

¿Por qué leer a José Agustín, por qué buscarlo, por qué razón arrojarse a sus páginas con la energía con que lo siguen haciendo sus lectores más devotos? Quizás porque adentrarse a su obra es entrar a los terrenos de un hombre que no ha sabido traicionarse. Desde 1968, año en que la editorial Joaquín Mortiz introduce su primer libro de cuentos, hasta su historia más reciente, incluida en este volumen, Agustín ha mantenido una congruencia de espíritu e ideas que no es fácil encontrar en otros autores mexicanos.

Tal vez, los devotos regresamos a sus libros por esa fluidez y frescura renovante que siempre descubrimos. Los cuentos que aquí encontramos aún tienen el sabor de la novedad, nos presentan una voz única y rebosante de misterios. Leerlos es acercarnos a una especie de tarot que no deja de revelarnos un nuevo futuro en cada una de sus múltiples lecturas.

VIII

José Agustín se acomoda el sombrero Stetson, se sacude el polvo de las chaparreras y monta su fiel tordillo. Algunas mujeres ondean sus pañuelos y agradecen al cielo que todavía haya escritores valientes como él.

Rumbo al atardecer, nuestro héroe piensa en las palabras que tendrá que inventar para convencer a Margarita de que todo estará bien, de que ahora sí colgará las pistolas.

Mientras tanto, los habitantes de Cuautla recogen el cadáver del crítico literario y lo arrojan a la fosa común. Uno más que muerde el polvo.

LUIS HUMBERTO CROSTHWAITE

Playas de Tijuana, junio de 2002

Cuentos completos

INVENTANDO QUE SUEÑO
1968

I can’t get no satisfaction

I can’t get no satisfaction

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

I can’t get no

I can’t get no

When I’m travellin’ in my car

And a man comes on the radio

Keeps tellin’ me more and more

About some useless information

Supposed to fire my imagination

I can’t get no

No no no no

Hey hey hey

That is what I say

I can’t get no satisfaction

I can’t get no satisfaction

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

I can’t get no

I can’t get no

When I’m watchin’ my TV

And a man comes on and tells me

How white my shirt should be

But he can’t be a man

‘cause he doesn’t smoke

The same cigarettes as me

I can’t get no

No no no no

Hey hey hey

That is what I say

I can’t get no satisfaction

I can’t get no girlie action

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

And I’ve tried

I can’t get no

I can’t get no

When I’m ridin’ around the world

And I’m doin’ this and I’m signin’ that

And I try to make some girl

Who tells me guess you’d better come back

Maybe next week

Can’t you see I’m on my losing streak

I can’t get no

No no no no

Hey hey hey

That is what I say

I can’t get no

I can’t get no

I can’t get no

Satisfaction

No satisfaction

No satisfaction

No satisfaction

I can’t get no

MICK JAGGER y KEITH RICHARDS:

(I Can’t Get No) Satisfaction

Cuentos completos

PRIMER ACTO:
INVENTANDO QUE SUEÑO

Cuentos completos

ES QUE VIVIÓ EN FRANCIA

Quizás ustedes crean: la luz que se cuela es insoportable para mí, en este momento en que siento la cabeza pesada y apenas puedo entreabrir los ojos. Pero no. Ya me acostumbré. Es decir, todas las mañanas Don hace lo mismo, porque tiene que dar su clase en ese colegio de Kent. Adivino que se levanta, se baña, se arregla y el contacto de sus labios en mi boca, seguramente huele mal, me permite presentir su piel limpia, recién afeitada. A veces libero a mi mano de las sábanas para acariciar esa piel y quizá sueño que él sonríe. Su sonrisa es amplia, alegre, aun en los momentos en que se siente tímido, como cuando era cartero y llevó a mi departamento, éste no, claro, un telegrama. Telegrama. No recuerdo qué diablos decía el telegrama, sólo reconstruyo la cara de Don, mirándome en silencio durante eternidades.

Yo con el telegrama en la mano, sin saber qué hacer.

Pregunté su nombre,

Don Bessant, respondió muy quedo;

dice que se enamoró inmediatamente de mí, el clásico flechazo. Yo creo que no podría amar a otro hombre que no fuera él; de alguna manera se nos instaló juntos en la existencia. Pero todos los periodistas se la pasan preguntándonos si pensamos casarnos; de por sí huyo de los periodistas, me ponen nerviosa. Son una plaga. Creo que no podría casarme, aunque tengo mucho afecto que dar. Soy incapaz de pensar en algo tan lejano como el matrimonio. Hay que tener vocación para casarse, como para la pintura o la literatura, y yo no la poseo. Ni me interesa saber si Don la tiene, para qué. Él se contenta con besarme cada mañana, es decir, cuando no tengo filmación; y deja abierto y descorre todas las cortinas. Cuando logro entreabrir los ojos, un poquito nada más, la luz penetra en ellos como un puñal y cubro mi cara con una almohada o me hundo en las sábanas y a veces puedo continuar durmiendo o imagino que estoy durmiendo, inventando que sueño.

Inventando que sueño

Día profusamente iluminado, amas de casa y sus compras, vendedores ruines aporrean y aporrean la puerta mientras yo rechino los dientes, ansiando despertar, deseando estar dormidísima, es lo mismo. Don ya se halla frente a su grupo y quizá me imagina dormida al hablar de la técnica lenta lenta lenta de la veladura tal como Rembrandt la practicaba. Conservo los ojos entreabiertos un minuto y veo esa maldita reproducción (imposible) que se cree el óleo original. Roerich, bromearía Don pensando en H. P. Lovecraft. Y lo que sucede es que anoche un amigo teorizó hasta la náusea sobre ese maldito cuadro: el vino blanco se calentó en mi copa.

Sólo en esas contadas ocasiones lamento que siempre haya gente en mi casa. Nuestros amigos llegan a cualquier hora del día y de la noche; aquí comen, duermen, piden prestado, hacen el amor, me dicen qué flaca estás y pasamos toda la noche bebiendo y platicando. Pobre Don, tiene que levantarse temprano y me roe un remordimiento agridulce mientras estoy en la cama, ya sin poder dormir, fingiendo que duermo, sin estar segura de ser bonita, de ser inteligente, como cuando era niña y mis papás me apodaban el Insecto. Me veían chiquita o algo así. Vivíamos en la India, en una plantación de té: en Assam. Allí nací yo, exactamente el 14 de abril de 1941. Ya sé que ahora van a calcular mi edad; bueno, háganlo si no tienen otra cosa en qué ocuparse.

De Assam recuerdo algunas cosas, no todas.

Nuestra casa era grande, agradable, y había muchos sirvientes que me cuidaban. Por ejemplo, está el calor, el sol filtrándose a través de las copas de los árboles, como en una toma pretenciosa de película mala; pero es que los árboles eran inmensos, yo los contemplaba tiritando porque me bañaba con agua fría. Y las advertencias: niña, no te vayas a perder; hazle caso a tu nana, linda.

Supongo que mis padres decidieron que en la India no podrían educarme adecuadamente y por eso me mandaron a Inglaterra. Era lo acostumbrado, además; se hubiera visto mal que yo creciera en aquellos parajes entre indios flacos, sin contacto con la civilización. Yo era una inglesa, después de todo. Pero vi poco de Londres: entré interna en una escuela. Y todo tan distinto, más caras agrias pero con frío; yo había vivido en otro ambiente y tenía siete años. Imagínense. Llegué a pensar que todas mis condiscípulas eran mucho más bonitas, más brillantes. Ahora sé que Einstein, creo, era una papa en la escuela, pero a los ocho años no lo sabía y eso causa algunos problemas; las maestras te ven con mala cara y tus padres te mandan cartas regañándote y no toques eso y las niñas lindas te miran con desdén.

Empecé a contar estas historias fabulosas acerca de la India.

Gandhi me coloca sobre sus rodillas, me ayuda a asimilar la sabiduría del Buda; los dos escuchamos las ragas que interpreta un tío de Ravi Shankar; qué va, yo hablaba de los enormes-peligros-de-la-selva, serpientes que acechan en todo momento para darte un aguijonazo. Un tigre acaba de pasar; Rama Krishna, protégeme, una víbora persígueme. Jamás vi una serpiente, o un tigre. Y eso que cuando me portaba mal mi papá me ataba a un árbol, en el fondo del jardín, y decía el tigre va a venir para comerte.

El tigre va a venir para comerte

Ahora me da risa recordarlo. Mis compañeras me veían muy atentas, apuesto que hasta creían las historias que les contaba. No sé, todavía no se me quita el hábito de soltar una mentira de vez en cuando. Una mentira gorda. Pero miento sólo en ocasiones,

para manifestarme;

para que me quieran, eso es todo. No soy una verdadera mentirosa, al contrario, soy muy honesta. Detesto la deshonestidad, como detesto el egoísmo: desde mi punto de vista el egoísmo es la fealdad. Don es muy honesto, por eso vivimos juntos. Supongo. Ahora se encuentra hablando de la pintura victoriana y sus alumnos lo escuchan con atención: son buenos muchachos y él es feliz dando clase, aunque lo haga a estas horas infrahumanas. Infrahumanas. Por suerte sus alumnos son puntuales y eso. Yo no. Bueno, en las películas sí. Pero me fue muy mal en todas las escuelas y entré con las monjas. Clásico. Así hasta los diecisiete años, saliendo un poco, viendo de cuando en cuando a mis padres.

Recuerdo como si fuera ayer al primer hombre que me besó. Y lo recuerdo perfectamente porque él era el primer hombre a quien yo quería besar. Nos sentó muy bien, ustedes saben, los dos éramos muy tímidos.

Cuando no tengo filmación adoro levantarme tarde. Me gusta dormir, sueño mucho. Es fantástico soñar, la imaginación se desborda. Sin embargo, por más que lo deseo, nunca logro verme en el futuro; no hago proyectos ni tengo planes inmediatos, sólo sé que debo hacer buenas películas. Ahora tengo la oportunidad de escoger a los directores que me convengan, que entiendan que no quiero hacer películas simpáticas o aceptables, sino buenas. Que perduren. Ni siquiera me importaría participar en una película que fracasara si fracasara bien; con dignidad, digamos.

Pero cuando tengo que filmar.

Me levanto tempranísimo, deseando que se acabe el mundo para seguir durmiendo. Después, trato de trabajar lo mejor que puedo, aunque sé que actúo por instinto; sin embargo, es mi vocación, hasta mi madre está segura de que me encuentro haciendo lo que me corresponde hacer. Es gracioso, porque cuando le dije que deseaba ser actriz, se opuso. Pero después compró veinticinco ejemplares del primer periódico que publicó mi foto y desde entonces lleva un álbum de recortes;

hija, fíjate que me ha dicho la gente que apenas lo estoy empezando.

Para ser sincera, descubrí mi vocación hasta los dieciocho años, cuando vivía en Francia. Ah, porque cuando salí de la escuela mi mamá consideró que yo debía aprender francés y me envió a Tarbes. Allí viví con una familia amiga, maravillosamente loca. Poseían un viejo castillo, todo terciopelo y brocados. Yo platicaba: cuando niña la gente me decía no eres bonita pero tienes carácter. Ellos, sin proponérselo, me enseñaron a tener confianza en mí misma. Y al verlos preocupados por la cultura, con inquietudes muy distintas a las que yo conocía, de pronto quise hallarme más cerca de ellos, pedí libros;

muchos libros;

y por más que lo intentaba me era imposible dejar de vivirlos, de representarlos por decirlo así. No se dice así. Cada libro me transformaba y mis cambios de actitudes, de miradas, de expresión, correspondían a mis lecturas recientes.

Regresé a Londres para ingresar en la Royal Shakespeare Company.

Mis padres se pusieron furiosos porque no avisé. Había dejado de escribirles y ya casi no me mandaban dinero. Así es que aprendí a modelar e hice papelitos secundarios en programas de televisión.

Participé en un espectáculo llamado A Parandromeda, señor.

Bueno, más o menos todas las actrices pasan por eso a no ser que tengan una suerte fabulosa. Yo no tenía ni un centavo, ¿se imaginan? Pero sí buenos amigos. Cuando las cosas se pusieron difíciles no tuve más remedio que comprar un colchón de aire y todas las noches, colchón en mano, iba a pedir posada. Acomodaba mi colchón en cualquier esquina y me ponía a platicar. Uy, las caseras nos aborrecían de todo corazón.

Las caseras nos aborrecían de todo corazón

Seguramente imaginaban las peores infamias. Les resultaba inconcebible que un muchacho y una muchacha pudieran desvelarse oyendo discos y charlando. Claro que a veces bebíamos mucho, yo no sé cómo parar cuando empiezo a beber

y además

me pongo muy agresiva,

siempre creo tener la razón;

es igual que con las groserías: las digo sin parar, pero sólo para mí y contra mí; bueno, también las suelto frente a Don y algunos amigos de mucha confianza, con quienes se puede estar con naturalidad, aunque sin llegar a extremos…

Soy muy púdica, fíjense. Por ejemplo, no sé si podría tentarme el nudismo, depende de quién me acompañe.

Ni siquiera duermo desnuda, sólo en Francia y en Italia cuando hace calor. En Londres me acuesto con piyama y suéter. Si estoy en el campo, la cosa cambia; ante la naturaleza entro en una especie de melancolía. Pienso que me gustaría creer en alguna religión, aunque en realidad creo en algo, no sé en qué. En esas veces me siento infinitamente pequeña, perdonen que lo diga así, contemplo todo como estúpida y me dejo llevar por la quietud que me rodea, me asfixia, me dan ganas de llorar y lloro suavemente sin hacer ruido las lágrimas riegan mi rostro y mi rostro permanece impasible surcado por las gotas dulces e interminables…

No las toco: las bebo: me gustan: me dan asco.

Cada vez lloro con más facilidad, porque cada vez mi vida es más rápida, más intensa, y cada vez me siento más débil.

También antes, pero de una manera distinta. Es decir, no había quién me reconociese en la calle y yo sólo era una muchacha de veintiún años que deseaba ser actriz.

Actué en La comedia de las equivocaciones, señor.

En la Royal montamos La comedia de las equivocaciones, de Shakespeare claro, y representándola recorrimos Estados Unidos y algunos países de Europa Oriental.

También llevé el papel principal en El diario de Ana Frank, señor.

La suerte, al fin, se encarnó en John Schlesinger, el director de cine, ustedes lo conocen, ¿no? Según me contó después él me había visto en la escuela de teatro cuando hice El diario de Ana Frank. Parece ser que le causé buena impresión y por pura casualidad, cuando buscaba una actriz para Billy Liar, John vio mi foto en un periódico anunciando sensacionales inimitables fantabulosos productos para el hogar. Yo me encontraba en España, descansando y maldiciendo el destino. Tenía ganas de matarme, de matar a todos.

Matar a todos

Qué cosas. John tuvo la paciencia de buscarme y cuando regresé de España, zas: lo conocí. Pero lo terrible fue que me hicieron una prueba y fallé. Sólo debía caminar, ver escaparates, como zombi. Pero fallé, y la película me interesaba. Era un poco de ciencia ficción, un argumento de Fred Hoyle. Y yo fallé. La prueba resultó pésima. Dios mío. Imbécil retrasada mental echas a perder todo no tienes talento mejor deberías echarte a un pozo. Pozo. Me fui a la cama, porque cuando me siento mal

lo mejor para mí es dormir,

mucho;

o si no, hablo con los amigos de todo, de nada, de cualquier cosa, eso depende de nuestro grado de alcohol.

Después supe que habían dado el papel a Topsy Jane, otra actriz joven. Pero sucedió lo increíble: Topsy se enfermó y John convenció al productor de que yo debía hacer el papel. Entonces lo hice y no salió mal, creo, al grado de que los críticos me alabaron a pesar de que yo me veía tan poco tiempo en la pantalla. Fue espléndido, me invitaron a participar en una película comenzada por John Ford pero que terminó Jack Cardeff. Claro que mi participación ahí también fue muy pequeña.

Mi primer papel cinematográfico fue en Billy Liar, señor.

Esta vez Don abrió demasiado las cortinas, cada vez que me vuelvo siento algo como mazazo en los ojos, debo de tenerlos irritados, los siento secos. Nos acostamos tarde y dormí mal, despertando cada veinte minutos; me dio frío, calor, me quité el suéter y la camisa de la piyama, luego volví a ponerme la camisa; me apreté contra Don, dormidísimo, pero ni cuenta se dio. Pero yo no me hallaba excitada o algo así, simplemente me sentía funesta; hasta me dieron ganas de tomar una píldora para dormir; pero no, me chocan. En un momento determinado me sentí furiosa, me daban ganas de jalarle los pelos a Don, pobrecito, nada más porque él sí dormía. Soy muy irascible,

pero por capricho,

hago berrinches como un niño cuando no obtiene algo, y por cosas nimias: ver a una mujer hablando horas y horas por teléfono: detesto hablar por teléfono casi como detesto la crueldad, o pintarme los labios, a no ser que me encuentre trabajando.

Soñé o creí soñar,

estábamos en España, filmando; cuando Don y yo llegamos al cuarto del hotel encontramos un ramo de rosas, esas mismas flores divinas que se acostumbra mandar a la estrella de moda; yo pedí que se las llevaran en el acto; dije esas flores no significan nada, las pidieron por teléfono. Parecen de entierro. Quieren hacerme estrella y no me voy a dejar;

no, no lo soñé: sucedió realmente,

y deveras lo sentía: no pienso comprar una mansión enorme, ni tener secretaria o un regimiento de criadas, ni nadar en albercas con forma de corazón y estereofonía subacuática, o sentarme tras un chofer, qué horror, y eso si llegara a tener chofer, que no pienso, o un rolls que amerite chofer, que tampoco pienso.

En ocasiones hasta extraño las noches en que dormía en casa de mis amigos, en mi colchón de aire. Aire. Cuando empiezas a ganarte la vida dejas atrás la verdadera juventud, esa maravillosa libertad.

Yo sé que no existe una diferencia radical entre mi personalidad de antes y de ahora. No pienso permitir que la celebridad se me suba a la cabeza, aunque haya gente que doctore: yo soy la quinta estrella de este siglo, después de Jean Harlow, Greta Garbo, Marilyn Monroe y Brigitte Bardot. Si lo soy, perfecto pero hasta ahí. Yo continúo visitando a mis amigos, como antes, para platicar. ¿O no? La gente importante para mí es la que amo y no la que me contrata. Hace poco rechacé un contrato en el que me ofrecían muchos millones porque no me gustó el guión. Jamás podré ser rica, odio el dinero:

sólo es un medio para adquirir las cosas que deseo: libros, discos, cuadros, pero ni eso: doy la mitad de lo que gano a mi agente, otra parte al fisco. El caso es que me telefonean del banco para informarme: no tengo dinero. Qué se le va a hacer.

Cuando volví a filmar con John nunca imaginé que tendría mucho dinero. El productor quería contratar a Shirley Mac-Laine, pero John lo convenció de que yo haría bien el papel de Diana Scott. Es un personaje muy distinto al de Lara, por supuesto, y para decir la verdad nunca supe si lo hacía bien o mal. Leí las críticas, eso sí, eran muy elogiosas. Alguien aseguraba que tengo sex appeal. Yo no me encuentro especialmente bella y menos en un momento como éste. De chica me avergonzaba tener la boca grande. En fin, eso depende de los días y la iluminación. Pero tengo senos pequeños y piernas cortas.

Senos pequeños y piernas cortas

Me gustan las piernas largas, como las de Don, es lo primero que miro en un hombre. ¡No!, los ojos; primero los ojos. Y pienso que el glamour, la belleza exagerada es arcaica.

El caso es que David Lean, en España, mandó pedir una copia de la película de Schlesinger para que yo pudiera verla. Y me gustó, es decir, vi que actuaba bien. Fue perfecto, porque desde ese momento empecé a actuar con seguridad, sin titubeos, dominando mi timidez. Lean se puso feliz, pero actuar con estos directores que se creen superhombres es agotador. Con John trabajaba dieciséis horas diarias, pero con Lean era tremendo y yo sólo puedo actuar estando fresca. No todo puede hacerse a base de emoción, a menos que sea una secuencia de histerismo. Pero una tierna escena de amor… Es gracioso: antes, cuando me debían besar ante la cámara, me daba pánico.

Cuando terminamos de filmar en España supe que me habían nominado para el Óscar. Don y yo fuimos a la entrega de premios. Nos sentíamos muy contentos, más aun cuando regresamos a Londres para festejar el premio. En una reunión me dieron ganas de soltar chilliditos, de bailar la noche entera, de ser cariñosa. Con los ojos húmedos observaba a todos, adivinando que mi sonrisa era enorme. Soy sentimental; me gusta, por ejemplo, responder las cartas que me mandan mis admiradores. Dios, qué gracioso se oye decir admiradores. A los italianos les encanta pedirme dinero; y no sé, comprendo un poco esa manía de escribir cartas porque la comparto. Ahora mismo tengo que garabatear algunas, pero realmente esta cama es deliciosa. Las voces de la gente apenas se escuchan a lo lejos, allá en la calle, fuera de este departamento desordenado, lleno de muebles victorianos y discos y muchísimos libros y reproducciones de obras famosas y también pinturas y carteles y pinturas sobre todo y fotos y enormes libros de arte. Don exige tenerlos siempre a mano. Me gusta este departamento, es, no sé, cálido, ayuda a vivir. Kensington West es una calle perfecta, con sólo asomarme contemplo a todos estos muchachos locos, más bien: libres, que la recorren. Ardo en ganas de salir con ellos, pero ya no puedo, no estoy en su momento y quizá me verían con desconfianza. Detesto estar siempre insatisfecha, pero es inevitable: siempre se me antoja lo que tienen los otros. Por suerte soy muy honesta, pero honesta y todo me aterroriza la idea de la muerte:

no

puedo

imaginar

que

un

día

moriré:

es tan tremendo como imaginar que hubiera sido un hombre, aunque me encanta usar pantalones. Eso no quiere decir que sea una ridícula: me queda tan bien una minifalda como el traje de noche más ostentoso. Pero prefiero la libertad, la comodidad de unos buenos pantalones o de una minifalda. También me gustan las bolsas; entre más grandes, más cosas se pueden traer. Siempre dispongo de útiles suficientes para diecinueve tipos distintos de maquillaje, aunque por lo general no me maquillo; y guardo cartas, generalmente un libro, un espejo, dinero, lápices viejos, una camarita fotográfica. Cuando veo un rostro interesante en la calle, lo fotografío en el acto. Por eso camino lo más que puedo; no me gustan los transportes urbanos, pero tampoco me agrada que me reconozcan en la calle y me vean como animal raro. Hay ocasiones en que siento que no soy esa actriz de quien hablan.

Pero lo gracioso es que

nadie

me podría pedir que dejara mi carrera;

no lo aceptaría, aunque fuese Don. Es que todo esto es muy difícil. Es decir, si una mujer trabaja en el cine y su novio, o lo que sea, no, la cosa se complica: hay demasiadas tentaciones, aunque ella sea una buena persona…

y yo no soy

una buena persona. Carezco de lógica, soy muy orgullosa, odio las veces en que me han humillado en público.

Mucha gente dice que sí he cambiado; según ellos ahora soy más nerviosa, mis gestos son más secos, mi risa poco natural, siempre en tensión. Dicen que parezco distante, fría, desdeñosa, que mi belleza es serena, que por eso me parezco a Greta Garbo y he vuelto a revivir un mito, su mito. Yo no sé, no creo. No siempre puedo estar dando brincos de felicidad, a veces me gusta pensar maldades, hacerlas. Para que no te molesten no queda más que ser maleducada. Me cae bien la gente que dice que soy repulsiva, pero en realidad soy tímida, ahora que cuando me dedico a un papel lo hago de todo corazón. Por eso perdono el comentario de Bubbles Elliott, mi doble. Dijo que ha doblado a Ingrid Bergman, a Laureen Bacall, a Mai Zetterling, pero conmigo la magia aparece en la pantalla como con la Garbo; tiene calor, dice, sabe adaptarse a su personaje.

Calor, me gusta esa palabra. Pero en este momento siento un poco de frío, por eso permanezco hundida entre las sábanas, con un cosquilleo en la garganta. El suéter que me quité cuando dormía se encuentra en el suelo, como una mancha amorfa;

todo parece desdibujarse,

perder sus contornos.

Perder sus contornos

Don camina bajo el sol pálido, sus alumnos lo miran, a lo lejos; envidian su estatura, sus piernas largas, su pantalón que no es tipo Carnaby pero que le queda tan bien, tan al día sin serlo.

Don se halla aún dentro del salón, se distrae al imaginarme aún acostada o preparando mi desayuno. Me ve con el pelo rubio, corto, que me transformó tanto al filmar con François Truffaut. Aparezco luego con los cabellos sueltos, largos, casi como Linda Montag; o con un traje indio; ahora estoy molesta porque no me salió la toma en este último film que también dirigió Schlesinger.

Don toma un taxi y va en silencio, sin oír la plática-zumbido del chofer. Observa las rodillas de las muchachas que recorren la calle. Compara esos cuerpos con el mío y sonríe. Sonríe.

Don se encuentra con los amigos. Platican acerca de la actriz que vive con él, comentan esa extraña atracción que ella siente por los vinos de mesa. Es que vivió en Francia pueden decir.

El suéter ha perdido su color, sólo es algo que flota en un espacio gris.

La sequedad de mis ojos desapareció en un momento difícil de precisar.

Ahora es imposible distinguir cada uno de los objetos que llenan este departamento.

No sé si el cosquilleo que mordisca mi garganta ascendió hasta los labios,

porque mis dientes se hunden en ellos,

intensamente,

hasta volverlos casi insensibles,

hasta volverlos casi insensibles

hasta volverlos casi insensibles

hasta volverlos casi insensibles

hasta volverlos casi insensibles

hasta borrar la atmósfera que me rodea

y cultivar un zumbido que surge de mis oídos

y consentir que mi esófago hierva

y adivinar que mi piel se vuelve más sensible,

aun cuando me levanto de la cama y huyo hacia el baño al presentir la figura de Don ante la puerta |

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INTERMEDIO:
PROYECCIÓN Y LUZ INTERMITENTE

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CÓMO TE QUEDÓ EL OJO
 (QUERIDO GERVASIO)

Imagínate, de buenas a cuartas encuentras a este Jeremías con su expresión de direlococomio y no te dice oye qué padre está lo último que hiciste, sino que probablemente llegará para decir qué pasotes alias qué pasión; y acabo de estrenar niño, y él responderá cuántos años tiene; y tú, en lugar de vaticinar cualquier posible moñazo en el sudococo de tu interlocutor, sólo dices eh; y él se carcajea sobando su cosquilla número veintiocho, feliz como lagartija elesediana por haber obtenido un punto, es decir: triunfante; digo, Jeremías puede ser lo que quieras, triunfar en cuanto desees, no darte ni cinco miligramos de crédito cuando eres tú quien fantasmescribe sus mamotretos, pero eso no lo valida para uy hacer entretejer lucidar emitir ese género de chistes que más tarde llevarás en tu cabeza todo el beatificado día, o algo como repitiéndote cuántos años tiene; porque después de todo no eres nada retrotarolas y no mentiste jamás al decir que acabas de tener un niño happy bearing to you; bueno, es un decir, a fin de cuentas no fuiste tú quien ay en los momentos cruciales y no crucificables, sino que tú sólo qué monostá qué fregón soy el mero amo pueden considerarme el tiro perfecto do apunto pego viva Méxiko traidores, y cosas de esa onda proferidas por hombre común que trabaja y sufre y a veces goza en este siglo tan difícil pero apasionante que aquí nos tocó nada menos que en Mexiquitolímpico para servir a Diositosanto y a usté mero jefecito; y cuando piensas avanzar el recodo del hospital miras acercarse a este buen Jeremías con su cara de te pillé de nuez cuate, y tú palideces, te enhielas, quisieras correr y rendijarte en la puerta más próxima, pero no: ahí estás con la sonrisa, digo, la sonrisilla, esperando con el corazón param pam pam muy rápido y con un temblor álgido en la mano derecha: se alza, se alarga, se estira, queda colgando, mientras Jeremías sigue su camino sin mirarte, sin trascenderte;

qué haces;                   corres

tras él para acabo de

estrenar niño, gritar,

esperando el cuántos

años tiene;

o

permaneces taladrado

en ese punto con la

expresión ojipelona

inmóvil.

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SEGUNDO ACTO:
LENTO Y MUY LIBRE

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