Estampas de niña

Camila Couve

Fragmento

45

En uno de los cursos arriesgo repitencia. Proponen a mi madre preparar un examen durante todas las vacaciones; claro, nadie me consulta si estoy dispuesta a perder mi verano de luz enterrada entre cuadernos en francés. Ella acepta y se aplica al menos las dos primeras semanas, con una tenacidad férrea, pero al cabo de un mes observa mi tristeza sentada a la mesa, sin entender nada por mucho que se repitan las frases. Y me deja libre para salir a jugar, a gozar, a crecer como pueda.

Llega marzo y, antes del comienzo del año escolar, todos los alumnos en situación de condicionalidad que rinden el mismo examen están sentados en una sala a la espera de la condena.

¿Quién lo logrará?, nos preguntamos mirándonos en silencio.

Nos facilitan una hoja mimeografiada que desprende un olor a tinta fresca tan agradable como embriagador. Afuera, mi mamá espera de pie en medio del patio, otra vez enorme y solitario.

Nos dan la orden de comenzar, corre el reloj, una hora, ni un minuto más. Advierto que no tengo lápiz de grafito, indispensable requisito para la acción. Pido permiso para ir en busca de uno; rápido, responde el profesor que supervisa el evento. Salgo, corro hacia donde espera mi madre.

Mamá, no tengo lápiz. Me mira con ternura y en el último suspiro de mi frase me pregunta: ¿quieres repetir? Sí, contesto sin vacilación ni remordimiento.

Y nos vamos caminando, cabezas en alto, con la dignidad de nuestro lado.

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Me lo regala una tía, brilla y suena: un dije mapuche plateado como prendedor. Nunca he tenido una joya, exceptuando la medalla de la virgen del Carmen que ha desaparecido misteriosamente. Lo llevo al colegio para lucirlo contra la orden de mi madre.

Salgo a recreo y lo dejo olvidado en el pupitre. De vuelta en la sala, mi dije no está. Una compañera lo lleva prendado con orgullo y dice que es suyo.

Estoy indignada porque es mentira. No quiere devolvérmelo; insisto y amenazo con denunciarla, pero nada la convence, el brillo plateado puede más.

Desesperada por la pérdida y las consecuencias, le propongo un juego: hoy estoy de cumpleaños y tú, mi mejor amiga, me regalas eso que tienes ahí. Pasan unos segundos y sorpresivamente la joya vuelve a mis manos. La miro desconcertada por el éxito de mi trama y agradezco su regalo.

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Mi colegio francés tiene como actividad deportiva principal, incluida en su formación, los juegos de invierno. Todos los años, cada curso con su profesor jefe sube a la montaña por dos semanas y aprendemos a esquiar; hay premios de primer, segundo y tercer lugar.

Es una convivencia única y maravillosa el poder escapar de los libros de ciencias.

Por las noches nos reunimos todos en la sala más grande de la cabaña asignada y vemos una película de dibujos animados: Oum, Le Daufin Blanc.

Estamos en el suelo en piyama y la oscuridad de la sala nos deja inmóviles frente a la pantalla y sus destellos, con los movimientos de este delfín que canta.

Cerca, en un silla, sentado, el profesor de gimnasia me llama. Me pide que me siente sobre sus rodillas. Yo obedezco, lo conozco desde siempre.

De pronto, su mano tibia comienza a deslizarse bajo mi camisón y, antes de subir hasta donde quiere llegar, me lanzo al suelo y me quedo muy quieta debajo de una mesa. No puedo ver la pantalla, no puedo mover un músculo.

El delfín canta y yo me lo imagino.

48

El camión está estacionado afuera, con el motor apagado. En todo caso son muy pocas nuestras pertenencias.

Mi mamá espera pacientemente a que mi padre no esté.

Antes, mientras él no acaba de salir, enrolla en una sábana toda nuestra ropa y la lanza por la ventana del baño mágico. Es una bola blanca que cae al suelo en silencio.

Luego llega el momento. Salimos por la puerta en ausencia de su persona.

El camión enciende el motor; yo me subo atrás entre una cómoda, la pata de una cama y la bola de tela que sujeta mis atuendos de lana de oveja, y partimos hacia otro futuro incierto.

49

La casa nueva es más pequeña y el salón está ocupado casi por completo por un piano de cola de mi tío que lo guarda ahí, no sé por qué.

El jardín es un desastre, está triste y desteñido. Los pastos crecieron demasiado y nadie los riega. La imagen aumenta mi desolación, aunque siempre confío en esta mamá fuerte y guerrera que no olvida mi leche tibia con chocolate cada mañana.

Al poco tiempo de llegar, decide inspirarme y enseñarme el temple de acero del que está hecha, porque desde niña camina con las piernas envueltas en fierros pesados que cada noche descansan callados y escondidos bajo su cama.

Me invita a jardinear y limpiar la tierra de raíces y pastos resecos para d

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