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Shelby Holmes es genial

Elizabeth Eulberg

Fragmento

Shelby Holmes es genial

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CAPÍTULO 1

Todo escritor necesita una buena historia que contar.

Y ese era mi problema: no tenía nada que escribir porque nunca me había pasado nada emocionante. En serio, nada. Cero. Zilch. Nothing. Nadita de nada. Se supone que alguien que ha vivido once años en cuatro estaciones militares ha visto por lo menos una cosa emocionante. Sí, se supone.

Nop.

Mi vida = aburrida.

Hasta que nos mudamos de Maryland a Nueva York y mi nueva vecina intentó hacer explotar el edificio.

Sí, todo empezó como un día de mudanza normal para la familia Watson. Ya me había acostumbrado a estar siempre empacando y desempacando, ese era parte de tener una mamá en el ejército. Pero se suponía que esta vez sería distinto. Mi mamá y yo nos instalaríamos aquí, en un departamento de la calle Baker, en el número 221. Ya hasta estábamos aplanando las cajas y dejándolas en la banqueta, en vez de guardarlas para la inevitable siguiente mudanza.

Ah, también era la primera vez que nos mudábamos sin papá. Ya sé que un escritor tiene que contar la historia completa, pero no estaba listo para hacerlo. Todavía no.

Así que era un día de mudanza como cualquier otro. O eso parecía. Como era de esperarse, tan pronto mamá volvió a ser una civil común y corriente, y salimos de la estación militar, supuestamente a salvo, nos encontramos esquivando una explosión.

¡BUM!

Nuestro departamento se sacudió. Mamá me jaló hacia el piso y me cubrió la cabeza. Los cuatro trabajadores corpulentos del servicio de mudanzas intentaron ocultarse detrás de nuestros muebles.

La única persona que no buscó refugio fue nuestra nueva casera, la señora Hudson.

—¡Santo Dios! —exclamó sacudiendo la cabeza—. ¡No se asusten! No es nada —se disculpó murmurando—: le dije que hoy no.

Tal vez las explosiones eran incidentes rutinarios en este edificio de departamentos. Si se era el caso, sin pensarlo volvería a la estación militar antes que convivir con algún neoyorquino chiflado que tuviera una barra de dinamita.

El edificio permaneció en un silencio sepulcral durante unos minutos y después todos volvimos a ocuparnos de la mudanza y de desempacar cajas.

Mamá me sonrió inquieta:

—Bueno, John, parece que por fin tienes algo emocionante que escribir en tu diario.

Sí, claro, aunque no me hubiera importado prescindir del susto del bombardeo. Por alguna razón, mi abue insistía en regalarme un diario en todos mis cumpleaños. Todos estaban medio llenos con historias sin terminar sobre viajes espaciales y garabatos de mis personajes de cómic nada originales: el Tipo Genial, el Hombre Tarántula, el Sargento Speedo y la Chica Increíble.

Me apegaba a la ficción porque no había ninguna razón para registrar mi vida real. Porque mi vida era aburrida, tediosa, poco interesante, apagada, monótona, equis. (Mi abue también me había regalado un diccionario de sinónimos.)

Supongo que podría pensarse que mudarse es emocionante, pero lo hacíamos tanto que era más bien una lata. Y era difícil. Amigos nuevos, maestros nuevos, rutina nueva. En cuanto dominaba todo eso, los días en la estación eran iguales: escuela, parque, tarea y a la cama. Una y otra vez. Después nos mudábamos y todo empezaba de nuevo. No importaba si estaba en Georgia, Kentucky, Texas o Maryland. De algún modo siempre era igual.

Todo eso estaba a punto de cambiar.

—¡Lo siento! —la señora Hudson volvió a nuestro departamento, jalando a alguien a sus espaldas—. Ya sabes qué hacer —dijo apretando los dientes.

Una niña delgada de tez blanca con rizos pelirrojos dio un paso al frente. Tenía una bata de laboratorio que le quedaba enorme y goggles en la frente. De la cintura para arriba estaba cubierta de hollín, salvo donde los goggles le habían tapado. Se puso una mano en la cadera.

—La señora Hudson me informó que mi experimento inofensivo y perfectamente seguro les ocasionó un día de mudanza desagradable. Me ordenó que me disculpara —suspiró profundamente.

¿Creía ella que esa era una disculpa?

—Gracias, cariño. ¿Vives en el edificio? —le preguntó mi mamá. Siempre que llegábamos a un lugar nuevo, ella aprovechaba para buscarme amigos (principalmente porque se sentía culpable, ya que ella era la causa de que nos mudáramos tanto). Pero esta niña, quien no parecía tener más de siete años, era demasiado pequeña para ser mi amiga. Yo acababa de cumplir once. No necesitaba pasar de niñero lo que quedaba de mi verano. Sobre todo con una ñoña a la que le gustaban las ciencias.

—Sí, arriba en el 221 B —la niña se acercó a mamá y le dio la mano—. ¿Cuánto tiempo estuvo en Afganistán? —preguntó.

Mi mamá dejó su brazo suspendido en el aire mientras volteaba a verme. Los dos estábamos pensando lo mismo.

¿Cómo lo supo?

—Supongo que es médico militar. Y por la manera en que se apoya en la pierna derecha, parece que se lastimó la pierna izquierda. ¿La cadera, quizá? Tengo entendido que las municiones de metralla pueden causar dolores muy fuertes.

Esto era raro por muchas razones. Sobre todo porque cuando el servicio militar y la herida de mamá salían a relucir en una plática, las personas evitaban hacer contacto visual y susurraban. No esta niña. Nop. Parecía hablar del clima. Su tono era monótono y no apartaba la vista de mamá, aunque de vez en cuando se distraía, como si estuviera buscando algo.

La mandíbula de mamá estaba prácticamente en el piso.

—¿Cómo…?

La distrajo un sonido de cristal roto que se oyó en el comedor.

Genial. El día de mudanza se ponía cada vez mejor.

Uno de los trabajadores quitó una cobija que había estado protegiendo un espejo de cuerpo entero.

—No estaba bien envuelto —el hombre se encogió de hombros y siguió desenvolviendo el espejo—, no pude evitarlo.

—¡Alto! —la niña le gritó. Se dirigió hacia allá dando zancadas y examinó los cristales rotos.

La señora Hudson se rio alegremente como para eliminar la tensión.

—Ay, es una manía que tiene.

Mmm, okey. Como si eso explicara lo que estaba pasando. ¿Todos los niños de Nueva York eran así?

—¡Oye! —le gritó el trabajador—. ¿Qué haces?

La niña estaba sobre sus rodillas y manos, con la cara a centímetros de los pies del tipo. Se levantó de un salto y se sacudió las manos.

—Pateó el espejo.

—No es… —el trabajador comenzó a protestar.

Ella señaló su pie.

—Según el ángulo del hoyo en el espejo, el cual es del tamaño del dedo gordo de su bota, el hoyo se hizo siguiendo una trayectoria ascendente, un ángulo que corresponde a la altura de las escaleras de nuestra entrada. Por lo tanto, infiero que usted pateó el espejo al subir las escaleras. Y aunque es muy probable que dicho suceso haya sido un accidente, sin lugar a dudas fue su culpa.

Lo único que yo tenía claro es que ahora vivía entre personas raras que plantaban bombas.

—¿Quiere que dibuje un diagrama o nos va a ahorrar tiempo a todos y confesar? —el trabajador se quedó quieto con la boca abierta. Los demás también estábamos pasmados. Menos la señora Hudson, que parecía divertida y un poco cansada.

El trabajador tartamudeó durante unos instantes y luego se agachó para ver cara a cara a la niña.

—¿Quién eres?

Sonrió satisfecha:

—Soy Shelby Holmes. La detective Shelby Holmes.

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CAPÍTULO 2

Como estaba harto de desempacar, decidí pasar la mañana siguiente afuera, en las escaleras de nuestro edificio de piedra caliza en Harlem, muy al noroeste de Manhattan. Mamá estaba ocupada asistiendo a reuniones en su nuevo trabajo del Centro Médico de la Universidad de Columbia. Me dio permiso para explorar la colonia, siempre y cuando fuera precavido y permaneciera diez cuadras a la redonda de nuestro edificio.

¿Cuidado? Prefiero arriesgarme en las calles de Manhattan que quedarme en un edificio en donde vive una niña a quien le gusta detonar explosivos.

shelbyholmesAunque tenía muchas ganas de caminar por mi nueva colonia y quizá también de conocer a gente que no intentara matarme, me sentí un poco agobiado. La ciudad de Nueva York era muy diferente de todos los lugares en donde habíamos vivido. En las estaciones militares estábamos relativamente confinados. Ahora las posibilidades eran infinitas. No tenía idea de por dónde empezar.shelbyholmes ¿Caminar al este? ¿Al oeste? ¿Al norte? ¿Al centro? ¿Para dónde era el este? ¿Y el oeste?

Mejor me quedé con mi diario. Sí, era anticuado que prefiriera pluma y papel y no una computadora. Escribir una historia con la mano en vez de usar un teclado es algo, no sé, más personal.

No es que últimamente hubiera escrito mucho.

Tenía meses sin escribir. Lo había intentado, pero no había podido. Era bastante irónico que cuando de veras me sucedía algo, me quedara paralizado.

Pero ahora… de pronto tenía ganas de escribir. Contemplé las hojas en blanco, intentando encontrar las palabras para describir lo que había pasado ayer. ¿Cómo era posible que esa niña pequeña hubiera sabido tantas cosas sobre mi mamá? ¿Y el empleado de la mudanza? Estaba fascinado, aunque también súper extrañado.

Me consideré afortunado de que ella no me hubiera hecho caso.

Entonces, se abrió la puerta de entrada y se cerró de un portazo. Sin voltear la cabeza, supe que mi suerte se había acabado.

shelbyholmesShelby bajó las escaleras brincando, llevaba un bulldog inglés blanco con café en una correa.

—John Watson —asintió mirándome—, te presento a Sir Arthur.

Estiré la mano para acariciar al perro, que se desplomó alegre en el piso y se dio la vuelta para que pudiera acariciarle la panza.

Genial. El único ser vivo que me daba la bienvenida era un perro que babeaba.

—¿Sir Arthur?

—Bueno, es que es británico —ella comentó—. Y es el mejor perro del mundo. Como la Reina no ha considerado conveniente responder mis misivas para convertir a un animal tan extraordinario en miembro oficial de la Orden del Imperio Británico, me he dado a la tarea de honrarlo con la denominación de respeto que merece y llamarlo “Sir”.

Si seguía hablando con Shelby Holmes, le daría buen uso a ese diccionario que me había dado mi abue.

Ella se agachó para acariciarle la panza.

—Bueno, tenemos que hacer nuestras rondas. ¡Vamos!

El perro se levantó de mala gana y siguió bajando las escaleras.

—¡Espera! —grité, sorprendido de mí mismo. Antes de pensar bien las cosas, decidí arriesgarlo todo—. ¿Puedo ir contigo?

Sí, ella era rara, pero tenía que averiguar cómo había logrado hacer todo eso ayer. De acuerdo, también me resultaba un poco intimidante caminar solo por la colonia. No es que una niña diminuta pudiera hacer mucho para defenderme, pero por lo menos teníamos a Sir Arthur.

Shelby se encogió de hombros, indiferente.

—Como quieras.

Mientras caminábamos por nuestra calle, alineada con casas de piedra caliza que se parecían a nuestro edificio, Shelby empezó a explicar sus “rondas” a detalle. Honestamente, sólo entendí una parte de lo que dijo. Hablaba muy rápido y recitó una lista enorme de personas a las que contactaba diario.

Aunque sí entendí una cosa: Shelby Holmes era una niña muy chismosa.

Empecé a contar las cuadras mientras Shelby daba la vuelta en la avenida Lenox (a una cuadra de la casa). Me sorprendió la cantidad de taxis y coches que pasaban a toda velocidad. Había tantas cosas que asimilar: el ruido, las tiendas con letreros en idiomas extranjeros, la gente, la ropa (un tipo llevaba una colorida piyama de seda y un sombrero a juego) y la multitud cuando cruzamos la calle 125 (ahora estábamos a cinco cuadras de la casa, ¿o eran seis?).

Incliné la cabeza frente a un hombre que vendía sombreros en un puesto. Tenía unas trenzas muy padres. Los peluqueros en las estaciones militares sólo conocían un corte: al rape. Casi todas las personas a las que nos encontramos saludaron a Shelby por su nombre.

—¿Cómo estás, Sal? —ella le preguntó a un hombre de aspecto alegre cuando pasamos por una pizzería—.¿Hay noticias?

—¡Todo bien, Shelby! —la saludó con un gesto de la mano—. ¿Quieres una pizza gratis para ti y tu amigo?

—No, gracias —respondió sin disminuir la velocidad. Sal se limitó a sacudir la cabeza y volvió a entrar a su restaurante.

—¿Acabas de rechazar una pizza gratis?

¿Quién hace eso? ¿Y por qué se la ofrecieron a ella?

—Tengo cosas que hacer, lugares que visitar.

Okey, pero de todas formas. ¿Quién rechaza una pizza gratis?

Ignoré los rugidos de mi estómago e intenté seguirle el ritmo a Shelby. No importaba si la persona era joven o mayor, hombre o mujer, de tez negra o blanca (o asiática o latina, y yo que creí que en las estaciones militares había diversidad), todos parecían contentos de ver a Shelby.

Era obvio que sabían algo que yo no.

—¿Es una colonia bastante amigable y segura, no? —pre-gunté. Había dado por sentado que una ciudad tan grande como Nueva York no sería el tipo de lugar en el que tus vecinos eran tus amigos, pero a lo mejor me equivocaba.

—Depende.

—¿De qué?

—De quién seas —dijo con una actitud segura, como si fuera un beisbolista profesional.

Hice lo posible por no reírme de ella. ¿En serio? Ni siquiera medía 1.20. Los shorts de mezclilla holgados y la playera morada que llevaba puestos hacían que se viera todavía más delgada. Se veía como si no se hubiera peinado en meses. Parecía exactamente el tipo de persona que los demás molestarían.

¿Pero yo qué sabía? Yo era el niño nuevo y todos en la colonia parecían respetarla.

—¡Ah, precisamente a quien quería ver! —se fue trotando hacia la esquina, en donde un sujeto desaliñado de tez blanca y rastas largas (¡si los peluqueros del ejército lo hubieran visto!) hurgaba en la basura—. ¿Has visto algo raro hoy?

—Naaa —se acarició la barba desaliñada—. Ya sabes que te diría.

Ella asintió y sacó un plátano de su mochila, también demasiado grande para ella.

—Gracias, Billy —después aventó el plátano en perfecto estado al bote de basura que estaba entre ellos.

—¡Gracias, Shelby! —Billy sacó el plátano del bote y se fue.

—Es frigano —explicó ella al notar mi desconcierto—. Sólo consume comida que ya se ha desechado. Raro, quizá, pero también quiere decir que conoce muy bien lo que la gente tira a la basura. Es un contacto útil.

No entendí nada, pero asentí de todas formas. Era el momento indicado para obtener las respuestas que realmente me interesaban.

—¿Cómo supiste todos esos detalles sobre mi mamá?

—¿Qué? —examinaba los titulares de un periódico que estaba en la basura.

—¿Cómo supiste que mi mamá sirvió en Afganistán?

—Ah, eso —respondió, como si no fuera para tanto, como si todo el mundo pudiera leer la mente—. Es muy fácil. Primero, las cajas de su mudanza tenían los nombres de algunas estaciones militares, así que supe que eran una familia militar. En la mesa había un certificado médico. La suela del zapato derecho de tu mamá estaba notablemente más desgastada que la izquierda, lo cual quiere decir que se apoya más del lado derecho. A partir de las cajas deduje que era probable que se hubiera hecho una herida en combate. O sea, en Irak o Afganistán. Según su edad y su andar apenas debilitado, supuse que lleva por lo menos dos años sin salir al extranjero. Por lo tanto, concluí que se trataba de Afganistán.

—¡Pero si sólo estuviste un minuto en el departamento!

—¿Y? —unos volantes pegados en la pared la habían distraído.

—Es… —me costó encontrar la palabra adecuada. Todo lo que había dicho era cierto. Hasta el último detalle— impresionante.

Se le iluminó la cara.

—¡Ah, gracias! Qué agradable que un contemporáneo aprecie mis talentos. Para variar.

Temía conocer la respuesta de lo que le pregunté después.

—¿Qué impresión te di yo?

Arqueó la ceja.

—¿En serio quieres saber?

Sí, no. Para nada quería conocer su teoría sobre mí porque era muy probable que atinara. Preferí no saberlo.

Tuve que desviar su atención de mí.

—¿Pero cómo lo hiciste?

Exhaló profundamente mientras Sir Arthur examinaba unas hierbas que crecían en la banqueta.

—Observo. Después armo distintas teorías con todas mis observaciones y elijo la que tenga la narrativa más probable. Se llama razonamiento deductivo. No entiendo por qué los demás no lo hacen. Entiendo que a algunos mis observaciones les parezcan impertinentes, pero sí sé cuándo quedarme callada. Por ejemplo, no mencioné lo del divorcio

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