Me despierto. No sé cuánto tiempo he pasado durmiendo, pero ahora hay más luz. Está amaneciendo y yo sigo allí, en esa especie de nave en ruinas.
El muerto también está ahí. Eso no era ningún sueño. Le observo. Barba negra, no muy cuidada. Pelo castaño, largo, con grandes vetas canosas. ¿Cincuenta años? Por ahí. Gafitas redondas, ligeramente descolocadas sobre la nariz. Ojos negros, coronados con cejas espesas que parecen cepillos.
Mientras le miro, me percato de una gruesa mancha de sangre que le recorre la frente, muy pegada al cuero cabelludo. Le han abierto la cabeza. A ese tío lo han matado.
Comienzo a darme cuenta de la situación.
Quiero saber dónde estoy. Giro el cuello y entonces siento un dolor agudo en la base del cráneo. Ese tipo de dolor que te avisa: «No sigas por ahí...». Así que dejo de moverme. Dicen que si te rompes la crisma, es mejor quedarse quieto. ¿Me han golpeado a mí también? Pero ¿qué ha pasado?
Intento recordar algo. ¿Ha sido un ataque terrorista, tal vez? Me vienen a la mente esas terribles escenas de Francia y los terroristas islámicos. Pero allí no parece haber nadie más que nosotros dos. Es una especie de pabellón industrial abandonado, lleno de cascotes y con las ventanas rotas.
Cierro los ojos. Trato de rebobinar la memoria. Es como esas veces que abres los ojos en medio de la noche y no sabes dónde estás. Esperas un poco y la información se va reconstruyendo ante ti. «Ah, estoy en tal sitio. Esta es la habitación del hotel cual. Todo encaja, vuelve a dormir.»
Pero es que mis tal y cual no regresan a mí. No recuerdo por qué estoy allí. No logro encontrar ni un hilo del que tirar, nada que pueda explicarme esa situación.
¿Qué es lo último que recuerdo? Hago un esfuerzo por encontrar algo «ahí atrás» y lo primero que me llega es una imagen. Un lugar precioso, entre las montañas...
Estábamos en el jardín de Koldo y Leire, haciendo un pícnic. Leire había dispuesto unas mantas sobre el césped y nos hablaba de ellas.
—Impermeables por debajo, suaves como un osito por arriba. Las compramos cuando vivíamos en Holanda, allí saben mucho de suelos húmedos.
El césped estaba muy bien recortado. Koldo se había pillado uno de esos robots cortacéspedes y se había tirado casi media hora hablándome de sus virtudes en el garaje de la casa. Yo me suelo aburrir bastante con esas cosas; sin embargo, aquel tema me interesaba a un nivel profesional. Si esos robots comenzaban a proliferar, mi trabajo tendría los días contados.
Pasábamos una tarde muy agradable, bebiendo vino y comiendo panecillos con paté y mermelada casera, mientras los niños de Leire y Koldo correteaban por el jardín. Cuando ya parecía que no nos cabía un gramo más de comida, Leire trajo un termo de café con leche y un bizcocho.
—Tienes que probarlo, Álex —me dijo Erin—. Leire es la reina de los bizcochos.
Desde que nacieron los gemelos, Leire disfrutaba de dos años sabáticos «de crianza». Se dedicaba solo a ser madre, pero con la ayuda de sus suegros. Así que podía ir a nadar todos los días y tenía tiempo para leerse un libro por semana. Estábamos hablando de eso, de lo feliz que era en su excedencia de la agobiante consultoría en la que trabajaba, cuando salió el tema de los bebés. Erin opinaba que Leire era el modelo de comportamiento. Ella también se cogería un año completo «en cuanto tuviésemos un bebé».
Yo me quedé helado al oír eso. «¿Un bebé?»
—Entonces Álex se convertirá en el ganapanes familiar —bromeó Koldo—. ¿Qué te parece eso?
Miré a Erin y ella me miró a mí y se rio. Leire también se rio. Fue como si las hubiera pillado hablando de un secreto. Me giré hacia Koldo:
—Me parece que tendré que romper tu robot.
Después, sobre las seis y media, comenzó a hacer frío y Leire propuso que pasáramos dentro. Había hecho un gran día para ser octubre, un día casi de verano, pero «esto es el Cantábrico», recordó Leire. Así que recogimos los bártulos y entramos en la casa. Una casa de madera, dos plantas, muchísimo espacio. Cada uno de los gemelos tenía su propia habitación, tan grande como el salón de cualquier apartamento de la ciudad. Y el salón tenía unas inmensas cristaleras esquinadas desde las que se podía contemplar el mar.
Estuvimos hablando de la casa un rato. Koldo trabaja en el estudio de arquitectura del padre de Erin y le encanta hablar de esos temas. Que si este material para conservar mejor el calor, que si el suelo geotérmico, que si el aislamiento de micropartículas de carbono... Las chicas se abrieron un vino y Leire dijo que era hora de bañar a los pequeños.
—¿Por qué no acompañas a Koldo, Álex? —dijeron entre risas—. Así vas aprendiendo.
«Otra vez ese rollo del bebé —pensé yo—, ¿qué se proponen?»
Ahí está mi último recuerdo. La casa de Koldo y Leire. Erin y eso de tener un bebé. Nada más. Ni siquiera sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. ¿Un día? ¿Dos años? ¿Cómo he llegado a este lugar? ¿Qué hace este hombre muerto a mi lado?
Tengo que moverme. Tengo que encontrar mi móvil y pedir ayuda.
Estoy de costado, la mano izquierda atrapada bajo mi cadera, en una postura curiosa cuando menos. Supongo que me he caído y me he quedado en esa posición. Hago fuerza con el codo y me vuelco suavemente sobre la espalda. Al hacerlo, vuelvo a notar ese dolor en la nuca, que se irradia por toda la parte trasera de mi cabeza.
Me quedo mirando boca arriba. Ahora tengo un buen ángulo de visión y observo a mi alrededor. Un pabellón muy alto, de hormigón armado sucio, con un estilo arquitectónico antiguo. Hay cuadros de ventanas a los lados. Ventanas de marco de acero, con pequeños cristales, algunos de ellos rotos. El estilo de ventana de almacén o fábrica antigua. «Espera un segundo —me digo—. Yo conozco este sitio. Claro que lo conozco. Es la vieja fábrica Kössler.»
Voy a intentar levantarme. Mi otro brazo, el que lleva extendido todo el tiempo, se mueve y entonces me doy cuenta de otra cosa. Cerca de mi mano hay un trozo de piedra. Un trozo bastante grande y con forma triangular. Una de sus puntas está empapada en sangre.
Me siento y cojo esa piedra. La miro. Es un triángulo de granito. Llevo un dedo hasta esa punta manchada de rojo. Es sangre fresca.
Suelto la piedra. Miro al hombre muerto a un metro de mí.
Ya no tengo tanta prisa por llamar a nadie.
1
LA MENTIRA
1
Alguien me dijo que había tenido un accidente. Recuerdo ver un montón de aparatos vibrando en las paredes de una ambulancia y dos enfermeros de la DYA a cada lado. «Has tenido un accidente —me dijeron—. Pero estás bien.»
Las imágenes vienen y van. Recuerdo que llegamos a un hospital por la entrada de urgencias. Una camilla y voces de gente. Una enfermera me pinchó algo. Un médico me hizo preguntas que no supe responder —«¿Qué ha pasado?» «¿Puedes seguir el dedo con la mirada?»—, así que cerré los ojos y tuve sueños. Tuve un montón de sueños. Tuve ocho temporadas de sueños lo menos.
En uno de ellos, estaba tumbado junto a mi madre, en una cama del hospital. Yo la llamaba pero ella no respondía. Estaba viva, ¿es que al final encontraron un tratamiento para ella? Al cabo de un rato, mi madre me miraba y me preguntaba quién era yo. «Soy tu hijo, Álex. ¿Es que no me recuerdas?» Un doctor —que curiosamente era el dentista al que iba de niño— me explicaba que el tratamiento experimental conllevaba una suerte de lobotomización del paciente. A cambio de aumentar su esperanza de vida, perdía toda su memoria. Bueno, al menos en mi sueño, aquello no parecía tan grave.
Me despertaba y veía más doctores. Gente conocida. Mi abuelo, Dana, Erin, su madre. Alguien les decía que «no es exactamente un coma, pero hay que ver la evolución». Después oía más conversaciones. «Seguro que iba hablando por el móvil.» ¿A qué se referían? «Ha dado negativo en alcoholemia.»
Alguien mandaba salir a todo el mundo. Había ruido en alguna parte. Un escáner fotografiándome la cabeza. «No creo que se vaya a despertar», decía alguien. Volvía a dormirme.
En otro de mis sueños aparecía mi abuelo Jon Garaikoa. Un recuerdo en cinemascope y con Dolby Surround intracraneal. Yo era un niño. Me había clavado un anzuelo en la pierna mientras intentaba pescar en el puerto de Illumbe. Mi abuelo me decía que tendría que empujar el anzuelo hasta que saliera por el otro lado y después le cortaría la cabeza con un alicate.
«Cierra los ojos, Álex. Esto te va a doler.»
Alguien me clavaba algo, pero podría ser una jeringuilla. Entonces veía a ese hombre de la fábrica. El barbudo de los ojos negros —«Ya está, has sido un valiente»—, que me hablaba sin parar, muy rápido, pero yo era incapaz de entender nada. Estábamos en una fiesta. Sonaba Chet Baker. Un gran salón, muy elegante, lleno de gente. La espalda desnuda, sexy, de una conejita pelirroja era lo último que veía antes de que mi mente se diluyese como un terrón de azúcar en un vaso de leche caliente.
2
Después supe que había pasado más de veinticuatro horas en un estado cercano al coma. No se temió por mi vida, pero mi letargo llegó a mosquear a los médicos y estuve conectado a algunos ordenadores muy potentes que registraban cada pestañeo, latido o pedo que mi cuerpo emitía. Fui despertándome de manera muy paulatina, todavía en esa mezcla entre sueños y realidad.
Erin se encontraba a mi lado durante todo ese tiempo. La veía hablándome, cogiéndome de la mano, besándome. Yo intentaba preguntarle algo. «¿Qué ha ocurrido? ¿Volveré a andar?» Pero estaba sedado y no tenía fuerzas para hablar. Me dormía y soñaba con cosas extrañas. Una fiesta en la que sonaba Chet Baker y donde había animales vestidos de traje y corbata. Fuese lo que fuese lo que me habían inyectado, era un producto de primera.
Cuando finalmente desperté de esa especie de odisea de sedantes, amnesia y pesadillas, Erin estaba allí, hablando por teléfono junto a una ventana.
—No, al final le he pedido a Gurutze que me sustituya. Por lo menos el lunes. Quizá también el martes...
Supongo que hablaba de su colegio. Erin trabajaba en una escuela. Era maestra. Le había costado encontrar su verdadera vocación, así que a los veintinueve todavía era bastante novata.
—Estoy preparando las clases aquí, en el hospi...
Yo la miraba y la escuchaba hablar con alguien. ¿Leire?
—Sí. Un golpe muy fuerte en la cabeza. Lo demás está bien.
Seguro que era Leire. Ese tonillo medio infantil solo lo utilizaba con ella. Ambas eran hijas únicas, habían crecido juntas y se trataban como hermanas.
Ella no se había dado cuenta de que estaba despierto, así que la observé en silencio mientras hablaba. Llevaba el pelo recogido en una coleta. La cara sin maquillar. Camiseta y vaqueros. Yo siempre le decía que era como más me gustaba, al natural, solo con un toque de aroma de jabón. «Si hubiera tenido una maestra como tú, me habría colado hasta las cejas», le solía decir. A lo que ella contestaba: «Son críos de ocho años». Pero a los ocho años también te puedes enamorar, aunque creas que solo es un dolor de tripa.
Por fin, en algún momento, se dio cuenta de que me había despertado.
—¡Álex! —dijo al verme con los ojos abiertos—. ¡Leire, te tengo que dejar! ¡Álex acaba de despertarse! ¡Sí! —Colgó y soltó el teléfono en la mesilla. Se sentó en la silla y me cogió las manos entre las suyas—. ¿Cómo estás?
—Bien. Me duele un poco la cabeza. Y tengo mucha sed. De hecho, me muero de sed.
—Vale, espera.
Se puso en pie como un resorte, salió fuera y volvió al cabo de unos segundos con un vaso de plástico. También entró una enfermera, que miró la máquina, tocó unos cuantos botones, dijo que el médico se pasaría en unos minutos y volvió a dejarnos solos. Erin se sentó a mi lado y me acarició mientras yo bebía el agua.
—Despacio...
—¿Qué ha pasado?
—Tuviste un accidente, ¿te acuerdas? Casi te matas, pero estás bien.
—¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
—Un largo día —dijo Erin—. Es domingo. ¿Qué pensabas?
—No sé, que igual habían pasado años.
Se rio.
—¿Tan vieja me ves?
—Estás preciosa, Erin. Estás más guapa que nunca.
Erin me cogió la mano y la besó. Después se apoyó suavemente en mi almohada.
—Gracias a Dios que estás bien. Pensaba que... Bueno, he pensado de todo. Te diste un golpe muy fuerte en la cabeza. ¿Puedes moverte bien?
Moví los pies, las rodillas, los brazos. Todo parecía en orden.
—¿El golpe es grave? —pregunté.
—No —dijo ella—, tan solo una conmoción. Te saliste en una curva. Fue algo aparatoso, pero dicen que el airbag te salvó.
Yo lograba recordar algunas imágenes muy borrosas. Un hombre muerto. En el suelo de una fábrica.
—¿Le hice daño a alguien?
—A un pino. Quizá tengas que pagar por eso. Por lo demás, tuviste mucha suerte.
Erin me contó lo que la Ertzaintza le había explicado: que yo iba conduciendo sobre las seis y media de la mañana por una pequeña carretera (la R-5678) que conecta Gernika con uno de los valles del interior. Al parecer me salí de la trazada y caí de frente contra un pino. El morro de mi furgoneta, una GMC, lo rompió en dos antes de arrugarse un poco.
—Pero ¿qué ocurrió? —Erin sonaba preocupada—. ¿Ibas mirando el móvil? No pasa nada, todo el mundo lo hace, pero claro, la gente se mata con esas chorradas.
—No sé muy bien lo que pasó —dije.
Erin me explicó que fue un camionero el que llamó al 112. Este buen samaritano se bajó del camión y me encontró KO, durmiendo sobre el airbag. El hombre debió de oler a gasolina de la segadora que portaba detrás y se temió que aquello fuera a convertirse en una pira. Se dio prisa por sacarme de allí y me tendió en la ladera de la montaña. Eran las siete de la mañana del sábado.
—¿A dónde ibas tan temprano?
—Yo...
Barba negra, ojos sin brillo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Erin al cabo de unos segundos.
—Es que no lo sé —respondí—. No lo recuerdo bien.
—¿Qué quieres decir?
—No me acuerdo de nada, Erin.
Ella dejó escapar un «guau» entre los labios antes de cogerme las dos manos, con delicadeza.
—No te preocupes —dijo—. Te diste un buen golpe en la cabeza. Seguro que es normal. ¿Qué es lo último que recuerdas?
Cerré los ojos y rebobiné mis recuerdos. Pasé por una imagen de un hombre muerto, pero aquello era imposible. Yo no había matado a nadie. Seguí hacia atrás.
—El pícnic en la casa de Leire.
—¡Pero si eso fue el jueves por la tarde! —Las mejillas de Erin se encendieron un poco—. Bueno. Tranquilo. Seguro que es algo normal.
Dijo eso, aunque su tono de voz indicaba lo contrario.
—A ver. Esa noche me llevaste a casa, pero no dormiste conmigo. Al día siguiente, viernes, tenías trabajo. Creo que era en el jardín de Txemi Parra, el actor...
—¡Sí!
Recordé esa imagen. El jardín de Txemi. Él estaba vestido con ropa deportiva y bebíamos unas cervezas en su terraza. Aunque esa imagen podía pertenecer a cualquier viernes. Siempre hacíamos lo mismo.
—Después del trabajo yo fui a hacer unas compras —siguió diciendo Erin—. Este fin de semana íbamos a celebrar nuestro aniversario. ¿Te acuerdas de eso? ¿Del viaje a Toulouse?
—Puede... Sí...
—Bueno, veamos. A la vuelta de Bilbao fui al Club a jugar unos dobles. Y al terminar me tomé una cerveza. No te llamé. No puedo decirte más sobre el viernes.
Entonces entró gente en la habitación. Un médico con un aspecto estupendo —moreno, pelo negro muy brillante—, seguido por otros dos más jóvenes, chico y chica, y la enfermera de antes. El médico le pidió a Erin que nos disculpara un instante.
—Hola, soy Jaime Olaizola, el neurólogo. ¿Cómo estás?
—Bien... Bueno... Me acabo de despertar. Me duele un poco la cabeza.
—Muy bien. Te voy a examinar. Por favor, recuéstate.
El doctor Olaizola sacó una linternita de su bata y me proyectó una luz en los ojos mientras me hacía un montón de preguntas. Qué tipo de dolor sentía, si estaba mareado, si tenía náuseas... Me pidió que me sentara en la cama. Lo hice y la enfermera me retiró una cura que tenía en la parte posterior de la cabeza. El doctor la estuvo observando un rato.
—¿Recuerdas cómo te hiciste la herida?
—No —dije—. Se lo acabo de decir a mi novia. No recuerdo nada.
Noté un tenso silencio en la sala. Los otros doctores jóvenes se miraron el uno al otro.
—¿Quieres decir que has perdido la memoria?
—Sí.
—Bueno, vamos a ver. —El doctor Olaizola se giró hacia la joven estudiante de Medicina—: Sandra, ¿cómo actuamos ante un caso de amnesia contusional?
La chica dio un paso al frente. Era bajita, con cara de ser la lista de la clase. Su compañero tenía más aspecto de merluzo.
—Deberíamos establecer si es anterógrada o retrógrada. Y establecer el límite temporal de la amnesia.
—Muy bien, Sandra —dijo Jaime con aires de profesor—. ¿Qué es lo último que recuerdas, Álex?
Noté las miradas de todos aquellos doctores sobre mí. Me sentía como un conejillo de Indias. Si respondía mal, quizá me abrieran el cerebro para mirar dentro. Cerré los ojos.
Barba negra, ojos sin brillo. Gafitas descolocadas sobre la nariz. Está muerto.
—Recuerdo el jueves por la tarde. Fuimos a casa de unos amigos a hacer un pícnic.
—El jueves por la tarde —dijo el doctor—, eso son más de veinticuatro horas hasta el momento del accidente.
—¿Es malo?
—Es bastante tiempo, pero plausible. Una amnesia retrógrada puede ocupar minutos; en otros casos, como el tuyo, son horas. Lo que está claro es que esta contusión tiene la culpa. ¿Vivís juntos tu chica y tú?
—No, solo llevamos un año saliendo.
—Claro —sonrió el doctor Olaizola—, demasiado pronto para irse a vivir juntos, ¿no?
Sandra y el otro estudiante se sonrieron también. Un pequeño descanso de normalidad dentro del absurdo.
—¿Con tus padres?
—No —y omití explicar que no había tales padres—, vivo con mi abuelo.
—¿Jon Garaikoa? —dijo él—. Le conozco. Mi equipo lleva su caso.
—¿Por qué es tan importante con quién vivo? Si es algo grave, puede decírmelo directamente a mí.
Jaime Olaizola me miró en silencio durante unos breves instantes. Y yo pensé: «Qué miedo dan esas miradas en los médicos».
—Verás, Álex. El golpe, en principio, ha sido bastante limpio. No hay derrames internos ni signos de alarma, aunque ha sido lo suficientemente fuerte como para provocarte esta amnesia. Lo cual, en sí mismo, es preocupante.
—Vale.
—El caso es que la herida tiene un aspecto... extraño.
—¿Extraño?
—No cuadra bien con un accidente de coche. Como decimos los médicos, no es «compatible». ¿Recuerdas haberte golpeado con alguna otra cosa?
... veo esa piedra triangular, con uno de sus extremos manchado de sangre...
—Parece una contusión focalizada —dijo Sandra—, como si le hubieran golpeado por detrás. Un objeto contundente y puntiagudo, diría yo.
—Quizá fue algo de lo que llevaba en mi furgoneta... —dije—. Soy jardinero y tengo un montón de trastos pesados en la parte de atrás.
—Eso es difícil. Contabas con la protección del reposacabezas. Las heridas en los accidentes de tráfico suelen situarse en la frente, los laterales..., precisamente por eso.
Noté que el médico hacía un gesto a mis espaldas. Sandra guardó silencio.
—Bueno, tranquilo. Ya irás recordando lo que ocurrió. En la mayor parte de los casos, la memoria regresa enseguida.
La enfermera volvió a ponerme el vendaje y, mientras tanto, el doctor Olaizola me explicó algunas cosas más sobre la amnesia, supongo que con el objeto de tranquilizarme un poco. Me habló del hipocampo, el sistema límbico y de cómo, a veces, la amnesia podía ser anterógrada, lo cual significaba que uno no podía crear nuevos recuerdos.
—También existe una amnesia psicológica, lo que llamamos una amnesia de fuga. Suele ocurrir ante un trauma psicológico importante, pero en tu caso, al existir un trauma craneal claro, creo que debemos enfocarnos en la recuperación física.
—¿Tendrán que operarme o algo así?
—No, ni mucho menos. Lo normal es que los recuerdos vayan regresando por sí solos. La teoría dice que aparecerán en forma de sueños o flashes... Quizá te ayude visitar los lugares por los que pasaste en esas últimas veinticuatro horas. Hay otros métodos, como la hipnosis, pero eso es para casos extremos.
El doctor también me dijo que pusiera una especial atención en mi memoria en los siguientes días. Que intentase memorizar pequeñas cosas y comprobar si «se almacenaban correctamente». Debía estar atento a cualquier comportamiento fuera de lo normal: demasiado sueño, dificultad para expresarme y cosas por el estilo. Antes de irse, me hicieron un chequeo rápido preguntándome mi edad (veintisiete), el año en el que estábamos (2019), el nombre de mis padres (mi madre se llamaba Begoña; tuve que explicarle al doctor que nunca conocí a mi padre). Parecía que, en general, recordaba todas las cuestiones importantes de la vida. La amnesia se circunscribía entre el viernes 25 de octubre y esa misma mañana, domingo 27 de octubre. Algo más de cuarenta y ocho horas.
Me dijeron que me bajarían a planta y permanecería el resto de la noche en observación. Con suerte, podría regresar a casa al día siguiente.
Erin tardó un par de minutos en volver a la habitación. Supuse que el médico le estaría explicando los detalles de la amnesia a ella también. Cuando entró, tenía ese gesto que se te pone cuando intentas disimular tu preocupación. Sonreía pero tenía el miedo dibujado en el rostro.
—Dicen que empezarás a recordar cosas muy pronto. Que no te angusties y que no intentes forzarlo. Mientras tanto, el doctor ha dicho que te tomes unos cuantos días de reposo. Si quieres, me puedo encargar de llamar a tus clientes.
Eso me hizo pensar en algo.
—Tú... ¿tienes mi teléfono? —pregunté.
—No, quizá esté entre tus cosas. Las enfermeras metieron todo en una bolsa de plástico, espera.
Erin sacó una bolsa del armario y la colocó sobre la cama. Se puso a mirar dentro.
—Buf, tendré que traerte ropa. Alguien te ha destrozado los pantalones. Los han recortado o algo así.
—Los quitarían con tijeras —me encogí de hombros—, es lo que suelen hacer en los accidentes.
Erin encontró mi cartera, mis llaves de casa y las de la GMC, pero no el móvil.
—A lo mejor se ha quedado en la furgoneta, Álex.
—Vale. No pasa nada. Tengo una agenda de papel en casa, pídesela a Dana. Ahí están todos los números. En realidad, son solo ocho casas. Diles que si pueden aguantar una semana con el césped largo, les haré un descuento.
—Vale —dijo Erin—, lo haré esta misma tarde.
—Por cierto, ¿ha estado mi abuelo por aquí?
—Sí. Estuvo ayer casi todo el día, desde que te trajeron. Estaba muy nervioso, ya sabes cómo es. Se dedicó a intentar organizarlo todo y la lio con un par de médicos. Le dijimos que era mejor que volviese a casa y esperara. ¿Quieres llamarle?
—Vale.
Erin me pasó un teléfono y marqué el fijo de la casa de mi abuelo Jon. El teléfono dio un par de tonos y después escuché un pequeño barullo de voces. Mi abuelo gruñendo por un lado, y la dulce voz de Dana por el otro.
—Dana —dije—, soy Álex.
—¡Álex! ¡Gracias a Dios! ¿Cómo estás, carriño?
Dana era de Ucrania. Hablaba mejor español que muchos nativos, aunque de vez en cuando arrastraba algunas palabras con su peculiar acento eslavo.
—Bien. Me he despertado al fin. El doctor dice que estoy bien, aunque tengo amnesia.
—¿Amnesia? ¿Has olvidado?
—Sí. No recuerdo nada desde el jueves por la noche.
—¡Ah! Yo te ayudaré con eso.
Oí a mi abuelo por detrás. Gruñendo como siempre. «Pásame a mi nieto, ¡espía de Lenin!»
—Te paso a Jon —dijo Dana—, está poco nerrvioso. Ya sabes...
—¡Álex! —Mi abuelo Jon cogió el teléfono—. ¿Cómo estás? Y dime la verdad, no te andes con rodeos.
Jon Garaikoa era así, como un vendaval de puro nervio.
—Estoy bien, abuelo —respondí—. Me han dicho que solo es una contusión.
—¿Hay derrame? Conozco los golpes en la cabeza, nunca se puede decir que estén bien hasta que pasen unos días. ¡Escúchame! No te vayas del hospital hasta que te hagan todas las pruebas del mundo. He visto a hombres caerse secos de repente por no mirarse un golpe en la cabeza.
—Vale, lo tengo en cuenta, abuelo. Pero me han hecho varios escáneres y dicen que...
—De acuerdo. De acuerdo. Si necesitas algo, un pijama, tabaco..., lo que sea, mandaré a Dana. ¿Okey? Dime lo que necesites. A mí no me dejan ir. La comisaria política me tiene secuestrado. Dice que monté un cisco ayer, ¡ja!
—Tengo de todo, abuelo. Muchas gracias. Creo que pasaré una noche más y mañana por la mañana estoy en casa.
El abuelo se despidió y volvió a ponerse Dana. Le pregunté por ese «cisco» que había montado el abuelo.
—No te prreocupes. No fue nada: tu abuelo empezó a llamar inútiles a los médicos y alguien llamó a segurridad.
Al cabo de un rato apareció por allí un celador y me informó que me bajarían a planta. Salí de aquel fantástico box de vigilancia intensiva y me mudé a una habitación en la que había un chico con la pierna enyesada por un accidente de moto. Le dije a Erin que se marchara a casa. Se había pasado el día anterior velándome y dormir en el butacón del hospital sería una tortura innecesaria. Discutió un poco pero al final la convencí. Me prometió que vendría al día siguiente y yo le dije que no se diera prisa: «Estaré bien».
Así que me quedé solo, con la compañía de Unax —así se llamaba el chaval de la cama de al lado—, que se dedicaba a jugar con su Nintendo Switch y a intercambiar mensajes de móvil. En realidad, tampoco estaba buscando conversación. Sentía la cabeza como una esponja húmeda y pesada, con un dolor muy remoto en la parte de atrás. Esa herida «extraña» que había alertado a los médicos. Una herida que «no era compatible» con un accidente en carretera. Pero ¿de verdad había tenido un accidente? ¿Por qué? ¿A dónde iba yo conduciendo a las seis y pico de la mañana por esa carreterilla de mala muerte?
Una cara. Dos ojos negros, fijos, sin brillo.
Un hombre me mira, quieto, en el suelo.
¿Está muerto?
—¡Mierda! Oye, ¿no tendrás un cargador de Android?
Unax no lograba encontrar su cargador y parecía a punto de tener un ataque de ansiedad. Le dije que no.
—¿Crees que si llamo a la enfermera tendrán uno?
Turno de cenas, ronda de saludos, visitas fuera. Las noches en el hospital. Las conocía bien, había pasado casi un año entero merodeando por uno, aunque en una planta mucho menos alegre. En hospitalización oncológica se libra una lucha más dura que una pierna rota. Recordé a mi madre, nuestras pequeñas victorias, cuando salíamos de allí sonrientes. Nuestras derrotas, cuando regresábamos.
Pensé que sería incapaz de dormir, pero tras la cena una enfermera me ofreció una pastilla y la tomé. Unax había comprado una tarjeta de televisión y estuve viendo una película de Denzel Washington hasta que me quedé dormido. Caí rápidamente en un sueño profundo. Como Alicia, descendí por la madriguera del conejo y en el fondo, ahí abajo, sonaba Chet Baker...
Estamos en una fiesta. Hay varias personas bebiendo, envueltas en una charla amistosa. No conozco a nadie.
Es un salón magnífico, con un mirador central desde el que se puede ver el ir y venir de la luz de un faro en la distancia.
Observo la decoración. Muchos muebles, butacas, canapés, incluso una chaise longue de terciopelo color frambuesa. Y muchos cuadros. Uno de ellos me llama la atención: un hombre desnudo con un pene descomunal. En otro hay animales, vestidos de traje y corbata.
Suena «I Fall In Love Too Easily», de Chet Baker.
Entonces, un tipo se me acerca. Barba negra, gafitas, aspecto de intelectual. Trae dos copas en la mano.
—¡Hola! Tú eres Álex, ¿verdad? Álex Garaikoa. Tenía muchas ganas de conocerte...
3
Erin no me hizo caso y vino a primera hora del día siguiente con un par de cafés, dónuts y un periódico. Era lunes y le pregunté si no tenía cole.
—He pedido a una compañera que me sustituya. Hoy tenía pocas clases.
Estaba guapísima con un vestido negro con estampados rosas, el pelo suelto sobre los hombros. Desayunamos hablando de todo un poco.
—Cancelé lo de Toulouse. No creo que estés para viajar en una temporada. También he llamado a tus clientes. Todo el mundo te envía un abrazo. Menos Txemi, a él le he dejado un mensaje en el contestador.
—Gracias.
—¡Ah!, y mi padre se enteró de todo anoche. Ha estado en varias reuniones de trabajo en Tokio y ni se lo había dicho. Te manda otro abrazo gigante. ¿Qué tal tu memoria?
El doctor Olaizola me hizo la misma pregunta más tarde. ¿Había logrado recordar algo más? A ambos les respondí lo mismo: había tenido sueños extraños, pero no estaba seguro de que fueran recuerdos de nada real. No les conté demasiados detalles. Ese hombre de barba negra y gafitas... en algunas imágenes aparecía bebiendo vino en la fiesta, en otras estaba muerto sobre el suelo de hormigón de la vieja fábrica. ¿Qué sentido tenía eso? Para mí, en aquel momento, ninguno: era todo parte de una pesadilla recurrente.
Olaizola dijo que estuviese atento a esas imágenes extrañas: «A veces, una lesión neuronal puede provocar alucinaciones». El neurólogo repitió sus consejos sobre estar atento a mi memoria y me recetó paracetamol para sobrellevar el dolor, aunque pensaba que la hinchazón iría desapareciendo. Me citó en dos semanas para evaluar el progreso de la amnesia —«Posiblemente lo habrás recordado todo para entonces»— y me dio el alta tras recomendarme reposo, reposo y más reposo.
—¡Pero si no tienes nada que ponerte! —dijo Erin al enterarse de que podía marcharme a casa—. Iré a por algo.
Al cabo de una hora y media apareció con su madre, Mirari, cargada de bolsas. Mirari era un poco más baja que Erin, pero por lo demás eran como dos gotas de agua. Las dos tenían ojos grandes como océanos, y del mismo color azul, cosa de la que costaba darse cuenta porque Mirari siempre iba con gafas de sol. Tenía un tic nervioso en los párpados que la obligaba a llevarlas para esconder su «pequeño nervio loco», como lo llamaba ella.
Pusieron todo sobre la cama: un conjunto completo de camisa, pantalón, cinturón, todo de Harmont & Blaine, y zapatos Timberland. Hasta los calzoncillos eran de marca.
—Esto es demasiado caro —protesté.
—¿Qué pensabas que te íbamos a traer? ¿Harapos? —Mirari me miró con sorna detrás de sus gafas negras—. Vamos, póntelo.
Me cambié en el cuarto de baño y cuando salí las dos mujeres dieron su aprobación.
—Hemos acertado con las tallas.
—No sé. Yo me veo raro.
—¡Eso es porque siempre vas en vaqueros y camiseta!
Los Izarzelaia —Erin, Mirari, Joseba— eran una de esas familias a las que no se les notaba el dinero casi nunca, excepto con cosas como esas. Una compra de quinientos euros en ropa como si fuera un chupa-chups; un viaje a Sudáfrica para celebrar las Navidades; un iPhone por tu cumpleaños... Me despedí de Unax, que había conseguido recargar su Android y estaba feliz en su mundo de mensajes de móvil.
El mío continuaba en paradero desconocido, así que dejé un mensaje en el puesto de enfermeras por si alguien lo traía, aunque ellas insistieron en que eso no ocurría nunca.
—Llama a la Ertzaintza. Si alguien lo ha cogido, serán ellos.
Un taxi nos esperaba en la puerta. Mirari, por su problema en los ojos, iba a todas partes en taxi. Nos montamos y salimos en dirección a Illumbe. Hacía un día gris y plomizo y amenazaba lluvia. Madre e hija, sentadas en el asiento de atrás, iban hablando alegremente de sus cosas. Yo iba un poco más callado, mirando por la ventanilla. Las montañas cubiertas de espesos encinares, los valles de interior. Todo me recordaba esa visión de la antigua fábrica y esa absurda imagen que se repetía una y otra vez en mi cabeza.
El tipo no se mueve. Ni parpadea. Está muerto.
—¿Álex?
Me giré. Mirari y Erin me miraban extrañadas.
—Estabas como ido... ¿Te encuentras bien?
—Se me había ido la cabeza, perdón, ¿qué decías?
—Que mi aita vuelve el jueves. Al parecer, las cosas en Tokio han salido a pedir de boca y va a organizar una fiesta en casa para celebrarlo. Espera que te apuntes.
—Claro —respondí yo.
Unas nubes muy oscuras se cernían sobre la costa cuando llegamos a Punta Margúa, el cabo de roca en el que se asentaba, más mal que bien, nuestra casa familiar.
La casa de Punta Margúa estaba construida frente a un acantilado de casi treinta metros de altura. El lugar llevaba años sufriendo derrumbes por la erosión de las olas de forma que ahora todo el cabo se iba rindiendo y los terrenos de la casa estaban desestabilizados. En el pueblo la llamaban la «Casa Torcida» y lo cierto es que si colocabas una canica en cualquier habitación de Villa Margúa —que es como se llama en realidad—, corría a una velocidad preocupante hacia el mar.
El taxista hizo un comentario al hilo de esto según llegábamos a la gasolinera Repsol:
—Dicen que la diputación está pensando en expropiar estos terrenos, ¿no?
—Son solo habladurías —le respondí secamente.
Desde la Repsol salía el caminito de subida a la casa. Arriba, Villa Margúa surgía frente a unos frondosos pinares que discurrían por todo lo largo del acantilado.
Llegamos frente a la verja de entrada justo cuando comenzaban las primeras gotas de lluvia. Dana apareció corriendo con un paraguas. Mirari y Erin dijeron que no querían molestar, pero Dana insistió: «Jon ha dicho que paséis. Además tengo almuerrzo listo: alubias rojas con sacrramentos». Nos reímos de cómo sonaba ese plato típico en labios de una ucraniana. Dana había trabajado en un hotel del pueblo durante muchos años y conocía el recetario vasco de pe a pa. «Pimientos, muchos pimientos, siemprrre pimientos.»
Mi abuelo esperaba bajo el portón del garaje, con las manos metidas en los bolsillos. Jon Garaikoa era un armario de espaldas anchas vestido con un eterno jersey desgastado de color oscuro. Tenía un oído sordo y una larga cicatriz en la frente: heridas de guerra de un viejo marino. Por lo demás, aún conservaba una buena cabellera de color plata y dos ojos pequeños y oscuros, avispados, reflexivos y duros.
—Le veo más delgado, Jon —dijo Mirari.
—Es la rusa, que me mata de hambre... ¡y de sed!
Lo dijo en voz alta para que Dana pudiera oírle, pero a Dana le daba igual. Su trabajo era cuidarle y lo hacía a conciencia. Mucha verdura y pescado blanco, poca carne, nada de frituras. Y sobre todo le controlaba el vino. Los neurólogos se habían apresurado a quitarle el alcohol ante sus primeros achaques y Dana se lo había restringido a tres vasos diarios. Uno en la comida, dos en la cena. Mi abuelo, que era capaz de beberse una botella al día, lo vivía como un calvario.
—Anda, Álex, saca una botellita de vino. Hoy es un día que hay que celebrar.
La tormenta caía a chorro. Un viento furioso embestía la casa de frente, que sonaba como un barco estremecido por el oleaje.
—Ya no me acordaba de cómo sonaba esta casa —dijo Mirari en el salón—. Siempre que veníamos de niñas nos moríamos de miedo.
—Te acabas acostumbrando. —Dana dio una palmadita contra la pared, como si le palmeara la espalda a la casa—. Tiene buenos cimientos.
—¿Habéis recibido algún otro informe del ayuntamiento?
Un técnico municipal hacía mediciones bimensuales de las grietas que había repartidas por las habitaciones. Se temía que los fundamentos pudieran rendirse a tal punto que se nos derrumbara encima. Por el momento, todos los informes nos permitían seguir viviendo allí. Además, no teníamos otro sitio donde caernos muertos.
—A mí tendrán que sacarme con los pies por delante —aseguró el abuelo.
Subí al botellero y saqué un rioja «de los buenos». Dana estaba preparando un canapé y me hizo un gesto como para decirme «no la dejes cerca de Jon». Le guiñé un ojo y regresé al salón con cuatro vasos.
Mirari estaba admirando las esculturas de Jon, y Erin le decía que sus favoritas eran la colección de hipopótamos de madera que «caminaban» cerca de la chimenea.
—Son de Uganda. Hechos a mano por el artista de un pueblo. Compré toda la colección a cambio de una cámara de fotos y dos botellas de brandi.
Aquella era la casa de un marino y se notaba mirases donde mirases. Estatuillas africanas, tapices aztecas, máscaras de kabuki japonés. Había viejas pinturas de barcos, un gran mapa naval y libros para aburrir. Los libros que mi abuelo leía en sus largos viajes a bordo de gaseros y toneleros, durante treinta años. Y en la repisa de la chimenea, la foto que siempre viajó con él. Mi madre con doce años, entre mi abuela y él. Nada más. Los demás recuerdos estaban escondidos, quizá porque dolían demasiado.
Nos sentamos en el sofá y serví el vino. Me aseguré de quedarme con la botella.
—Tienes buen color... —El abuelo me pellizcó la mejilla—. Cuando quieras saber si alguien va a morir pronto, mírale las mejillas.
—Vaya forma de hablar. —Dana venía con unos pintxitos de queso y anchoa.
—Pero es verdad. Una vez, en Uruguay, tuvimos que atender a un hombre que se había caído al fondo de un silo. Cuando lo subieron decía que no le dolía nada, pero tenía el rostro blanco como un hueso. Esa noche ya estaba muerto.
—El doctor le ha dicho que no era nada —dijo Mirari—. Un golpe fuerte. Y lo de la memoria lo irá recuperando.
—Eso de la memoria también es preocupante... —El abuelo me señaló con un dedo—. ¿Sabes tu fecha de nacimiento? ¿Tu peso y altura?
—Todo eso lo sé. Lo único que me faltan son las cuarenta y ocho horas desde el viernes hasta el domingo —dije.
—¿Qué es lo último que recuerdas? —preguntó Dana.
«Un hombre muerto», estuve a punto de decir.
—El jueves estuvimos en la casa de Leire y Koldo haciendo un pícnic. Recuerdo estar allí, en el jardín, con sus mellizos. Nada más. Después me desperté en el hospital.
—Pero eso deja todo el viernes en blanco —dijo Dana—. ¿No recuerdas nada del viernes?
—No.
—Yo te puedo ayudar con eso —dijo Dana—. El jueves llegaste a la hora de la cena. No tenías hambre, pero jugaste una partida de continental. Os di una paliza a los dos. Al día siguiente bajaste pronto al pueblo. Desayunaste en el bar de Alejo y subiste el perriódico y el pan. A las once y media tenías que ir a trabajar a alguna casa.
—Txemi Parra —dijo Erin—, eso es lo que me dijo a mí.
—¿El actor? —Mirari arqueó una ceja por encima de sus gafas negras.
—Sí.
—¡Vaya clientela más selecta!
—¿No recuerdas haber ido allí? —preguntó Dana.
—No. Supongo que fui, pero no soy capaz de recordarlo. Tendré que llamarle para preguntárselo. Y también tengo que encontrar mi teléfono.
—Nueces —dijo de pronto mi abuelo—, ¿tenemos nueces? Son buenas para la memoria.
—Hay nueces —asintió Dana con la cabeza—, pero creo que lo que Álex necesita es tiempo. Tiempo y descanso.
4
Dana preparó la mesa en el salón. Comimos las alubias rojas que estaban exquisitas y de postre unas cuajadas caseras con miel (en mi caso, acompañada de un plato de nueces). Mirari, siempre tan educada, conversó amablemente con mi abuelo. Eran viejos conocidos y, evitando siempre hablar de mi madre, Mirari sabía entretenerle con chascarrillos del pueblo. ¿Qué fue del cartero aquel que siempre iba en bici? Se jubiló. Y el restaurante de las hermanas Zárate cerró, sí, pero no por esa historia que cuentan sobre un envenenamiento. En realidad, ganaron la lotería y ahora viven en Málaga.
Yo comí en silencio, sintiendo que el bulto de la nuca me dolía cada vez más. Además, notaba una leve ansiedad en el estómago, que trepaba hasta apretarme el cuello. Esa imagen del hombre muerto, que volvía una y otra vez. ¿Y si no era un sueño?
—¿Estás bien, Álex? —Erin me sacó de mis pensamientos.
—Sí, sí, solo estoy un poco cansado. Nada más.
—Este chico siempre está en Babia —gruñó mi abuelo.
—No diga eso, Jon —amortiguó Mirari—. Tiene aspecto de estar muy cansado.
Nada más terminar de comer, mientras Dana preparaba café, Mirari llamó a un taxi. «Lo que tienes que hacer es echarte en la cama y descansar.» Erin me dijo que vendría al día siguiente y le dije que estuviera tranquila. «Dicen que va a hacer buen día. Vete a hacer surf. Yo voy a ser un coñazo estos días...» Aunque en realidad había otro motivo para querer estar solo. Necesitaba pensar. Recordar todas esas imágenes que aparecían bailando en mi cabeza como un juego de tiro al pato.
Llegó el taxi. Dana las acompañó con un paraguas y yo subí a mi habitación y me eché en la cama. La cabeza me pesaba como si la llevara envuelta en una toalla mojada, y un temor creciente me agobiaba.
Mi abuelo apareció en la puerta.
—Eh, grumete. Me alegro de que todo haya salido bien.
—Gracias, aitite.
—Me diste un buen susto, ¿eh? Solo tengo un nieto. Recuérdalo y conduce con más cuidado.
—Lo haré.
—¿Qué pasó? ¿Te dormiste?
—No lo sé, aitite.
—Vale. Da igual. Sea lo que sea, es agua pasada. ¿Sabes qué ha sido de la furgoneta?
—Ni idea. Supongo que estará en alguna parte.
—Ya me encargo yo de preguntar. Anda. Ahora duérmete un rato.
Tomé dos paracetamoles y media Dormidina. Solo quería dejar pasar las horas y que mi cabeza comenzara a aclararse. Afuera seguía lloviendo y el viento bramaba. Punta Margúa se doblaba y la casa entera crujía. Una grieta recorría la pared norte de mi dormitorio: la grieta Calipso. Me quedé observándola. A veces, quizá eran imaginaciones mías, la veía agrandarse un poco y después volver a su sitio.
La casa estaba llena de grietas y las teníamos todas inventariadas y medidas, porque era algo que nos habían aconsejado hacía tiempo. El abuelo incluso les había dado nombres de fosas oceánicas: la grieta de las Marianas, en el cuarto de baño de la planta baja (desde el suelo hasta el techo); la grieta de Kermadec, en el salón (la mitad escondida tras la librería); la grieta de Tonga, que subía en paralelo a las escaleras...
Cerré los ojos. El doctor Olaizola había dicho que no debía forzar la máquina intentando recordar, pero lo hice casi de manera inconsciente. Traté de visualizar algo. Empecé por mi último recuerdo. Esa tarde en la preciosa casita de madera con Leire y Koldo. El robot cortacésped. La cháchara sobre las passive houses que apenas necesitaban energía para calentarse. Y esas insinuaciones sobre tener bebés. Logré encadenar una imagen muy vaga despidiéndonos de ellos y entrando en el coche con Erin.
—Koldo es de esas personas a las que les encanta escucharse a sí mismas, ¿no? ¡No ha parado de hablar de su casa en toda la tarde!
—Está muy orgulloso, eso es todo. Mi padre dice que es muy bueno en lo suyo.
—Y lo del robot cortacésped es casi como una vacilada.
—Qué suspicaz estás, Álex.
—Bueno, ¿y eso de tener niños?
Después me dormí y tuve un sueño. Volvía a aparecer en esa fiesta. Yo hablaba de Chet Baker a dos hombres. Uno de ellos era el barbudo de gafitas, el otro...
Un tipo enorme, con una mandíbula de oso que ríe escandalosamente. Viste un traje color tabaco. A su lado hay una mujer pelirroja, que está de espaldas a mí. Lleva un vestido muy sexy con la espalda abierta y me fijo en ella. Un buen trasero.
Les hablo de la tortuosa existencia de Chet Baker, a quien unos matones llegaron a romper la dentadura en una ocasión, por un asunto de drogas, con lo que arruinaron su carrera de trompetista. La verdad es que hablo sin parar. Creo que los estoy aburriendo.
El gigante se disculpa. «Perdón, un segundo.» Se marcha y regresa junto a esa pelirroja, que acaba de saludar a unos recién llegados. Yo me quedo a solas con el barbudo. Sus ojos de cuervo, negros y profundos, me miran como si estuviera planeando una travesura. Mira hacia atrás. Parece que quiere asegurarse de que estamos solos.
—Escúchame, Álex. —El humo del puro crea una especie de bruma entre nosotros dos—. Tú y yo tenemos que hablar de algo.
Entonces aparece esa mujer pelirroja, sonriendo. Es más mayor de lo que pensaba al verla por detrás. Me pone una mano en el hombro, cariñosa.
—Álex... No te estará aburriendo nuestro famoso escritor, ¿verdad?
¿Escritor?
El rumor de un trueno me despertó. Uno de esos bramidos de los dioses que viajan por encima de las nubes.
Había dejado de llover, pero el viento seguía aullando fuera de la casa. Podía oírlo rozando la fachada, intentando arrancar las tejas o las ramas de los árboles. Miré mi pequeña alarma de mesilla: las doce y veinte de la noche. Joder con la pastilla: me había hecho dormir casi cinco horas.
Pensé en ese sueño persistente de la fiesta. ¿Y si no fuera un sueño? Las imágenes se habían quedado pegadas a mi cabeza como hojas que se encallan en la orilla de un río. Podía recordarlas. ¿Eran recuerdos? Pero ¿qué hacía yo en esa casa, con toda esa gente desconocida? Y ese tipo de barbas ¿quién era?
¿Un escritor?
Nada tenía demasiado sentido. Recordaba a ese hombre en una fiesta, y después lo recordaba muerto, en el suelo de hormigón. ¿Y si todo fuera una jugarreta de mi subconsciente? Los sueños son así: absurdos. De pronto estás jugando un partido de tenis con tu profe de párvulos. O a bordo de un avión, sentado junto a la chica que te gustaba en el instituto. ¿Y si solo fuera una cara al azar que mi cerebro había entretejido con otras cosas?
No podía seguir acostado, las tripas me rugían. Me levanté de la cama y salí descalzo al pasillo. La casa entera dormía y la primera planta permanecía en silencio. Caminé a tientas sobre la alfombra. Pasé frente a la habitación de mi abuelo, que estaba a oscuras. Tampoco había luz en el dormitorio de Dana, al fondo del pasillo.
Bajé a la cocina. Dana había dejado una cazuela de bonito con tomate sobre la chapa. Me serví un buen trozo y me lo comí mientras ojeaba las revistas de pasatiempos y sudokus que había sobre la mesa. Eran parte de los «deberes» del abuelo. Cosas que los neurólogos habían sugerido. Juegos mentales, de memoria... incluyendo nuestras partidas de cartas. «Los ejercicios de estimulación cognitiva sirven para retrasar el deterioro de la memoria, solo eso, aunque son nuestra mejor baza.»
Nadie se atrevía a mencionar las palabras terribles: alzhéimer, demencia..., pero lo cierto es que el abuelo, sobre todo desde que murió mi madre, había empezado a tener pequeños despistes «cada vez más serios». Lagunas de memoria. Olvidos. Incluso momentos en los que parecía quedarse en blanco. Bueno, yo ahora sabía muy bien lo que era sentirse así, en blanco, incapaz de recordar. Era una sensación que te ahogaba si te centrabas en ella. ¿Cuándo comenzaría a recordar? El doctor Olaizola había dicho que «en unos días», pero ¿y si no era así?
Después de cenar fui al salón. El viento enviaba ráfagas de agua contra los cristales y agitaba la hierba y los abetos y rododendros del jardín norte. Al fondo, la negritud del océano, solo rota por las luces diminutas y lejanas de algún buque mercante.
Casi sin pensarlo, me acerqué a la estantería de libros. Mi abuelo tenía cientos de ellos, y afirmaba haber leído «más de mil» en sus tiempos como capitán de barco, cuando un libro era el mejor amigo en las larguísimas y monótonas travesías por los siete mares.
«Escritor», murmuré al recordar ese sueño, ese hombre de barbas hablándome en esa fiesta. «¿Eras escritor?»
Acaricié los lomos de aquellos libros, muchos de cuyos autores eran completos desconocidos para mí. He de admitir que no soy tan gran lector como mi abuelo. Lo que estaba buscando era un tipo «nacional» o, mejor dicho, «un tipo local». Un hombre de barbas y ojos negros de aguilucho.
Saqué un par de libros y miré la foto de los autores: tipos con el pelo color plata, o calvos, o con el pelo rubio. Aquello era inútil. Quizá solo debía esperar un poco más.
Algo sonaba en el jardín. El ruido de un golpeteo. Cogí una manta del sofá, me la puse sobre los hombros y abrí el ventanal. Una ráfaga heladora y un cielo polar me saludaron, pero ya no llovía. Un grupo de nubes rotas huía en desbandada, abriendo grandiosos claros de estrellas sobre el mar.
El golpeteo venía de la cancela de la valla. Fui hasta allí descalzo, sobre la hierba húmeda. El aire en la cara y el frío en los pies me espabilaron un poco. Llegué a la valla y cogí la cancela con la mano. Veintisiete años y aún me daba respeto cruzarla. De niño, mi madre vivía obsesionada con ese acantilado. Era sencillamente incapaz de dejarme solo ni un minuto. Todavía podía verla asomándose por la ventana.
—¿Álex? Quédate cerca de la casa, ¿eh? No te acerques al borde.
—Síííí, ama.
Abrí la cancela. Había unos veinte metros de hierba por delante, hasta el borde del acantilado. En una noche oscura y sin luna como aquella podrías caerte sin tiempo a gritar una sola palabra.
Caminé despacio y me detuve en la linde del sendero. Era la última señal antes del vacío, una ruta pública que comenzaba en Illumbe y terminaba en Bermeo, pero que muy poca gente recorría ya. Al este, el cabo bajaba hasta un mirador con un pequeño aparcamiento, un sitio muy frecuentado por caravanas. Al oeste, a casi dos kilómetros de la casa, el acantilado se rompía en una larga playa que recibía su nombre —Ispilua, «espejo»— del arenal liso y brillante que dejaba la marea al retirarse.
Me quedé allí inmóvil, escuchando el rumor del mar al batir los pies del acantilado. Miré las estrellas y vi las luces rojas y blancas de un reactor, que surcaba el cielo a miles de metros por encima del mar.
«Ama.»
—No debemos estar solos. No hemos nacido para estar solos. Cuando yo me vaya, debes ir con tu abuelo. Volver a Illumbe.
A veces era imposible recordarla. Otras veces, su sonrisa aparecía nítida ante mis ojos. Aquella sonrisa mágica que era capaz de aliviar los días más negros. «Estoy bien», no se cansaba de repetirlo. Aunque no era verdad. Ella solo quería protegerme, alejarme del terror y del sufrimiento. Y lo hizo a conciencia, como la madre fuerte y valiente que era. Intentó mentirme aunque no lo consiguió.
La muerte se nos acerca cargada de sabiduría, y en aquel vuelo de ocho horas rumbo a Boston, cuando todavía creíamos que ganaríamos nuestra guerra, mi madre me habló de algunas cosas de las que nunca habíamos hablado.
—Yo no me llevaba bien con él. Pero eso no significa que haya dejado de ser mi padre. Ni tu abuelo. Y hay algo más...
Hasta entonces, ella se había negado a decirme quién era mi padre («para mí siempre estuvo muerto»), pero en ese vuelo Madrid-Boston me lo contó por fin: era un marino que recaló en Illumbe. Me dijo su nombre y me dijo cómo podía encontrarlo. Todo esto lo hizo por el dinero, claro, por ese montón de dinero que no teníamos y que, de alguna manera, yo me las había ingeniado para hacer brotar del suelo.
—La clínica, el tratamiento experimental, el vuelo... Es una fortuna.
—Me las arreglaré, ama.
Mi madre no sabía de dónde había sacado el dinero, pero se temía (con razón) que me hubiera metido en líos...
—Siempre he sabido buscarme la vida.
—Lo sé, cariño, pero a veces todos necesitamos ayuda. No dudes en aceptarla si...
Yo me negué en redondo. Le dije que no necesitábamos a nadie, y menos a ese padre renegado que jamás hizo acto de presencia en mi vida. «También está muerto para mí.»
5
Oí un bocinazo y abrí los ojos. Era de día. La tormenta había pasado y una luz preciosa dibujaba un rectángulo en el suelo de pinotea de mi cuarto.
Otro bocinazo: ¿el panadero?, ¿Erin? Me levanté y me acerqué a la ventana, todavía con una legaña en el ojo. Vi a Dana correr a toda prisa en dirección a la verja. Allí había un coche. Un coche patrulla con sirenas azules y el logotipo de la Ertzaintza.
«Hostia.»
Se me paró el corazón unos segundos. No me podía mover de la ventana. Es como si me hubieran clavado los pies al suelo. Después reaccioné.
Intenté pensar a toda prisa. ¿Había algo en mi habitación que debía esconder? Fui al escritorio, pero allí no había nada fuera de sitio. Miré debajo de la cama. Saqué una mochila negra. Allí no había nada necesariamente ilegal. Cuerdas. Palancas. Luces frontales. Una curiosa colección de material, nada más. No había ningún paquete, blíster o cajita que debiera preocuparme. Las únicas drogas que había en mi cuarto eran las que me habían dado en el hospital.
Lo «otro», lo preocupante, siempre dormía fuera de casa.
Dana me gritaba al pie de la escalera:
—¡Álex! Es la policía. ¿Puedes bajar un minuto?
—¡Voy! —grité metiendo la mochila de «útiles» debajo de la cama otra vez.
Miré una vez más por la ventana, a través de las cortinas. Mi abuelo acababa de aparecer en escena. Charlaba con uno de los dos agentes, un hombre, mientras que la otra ertzaina, una chica de pelo rubio, salía del coche con una carpeta bajo el brazo.
«¿A qué vendrán?»
Me vestí a toda prisa —vaqueros, camiseta (Mirari tenía razón)— y bajé al salón.
—Tranquilo. Estos no vienen a detenerte —dijo mi abuelo al verme, quizá porque notó mi cara de susto—, solo partiste un pino por la mitad.
Los dos patrulleros de la Ertzaintza estaban de pie junto a la mesa del salón. Con sus camisas negras, sus placas y sus pistolas. Eran una mujer joven y un hombre. Ella tenía una cara muy bonita. Una nariz especialmente agradable. Ojos azules y pestañas gruesas. Se dirigió a mí con una sonrisa tranquilizadora:
—¿Álex Garaikoa?
—Soy yo.
—Soy la agente Nerea Arruti y él es el agente Blanco. Hemos venido para cerrar el atestado del accidente, si tienes un minuto, claro.
Ellos sonrieron y se quedaron quietos y callados, como si esperasen una invitación formal a sentarse.
—Quizá es mejor que nos dejen solos —le dijo la agente a mi abuelo al ver que yo no reaccionaba.
—¿Quieren café o té? —preguntó Dana.
Los polis rehusaron muy profesionalmente, así que Dana y mi abuelo salieron y cerraron las dos puertas del salón tras ellos.
La agente Arruti me recordó a Carrie Mathison en Homeland. Una poli motivada y con ganas de hacer bien su trabajo. El agente Blanco, en cambio, era mayor y su cara decía «no me des guerra que estoy a punto de jubilarme». Miraba a un lado y al otro, curioseando.
—Qué montón de esculturas. Son preciosas. ¿Africanas?
—Hay de todo el mundo. Mi abuelo era marino. Las coleccionaba.
—Ya veo...
—Bueno, y ¿cómo te encuentras? —preguntó la joven ertzaina.
—Bien —dije—, el médico dice que solo ha sido una contusión. Creo que he tenido bastante suerte.
—Así es. La cosa podría haber sido mucho peor.
El agente Blanco asintió como diciendo amén. Arruti continuó:
—Bueno, verás, Álex. Fuimos Blanco y yo los que asistimos durante tu rescate. También fuimos contigo hasta el hospital, aunque ya veo que no te acuerdas. Es normal, estabas inconsciente.
Asentí con la cabeza.
—Esto es un mero formalismo. En un accidente de este tipo, sin otros vehículos implicados, daños o víctimas, se suele seguir un protocolo rápido. Durante tu ingreso pedimos algunas pruebas de toxicología. Todo negativo, aunque tenías algo de alcohol en sangre, doscientos miligramos por litro, lo cual entra dentro de lo permitido.
Eso me sorprendió.
—¿Había bebido?
—Un poco. Una copa de vino. Una cerveza. Algo así. ¿Estuviste de fiesta?
Me encogí de hombros.
Antes de que pudiera mencionarles la amnesia, Arruti retomó la palabra:
—Bueno, el caso es que desde el hospital nos han informado de una contusión previa. Algo que podría estar relacionado con el accidente. ¿Recuerdas algo de ese golpe?
Yo me quedé callado durante unos instantes.
—¿Han hablado con mi médico?
Arruti frunció el ceño. Negó con la cabeza.
—Hemos recibido una llamada del juez. El hospital está en la obligación de informar al juez cuando detecta indicios de un delito. Lo de tu herida...
—Vale, entonces no lo saben... —comenté en plan misterioso.
—¿El qué?
—Que sufro de amnesia. Me han diagnosticado una amnesia retrógrada postraumática.
Aquello me quedó de manual. Una frase digna de un vendedor de crecepelo. Los vi pestañear, perplejos.
—¿Una... qué?
—No recuerdo nada de lo que sucedió antes del accidente —expliqué con un leve toque de condescendencia en la voz.
La agente Arruti se recostó en la silla y echó una mirada furtiva a su compañero, que arqueó las cejas.
—¡Vaya! ¡Esta sí que es buena!
El agente Blanco miró a algún punto indeterminado de la pared. ¿Seguía observando las esculturas? Arruti, en cambio, me clavó la mirada.
—Pues me parece que va a ser difícil hacer el atestado —dijo—. Pero ¿sabes cómo te llamas y todo eso? Quiero decir, ¿has perdido toda la memoria o solo una parte?
—Las cuarenta y ocho horas anteriores al accidente, más o menos. No recuerdo lo que ocurrió desde el jueves por la tarde hasta que desperté en el hospital.
—¿Y no has logrado recordar nada? Han pasado unas cuantas horas.
La fiesta. Chet Baker. La pelirroja. El barbudo, vivo, sonriente. Soy escritor. Una copa de vino en la mano. Después, en la fábrica, con la boca abierta y los ojos apagados.
—Tengo algún flash —dije—. Cosas sueltas, sin demasiado sentido. El neurólogo dice que pueden ser alucinaciones.
—Vaya —Arruti se frotó la nuca con una mano—, es la primera vez que conozco a alguien con amnesia. Debe de ser angustiante.
—Lo es.
Se hizo un pequeño silencio. Blanco tenía toda la pinta de querer largarse cuanto antes, pero Arruti estaba reconcentrada, como pensando algo. ¿En qué pensaba? Es como si desconfiara de mí.
—¿Te dijeron si tu amnesia estaba relacionada con ese golpe en la cabeza?
—El neurólogo dijo que eso era una posibilidad.
—¿Crees que pudiste meterte en alguna pelea? Ya sé que es una pregunta un poco extraña, pero el médico dijo que parecía una herida infligida con un objeto contundente.
... la piedra manchada de sangre, en mi mano, los ojos del muerto, su herida en la cabeza...
—Quizá alguien te golpeó para robarte... —siguió diciendo Arruti—, te montaste en la furgoneta para huir y... En fin, solo son especulaciones.
—Como le digo, ahora mismo todo eso está en blanco.
Arruti me miró fijamente y por un brevísimo instante tuve la sensación de que no acababa de creerme.
—¿Saben dónde ha ido a parar mi furgoneta?
—Está en el depósito de vehículos municipal, en Gernika —respondió Blanco—. Tiene una rueda reventada y los faros rotos. Por lo demás, era un buen trozo de hierro. Ni se ha arrugado.
—¿Puedo ir a recogerla?
—Claro —dijo Blanco—. Pero necesitarás una grúa.
—También me faltan algunas cosas. Objetos personales. Mi móvil.
—Nosotros entregamos todo en el hospital. Quizá tu teléfono se quedó dentro de la furgoneta. —Arruti hizo memoria—: Había una segadora y herramientas de jardinería... ¿Trabajas en eso?
—Sí, hago un poco de todo, pero principalmente cortar césped. Casas de por aquí más que nada. También hago podas, pero acabo de empezar, en realidad. Hace poco que me mudé a Illumbe.
—¿Vives aquí? —preguntó la ertzaina—, ¿en esta casa?
Asentí.
—Tu DNI da una dirección en Madrid y tu licencia de conducir es holandesa. Menos mal que la furgoneta estaba registrada en Illumbe... ¿Y eso de la licencia holandesa?
—Es una larga historia... Mi madre es de aquí, pero nos mudamos a Madrid hace una eternidad. Después viví cuatro años en Amsterdam...
—La cuestión es —dijo Arruti— que ibas circulando en sentido opuesto.
—¿En sentido opuesto?
Arruti sacó un teléfono e hizo algunos taps antes de mostrarme un mapa de Google.
—Esta es la curva en la que te saliste. ¿Ves? Ibas en esta dirección. Pero si estuvieras volviendo aquí, deberías ir circulando al revés, ¿no?
Me quedé callado. Tenía razón.
—¿De dónde crees que podías venir?
Ni siquiera me hizo falta mirar el mapa. El polígono Idoeta. La vieja fábrica Kössler. Claro... La fábrica abandonada y ubicada en ese valle de interior, que solía visitar con cierta frecuencia. Esa carretera sería una ruta probable si estuviera viniendo de allí... Pero ¿por qué?
Noté que algo se revolvía en mi cabeza. Era como esos «anuncios especiales» de las películas americanas: «Interrumpimos la conexión para dar paso a la Casa Blanca, el presidente se dirigirá ahora a la nación».
Estoy en la vieja fábrica. Me levanto y camino hasta los portones. Tengo que huir de allí.
—¿Te pasa algo?
—No, solo es que... —Me llevé los dedos a las sienes.
—Mira —Arruti volvió a enseñarme su móvil—, tengo algunas fotos del siniestro. Justo aquí aparece la curva del accidente...
Pero no necesité ver nada. Lo recordé. Recordé haber salido de la vieja fábrica. Recordé la luz del día dañándome los ojos. Un paisaje verde, de árboles y naturaleza salvaje —la fábrica Kössler yacía abandonada entre robles y encinas—. El aire olía a madrugada y los pájaros trinaban con fuerza.
Era real. Yo estaba allí, la madrugada del sábado, en la vieja fábrica Kössler.
No supe más que eso. No podía rebobinar más. Solo me veía a mí mismo escapando de aquel lugar, aterrorizado por ese muerto que dejaba a mi espalda.
Deduje que habría llegado a bordo de mi GMC. Siempre hago lo mismo. La aparco en un lugar a un kilómetro de allí, en un polígono industrial. Recuerdo caminar por un robledal de regreso a mi furgoneta. Es una senda que ya casi nadie toma. Hay rutas mucho más vistosas y bonitas en el valle de Illumbe. Iba desorientado, mareado, me tropecé con una raíz, me caí, pero de alguna manera llegué al otro lado: el polígono Idoeta. Talleres, garajes y almacenes. Algunos ya habían empezado a funcionar a esas horas, pero siempre aparco la GMC muy lejos de la actividad, en la esquina más lejana de la gran explanada de asfalto.
Entré en la furgoneta y cerré la puerta. Creo que me dormí un poco al recostarme en el asiento, pero después volví a despertarme con ese dolor áspero en la parte trasera de la cabeza. Pensé que alguien me había golpeado. ¿Ese hombre que estaba muerto cuando desperté?
—¿Álex? —preguntó la ertzaina—. Estás recordando, ¿verdad?
—Sí —dije yo—, espere solo un poco...
Seguí recordando. Estaba sentado en la furgoneta y me sentía mareado, con náuseas, dos síntomas que —como dice mi abuelo— hay que vigilar después de un golpe en la cabeza. Por eso, supongo, decidí salir de allí. No estaba para conducir, pero pensé que quizá todo fuese cuestión de minutos. No debía quedarme dormido o quizá no volvería a despertarme jamás, así que arranqué la GMC y me puse en marcha.
¿A dónde? A un hospital, el de Gernika. La carretera es una larga línea recta, al menos durante un buen trecho. No había tráfico, aunque los recuerdos se emborronaban en ese trayecto. ¿Me dormía? Recuerdo pasar por Elizalde y después tomar la desviación por Olabarrieta. Allí, el camino se complicaba. Curvas cerradas y pendientes. Me crucé con un ciclista madrugador y una furgoneta de reparto de pan. Di algunos bandazos. Me dormía. «Quizá debería parar —pensé—, a ver si voy a matar a alguien.» ¿A alguien más?
Entonces se me ocurrió buscar mi móvil, para mejorar las apuestas. En esta ansiedad por recordar algo, por entender qué demonios había pasado, el teléfono podría aportar alguna pista.
Empecé a palparme los bolsillos, pero no estaba ahí. Probé con la guantera. Un segundo para estirar la mano y abrirla. Otro para alzar la vista y darme cuenta de que llegaba demasiado rápido a la siguiente curva. Otro más para intentar frenar... sin éxito.
—Sí —dije—, lo recuerdo.
—Espera. —Arruti sacó una grabadora pequeña del bolsillo, la puso en marcha y me hizo un gesto para que continuara hablando.
—Recuerdo que iba conduciendo por esa carretera, no mucho más. Me despisté buscando algo en la guantera. Y me salí en la curva.
—Eso tiene sentido —intervino Blanco—. La guantera estaba abierta. ¿Algo más?
Hubiera sido un gran momento para confesar. «Me desperté junto a un cadáver. Debe de seguir allí, en la vieja fábrica de herramientas que hay cerca del polígono Idoeta. Vayan a buscarlo.» Pero no lo hice, claro. Tenía buenas razones para ello. La principal era que quizá yo había matado a un hombre. Y esas cosas no se cuentan así como así.
—¿Algo más, Álex? —insistió Arruti.
—No. —Traté de contener los nervios—. Nada. Lo siento. Siento mucho que hayan venido para nada.
—Es nuestro trabajo —dijo Arruti parando la grabadora—. Será mejor que dejes pasar unos días a ver si te va regresando la memoria. Y volveremos a intentar el atestado. Ahora mismo no te veo firmando nada con demasiada seguridad.
Diez minutos más tarde los vi marcharse tal y como habían llegado. Dana los acompañó hasta la puerta mientras yo me rascaba el cuero cabelludo con ansiedad. ¿Me habrían creído? Ciertamente la historia de la amnesia sonaba a excusa barata. El golpe en la cabeza, mi pasado variopinto, ¿es que esa poli listilla se olía algo? Pero no debía preocuparme. Los polis tienen mucho trabajo, y además, la amnesia me hacía ganar tiempo. Me inventaría una buena razón por la que estaba conduciendo hacia Gernika, les llamaría al cabo de dos días y cerraríamos el asunto.
Pero había pasado otra cosa, algo más grave: ese flash durante la charla con los policías me había convencido de que el recuerdo del hombre muerto era real.
No era ningún sueño. De verdad había ocurrido.
6
Una llamada de Erin me despertó a las seis, después de una larga siesta. Tuve que bajar a la cocina, donde estaba el único teléfono fijo de la casa.
—¿Sigues sin encontrar tu móvil?
—Debe de haberse quedado en la furgoneta —dije—. La Ertzaintza ha venido hoy y tampoco lo tenían.
—¿La Ertzaintza? ¿Para qué?
—Solo era para hacer un atestado, pero no he podido ayudarlos gran cosa. Aunque he tenido un pequeño flash del accidente.
—Vaya, me alegro. Eso es lo que dijo el doctor, que irías recuperando la memoria poco a poco... Escucha, esta tarde tengo un partido de la Copa Otoño. No creo que pueda cancelarlo...
Noté un tonillo de culpabilidad en su voz y me imaginé que era por Denis, su pareja de dobles en la liguilla de tenis del valle. Bueno, digamos que Denis era algo así como un hermano mayor de Erin. Un hermano mayor que, por alguna razón, me odiaba.
—Si quieres, te paso a buscar y vienes a vernos jugar.
—No, gracias —le dije—, todavía no me apetece mucho salir de casa.
—Claro... Bueno, puedo ir a tu casa en cuanto acabe el partido.
—No hace falta, Erin. Esta tarde me apetece plan de peli y mantita.
—¿En serio? No te pega nada.
«Bueno, no, en realidad voy a esperar a que oscurezca del todo, voy a coger el coche del abuelo y conduciré hasta un sitio del que nunca te he hablado, cariño. Creo que hay un tipo muerto pudriéndose allí dentro. Y mucho me temo que tengo algo que ver con eso.»
—Estaré bien —dije—. Pásatelo genial ¡y gana!
—Gracias. ¡Ah, Denis te manda un fuerte abrazo!
«Seguro...»
De pronto vi a Denis. Pelo rojo, alto, espigado, vestido con un blazer. Estábamos en una terraza, por la noche... y no era el Club. Era otro sitio. Un jardín... cerca del mar. ¿Por qué aparecía esa imagen de pronto?
—¿Cuándo fue la última vez que estuvimos con Denis?
—No sé... En el Club, quizá. Hace un mes. ¿Por qué?
—Por nada. Tengo un pequeño lío en la cabeza.
Todavía eran las seis y media y necesitaba que oscureciera, así que saqué mi vieja Telecaster del estuche y bajé con ella al garaje. Allí tenía un ampli VOX AC-30, debajo de un par de mantas polvorientas. Estuve tocando un par de horas hasta que a las ocho y pico apareció Dana y dijo que bajaba al pueblo a tomar algo con unas amigas. «He dejado la cena lista. No te olvides de apagar las luces cuando subas.» A las nueve y un minuto, según el cielo comenzaba a tornarse azul oscuro, subí las escaleras.
La casa estaba en penumbras. Una de las obsesiones de mi abuelo en aquella casa tan grande era la factura de la luz. «¡Apagad las malditas luces!» Llamé a la puerta del despacho. Mi abuelo estaba allí, en su sofá, leyendo.
—¿Abuelo?
—Álex. Pasa.
—¿Puedo llevarme tu coche? Tengo que hacer un pequeño recado.
—¿Seguro que puedes conducir?
—Solo será una vuelta rápida.
—Bueno, claro, sin problema. Pero ten cuidado, dicen que viene otra galerna, peor que la de anoche.
—Lo tendré.
—¡Ah! Y apaga todas las luces cuando salgas. ¿Eh?
—Sí, aitite. Sí.
Arranqué aquel Mercedes W126 del abuelo y salí por la carreterilla hasta el cruce de la gasolinera Repsol. La galerna que mi abuelo había anunciado ya estaba encima de la costa. Rachas de viento doblaban los pinos y hacían bailar papeles sobre el asfalto como en una visión apocalíptica. Pero el Mercedes apenas notaba el embate del viento. La reliquia, que mi abuelo había traído en un barco desde México y que había sido —según él— el coche personal de un importante mafioso, era un titán en la carretera. Crucé la calle principal de Illumbe, que a esas horas estaba desierta. Los parroquianos se apretujaban dentro del bar de Alejo. Los demás bares estaban cerrados ya. Illumbe es un pueblo pequeño, de apenas doscientas almas en invierno, pero que en verano se inflaba hasta casi los mil habitantes. El otoño, no obstante, era una época rara y solitaria.
En ese instante comenzó a caer una tromba de agua que desbordó los desagües y que me obligó a accionar el limpiaparabrisas a toda velocidad. Salí por la general hasta otro cruce, el del caserío de Zubelzu, donde giré a la izquierda.
Esa era la carretera por la que había conducido el sábado de madrugada. Fui despacio y con cuidado —lo que menos necesitaba era otro accidente—. Al cabo de un rato llegué a una curva que estaba balizada con cinta de la Ertzaintza. Me imaginé que era allí por donde me había salido. Frené el Mercedes y puse las largas, que iluminaron el bosque a través del chaparrón. Pude ver un árbol recién talado. Mi víctima. No experimenté nada nuevo. El recuerdo del accidente seguía allí tal y como me había venido esa mañana en la entrevista con la Ertzaintza. Salí de allí antes de que viniera algún coche.
El polígono Idoeta dormía bajo la lluvia. Almacenes, fábricas y talleres conformaban un laberinto silencioso y anónimo. Entré con el coche y me dirigí al aparcamiento «grande». A esas horas estaba casi vacío. Un par de coches, retenes de alguna de las fábricas seguramente, y una hilera de furgonetas que dormían allí siempre. Aparqué en la parte más alejada de los pabellones, que también era la más cercana al robledal, y me quedé apuntando con las luces a ese camino que conocía.
¿De verdad estuve allí el sábado? ¿Por qué?
Mi teléfono era lo único que podía arrojar una explicación sobre eso, pero hasta que lo encontrara, solo había una cosa que hacer.
Salí del coche y me dirigí al maletero, donde había guardado mi mochila «de utensilios»; cogí una linterna frontal y me la coloqué en la cabeza. Un potente rayo de luz iluminó mis pasos según saltaba del asfalto al caminito de tierra y entraba en el robledal. Los árboles se agitaban y crujían por efecto del viento. El haz de mi linterna hurgaba en la negrura, iluminando troncos de árboles que aparecían como fantasmas. Incluso para alguien que no creía en el más allá, caminar de noche por un bosque solitario era toda una prueba de fe.
Hice la primera mitad del camino sin complicaciones, pero luego el terreno comenzaba a inclinarse y había surcos, zanjas y todo tipo de accidentes en aquella senda, que además estaba embarrada por las lluvias de esa noche y los días anteriores. Tuve un par de patinazos y al final opté por saltar a la hierba y reemprender la marcha sin más problemas. Justo en ese momento, según iluminaba la orilla, la luz de la linterna rebotó en algo brillante. Una forma negra y rectangular que destacaba entre las rugosidades del camino. Mi teléfono.
Estaba tirado y a la vista en medio del sendero, a los pies de un pequeño desnivel de rocas y raíces por el que seguramente me había caído el jueves de madrugada. Se me debió de salir del bolsillo y allí se quedó, abandonado hasta esa noche.
Lo recogí y lo intenté encender. Estaba sin batería. De hecho, estaba empapado de agua y quizá roto. Lo metí en el bolsillo pequeño de la mochila, aliviado por haberlo encontrado. Al mismo tiempo, eso era otra prueba más de que había estado allí. De que mis recuerdos eran correctos. Ahora solo quedaba comprobar una cosa. ¿Estaba ese hombre que recordaba también allí?
El color blanco hueso de la vieja fábrica apareció entre los últimos árboles. La antigua fábrica Kössler era un edificio fantasmagórico que llevaba décadas abandonado. La nueva carretera había dado lugar a mejores emplazamientos para la industria del valle y, ahora, aquel viejo monstruo de ventanas rotas, que en su día cobijó a un centenar de operarios de matricería, dormía a la espera de ser demolido.
Apagué la linterna frontal y me parapeté tras el cartel que decía PROPIEDAD PRIVADA – PROHIBIDA LA ENTRADA. Había uno igual al principio de la estrecha carreterilla que solía servir como enlace con la general. Además, allí había otro mensaje interesante: PELIGRO DERRUMBAMIENTO.
Avancé por aquel laberinto de cascotes, ruinas y maleza. Conocía el camino, solía ir allí con cierta frecuencia, y sabía dónde pisar para no hacer ruido. Me acerqué a la fábrica con el oído puesto en escuchar algo.
Se trataba de dos grandes hojas de metal montadas sobre unos rodamientos. Los dejaba siempre bien cerrados después de cada visita, pero me encontré uno de ellos ligeramente abierto. ¿Cosa mía? ¿O de alguien más?
Entré con cuidado. No es que yo sea el más cobarde del regimiento, pero aquello imponía. Di un par de pasos dentro del pabellón intentando escudriñar aquella negrura.
—¿Hay alguien? ¿Hola? —Mi voz, pequeña y asustada, reverberó en las tinieblas.
No hubo respuesta. La lluvia había regresado sin previo aviso. El tejado del pabellón era de chapa y las gotas resonaban como en la caja de un tambor. Avancé dando tímidos pasos en la oscuridad, caminando por el centro de aquel espacio. Ni siquiera me acordé de encender la linterna. Quizá porque deseaba con todas mis fuerzas que ese recuerdo del tipo muerto en el suelo fuese, en realidad, una invención de mi subconsciente. Algo que había colocado allí.
La primera pista me llegó por el olfato. Un olor o, mejor dicho, un hedor me sobrevino a medida que seguía avanzando. Un tufo rancio que es mejor no intentar describir... o baste con decir que aquello era como estar en las tripas de un pez muerto y podrido.
No podía ver nada, pero el olor indicaba que su origen estaba bastante cerca. Además, se oían algunos ruiditos: pequeños crujidos, chasquidos, como si algo se arrastrara por el suelo. Aquello hizo que me parara en seco. Joder, estaba muerto de miedo. ¿Qué era eso que sonaba? ¿Una serpiente? ¿Un hombre medio muerto que estuviera intentando alcanzarme con las manos?
Recordé la linterna por fin. La encendí y su potente rayo zigzagueó durante unos instantes, buscando en aquel suelo polvoriento, antes de detenerse en algo. Había algo. Un bulto.
Casi al mismo tiempo descubrí el origen del ruido. Eran insectos, moscas y larvas principalmente, que se arremolinaban alrededor del bulto que permanecía quieto a tres metros de mí. Era un cuerpo. Tumbado en el suelo sobre un costado.
El hombre muerto.
No pude aguantarme. Retrocedí dos pasos, giré sobre los talones y caí a cuatro patas. Después eché hasta la primera papilla.
«Joder... Es verdad. Es verdad. Está aquí. El muerto.»
No me atrevía a levantarme. No quería mirarlo. Por un instante pensé en salir corriendo. «Coge tu bolsa y sal de aquí sin mirar atrás. No puedes irte sin la bolsa.»
Me puse en pie. Respiré. Tenía que hacer frente a la situación. Ya más mentalizado, me di la vuelta y lo enfoqué bien con la frontal. Ese tipo de barbas yacía tal y como lo había recordado todo ese tiempo. No era un sueño, ni una trasposición de mi memoria. Era real. En mi vida, hasta ese momento, solo había estado una vez en presencia de la muerte. Mi madre murió entre mis brazos, suavemente. La vi respirar por última vez en la cama de su piso de Madrid, con un dosificador de morfina que había ido apagando su corazón poco a poco durante cinco horas.
Aquel muerto de la antigua fábrica era mi segunda vez. Y en esta ocasión no había emoción alguna, ni llantos. Tan solo frialdad. Una frialdad heladora. ¿Por qué no sentía ninguna culpa?
La lluvia provocaba un verdadero estruendo en el tejado. Era como un coro de voces nerviosas y agitadas que quisieran prevenirme de algo: «Sal de aquí. Coge tus cosas y lárgate antes de que sea demasiado tarde».
Afuera comenzaron a relumbrar algunos rayos. Los truenos todavía sonaban lejos, opacos, pero se acercaban.
Rodeé el cadáver, muy despacio, mientras algunos de esos insectos se escapaban; a otros parecía darles igual mi presencia. Le enfoqué el rostro con la linterna. Su cara parecía diferente, más alargada o deforme. Supongo que por efecto del rigor mortis (cosas que se aprenden viendo series policíacas). Ahora estaba más blanco y las gafitas habían terminado por caerse al suelo. Sus ojos no miraban a ninguna parte, y por un instante de puro terror, pensé que quizá algún insecto o pájaro se los habría comido, pero después detecté el brillo de una pupila.
Era un hombre de cincuenta y tantos años vestido con ropa bastante buena. Pantalones de pana, camisa a cuadros y una chaqueta beige. Zapatos negros cerrados, con cordones. Un reloj plateado en la muñeca. Todo estaba en orden, limpio y en su sitio; a no ser por los insectos. No era un mendigo, ni un yonqui, sino un hombre con cierto nivel económico. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué?
Pensé en ese recuerdo de la fiesta. Soy escritor.
¿Un escritor?
Seguí rodeándolo y llegué a la cocorota. El potente haz de mi linterna frontal iluminó el golpe, medio camuflado entre el oscuro cabello del muerto. Una depresión sangrante que indicaba el lugar del impacto. Estaba situado en un lateral de su cabeza. ¿Qué significaba eso? Bueno, para un tipo como yo, que había obtenido su título de forense en el videoclub de la esquina, aquello significaba que le habían golpeado por detrás. Un golpe limpio y certero en plena crisma.
Lo habían matado de un golpe, e inmediatamente recordé aquella piedra que había aparecido junto a mi mano cuando me desperté. Estaba donde yo la había dejado. Un pedrusco de forma triangular. Uno de sus ángulos estaba bañado en ese color oscuro de la sangre.
¿Yo? ¿Un asesino?
Un rayo estalló en lo alto, esta vez seguido de un trueno ensordecedor.
Respiré hondo, sintiendo que mi estómago se lanzaba a temblar. Tenía que controlar la situación. Tenía que pensar. ¿Debía llamar a la policía? Era demasiado tarde. Habían pasado días. Y además, esa piedra ¿tendría mis huellas? ¿Qué iba a decir en mi defensa?, ¿que no recordaba nada? Pero entonces ¿por qué había ido allí otra vez? El asesino siempre regresa a la escena del crimen, ¿no dicen eso? Y por otra parte estaba mi bolsa. La bolsa que mantenía escondida en la pared del fondo.
«No. No llamarás a nadie. Arreglarás esto como siempre has hecho: tú solo.»
Me quedé mirando esos dos ojos negros. Para haberle matado, no sentía nada de culpa. Solo una necesidad imperiosa de salir indemne.
Dejé todo como estaba y seguí caminando hasta el fondo del pabellón. Allí se acumulaban algunas máquinas abandonadas y un pequeño espacio de oficina derribado, pero donde aún se perfilaba la antigua estancia y la puerta. Atravesé aquel marco en ruinas y me acerqué hasta el fondo. Apunté con la linterna a lo alto. Había una suerte de repisa que daba a un ventanal con forma arqueada. Trepé hasta allí sin problemas, colocando pies y manos como había hecho ya tantas veces. Una viga de hierro, un hueco en la pared, hasta alcanzar una escalerilla clavada en el hormigón. Una vez arriba, encaramado como el hombre araña, hice equilibrios hasta la parte central de la ventana, metí la mano sobre el dintel y palpé hasta dar con un objeto de tela. Una bolsa de deporte grande, de marca Arena. Continuaba allí, y esa fue, después del iPhone, la segunda buena noticia de la noche. Me la colgué de un hombro y aterricé en el suelo.
La bolsa Arena era uno de esos modelos de tenis, para llevar ropa deportiva y varias raquetas. Estaba llena hasta los topes. La abrí, en su interior había una segunda bolsa de plástico cerrada con un sistema de clip. No me hizo falta abrirla para saber que la mercancía seguía allí.
«Vale, primera cosa en orden. Ahora vamos con lo demás.»
Saqué un par de guantes de mi mochila. Me arrodillé frente al cadáver y comencé a palparle la chaqueta, en busca de una cartera, un teléfono, algo. Pensé que eso podría darme una pista, algo que explicara su presencia allí. ¿Quizá era un ladrón? El caso es que había habido una pelea... y parecía que yo había resultado ganador. ¿Era posible? Ni siquiera soy bueno peleando. ¿Quizá me había atacado él primero? ¿Fue en legítima defensa?
Pero por más que busqué (en sus bolsillos, en la chaqueta), no di con nada. Ni cartera, ni llaves, ni móvil. Aquello era absurdo. ¿Quién va por la vida con los bolsillos absolutamente vacíos? Después pensé que quizá alguien le había robado; pero su reloj, un Jaeger bastante bueno, seguía en su muñeca.
Aquel hombre salido de la nada, sin nada que pudiera identificarlo, sin sentido. Nada tenía sentido.
En ese instante oí un ruido lejano. Una sirena que aullaba por alguna de las carreteras del valle. Estaba todavía muy lejos, pero de pronto pensé que venían a por mí. No fue nada inteligente. Me dejé llevar por un súbito ataque de pánico. Cogí la piedra ensangrentada y la metí en mi mochila. Cogí la bolsa Arena, me la eché al hombro y apagué la linterna frontal.
—Adiós —dije según echaba a andar hacia el portón—, seas quien demonios seas.
Y salí de allí a toda prisa, pensando que nunca más volvería a pisar ese lugar. Por supuesto, me equivocaba.
2
CULPABLE
1
Seguía lloviendo con fuerza cuando llegué a Punta Margúa. El reloj del coche marcaba las doce y un minuto y la casa estaba a oscuras. Pensé que Dana y el abuelo dormirían a esas horas.
Llevé el Mercedes frente al portón del garaje, lo abrí y metí el coche con cuidado. Ya con el motor apagado, me dirigí a cerrar la puerta. Mis zapatos emitían un ruido como de dos esponjas empapadas en agua. Así estaba yo: calado de los pies a la cabeza, incluida una buena ración de barro que me había llevado en el camino de vuelta al polígono.
El portón del garaje hizo bastante ruido al bajar. Hacía tiempo que necesitaba aceite. Según echaba el pasador, oí una voz a mi espalda.
—¿Álex?
Me di la vuelta y allí estaba ella, junto a las escaleras que subían a la casa.
—¡Erin! ¿Qué haces aquí?
—Yo... había venido a...
No hizo falta que explicase mucho. Iba vestida con un chándal negro y llevaba el pelo recogido. Había venido directamente del partido.
Comenzó a rodear el coche mientras me miraba de arriba abajo con el ceño fruncido. Desde luego, yo debía de resultar una visión muy curiosa: vestido con ropa de montaña, hundido en agua y barro... La bolsa Arena y mi mochila de utensilios estaban tiradas en el asiento trasero del Mercedes. Evité mirarlas. En cambio, eché a andar hacia Erin, muy despacio. Tenía que pensar algo, y rápido.
—Álex, estás empapado —dijo ella—. ¿De dónde vienes?
—Debes de pensar que estoy loco —respondí con esa sonrisa de «tengo una explicación muy graciosa para todo esto». Aunque en realidad no la tenía. Necesitaba treinta segundos más para pensar en lo que estaba a punto de decir.
Llegué a ella y la abracé.
—¡Estás tiritando! Pero si me habías dicho que te ibas a quedar en casa...
Noté su cuerpo rígido, recibió mi abrazo sin ganas. Quería una explicación y la quería ya.
—He salido a dar una vuelta —dije, todavía con ella entre mis brazos.
—Eso ya lo veo, Álex. Pero ¿por qué? ¿A dónde?
—Necesitaba... Yo... necesitaba...
¿Tomar el aire? ¿Estirar las piernas? ¿Visitar a mi cadáver favorito?
—Necesitaba recordar.
(«And the Oscar goes to...»)
—¿Qué?
—He vuelto a ese lugar. A la curva donde sufrí el accidente. El doctor Olaizola me dijo que quizá eso me ayudara a recordar.
Noté que su cuerpo se ablandaba. La historia había colado. Me estrechó entre sus brazos y después me apartó la cara y me besó. Un beso caliente y lleno de amor que me dio la vida, aunque fuese a cambio de una mentira.
—¡Pobre! Debías de estar muy angustiado.
Me aparté y admiré su bonita cara, que me miraba con dulzura. Pómulos encendidos, pelo húmedo. Olía a jabón.
—¿Qué tal el partido?
—¿Qué importa eso? —dijo—. ¡Y yo ahora me siento horrible!
—¿Por qué?
—Tendría que haberlo cancelado.
—No digas eso. Tenías que jugarlo. ¿Habéis ganado?
—Sí. Sí... ¡Hemos pasado a la final!... Y después nos hemos ido a tomar la cerveza de siempre. Estaba allí, sentada, hablando de las mejores bolas y de pronto me he dado cuenta de que todo era una frivolidad. Tú estabas aquí solo... y yo... Me siento como una mierda.
—No es para tanto.
—Sí, lo es. Soy tu novia. Tengo que estar contigo, cuando me necesitas.
Hundí la cabeza en su hombro y sentí su cortina de pelo dorado acariciándome los párpados. Todavía tenía el hedor del muerto en la nariz. Todavía el corazón encogido. Yo había matado a un hombre, ¿y el universo me recompensaba con Erin? Me sentía como el ser más despreciable del planeta.
—Entonces ¿lo has conseguido? —preguntó ella.
—Mmm. ¿El qué?
—Recordar.
—No... Bueno, he tenido un pequeño flash. He recordado que iba conduciendo. Quise buscar el móvil, me despisté.
—¡Te lo dije! El móvil de las narices. Anda, ven aquí. —Me cogió el rostro entre sus cálidas manos.
La apreté contra mi cuerpo y Erin me besó.
—¿Hay alguien despierto ahí arriba? —pregunté.
—No. Dana me ha puesto un té mientras te esperaba. Creo que ha subido a su dormitorio a leer.
—Mejor —dije yo—, porque nos vamos ahora mismo a mi cuarto.
Yo tenía el cuerpo lleno de electricidad, de tensión que necesitaba descargar. Erin fue como mi polo opuesto aquella noche. Ella, que era la que solía ser ruidosa, mantuvo la compostura. Y yo, que suelo ser bastante callado, terminé gritando como si se me rompieran las costuras. Lo hicimos dos veces casi seguidas, y después nos arrebujamos debajo del edredón. Hacía frío en la casa y estábamos desnudos. Me dediqué a acariciar su cuerpo mientras pensaba que en algún momento tendría que bajar y hacerme cargo de las bolsas, de esa piedra llena de sangre.
—¿Has hablado con Denis últimamente? —dijo entonces Erin.
—¿Yo? No, ¿por qué?
—Por nada. Ha hecho un comentario... Bueno, una tontería. Ya sabes lo moscón que es.
—¿Qué ha dicho?
—Ha insinuado que estuviste de fiesta el viernes. No sé de dónde ha sacado eso.
—Yo tampoco. ¿No ha dicho nada más?
—No. Y le he dicho que se dejara de bobadas y me hablara en serio. Pero entonces se ha salido por peteneras. ¿Es posible que estuvieras en una fiesta?
Me quedé pensando en esa especie de sueño recurrente: la fiesta. Chet Baker. La mujer del vestido. El hombre gigante y el tipo de la barbita. Hasta esa noche había pensado que todo era una especie de alucinación... pero el muerto había resultado tan real como el frío que sentía. Además, también había tenido un pequeño flash con Denis.
—No lo recuerdo. Quizá tendría que llamarle.
—No te preocupes. Ya sabes cómo es Denis. A veces se pasa con sus chorradas.
Erin y Denis eran amigos desde niños, ambos hijos únicos, de familias muy pudientes. Fueron al mismo colegio, al mismo instituto y, más tarde, al mismo colegio mayor en Madrid. Para más inri, el padre de Denis —Eduardo Sanz— se había convertido en el socio principal en la empresa de Joseba Izarzelaia. Cuando le conocí, con semejante currículum, pensé que Erin y él habrían tenido algún tipo de romance. Pero Erin me lo aclaró rápidamente.
«Un poco difícil: es gay.»
«Entonces ¿por qué me lanza esas pullas? Pensaba que serían celos de un ex.»
«Es un poco sobreprotector conmigo. No te lo tomes a mal. Lo ha hecho con todos mis novios.»
Nos abrazamos y escuchamos el ruido de la lluvia golpeando el tejado. Erin se durmió antes que yo y pensé que sería un buen momento para levantarme a coger mis cosas del Mercedes del abuelo y esconderlas, pero antes de reunir las fuerzas para hacerlo, el cansancio se me llevó a mí también.
Me desperté a las diez y media y Erin ya se había ido. Claro, era miércoles y ella tenía un trabajo «de verdad». Había una nota en la puerta:
«Esta tarde dan buenas olas. ¿Te apetece que cenemos en la cabaña de la playa?»
Tuve un pequeño instante de felicidad pensando en eso, pero enseguida se arruinó. Recordé la noche pasada en la fábrica y una terrible ansiedad me envenenó la sangre. Ese hombre muerto. Mi muerto. Y yo seguía sin saber por qué lo había hecho.
«Vamos —pensé—. Hay que seguir haciendo cosas.» Había dejado mi bolsa Arena con la piedra y la mercancía en el Mercedes del abuelo. Lo primero que debía hacer era sacar aquello de allí y ponerlo a buen recaudo hasta que encontrase otro escondite fuera de la casa.
Bajé a la primera planta. No había nadie. Tampoco en la terraza. ¿A dónde habrían ido? Muchas mañanas el abuelo salía a darse un largo paseo por el caminillo de Katillotxu, y a veces Dana le acompañaba con un cesto, por si pillaban alguna seta. Fui a la cocina y, según me disponía a prepararme un café, mis ojos volaron hasta el calendario. Miércoles, 30 de octubre, y dos palabras manuscritas en rojo: CONSULTA NEURO.
Claro. Esa mañana el abuelo tenía su cita mensual con el neurólogo. Solía llevarle yo, pero seguramente Dana había decidido no molestarme. Caí en algo y me quedé sin aire durante un par de segundos. ¡El coche! Dejé el café a medio hacer y bajé corriendo por las escaleras del garaje. En efecto, el Mercedes no estaba. Dana y el abuelo se lo habían llevado, junto con mis cosas. Joder. Lo que me faltaba.
Subí de nuevo a la cocina, cogí el teléfono con idea de llamar a Dana, pero al final colgué. Lo peor sería llamar la atención sobre la bolsa. Cerrada parecía una bolsa de deporte normal y corriente. Pero si la abrían...
Una espiral de nervios me estranguló la garganta, pero hice por calmarme. «Respira un-dos-un-dos.» Terminé de prepararme el café y salí a la terraza con él. Me lie un cigarrillo y desayuné mirando los cargueros que desfilaban en el horizonte. La brisa del mar me espabiló.
¿Y qué importaba si lo encontraban? No me sentía exactamente orgulloso de ese «otro trabajo» que desempeñaba unas cuantas noches a la semana, pero tenía una buena razón para hacerlo. Debía mucho dinero y segar el césped de ocho casas no serviría, ni aunque fueran cien. Podría explicárselo al abuelo, a Dana..., quizá lo entenderían. Pero ¿Erin? ¿Joseba? ¿Mirari?
Rematé el café y subí a mi dormitorio. La noche anterior había guardado el iPhone en uno de los bolsillos de mi sudadera de trekking. Un iPhone que había sido el regalo de Erin por mi cumpleaños y ahora parecía una pecera llena de agua. Me imaginé que estaría frito, así que ni siquiera intenté cargarlo. Metí un alfiler en el lateral y saqué la tarjeta SIM, que era lo poco que podría salvar de él. Después cogí mi antiguo Android del cajón de la mesilla y lo puse a cargar. Me fui a duchar mientras alcanzaba el nivel mínimo de batería que necesitaba para encenderse. Jon Garaikoa no tenía internet en casa, de modo que mi única forma de conectarme al mundo moderno era mi SIM y una conexión 4G (aunque en Punta Margúa iba lenta como el caballo del malo).
Llevaba días sin encender el teléfono y había una pila de mensajes esperándome. Muchos de ellos eran de clientes y conocidos que se habían enterado de mi accidente y me deseaban una pronta recuperación. También había uno muy afectuoso de Joseba desde Tokio.
Querido Álex. Me acaban de decir lo de tu accidente. No sabes cuánto lo siento. Espero que te estés recuperando a marchas forzadas.
Abrí Telegram, donde también se acumulaban los mensajes, aunque estos eran de otro tipo. Durante el fin de semana habían llegado varios pedidos... A todos fui respondiéndoles lo mismo: que lo sentía, pero que «la tienda estaba cerrada temporalmente». No esperaba demasiadas quejas. Soy bastante barato y mi mercancía es excelente... pero no estaba en condiciones de ponerme a «pasar».
Entonces, mientras navegaba por estos mensajes, encontré uno del sábado especialmente interesante:
0.02 – Irati J.: Hola! Necesito unas cien pastillas de mildro. ¿Es posible esta noche?
0.05 – Yo: Hola. Sí. Te contacto en breve. 0.06 – Irati J.: OK. Gracias.
Aquello era bastante interesante, sobre todo porque la conversación había sucedido en la noche del viernes al sábado. La noche que era incapaz de recordar. La noche en la que había terminado matando a aquel hombre en la fábrica Kössler.
Miré la foto de perfil de esa chica. Irati J. era rubia, de unos cuarenta, tenía una nariz recta muy bonita. Por la cantidad que había pedido, seguramente sería algún tipo de enlace de un equipo deportivo, o un gimnasio. Ese montón de mildronates cuestan por lo menos trescientos euros.
Escribí un mensaje:
Hola, mil disculpas por lo del sábado. Tuve un imprevisto. Todavía estoy convaleciente. Te entregaré los mildros lo antes posible.
Después volví a mirar su foto y esperé un poco a ver si reaccionaba. Tardó unos minutos. No se quejó ni preguntó nada. Se limitó a escribir: «OK».
Me quedé pensando en esa conversación. ¿Fui a la fábrica a recoger ese pedido de mildros? ¿Esa era la razón que me situaba en la Kössler en la madrugada del sábado? Tendría sentido. Pero ¿qué pintaba aquel hombre allí? ¿Era una casualidad? ¿O me seguía por alguna razón?
Un escalofrío me recorrió la espalda cuando se me ocurrió la siguiente mejor explicación:
¿Y si era un policía?
Todo eso me llevaba al punto de partida, a la cuestión principal: ¿qué ocurrió el viernes? Lo único que sabía a ciencia cierta de ese día era que había ido a segar el césped a la casa de Txemi Parra. De hecho, recordaba una imagen con cierta nitidez: el actor caminando descalzo sobre la hierba, vestido con uno de sus estrafalarios conjuntos de estar por casa, mientras hablaba por teléfono. ¿Habíamos ido a una fiesta después de eso? Tratándose de Txemi, entraría dentro de lo razonable. De hecho, era lo más fácil que podía pasarte con Txemi.
Lo conocí una noche, en un concierto en el Blue Berri, el bar más cool (el único bar cool) de la zona. Yo acababa de llegar a Illumbe y no conocía apenas a nadie y, entonces, según estaba en la barra pidiendo el quinto botellín de cerveza, vi a ese tío aparcando su codo junto a mí. Le miré de arriba abajo unas tres veces antes de preguntarle si era Txemi Parra, el rector de Piso de estudiantes. «¡Joder, me encantaba esa serie! —le dije—. Me salvaste de un montón de depresiones cuando vivía en Amsterdam.» Se rio, debí de hacerle gracia y me invitó a la cerveza y a las tres siguientes. Después nos fuimos a una fiesta en casa de unas amigas suyas y sellamos nuestra amistad con una borrachera tremenda. Le dije que estaba buscando trabajo como jardinero y él confesó que estaba harto del suyo, así que me dio mi primera oportunidad. Y desde entonces era una cita fija los viernes. Iba a su casa, le arreglaba el jardín y después me invitaba a un par de cervezas en la terraza, o a una partida de Mario Kart en el salón. Y alguna que otra noche, en alguna de sus idas y vueltas de Madrid, me llamaba para ir a tomar un par de copas. En el fondo, era un tipo solitario.
Bueno, pensé que Txemi podía arrojar algo de buena luz en esa oscuridad que se cernía sobre los acontecimientos del viernes. Le llamé por teléfono. Dos tonos y saltó un contestador: «Hola. Soy Txemi. Posiblemente estoy currando; de hecho, ojalá esté currando. Deja tu mensaje después del beep.»
No dije nada. Colgué y volví a llamarle. Realmente tenía que hablar con él y preguntarle qué había pasado ese viernes. Volvió a sonar el mensaje del contestador («ojalá esté currando») que parecía el motto de cualquier actor. Esta vez, dejé un mensaje:
—Hola, Txemi. Soy Álex. Llámame cuando puedas.
Dana y mi abuelo regresaron sobre la una. Mi abuelo parecía cabreado por algo. Entró en la casa y pasó a mi lado casi sin dirigirme la mirada. Me temí que todo eso pudiera estar relacionado con la bolsa, pero no era así.
—¿Alguna novedad?
—Ninguna —respondió Jon Garaikoa—, esos matasanos no tienen ni idea.
—Me alegro —respondí. Y le vi subir las escaleras.
Esperé a que Dana llegase a la cocina. Llevaba algo en las manos. Una bolsa de plástico de la farmacia. Me hizo un gesto para que guardara silencio mientras ponía el extractor de humos. Me habló al amparo de ese ruido.
—Le ha hecho algunas preguntas, como siemprre. Tu abuelo ha empezado bastante bien... pero después el médico ha empezado a ponérselo un poco más difícil. El pobrre Jon ha acabado algo desorientado. Me ha dado una lástima terrible... y entonces el médico ha dicho que quizá era hora de comenzar con algunas medicinas.
—Pero ¿hay un diagnóstico ya?
—No. Todavía no saben muy bien. El caso es que tu abuelo está un poco peor, Álex. Siento mucho decírtelo.
—Tiene que haber algo más que podamos hacer.
Dana no dijo nada, se puso a hacer la comida y yo bajé al garaje. La bolsa seguía en el asiento de atrás del Mercedes. No parecía que nadie la hubiera tocado. La saqué de allí y la coloqué detrás de mi amplificador, tapada con la misma manta. Después subí al despacho y llamé a la puerta. Mi abuelo no respondió. Abrí y me lo encontré mirando por la ventana.
—Necesito estar solo. No tengo hambre.
—Tampoco te traía comida —dije.
El despacho de mi abuelo era una habitación cuadrada, pequeña, con un par de grandes estanterías de libros, un buró de caoba y una pared dedicada a una colección de arpones «de los tiempos en los que los vascos llegaban a Canadá detrás de las ballenas».
Me acerqué a él. No éramos demasiado físicos, ni él ni yo, pero le pasé la mano por el hombro.
—Oye, me ha dicho Dana que el médico te ha dado unas pastillas. Drogarse a tu edad debe de molar.
—No pienso tomarlas —dijo el abuelo—. Quieren matar moscas a cañonazos. A mí no me pasa nada, estoy bien, en serio. Solo que me despisto un poco de vez en cuando.
—Lo sé, aitite.
Aquellos ojos duros de marino habían comenzado a cristalizar.
—Además ¿qué saben los médicos? Cuando más los necesitábamos no pudieron ayudarnos en nada. ¡En nada!
Me imaginé que se refería a mi madre. A su única hija. Vi que nacía una lágrima en el borde de sus ojos oscuros. El suelo de pinotea canadiense la recibió en silencio.
—¿Me guardas un secreto? No se lo digas a Dana.
—Vale.
El abuelo sacó un viejo álbum de fotos del armario. Escondida detrás, al fondo, había una botella de Soberano. Pensé que debía de ser el último hombre del mundo que bebía brandi. Además de la botella, el abuelo escondía una copa. La llenó hasta la mitad y le dio un gran trago.
Nos sentamos en las butacas del despacho y me quedé con el álbum en el regazo. Eran fotos muy viejas de cuando mi madre era una niña. Veranos en blanco y negro en los que yo ni existía.
—No había visto estas fotos.
—¿Quieres un poco? —dijo mi abuelo, sirviendo la copa otra vez.
—No.
—Bueno, pues me beberé tu parte.
Estuve mirando todo aquello un rato. Mi abuelo con sus greñas sesenteras, mi madre vestida de princesita, y mi abuela, Marie, una elegante mujer provenzal que murió igual que ella, demasiado pronto. Después había algunas fotos de mi madre en San Sebastián, donde estudió en un internado durante casi toda su adolescencia, mientras mi abuelo navegaba sin parar, sin querer volver a tierra, intentando cerrar una herida imposible de cerrar. Había algunas fotos de Begoña Garaikoa en el paseo de La Concha, uniformada, con una sonrisa cándida y alegre de catorce años. Me pareció reconocer a Mirari en una de ellas. La chica, que estaba haciendo el tonto sobre la arena de la playa, era idéntica a Erin de joven. Yo sabía que habían sido muy amigas en la juventud. Había otra chica, pelirroja, más delgada, que también me sonaba tremendamente, aunque no pude recordar su nombre.
Encontré la tira de un fotomatón en la que faltaban dos fotos. En esas instantáneas parecía haber alguien más en la cabina, pero no se le acababa de ver. Mi madre se reía a carcajadas. Tenía una sonrisa preciosa, catorce años y muchos amigos. Pensé en lo inmortal y lo feliz que debía de sentirse ese día en San Sebastián.
2
Esa tarde Erin vino a buscarme después del trabajo. Llevaba un par de tablas en el techo del Golf.
—¿Sigues con la idea del surf? —le dije—. ¡Pero si hace un tiempo de perros!
—¡Vamos, no seas cobarde! Tengo dos neoprenos, por si te animas.
El cielo se aclaraba un poco llegando al mar. El manto de nubes se resquebrajaba y dejaba entrar algunos rayos de sol. No obstante, el frío seguía siendo frío, aunque Erin había mirado internet y decía que el agua estaba a diecinueve grados.
—No hace falta que entres, me imagino que no estás como para tirar cohetes.
—Ve tú primero. Si veo que sobrevives, igual me animo.
La miré correr por la arena, vestida con su neopreno negro. Sus fantásticas piernas eran algo que podía mirar durante horas sin cansarme. Lanzó la tabla al agua, se echó encima y comenzó a remar hacia las olas, no muy altas, que rompían en un mar de perfecto color metálico. A esas horas de la tarde no tenía que compartirlas con nadie.
Yo me quedé sentado encima de nuestra toalla, junto al gigantesco tablón de novato. Erin quería que yo aprendiera a hacer surf. Vivir en la costa y desaprovechar un mar así era del género idiota, pero ¿hacía falta meterse al mar en pleno octubre?
Sorbí un café de termo y miré el móvil. Txemi seguía sin responder a mi llamada y comenzaba a mosquearme. Abrí el navegador y miré las noticias. Esa tarde, después del almuerzo, había empezado a elaborar una hipótesis.
Era miércoles 30 de octubre y ese hombre de la fábrica llevaba muerto desde el sábado 26 de madrugada. Eso eran cuatro días. Suficiente para que alguien (su mujer, sus padres, sus hermanos) hubiera dado la voz de alarma. Así que había rastreado los periódicos locales en busca de una noticia similar. Un desaparecido. Un muerto. Algo. Pero los periódicos de la zona solo hablaban de accidentes de tráfico, partidos de fútbol y políticos. Lo más trágico eran tres intoxicados por setas venenosas, que se recuperaban en el hospital de Cruces.
No me apetecía hacer surf, pero pensé que un baño no me vendría mal. Me vestí el neopreno y aun así me quedé sin respiración nada más meter los pies en el agua. Cuando el nivel del mar cubrió mi termómetro natural, decidí que lo mejor era nadar para entrar en calor.
Erin estaba sentada sobre su tabla encima de aquel mar color acero. Llegué y me agarré del borde.
—¡Está helada!
—No es para tanto. ¿Te acuerdas hace un año? —dijo Erin.
—Sí. Cómo olvidarlo.
Era cierto. Ese miércoles 30 se cumplía un año de mi casi-ahogamiento en aquella misma playa, aunque aquella tarde hacía mucho más calor —uno de esos miniveranos que cada día son más comunes en la costa vasca—. Yo había subido a la ermita de San Pedro de Atxarre y había descendido por el lado del mar. Hacía calor y me encontré aquella playa preciosa, Laga, donde solo había unos cuantos surferos cabalgando sobre las olas.
Llevaba una buena sudada y me apeteció darme un baño. No supe apreciar el peligro de esas olas brutales y esa resaca espumosa color arena. Fui sorteando las olas por debajo, nadando mar adentro para evitar la rompiente y, cuando quise darme cuenta, una poderosa resaca me tragaba mar adentro.
Hice todo lo que debes hacer para morir ahogado: me puse nervioso y empecé a nadar desesperadamente y en línea recta hacia la playa... Cuando ya llevaba unos cinco minutos haciéndolo, comencé a sentir calambres, a tragar agua..., estaba a punto de morir de una forma bastante estúpida cuando apareció por allí una surfera vestida con su neopreno negro. Cualquier otro hubiera sido bienvenido (un surfero calvo y con perilla, por ejemplo), pero que fuese Erin elevó el momento a la categoría de «aparición celestial». Me gritó: «¡Cógete de la tabla!», y lo hice, sin dejar de toser agua y darle las gracias.
«No hables. Respira.»
Un par de surferos salieron a la playa con nosotros. Se aseguraron de que no me moría y me pusieron unas toallas encima para que entrase en calor. Uno de ellos era Joseba, el padre de Erin. Fue él, en realidad, el que me invitó a su casa.
«No podemos dejarte aquí con el susto que llevas en el cuerpo. Anda, no hay nada que no se arregle con un buen chocolate caliente.»
Erin y su padre eran amantes del surf (Mirari no era muy fan del agua), y solían pasar algunos fines de semana en una cabaña de madera, muy cerca de la playa. La cabaña estaba «instalada» en las faldas de la montaña, por la misma senda por la que había bajado. Era una de esas casas modulares, como cajones, que se instalan de una pieza, con una base de pilastras de madera. Resultó que Joseba era el arquitecto que las diseñaba. También era el fundador de una empresa, Edoi Etxeak, que se dedicaba a construir y vender casas y edificios de madera por todo el mundo. Eran los líderes absolutos de su sector en España. O sea, que les iba de cine y ganaban dinero a carretas.
De todo esto me enteré esa misma tarde, al calor de una chimenea y con una taza de chocolate en las manos. Joseba era un gran conversador y yo me mostré muy interesado por todos los detalles del negocio de las casas modulares. En serio: de verdad estaba interesado, pero también es cierto que cualquier excusa era buena para seguir allí, sentado tan a gusto al lado de su bellísima hija. Reconozco que estaba hechizado con Erin. Tan guapa, silenciosa, tan misteriosa. Ella se dedicaba a mirarme sin decir palabra, como si todo aquello la divirtiera de lo lindo. A fin de cuentas, yo era su pesca de esa mañana. Me había sacado de las aguas y le pertenecía. Se lo dije así, a modo de chiste, cuando me condujo hasta la casa de Punta Margúa, a última hora del día.
«Ahora que me has salvado la vida, te debo la mía. Puedes hacer conmigo lo que quieras.»
«¿En serio? Vale —dijo divertida—. Pues dame algo de tiempo para pensarlo.»
Esa noche, cuando nos despedimos, me quedó la sensación de que había saltado alguna chispa entre Erin y yo. Solo era una sensación, pero rápidamente me quité esa idea de la cabeza. A una belleza como ella no se le había perdido nada en mi jardín. Además, a menos que regresara a esa playa a intentar ahogarme otra vez, pensé, no volveríamos a vernos nunca más.
Me equivocaba en ambas cosas. Esa misma noche, según yo relataba mis desventuras playeras en la cocina de Villa Margúa, recibimos una llamada telefónica de la casa de los Izarzelaia.
«Cuando mi hija me ha explicado dónde vivías —dijo Mirari—, he sabido que debías de ser tú, el hijo de Begoña Garaikoa.»
Y así supe que Mirari, la madre de Erin, había conocido a mi madre. De hecho, habían sido buenas amigas en su juventud. Y después de tantos años, el mar nos había hecho encontrarnos otra vez.
Una hora más tarde estábamos ya en la cabaña, desnudos bajo un vaporoso chorro de agua. Erin había encendido unas velas aromáticas, puesto música de Otis Redding y me estaba dando un magnífico masaje de espalda. Empezó a frotarme con la esponja muy suavemente, de arriba abajo, hasta que tuve la espalda bien enjabonada. Entonces se centró en mi trasero. Y después de eso, pasó la esponja a la parte delantera y se topó con la barrera levantada.
—Uy... ¿Y esto?
—Esto es un regalito de aniversario.
Castigado de cara a la pared, dejé que Erin me hiciera aquella deliciosa manualidad con aroma a champú hasta que ya no pude más.
—¡Para, para...!
—¡¿Qué?!
—Es que el surf me ha dejado hecho polvo, Erin. Creo que solo tengo un cartucho.
—Vale, pues vamos a gastarlo.
Salimos de la ducha y nos dejamos caer sobre la cama del dormitorio principal. Las cortinas abiertas. ¿Qué importaba? Solo nos podían ver desde allí las gaviotas.
La cabaña estaba situada sobre la playa de Laga, con su terraza sustentada por unos pilares vertiginosos entre los árboles. Era una maravilla del mimetismo, al estilo de la famosa casa en la cascada de Frank Lloyd Wright. Mucha gente se paraba en la carretera para sacarle fotos. Era casi como un cartel publicitario de la empresa de Joseba.
Erin se me colocó encima y yo le pregunté por un preservativo. Resultó que nos los habíamos dejado en el coche, así que lo hicimos jugándonosla un poquito. Y pasó el clásico accidente que suele pasar con la marcha atrás.
—¿Estás seguro? —preguntó ella al terminar.
—Joder. Nunca se puede estar del todo seguro. Pero creo que no.
Erin se tumbó mirando al techo.
—Si me dejas embarazada, tendrás que casarte conmigo —dijo con voz de estar bromeando.
Se rio. Yo también, aunque el comentario me recordó la escena de la casa de Leire y Koldo, y el asunto de los bebés.
—Oye, ¿podemos hablar de eso?
—¿De qué?
—De lo del bebé. El otro día lo mencionaste en casa de Leire y... Bueno..., me sorprendió un poco. ¿De verdad te lo planteas?
—No sé. Por un lado me da mucho miedo. Por el otro... ya tengo casi treinta.
—Vale. Claro.
«Glups.»
—Y ¿qué piensas tú de eso?
—¿Yo? Bueno. No lo había pensado realmente.
—Los tíos no soléis pensarlo. Aunque ponéis todos los medios, eso sí.
—¡Oye, que lo de la marcha atrás no se me ha ocurrido a mí solo! —protesté.
Erin se rio.
—¿Te gustaría tener familia?
—Sí... Yo crecí solo, con mi madre, y me moría de envidia cuando veía esas grandes familias reunirse en Navidad. Pero me da miedo ser un padre cabrón.
—¿Un padre cabrón?
—Mi padre biológico me abandonó. Después tuve un padrastro que me amargó la vida. No sé. Temo convertirme en otro desperdicio de padre.
—Bueno, el hecho de que te lo plantees ya dice mucho de ti, Álex.
Erin se me abrazó y yo me quedé quieto, mirando las copas de los árboles a través de una claraboya que quedaba justo encima de la cama.
—Yo, cuando era niña, solo quería eso: hermanos, hermanas... —dijo ella—. Mis padres solo pudieron tenerme a mí y fue casi de milagro. Al parecer mi madre tenía un problema en el útero. Creo que, durante un tiempo, pensaron en adoptar... pero al final no lo hicieron.
Nos pusimos a preparar la cena. Erin había ido a comprar el menú a una de las mejores pescaderías del valle. Almejas de carril, que íbamos a hacer en salsa verde, unas navajas al limón y dos cigalas. Y para regar semejante tesoro, un albariño, cómo no. Erin se había puesto el delantal y manejaba los pucheros, así que me mandó encargarme del postre en la Thermomix.
—Hay un libro de recetas en el salón. Ve a buscarlo.
La cocina y el salón estaban separados por un muro de metacrilato. Eso —como ya sabía ahora que era un miniexperto— transportaba la luz, pero compartimentaba la temperatura. En el salón, un fuego recién encendido cogía fuerza en la chimenea. El resplandor de una rodaja de luna se reflejaba en el mar y daban ganas de cenar en la terraza de madera, pero soplaba una brisa fría.
Me acerqué a la estantería en busca del libro de recetas. Era un mueble de roble precioso, con unos pequeños leds incorporados que iluminaban cada estante. Había allí libros de todo tipo: arquitectura y decoración, sobre todo; libros sobre niños y educación y algunas novelas apiladas en el estante del medio. Empecé a ojear los lomos en busca del libro de recetas cuando de pronto tuve una intuición. «Escritor.» Me centré en ese estante de novelas. Casi todo eran autores vascos como Atxaga, Toti Martínez de Lezea, Alaitz Leceaga, Ibon Martín... Fui mirando los libros uno a uno, hasta que me fijé en un volumen que quedaba justo al final. La portada representaba una foto de un pueblo muy parecido a Illumbe y el título, en letras romanas, decía El baile de las manos negras. Había algo en ese libro que sonó como una campanilla en el interior de mi cabeza. Su autor, desconocido para mí, era un tal Félix Arkarazo. Y eso volvió a resonar como un pequeño aldabón en alguna parte de mi memoria. Con el pulso acelerado y la mano temblorosa, saqué el volumen de la estantería y le di la vuelta. Había una foto en la contraportada.
El escritor aparecía vestido con una guerrera, con un fondo de pinos que podría ser cualquier sitio verde del mundo. Era el mismo tipo delgado, con nariz en pico y negras barbas que yo recordaba muerto sobre el suelo de la fábrica Kössler. Solo que en la foto sonreía. Jamás me lo había imaginado sonriendo.
—¿Álex? —llamó Erin desde la cocina—. ¿Lo has encontrado?
¿Sabes esas veces en las que sigues quieto, pero parece que estés viajando a mil kilómetros por hora? Así era como me sentía. Absolutamente petrificado mientras una suerte de huracán rugía a mi alrededor.
Félix Arkarazo (Illumbe, 1965) es un periodista y escritor vizcaíno. Tras una carrera como articulista político y de sociedad, se estrena con su primera novela, El baile de las manos negras, una crónica atemporal de personajes, pasiones y terribles secretos que subyacen bajo la aparente normalidad de una pequeña comunidad costera.
—¿Estás ahí?
—¡Sí! Ahora voy... —dije mientras devoraba aquella contraportada.
«¡Más de cien mil lectores!»
«El libro del año, probablemente. El País.»
«Una de las historias más apasionantes que he leído jamás. Cultura hoy.»
Volví a la cocina con el libro en las manos, medio mareado. Erin estaba a punto de sacrificar dos cigalas en un puchero de agua hirviendo.
—He encontrado este libro. Parece interesante, ¿te lo has leído?
—¿Qué libro? —dijo ella sin mirar.
—El baile de las manos negras.
—¡Ah! Todo el mundo en Illumbe se lo ha leído. —Metió la primera cigala en el agua hirviendo—. ¡Ay! Qué pena me dan. Pero después están riquísimas...
—Parece que vendió un montón —dije—. ¿De qué va?
—Bueno, es una novela del estilo de..., no sé. ¿Conoces Atando cabos de Annie Proulx?
—No.
—Es un estilo, aunque mucho peor. La historia de un tipo que llega a un pueblo a trabajar en un café y comienza a conocer a los personajes de la zona. El pueblo del libro se llama Kundama, un nombre imaginario, claro. El autor se refiere a Illumbe todo el rato.
—Lo he supuesto por la foto.
—Lo mismo pasa con sus personajes —dijo Erin—. Félix les puso nombres imaginarios, pero todo el mundo los reconocía. Ahí está el primer problema. El libro es un gran plagio de la vida real.
—¿Qué quieres decir? ¿Usó personas reales?
Erin asintió.
—Eso es. Fue un escándalo. Cogió todos los chismes y cotilleos del pueblo y los puso en su novela.
—¿En serio? ¿Como qué?
—Oye, ¿has encontrado la receta del sorbete?
—No... Ya voy.
Volví al salón sintiendo el corazón a mil por hora. Dejé el libro de Félix Arkarazo sobre uno de los sofás que había frente a la chimenea. Eché una última mirada a su foto, como si no acabara de creérmelo. Pero era él, no tenía ninguna duda. De pronto encajaba como un guante en mis recuerdos. Yo había hablado con ese tío el viernes por la noche, en algún lugar. Y después, por muy increíble que me pareciera, lo había matado.
Durante la cena, sentados en una mesita con vistas al océano y dos velas, estaba realmente distraído. No podía parar de pensar en todo eso, y de mirar el libro de reojo.
—Álex, ¿te pasa algo? —dijo Erin en determinado momento—. Llevas toda la cena sin decir una palabra.
—Qué va..., estoy un poco cansado. Eso es todo.
—¿No será por eso que hemos hablado de los bebés?
—¿Qué? No, no tiene nada que ver con eso.
—¿Seguro? Ha sido hablar de ese tema y que te pongas muy raro.
—Ahora mismo no tengo la cabeza muy en su sitio, Erin, perdona.
—Vale. —Me cogió la mano en un gesto cariñoso—. Espero que si te pasa algo por la cabeza, me lo cuentes, ¿vale? Sea lo que sea, Álex. Quiero que podamos ser sinceros el uno con el otro.
El hombre muerto. Félix. La boca abierta. El golpe en la cabeza.
—De acuerdo. Oye, quizá esta noche prefiera volver a casa.
Noté que ella se quedaba un poco sorprendida por aquello. Pero después no puso pegas.
—Claro. Tomemos el postre y te llevo.
Era nuestra cena de aniversario y la estaba jodiendo bastante. Pero solo fue el principio. Intenté centrarme en la conversación. Teníamos que reorganizar nuestra escapada a Francia. Además, Erin llevaba meses planeando un viaje por los Estados Unidos y nos dedicamos a hablar de eso mientras tomábamos el sorbete que había preparado —con bastantes pocas ganas— en la Thermomix. La idea era volar hasta Los Ángeles y alquilar allí una autocaravana. Durante las largas vacaciones que Erin tenía como maestra podríamos visitar todos los paisajes naturales de la Costa Oeste, incluido Yellowstone. El precio de este sueño rondaba los cinco mil euros, de los cuales yo no podía aportar ni siquiera el billete de avión a Madrid.
—No te preocupes por eso —dijo ella.
—Sí me preocupo. Me gustaría poder pagarme mi propia vida.
—Pero tenemos el dinero, Álex, ¿por qué te preocupas? Si no lo tuviera, no haría este plan. Además, ¿tú no me invitarías a mí en el caso contrario?
—Creo que ese caso no se dará nunca, Erin. Solo soy un jardinero.
—Bueno —dijo ella—, eso no lo sabes.
Terminamos de cenar, recogimos en silencio, tensionados por esa conversación. Pensé que la cena había sido un desastre por mi culpa. Encontrar ese libro no había ayudado en nada precisamente.
—¿Me lo puedo llevar? —dije antes de que saliéramos por la puerta.
Esa noche, cuando Erin me dejó en Punta Margúa, estaba revuelto, nervioso... Era cerca de la una de la madrugada, pero sabía que no podría pegar ojo. Me metí en la cama, encendí mi móvil y me puse a investigar en internet.
El buscador devolvió toneladas de material sobre Félix Arkarazo. Artículos y fotos que ayudaron a construir aquel relato que Erin ya me había adelantado en parte: la ópera prima de Félix Arkarazo fue el fenómeno literario del año 2014. Vendió cientos de miles de ejemplares, se tradujo a doce idiomas y una productora compró los derechos audiovisuales para una película que, al parecer, estaba a punto de completarse.
El baile de las manos negras era la descripción de un pueblo. Corrupción, infidelidades, mentiras y venganzas que por lo visto eran sumamente reconocibles en Illumbe. El libro había destapado un polvorín de acusaciones y enfrentamientos entre los vecinos, hasta el punto de que un médico, el doctor Aranguren, había llevado a juicio a Félix por «desvelar informes médicos privados». En realidad, lo que Félix había destapado eran sus múltiples aventuras con camareras y empleadas del hogar, lo que le costó el divorcio.
Leí alguno de esos artículos que aparecían aquí y allá. En uno, del suplemento cultural de El País, el titular decía así:
FÉLIX ARKARAZO: «LOS PUEBLOS PEQUEÑOS ESTÁN LLENOS DE TERRIBLES SECRETOS»
Leí un poco el artículo. Félix se pavoneaba por su afilada pluma y la arriesgada maniobra de retratar personas reales a través de sus personajes: «Soy escritor, ¿qué se pensaban que estaba haciendo cuando me contaban todas esas historias? Para un escritor todo es material. Un escritor no deja nunca de recopilar material. Ese es nuestro trabajo».
Yo solo podía pensar en una cosa: ¿qué hacía una celebridad literaria como él en la antigua fábrica Kössler la madrugada del sábado?
No podía dormir, así que cogí el libro y bajé al salón dispuesto a pasar una larga noche de lectura. La temperatura había caído unos cuantos grados y había comenzado a llover. Entonces pensé en esa piedra ensangrentada que todavía guardaba en mi bolsa Arena. Dejé el libro sobre el sofá y bajé. Si la casa estaba fría, el garaje era como un congelador. Levanté la vieja manta polvorienta y abrí la bolsa Arena. Todavía envuelta en una bolsa de plástico estaba esa piedra. La cogí y la sopesé en la mano derecha. ¿Cómo había sido? ¿Un golpe seco? ¿Varios?
Subí de nuevo y salí al jardín. Caminé hasta la valla. Abrí la cancela y seguí adelante. Tan lejos de la casa, sin la presencia de ninguna farola, aquello era la negrura más absoluta. Solo yo, el mar y algunas estrellas que aparecían entre las nubes.
Me acerqué al borde del acantilado. Abajo se podían ver los crespones de las olas rotas contra la pared de roca. Saqué la piedra de su bolsa.
«No sé por qué estabas allí, esa noche, Félix Arkarazo. No sé qué demonios pasó entre nosotros. Pero está claro que no fue nada amigable.»
Cogí impulso y la lancé al vacío. Me pareció oírla golpeándose ahí abajo, en el infierno de arrecifes y rocas.
Había destruido la prueba del crimen. Pero me di cuenta de que eso no sería suficiente. Mientras no supiera qué había ocurrido en esa fábrica el sábado de madrugada, seguiría a merced de los acontecimientos.
3
—¡Arriba, chico!
Dana estaba frente a mí, vestida con su bata de color verde y el pelo revuelto. Yo estaba repantigado en uno de los sofás del salón. Me había quedado dormido allí, con la luz de lectura encendida y el libro de Félix Arkarazo abierto encima.
—¿Qué hora es?
—Las siete de la mañana.
—¿Tan pronto? —dije, mientras notaba una leve tortícolis.
Dana cogió El baile de las manos negras de mi regazo.
—Vaya..., este libro.
—¿Lo conoces?
—Oh, claro. Todo el mundo en este pueblo lo conoce, por desgrracia —dijo misteriosamente—. Voy a hacerme un café. ¿Quieres uno?
Seguí a Dana hasta la cocina. Sacó una lata de café de la nevera y se puso a molerlo. Afuera había un cielo gris oscuro. Unas gaviotas revoloteaban sobre la casa. Me senté en una silla de madera, fría.
—Sabes que no leo mucho, pero me he tragado casi doscientas páginas. Es bastante entretenido.
—¿Conoces la historia de ese libro? —dijo Dana.
—Erin me contó un poco. ¿Tú te lo has leído?
—Sí, clarro —dijo mientras ponía la cafetera al fuego—, ya tiene unos años.
Dana comenzó a exprimir naranjas. Yo corté pan en rebanadas y lo coloqué sobre una sartén. Cuando todo estuvo listo nos sentamos a desayunar en la mesa de la cocina. Estaba muerto de frío y el café me entró estupendamente. Seguía con el libro sobre la mesa. Dana lo levantó y miró la fotografía de Félix.
—Ese hombre es un monstruo —dijo—. Fue algo inmorral lo que hizo.
—¿Inmoral?
—Aprovecharse de todas esas historias. Secrretos. Cosas que le habían contado en confidencia. Hizo muchísimo daño a mucha gente.
Dana llevaba al menos ocho años viviendo en Illumbe. Había trabajado en otras cosas antes de servir en Punta Margúa. No me extrañó que pudiera conocer la historia del libro. Pero además, parecía guardar cierto rencor hacia el asunto. Miraba la foto de Félix como si su imagen le provocase acidez de estómago.
—¿Le conoces?
—¿A Félix? Sí, claro. Este es un pueblo muy pequeño. Aunque hace mucho que no se le ve el pelo. Ya no se atreve a bajar. Ahora vive en Kukulumendi, se compró un chalé en lo más alto del monte con todo el dinero que ganó. Una amiga mía va a limpiarrle la casa de vez en cuando.
—¿Dices que no se atreve a bajar al pueblo?
—Tuvo bastantes problemas por lo de su libro. Le destrozaron el coche, apedrearon su casa y casi le parten las crrisma un par de veces. Normal, con lo que hizo...
Sorbí de mi café y me vino a la mente la imagen de su cocorota reventada de una pedrada. Un escalofrío. Otro sorbo de café.
—Pero ¿cómo sabía todas esas cosas de la gente? Quiero decir..., ¿cómo se pudo enterar de tantos secretos?
Dana se explayó mientras untaba una tostada con mantequilla. Me contó que Félix era un periodista de segunda fila. Un tío que escribía artículos y ensayos de política sin demasiada importancia. Pero llevaba años escuchando los cotilleos y las habladurías del pueblo, y al parecer lo iba poniendo todo sobre el papel, en secreto.
—Un día se puso a escribir una novela y pensó que podría «engorrdar el caldo» con algunas cuantas buenas anécdotas de personas del pueblo. Lo terminó y se lo dejó a leer a un amigo. El amigo conocía a un editor en Madrid. Le ofrecieron bastante dinero y Félix picó. Y resultó que la novela fue todo un éxito. Todo el mundo la leyó y la gente empezó a reconocerrse en ella. El fotógrafo del pueblo se tuvo que marchar cuando todo el mundo leyó lo de sus fotografías de adolescentes en la playa. También, aunque le cambió el nombre, puso en el punto de mira al concejal de Urbanismo, por unos terrenos que conmutó sin permiso.
—Vaya...
—Antes de servir aquí, yo trrabajaba de cocinera en el hotel del pueblo. Los dueños, los Fernández, eran una familia de toda la vida. Muy buena gente. Pero tenían un hijo que era un bala perdida, no sé si me entiendes. Drogas, prostitutas... Bueno, Félix se deleitó describiendo sus andanzas. Fue tal la humillación, que vendieron el hotel y se marcharon de Illumbe. Yo perdí mi trabajo, aunque eso no fue nada en comparación.
—Joder con Félix. Supongo que mucha gente tenía razones para odiarle.
—Espero que no le pase nada —dijo Dana—, aunque si le pasase, le estaría bien empleado.
Yo me quedé callado.
—Una vez vino por aquí, por la casa. Le dije lo que pensaba de él. No me guardé nada.
—¿Félix vino por esta casa?
—Sí...
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un parr de años. En la época en que tu madre enfermó. Se presentó por la casa. Tu abuelo lo recibió... Al parecer se conocían de algo. Pero la cosa no acabó nada bien; tras un par de gritos que se oyeron hasta en Bermeo, le vi salir por la puerta muy trasquilado. Normal.
Vaya. Eso me pareció de lo más interesante.
Sobre las ocho, vimos a mi abuelo bajar por las escaleras. Perfectamente vestido y acicalado, como era su estilo.
—Egun on, aitite!
Dana se puso a trabajar y mi abuelo tomó asiento. Le serví el café. El asunto de Félix se había quedado flotando en el aire, pero tuve cuidado al sacar el tema.
—Oye, abuelo —le pregunté—, ¿tú conoces a Félix Arkarazo, el escritor?
—¡El escritor! —repitió Jon Garaikoa—. Ahora les llaman así a los juntaletras. Un escritor es Juan Rulfo, por ejemplo, o Dos Passos.
—Vale, claro...
—Pero sí, por supuesto que le conozco. De niño se pasaba media vida en esta casa jugando con tu madre. ¿Por qué lo preguntas?
Le enseñé el libro.
—Dana me dijo que vino por casa una vez.
—Era el clásico niño de gafitas al que todo el mundo apedreaba. Después se tomó la revancha con ese libro, vaya si lo hizo.
—¿Por qué vino?
—Quería enviarle un mensaje a tu madre —dijo el abuelo—. Tonterías. Le dije que a sus cincuenta y tantos ya tenía edad para haberse olvidado de ella.
—¿Conocía a ama?
—Que si la conocía... Estaba enamorado de ella. Se había enterado de que estaba enferma y quería enviarle una carta.
—¡¿Qué?!
—Toda la vida estuvo loco por tu madre. Desde niño, le enviaba cartas con perfume y poesías. Una Navidad le hizo un corazón de fieltro... El pobre no tenía nada que hacer, claro.
Aquella revelación me dejó patidifuso. Me hice un cigarrillo y me apoyé en la puerta de la cocina. Llovía un poco aquella mañana y dejé que la brisa me diera en la cara mientras trataba de asentar aquella nueva información. «Así que el tío que me he cargado, además de un escritor famoso, era un pretendiente de mi madre. Vale. ¿Cuál va a ser el siguiente puñetazo?»
—La Ertzaintza me dijo que tu furgoneta está en el depósito de Gernika —dijo el abuelo—. ¿Quieres que te lleve? Si no la recoges hoy, olvídate hasta el lunes, que mañana es fiesta y después fin de semana.
Mi abuelo insistía en conducir siempre que tenía ocasión, aunque desde el «diagnóstico» le habían recomendado que se abstuviera totalmente de hacerlo. (De hecho, era muy probable que ni siquiera pasase la siguiente renovación del carné.)
—En fin, supongo que si vamos despacio...
—¡Pues no se hable más! Ve llamando a una grúa mientras yo saco el coche.
Eso hice. Llamé a la grúa del seguro y le indiqué que debía recoger un coche en el depósito de Gernika en media hora aproximadamente. Subí a mi habitación a cambiarme de camiseta y darme un toque de desodorante, y después, según bajaba de vuelta, oí unos bocinazos en la entrada de la casa. Salí a la terraza y vi el Mercedes negro de mi abuelo enfilado hacia las verjas del jardín, con el motor en marcha y a Dana con los brazos cruzados y gesto de enfado, obstaculizando el paso.
—¡Quítate de en medio, carcelera de la Stasi! —gritaba mi abuelo a través de la ventanilla—. ¡O te paso por encima!
Corrí hasta allí y llegué donde Dana.
—Ya sabes que no debe conducirr —dijo enfurruñada—. ¿Y le animas?
—Es solo un trechito por la general.
—Pero ¿y si tenéis un accidente? ¿De quién será la culpa? A mí me han contratado para cuidarlo.
—¡Secuestradora! —gritaba mi abuelo desde el coche.
—Anda, Dana, me hago responsable, ¿vale? En realidad, ya casi nunca conduce. Por un día...
—Vale, pero algún día tendrá que darse cuenta de que..., en fin. Yo no digo más. Total, para que no me hagan caso...
Dana se apartó con el gesto de enfado y yo entré en el coche. Mi abuelo estaba de lo más nervioso. Pude ver cómo le temblaba la mano al apretar el mando a distancia que abría las verjas del jardín.
—Esa matrioska —gruñó mientras sacaba el coche—. No sé quién le ha dado el carné de monosabia.
De acuerdo, aquello estaba mal, pero ¿qué quieres que haga? La gente construye su mundo sobre cosas objetivas. Un trabajo. Un hogar. Conducir un coche. No puedes permitir que todo se derrumbe a la vez. Al menos, yo no estaba dispuesto a hacerlo. No todavía.
Así que fuimos muy despacio, sin pasar de tercera, por la general de camino a Gernika. Montamos una buena caravana, a decir verdad. Ir a cincuenta por esas rectas era como ir provocando y recibimos una lluvia de bocinazos. Mi abuelo los mandó a la mierda, según nos iban adelantando, mientras yo los saludaba con una sonrisa.
Llegamos a Gernika y el abuelo se supo manejar hasta el depósito. No era la primera vez que lo visitaba, pude entender. El lugar estaba a las afueras del pueblo, junto a la zona industrial. Un aburrido empleado me llevó hasta la GMC por un laberinto de coches abandonados, multados y retirados de la vía pública. La GMC era de lo que mejor aspecto tenía en aquel sitio, pese a una rueda reventada y algunas abolladuras y focos rotos en la delantera.
—Pues no le ha pasado gran cosa para el golpe que te diste.
—Es una puta fortaleza —dije yo—. Me lo dijo el tipo al que se la compré.
Recordé a aquel surfero australiano. Le propinó una patada al guardabarros para demostrarlo, que sonó como una caja fuerte. «It’s unbreakable, mate. Just trust me on this.» El tipo me aseguró que la había comprado en Amberes un año antes y que la había maltratado por todos los spots europeos hasta Illumbe, sin conseguir que se estropeara ni una vez.
También es cierto que tuve suerte. De entrada, el airbag funcionaba (pese a que no lo había revisado nunca), y eso me salvó de romperme la cara contra el volante. Por otro lado, la GMC contaba con un pequeño separador de carga de acero que frenó la embestida de una segadora John Deere de treinta kilos que viajaba en la parte trasera. Si eso llega a volar hacia mí, posiblemente estaría jugando a las cartas con Robespierre. Pero lo único que hizo fue estrellarse y reventar el depósito de gasolina.
Llegó la grúa y mi abuelo supervisó la carga del coche como si aquello fuese su barco. El conductor de la grúa aguantó por respeto a las canas, supongo. Después, mientras yo firmaba los papeles, Jon se me adelantó y se montó en el asiento del conductor del Mercedes.
—Abuelo, ¿no crees que es mejor que conduzca yo de vuelta?
—Vamos, tengo que practicar o se me olvidará.
Preferí no discutir. Además, en esta ocasión teníamos un motivo para ir despacio, porque íbamos escoltando la grúa. Salimos de Gernika y, bueno, yo iba concentrado en mis pensamientos. Tenía tantas cosas en la cabeza que no sabía por dónde empezar a poner orden, así que en todo ese tiempo no me di cuenta de que el abuelo iba extrañamente callado. Entonces, más o menos a la altura de Mujika, de pronto, noté que el coche comenzaba a perder velocidad.
—Abuelo... ¿Qué haces?
Mi abuelo miraba al frente y sujetaba el volante sin demasiada convicción.
—¿A dónde vamos? —dijo con la mirada perdida.
Había dejado de pisar el acelerador. Estábamos reduciendo sin más, en medio de un tramo de curvas en la general.
—No puedes parar aquí —intenté mantener la voz tranquila—, ¡estamos en la carretera!
—¿A dónde vamos? —repitió—. ¿Dónde estamos?
—Abuelo, tienes que seguir conduciendo.
—¡Pero si no sé...!
Oímos una fuerte pitada detrás de nosotros. Corrí a poner los warning. Le pedí al abuelo que fuera frenando en el estrecho arcén. Era un sitio terrible para parar, una curva muy mala. Un coche pasó zumbando y maldiciendo a nuestros muertos. El conductor de la grúa también nos pitó. Posiblemente estaba preguntándose qué coño hacíamos. Estábamos a punto de provocar un accidente.
—Tranquilo, abuelo, tranquilo. Vamos a parar y ya conduzco yo.
Logré parar el coche contra el peralte. El abuelo ni tocaba los pedales. De pronto, era como si se hubiera convertido en un niño asustado. Eché el freno de mano, apagué el motor y salí. El tipo de la grúa estaba rojo en su cabina y le hice un gesto para que se relajara, algo así como «Houston, tenemos un problema»; después fui a la puerta del conductor y la abrí. Mi abuelo estaba quieto en el asiento con las manos en el volante, mirando al vacío.
—¿Por qué hemos parado?
—Hay un pequeño problema —le dije—. Es mejor que conduzca yo.
—Vale, de acuerdo —dijo con una voz un poco temblorosa.
Le cogí del brazo y le llevé suavemente hasta el asiento del copiloto. Volvimos a ponernos en marcha. Mi abuelo permanecía callado, con la mirada perdida, y yo no tenía el ánimo para chistes.
—Se me ha ido la cabeza, ¿verdad? —preguntó según llegábamos a Illumbe—. Iba conduciendo y se me ha ido la cabeza, ¿no?
—Un poco —respondí yo—, nada importante.
Dejé a mi abuelo en casa. No fue difícil convencerle. Se le habrían quitado las ganas de conducir por una temporada. Le vi caminar muy lento y apesadumbrado hacia la casa y se me rompió el corazón. «Un capitán que ya no puede gobernar su barco», pensé. Joder, eso tiene que doler. Tengas ochenta o doscientos años.
El de la grúa y yo fuimos hasta el taller de Ramón Gardeazabal, que era el hijo de José Gardeazabal y el nieto de Fermín Gardeazabal, quien condujo el primer coche que llegó a Illumbe en 1905. Desde entonces era el mecánico de referencia en el pueblo. La GMC, dijo, necesitaba unos días de trabajo.
—Neumático. Airbag y arreglar la chapa y los focos. No la tendremos antes del lunes de la semana que viene, pero puedes dejarla en el aparcamiento. ¿Tiene gasolina?
—No lo sé —dije—, le echaré un vistazo.
La descargamos frente al taller. Pagué al conductor y entré en la cabina. Allí todo estaba hecho unos zorros. El airbag se derramaba sobre el volante. El suelo estaba lleno de cosas que se habían salido de su sitio por efecto de la colisión y mi cinturón de seguridad estaba cortado en dos trozos, supongo que fue algo que hizo aquel camionero, con sus prisas por sacarme de allí.
Encendí el contacto y algo me llamó la atención. La aguja de gasolina salió disparada hasta la señal de «tope».
Tengo un viejo hábito para controlar los consumos: llenar el depósito los lunes. Así puedo saber cuánta gasolina utilizo semanalmente. Y por eso me llamó la atención que estuviera lleno.
Me quedé sentado en silencio, mirando aquella aguja como si fuera una señal de algo. Y lo era: el viernes hice algo inusual; llenar el depósito. Soy un animal de costumbres y romper una justo el día en que aparezco junto a un hombre muerto me pareció relevante. Busqué mi archivador de facturas de gasolina. Las guardaba todas para desgravar el IVA. Por una vez en la vida, ser autónomo iba a tener alguna ventaja.
El archivador de facturas estaba medio escondido entre los asientos. Lo saqué y miré la última. Tenía fecha del viernes pasado a las 17.40. Cincuenta y cuatro euros en una gasolinera llamada Atxur Gas. La cantidad se correspondía más o menos con el depósito, pero lo llamativo era la gasolinera. ¿Atxur Gas? No me sonaba de nada.
El nombre de la carretera me resultaba familiar. Atxur es el nombre de un famoso cabo cerca de Bermeo, un lugar conocido por su faro y por una batalla naval.
«Un faro —pensé recordando esos sueños recurrentes de una fiesta—. ¿No se veía un faro por las ventanas?»
Cerré la furgoneta, volví al taller.
—¿Os suena si hay una gasolinera de camino al faro Atxur?
—Sí —dijo Ramón—. Pero te queda mucho más a mano la Repsol de al lado de tu casa.
—Lo sé.
Ese faro estaba a más de diez kilómetros de Illumbe, en una zona de la costa que no me quedaba a camino de nada. O al menos, de nada conocido. ¿Para qué había ido allí el viernes?
Decidí que hacía una mañana perfecta para investigarlo.
4
Introduje la dirección del faro Atxur en la aplicación de mapas de mi móvil y me puse en marcha rumbo a Bermeo. Tras salir del pueblo, por una pequeña carretera entre caseríos y huertas, llegué a la costa. Aquello era lo que se dice una ruta panorámica. Una estrecha carreterilla de dos carriles con un muro a un lado. Quizá en otro tiempo había sido una de las formas de comunicar los pueblos de la costa, pero ahora, supuse, solo la utilizaban los que vivían por allí y algún que otro turista loco.
Al cabo de unos quince minutos me topé con esa gasolinera Cepsa que andaba buscando. Estaba situada justo al borde del acantilado, en una curva. Era diminuta, solo un par de surtidores y una tiendita minúscula. Había un gran cartel de plástico en la entrada que decía:
OFERTA ESPECIAL DIÉSEL: 0,6 € / L SOLO HASTA EL 1 DE NOVIEMBRE
Decididamente, pensé, esa habría sido una gran razón para llenar el depósito allí.
Frené el coche junto al surtidor de diésel y me bajé. Soplaba una brisa agradable en aquel lugar perdido de la costa. No había coches, solo una moto aparcada junto a la tienda. Una Harley. Entonces vi salir a un tipo grande, pelo rapado, cara cuadrada y un cuello tan ancho como el tronco de una secuoya. Un tío al que le pegaba esa Harley. Era el empleado.
Sonreí y le saludé.
—¿Qué tal?
—Bien. —Me miró a los ojos—. ¿Dónde has dejado tu GMC?
Sopló una brisa del mar y se me metió por el cuello de la camiseta. Así que me conocía. Y a mi furgo. Bueno, eso no era una sorpresa a fin de cuentas.
—Tuve un golpe —dije—, nada grave.
—Bueno, menos mal. —Se acercó y abrió el depósito—. ¿Lleno?
—Sí.
Cogió la manguera de diésel y la metió en el depósito. Yo le miraba intentando recordar, como esas veces en las que te encuentras con alguien por la calle, le saludas, pero no te acuerdas ni de su nombre, ni de por qué lo conoces.
—Y... ¿qué tal va todo? —pregunté casi por seguir la conversación de alguna manera.
—Ya ves —hizo un gesto a su alrededor—, eres el segundo cliente del día.
«Y no me extraña», pensé mirando esa carreterucha de costa.
—No sé ni cómo aguantamos abiertos, pero en fin. ¿Qué le pasó a tu furgo? ¿Un roce o algo más?
—Un pequeño golpe..., nada grave —dije yo—. Oye, estuvimos hablando, ¿no? El viernes pasado, cuando vine por aquí.
El tipo levantó su gran cabeza rapada y me miró fijamente. La pregunta era rara, lo reconozco.
—Sí, hablamos.
—Mira —empecé a decir—. Ya sé que te va a parecer un poco extraño todo esto, pero...
—¿Qué?
El gatillo del surtidor saltó y el calvo retiró la manguera.
—... es que no recuerdo nada de ese día. Tuve un accidente, me golpeé la cabeza, mira. —Me señalé la parte de atrás de la cabeza, pero el tipo estaba ocupado metiendo la manguera en su sitio.
Respiró hondo.
—Oye, tío... —gruñó—. ¿Te estás quedando conmigo?
—No, no. Para nada. Te lo juro. Solo te pido que... Bueno, ¿puedes decirme si te acuerdas de algo? Hablamos de la furgoneta, ¿verdad? ¿De algo más?
El calvo sin cuello movió su gorda cabeza de un lado al otro, como si quisiera provocarse un chasquido en las cervicales. Noté un montón de masa muscular moviéndose en su cuello y su pecho. Tragué saliva.
—¿Qué es lo que quieres?
—¡Nada!
—¿Hay algún problema? Supongo que puedes pagar la gasolina.
—Claro. Te digo la verdad. Solo pensaba que quizá me podías ayudar a recordar algo.
—Me quedaría más tranquilo si me pagases. Y luego hablamos de lo que quieras.
Fuimos a la tiendecita y pagué la gasolina, todo en silencio. No me quería arriesgar a calentar a un tío así. El gasolinero se me quedó mirando con los brazos cruzados.
—¿De verdad que no recuerdas nada? ¿O me estás vacilando?
—Mira, tío, tuve un accidente, ¿vale? Me la di con la furgoneta ese viernes por la noche. Esa es la verdad. He llegado a este sitio solo porque tenía una factura del viernes pasado.
—Llenaste la furgoneta y dos bidones enteros de diésel —dijo—. Estuvimos hablando de la GMC. Yo te dije que hacía mucho tiempo que no veía un modelo así.
—¿Algo más?
—Sí. Me preguntaste por un lugar.
—¿Un lugar?
—Una casa de la zona. Solo sabías el nombre: Gure Ametsa. Dijiste que tenías que ir a segar el césped.
—Gure Ametsa... Eso significa «sueño», ¿verdad?
—«Nuestro sueño» —dijo el tipo.
Aquello resonó en mi interior. Gure Ametsa.
—¿Sabes dónde está?
—Te digo lo mismo que te dije el viernes: no sé dónde está Gure Ametsa exactamente, pero cerca del faro Atxur hay un grupo de casas grandes, con mucho terreno. Podría ser una de ellas.
El tipo me explicó que debía seguir la carretera y tomar un pequeño desvío hacia el faro Atxur.
—¿No quieres la factura? —preguntó según me dirigía a la puerta—. ¿Por si te vuelves a dar un golpe?
Sonreí con sorna. Los mazas como él se pueden permitir hacer bromitas.
Seguí las indicaciones del gasolinero. Conduje unos tres kilómetros más en dirección al faro Atxur y encontré aquella pequeña desviación sin carteles ni señal alguna. Arriba se veían algunas casas. Grandes caseríos reformados que ocupaban las cimas de aquella especie de sierra. Enfilé el camino, que era absurdamente inclinado, y el Mercedes a punto estuvo de quedarse en mitad de la cuesta. Llegué hasta un primer nivel, donde se asentaban las dos primeras casas. Conduje muy despacio, mirándolas, esperando alguna sensación de vaga familiaridad. La primera, una casa torre espectacular, tenía por nombre «Villa Amalia». La otra, un caserío reformado que lucía una sección gigantesca de cristal en su fachada, no tenía nombre y no me produjo ningún recuerdo.
Otra cuesta y llegué a una carretera que recorría la falda de la montaña de lado a lado. Opté por seguir en dirección al faro. Allí, encarado al océano, había un terreno muy grande en el que distinguí una pequeña finca de dos o tres casas.
Al llegar al seto de conífera que cercaba la finca —ciprés de Leyland muy bien recortado, por cierto—, el camino se convertía en un sendero de guijo lleno de baches. Por encima del seto se elevaba el tejado de un orgulloso caserío de piedra. Me di cuenta de que era la última casa de aquel camino, que terminaba allí, con dos grandes rocas.
Aminoré la marcha y llegué a la altura del portón. Dos grandes hojas de madera y una cancela peatonal. Allí, una placa de bronce despejó todas las dudas que podía tener: estaba frente a Gure Ametsa.
Me quedé dentro del coche, con el motor en marcha y sin saber muy bien qué hacer a continuación. El tipo de la gasolinera había dicho que yo «había ido allí a trabajar», pero nunca antes había estado en esa casa. ¿Qué debía hacer? ¿Llamar a la puerta? ¿Y qué iba a decirles? «Hola, soy yo, ¿me recuerdan? Menos mal, porque yo no me acuerdo de nada.» Por un momento, incluso, me pasó por la cabeza la idea de rajarme y largarme de allí, pero después recordé a Félix Arkarazo muerto, pudriéndose en el suelo de la fábrica. Aquello era una gran motivación a cualquier hora del día.
Apagué el motor y salí del coche. Me acerqué a los portones. Debajo de la placa había un interfono con cámara. Llamé y al instante se encendieron un par de focos, aunque no hacía falta, pero estarían programados para hacerlo. Casi al mismo tiempo, oí un ruido de pisadas acercándose a toda velocidad sobre el césped. Eran perros. Dos. Uno venía ladrando, seguramente el pequeño, el ruidoso. El otro, cuyo trote hacía retumbar el suelo, sería alguna bestia del tamaño de un caballo.
—¿Sí? —dijo una voz en el interfono.
—Hola soy... Álex... El jardinero.
La persona al otro lado del interfono hizo un corto silencio. Los perros habían llegado a la verja y empezaron a ladrar. Apenas se oía algo.
—Un segundo, por favor, voy a coger a los perros —dijo la voz.
Bueno, aquello no iba tan mal. Me alejé de la puerta y me acicalé un poco en el reflejo de las ventanillas del Mercedes antes de oír un fuerte silbido en varios tonos. Los perros dejaron de ladrar. Tras un segundo silbido, los perros salieron corriendo hacia el interior de la casa. Supuse que era un silbato de adiestrador. Un minuto más tarde se abrió la puerta y apareció una mujer uniformada de azul oscuro. Se quedó ahí esperando, con un gesto impaciente. Yo tampoco supe muy bien qué hacer.
—¿No ha traído nada? —preguntó.
—¿Nada?
—¿Ni siquiera ropa?
—Es que...
—Da igual, pase. Creo que hay cosas en el garaje.
No dije nada más. Solo la seguí al interior de la finca. Supuse que me había reconocido y que pensaba que iba a trabajar allí. Según atravesaba la puerta, tuve una visión del frontal de la casa y el jardín. Estaba dividido en secciones. Un jardín a la inglesa, una cancha de tenis, una huerta. Había una segunda casa un poco apartada de la principal. Detrás de ella, había una zona de árboles frutales y allí pude ver a un hombre sujetando los dos perros con una correa. Supuse que era él el que los había llamado con el silbato. El hombre nos miraba en silencio, mientras prendía con fuerza la correa de sus dos fieras. Vestía una camisa blanca y unos pantalones oscuros. Y llevaba puestas unas gafas de sol. ¿El dueño?
Pasamos junto a un tejadillo bajo el que aparcaban dos coches. Un Porsche Cayenne y un Mazda de color rojo. Seguimos adelante y llegamos a un amplio garaje en el que había bicicletas, piraguas y un pequeño taller de bricolaje.
—Aquí están las cosas del jardín. Ahí tiene un par de monos y unas botas. —Señaló a una de las esquinas—. Cuando termine, avise a Roberto —dijo con un gesto hacia el hombre de los perros.
—Vale. Gracias. De acuerdo.
La chica se marchó y yo me quedé mirando el equipo de jardinería. Había dos segadoras John Deere, una de ellas de asiento, desbrozadoras, bidones de gasolina, aceite, una colección de tijeras de podar, una motosierra... Un equipo completo de jardinería, todo bien limpio y lubricado.
Estuve pensando en ponerme el mono y salir a trabajar un poco. Por el camino había visto unas cuantas hojas que podían rastrillarse, y una peonía que necesitaba un retoque. Pero enseguida me di cuenta de que tenía que intentar hablar con alguien, los dueños de la casa.
Me fijé en una puertecita que parecía conectar con la casa. La abrí y localicé un tramo de escaleras que subían hacia algún lugar. Casi sin pensarlo dos veces empecé a subirlas. El corazón me latía a mil por hora, pero sentía que allí arriba iba a encontrar una respuesta.
—¿Hola? Soy Álex, el jardinero.
Llegué a un distribuidor con varias puertas. Pude vislumbrar una cocina, una sala de lavandería y un pasillo que parecía desembocar en una estancia elegante. No se oía nada más que las lavadoras. Ni ruidos de televisor, ni voces. Seguí por el pasillo.
—¿Hay alguien? ¿Hola?
Llegué a un pequeño despacho. Una mesa de caoba con un tapiz verde y muchísimas cartas y facturas. Había cuadros en las paredes y algunos apoyados en el suelo. Muchos cuadros. En uno de ellos había animales vestidos como para una fiesta. Una conejita muy sexy bebía de una copa de champán.
Yo había soñado con ese cuadro.
La habitación se conectaba con la siguiente por medio de una especie de arco, así que pude visualizar perfectamente la habitación contigua. Era un gran salón. Y en medio de ese gran salón había una gran bola del mundo.
Avancé hasta el arco y me quedé allí, congelado, mirando aquel lugar.
Es un salón magnífico, con un mirador central desde el que se puede ver el ir y venir de la luz de un faro en la distancia. Estamos cerca del mar.
Hay varias personas bebiendo, envueltas en una charla amistosa. No conozco a nadie. De hecho, siento que estoy un poco fuera de lugar. Así que me tomo una cerveza mientras jugueteo con una bola del mundo muy grande, situada entre dos grupos de sofás.
Observo la decoración. Muchos muebles, butacas, canapés, incluso una chaise longue de terciopelo color frambuesa. Y muchos cuadros. Uno de ellos me llama la atención: un hombre desnudo con un pene descomunal. En otro hay animales, vestidos de traje y corbata.
Suena «I Fall In Love Too Easily», de Chet Baker.
El cuadro estaba allí. El hombre del pene descomunal. Un gran cuadro rectangular que ocupaba una pared muy alta junto a una chimenea. Yo había estado allí, en esa casa, en una fiesta. Había conocido a Félix Arkarazo y él me había dicho que era escritor.
—¡Eh!
El grito, fuerte, seguro, repentino, casi me hace
