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El equipo adversario era el de la Central, la «otra» escuela de la ciudad y la gran rival de la Escuela de Enseñanza Media Strattenburg. Siempre que había un partido o alguna competición contra la Central, la tensión aumentaba, la asistencia de público era mayor y parecía que todo cobrara más importancia. Esto ocurría incluso con los concursos de deba te. El mes anterior, el equipo de octavo de Strattenburg había derrotado al de la Central en medio de un abarrotado auditorio. Cuando los jueces anunciaron el resultado, hubo cierto descontento entre el público asistente. Se oyeron algunos abucheos, pero fueron rápidamente acallados. El buen comportamiento y la deportividad tenían que prevalecer en cualquier tipo de competición.
El capitán del equipo de Strattenburg era Theodore Boone. Era el líder, el alma del grupo, la persona a quien recurrir cuando las cosas se ponían difíciles. Theo y los suyos nunca habían perdido una competición, aunque también es cierto que no siempre habían ganado. Dos meses atrás hubo un acalorado debate sobre el tema de elevar de dieciséis a dieciocho años la edad para obtener el permiso de conducir. En aquella ocasión se produjo un empate con el equipo de las chicas de Strattenburg.
Pero, en ese momento, Theo no estaba pensando en debates anteriores. Se encontraba sobre el escenario, sentado a una mesa plegable, con Aaron a un lado y Joey al otro. Los tres muchachos, vestidos con traje y corbata, presentaban un aspecto muy serio y elegante. Su mesa se hallaba frente a la del equipo de la Central. El señor Mount, amigo, tutor y asesor del grupo de debate de Theo, estaba hablando ante el micrófono:
—Y ahora, Theodore Boone pronunciará el alegato final de Strattenburg.
Theo miró al público. Su padre estaba sentado en la primera fila. Su madre, una abogada divorcista muy solicitada, tenía compromisos en el juzgado y no había podido asistir para ver a su hijo en acción. Detrás del señor Boone había una hilera de asientos ocupados por alumnas. Entre ellas estaban April Finnemore, una de las mejores amigas de Theo, y Hallie Kershaw, la chica más popular de octavo curso. Detrás de ellas había varias profesoras: madame Monique, oriunda de Camerún, que enseñaba español y era la segunda maestra favorita de Theo (después del señor Mount, claro); la señora Garman, que daba clases de geometría, y la señora Everly, que enseñaba inglés. Incluso la directora, la señora Gladwell, estaba allí. En general, podía decirse que había bastante público, al menos para tratarse de un concurso de debate. Si hubiera sido un partido de baloncesto o de fútbol americano, habría el doble de espectadores. Pero, claro, en esos equipos hay más de tres jugadores por bando. Y, francamente, ver esos encuentros es mucho más emocionante.
Theo intentaba no pensar en todas esas cosas, aunque le resultaba difícil. Un problema de asma le impedía participar en deportes de equipo, así que esa era su oportunidad para competir delante de la gente. A la mayoría de sus compañeros les aterrorizaba hablar en público, pero él disfrutaba del desafío. Justin podía driblar a uno pasando la pelota entre sus piernas y encestar canastas de tres puntos sin parar. Sin embargo, cuando tenía que hablar ante la clase, se volvía más tímido que un crío de cuatro años. Brian era el nadador de trece años más rápido de todo Strattenburg y exhibía la arrogancia confiada de un gran deportista. Pero cuando se ponía delante de un grupo de gente, parecía encogerse.
No era el caso de Theo. Theo no pasaba mucho tiempo en las gradas de los campos de deporte animando a sus compañeros. En vez de eso, prefería ir a las salas de los tribunales para ver las batallas judiciales que los abogados libraban delante de jueces y jurados. Algún día Theo sería un gran abogado. Y, aunque solo tenía trece años, ya había aprendido una lección muy valiosa: hablar en público era muy importante para triunfar en la vida. Pero no era una tarea fácil. De hecho, mientras se ponía en pie y se encaminaba hacia el atril con paso decidido, sentía un runrún en el estómago y el corazón le iba a cien por hora. Había leído historias acerca de cómo los grandes deportistas se preparaban antes de competir, y cómo muchos de ellos se ponían tan tensos y nerviosos que llegaban incluso a vomitar. Theo no tenía el estómago revuelto, pero sí sentía cierto temor e inquietud. En una ocasión, un veterano abogado judicial le había dicho: «Hijo, si no te pones nervioso, es que algo va mal».
Theo estaba nervioso, pero sabía por experiencia que era algo pasajero. En cuanto empezara a hablar, las mariposas desaparecerían. Dio unos toquecitos en el micrófono, miró al moderador y dijo: «Gracias, señor Mount». Luego se giró hacia el equipo de la Central, se aclaró la garganta y se recordó que debía hablar despacio, en voz alta y clara.
—Bien —empezó—, el señor Bledsoe ha expuesto algunos argumentos muy válidos, sobre todo cuando ha afirmado que alguien que ha infringido la ley no debería beneficiarse de ella. Y también cuando ha dicho que muchos estudiantes estadounidenses que han nacido en este país, y cuyos padres también nacieron aquí, no pueden permitirse ir a la universidad. Son unos argumentos que no deben pasarse por alto.
Theo respiró hondo y luego dirigió su atención hacia el público evitando el contacto visual. Gracias a su experiencia en debates anteriores, había aprendido algunos trucos. Y uno de los más importantes era no mirar a la cara de la gente: podían distraerle a uno y hacerle perder el hilo del discurso. En lugar de eso, se centraba en diversos objetos de la sala: un asiento vacío a la derecha, un reloj en la pared del fondo, una ventana a la izquierda. Y, mientras hablaba, su mirada se iba desplazando continuamente de uno a otro. Eso creaba la impresión de que Theo estaba en sintonía con el público, entregado y comunicativo. Y también hacía que se le viera cómodo ante el atril, algo que siempre gustaba a los jueces.
—No obstante —continuó Theo—, los hijos de los trabajadores indocumentados (a los que antes se llamaba inmigrantes ilegales) no pueden elegir dónde han nacido ni dónde viven. Sus padres tomaron la decisión de entrar, de forma ilegal, en Estados Unidos. Y lo hicieron, fundamentalmente, porque pasaban hambre y buscaban trabajo. No es justo castigar a los hijos por lo que hicieron sus padres. En nuestra escuela, en la Central y en todas las escuelas del distrito, tenemos a estudiantes que se supone que no deberían estar aquí porque sus padres infringieron la ley hace mucho tiempo. A pesar de ello, los hemos admitido, los hemos aceptado, y nuestro sistema les está dando una educación. Y muchos de ellos son nuestros amigos.
Era un debate de rabiosa actualidad. Por todo el estado se alzaban voces para prohibir que los hijos de los trabajadores indocumentados pudieran acceder a las universidades públicas. Los que apoyaban la prohibición argumentaban que el creciente número de «ilegales» 1) saturaría el sistema universitario; 2) impediría que muchos estudiantes estadounidenses con notas más bajas entraran en la universidad, y 3) costaría muchos millones de dólares que saldrían de los impuestos pagados por los «auténticos» ciudadanos del país. Hasta el momento, el equipo de la Central había realizado un gran trabajo haciendo hincapié en estas cuestiones.
—La ley —prosiguió Theo— exige que nuestro sistema educativo, y todas las escuelas de este estado, acepten y den una educación a todos los estudiantes, sin importar cuál sea su origen y procedencia. Y si el estado se encarga de pagar su educación durante los primeros doce años, ¿por qué debería cerrarles las puertas cuando ya están preparados para entrar en la universidad?
Ante él, en el atril, Theo tenía algunas notas garabateadas en una hoja de papel, pero no las miró en ningún momento. A los jueces les gustaba que los ponentes hablaran sin bajar la vista. Theo sabía que eso le hacía ganar puntos. Los tres miembros de la Central habían consultado sus notas a menudo.
—En primer lugar —continuó alzando un dedo—, es una cuestión de justicia. Nuestros padres siempre nos han dicho que esperan que algún día vayamos a la universidad. Es algo que forma parte del sueño americano. Por lo tanto, sería injusto aprobar una ley que prohibiría a muchos de nuestros estudiantes, a muchos de nuestros amigos, ingresar en la universidad. —Levantó otro dedo—. En segundo lugar, la competitividad siempre es buena. El señor Bledsoe sostiene que los ciudadanos estadounidenses deberían tener prioridad a la hora de acceder a las universidades porque sus padres llegaron aquí antes. Sin embargo, algunos de esos estudiantes no tienen calificaciones tan buenas como algunos hijos de trabajadores indocumentados. Así pues, ¿no deberían admitir nuestras universidades a los mejores estudiantes, y punto? En este estado, cada año hay treinta mil plazas nuevas para universitarios de primer curso. ¿Por qué deberían otorgarse privilegios solo a algunos? Si admitimos a los mejores estudiantes, ¿no hará eso que las universidades sean también mejores? Por supuesto que sí. Nadie debería ser admitido en la universidad si no lo merece. Del mismo modo, a nadie debería negársele el acceso a la universidad basándose en el lugar donde nacieron sus padres.
El señor Mount se esforzó por reprimir una sonrisa. Theo estaba lanzado, y era consciente de ello. Había conseguido añadir a su voz cierta carga de ira. Nada demasiado dramático, solo el toque justo para transmitir el mensaje de: «Esto es tan evidente… Nadie me lo puede discutir». El señor Mount ya había visto aquello antes. El chico se estaba preparando para rematar.
Theo levantó un tercer dedo antes de decir:
—El argumento final es el siguiente… —Hizo una pausa y tomó aire. Paseó la mirada alrededor del auditorio, como si lo que iba a decir fuera una verdad tan clara que nadie en la sala podría rebatirla—. Muchos estudios demuestran que los graduados universitarios tienen más oportunidades, mejores empleos y salarios más altos que aquellos que no acceden a la universidad. Es un punto de partida para llegar a disfrutar de un futuro mejor. Y cuando se cobran salarios más altos, se recaudan también más impuestos, lo cual se traduce en mejores escuelas y facultades. La gente que no puede acceder a la universidad tiene menos probabilidades de encontrar trabajo, lo cual provoca todo tipo de problemas.
Theo hizo una nueva pausa y, muy despacio, comprobó que tuviera abrochado el botón superior de la chaqueta. Sabía que estaba perfectamente abotonado, pero necesitaba transmitir una imagen de confianza absoluta.
—En definitiva, cerrar las puertas de nuestras universidades a los estudiantes cuyos padres entraron en el país de forma ilegal es una mala idea. Ya ha sido rechazada en más de veinte estados. Si se aprueba dicha ley, el Departamento de Justicia en Washington ha prometido presentar una demanda contra nuestro estado. Es una ley mezquina y reaccionaria y, sobre todo, injusta. Este es el país de las oportunidades y, en un momento u otro de la historia, todos nuestros antepasados llegaron aquí como inmigrantes. Somos una nación de inmigrantes. Muchas gracias.
Mientras Theo regresaba a su asiento, el señor Mount se acercó al borde del escenario y dijo sonriendo:
—Demos un merecido aplauso a ambos equipos.
Durante el debate, al público no se le permitía expresar su parecer ni a favor ni en contra. Así que, por fin, pudo aplaudir calurosamente a los participantes.
—Ahora haremos un breve descanso.
Theo, Aaron y Joey se pusieron rápidamente en pie y cruzaron el escenario para estrecharse las manos con el equipo de la Central. Los seis chicos se sentían aliviados porque todo hubiese acabado. Theo miró a su padre, quien le hizo un gesto de triunfo levantando ambos pulgares: «Buen trabajo».
Al cabo de unos minutos, los jueces anunciaron el equipo ganador.
2
Theo ya se había liberado de la chaqueta y la corbata. Se sentía mucho más cómodo con sus habituales pantalones de color caqui, aunque la camisa abotonada de cuello blanco seguía pareciéndole demasiado elegante. Era miércoles y el timbre había señalado el final de las clases. Theo se dirigía hacia el pabellón de música para una de sus actividades extraescolares. Por el camino, varios compañeros de octavo le felicitaron por otra gran actuación. Theo sonrió y trató de restarle importancia, aunque en el fondo se sentía muy complacido. Estaba saboreando una nueva victoria, pero no quería mostrarse arrogante. «Que no se te suba a la cabeza —le había dicho una vez un veterano abogado judicial—. Porque el próximo jurado podría romperte el corazón.» Es decir, el siguiente debate podría acabar en derrota.
Theo entró en el gran pabellón de música y luego en una sala de ensayo más pequeña, donde ya había algunos estudiantes sacando sus instrumentos, preparándose para la clase. April Finnemore estaba examinando su violín cuando Theo se acercó a ella.
—Un gran trabajo —dijo April muy bajito. Casi nunca alzaba la voz más de lo necesario—. Has sido el mejor.
—Gracias. Te agradezco que hayas venido. Había bastante gente.
—Vas a ser un gran abogado, Theo.
—Esa es mi intención. Aunque no estoy seguro de que la música vaya muy bien para mis planes.
—La música va bien para todo —repuso April.
—Si tú lo dices…
Theo abrió un gran estuche y, con mucho cuidado, sacó un chelo que pertenecía a la escuela. La mayoría de los estudiantes poseían sus propios instrumentos. Otros, como Theo, los alquilaban, porque no estaban seguros de que su interés por la música fuese a perdurar. Theo iba a aquella clase porque April le había convencido, y también porque a su madre le encantaba la idea de que su hijo aprendiera a tocar algún instrumento.
¿Y por qué el chelo? Theo no estaba seguro. Tampoco recordaba por qué había escogido ese instrumento. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que fuera él quien había tomado la decisión. Una orquesta de cuerda está formada por varias violas y violines, un enorme contrabajo, al menos un chelo y generalmente un piano. Las chicas parecían decantarse por las violas y los violines, y Drake Brown se había adjudicado el voluminoso contrabajo. No quedaba nadie para tocar el chelo. Y, desde el momento en el que Theo lo cogió por primera vez, supo que nunca aprendería a tocarlo bien.
La clase había sido un añadido de última hora al plan de estudios ya programado de seis semanas. Se había planteado como un cursillo introductorio para alumnos que no sabían tocar ningún instrumento. Auténticos principiantes, novatos sin la menor base musical y aún menos talento. Theo encajaba a la perfección en el perfil, al igual que la mayoría de sus compañeros. Era solo una hora de clase a la semana, sin demasiada presión, concebida principalmente para divertirse y aprender un poco.
La diversión estaba garantizada gracias al profesor, el señor Sasstrunk. Era un viejecillo vivaracho de largo pelo canoso, ojos castaños de loco y varios tics nerviosos. Todas las semanas llevaba la misma chaqueta descolorida de cuadros marrones. Aseguraba haber dirigido varias orquestas a lo largo de su extensa carrera profesional, y durante la última década había enseñado música en el Stratten College. Tenía un gran sentido del humor y se reía cuando los chicos cometían algún error, lo cual sucedía constantemente. Según decía, su trabajo era introducirlos en el mundo de la música, «dársela a probar para que aprendan a saborearla». No aspiraba a convertirlos en grandes intérpretes. «Chicos —les decía todas las semanas—, aquí vamos a aprender un mínimo de base musical, también practicaremos un poco, y luego ya se verá.» Y, después de cuatro sesiones, los alumnos no solo disfrutaban de la clase, sino que cada vez se tomaban la música más en serio.
Pero todo eso estaba a punto de cambiar.
El señor Sasstrunk llegó diez minutos tarde. Cuando entró en la sala de ensayos, tenía un aspecto cansado y preocupado. Su habitual sonrisa había desaparecido. Miró a los chicos sin saber muy bien por dónde empezar.
—Vengo del despacho de la directora —dijo al fin—. Y, por lo visto, me han despedido.
Los poco más de diez estudiantes que había en la clase se miraron entre sí con aire desconcertado. El señor Sasstrunk parecía a punto de echarse a llorar.
—Según me acaban de explicar —continuó—, están obligando a las escuelas de la ciudad a hacer una serie de recortes por razones presupuestarias. Parece ser que en las arcas municipales no hay tanto dinero como se pensaba, así que las clases y los programas menos importantes están siendo suprimidos de forma inmediata. Lo siento, chicos, pero este cursillo ha sido cancelado. Se acabó.
Los estudiantes se quedaron estupefactos. No solo estaban enfadados porque les hubieran quitado una clase que les gustaba; también sentían lástima por el señor Sasstrunk. En una clase anterior, el anciano había bromeado diciendo que, con el escaso salario que le pagaba la escuela, completaría su colección de CD con las obras de los grandes compositores.
—No es justo —dijo Drake Brown—. ¿Por qué empiezan un cursillo si no pueden acabarlo?
El señor Sasstrunk no tenía respuesta para eso.
—Tendrás que preguntárselo a quien lo sepa.
—¿Es que no tiene contrato? —preguntó Theo, aunque al momento se arrepintió de haberlo hecho.
Si el señor Sasstrunk tenía o no contrato, no era asunto suyo. No obstante, Theo sabía que todos los profesores de las escuelas municipales firmaban un contrato por un año. El señor Mount lo había explicado en clase de Gobierno.
El anciano profesor soltó un bufido y consiguió esbozar una débil sonrisa.
—Claro que tengo contrato, pero apenas sirve de nada. En él se especifica claramente que la escuela puede cancelar un cursillo en cualquier momento si existe alguna razón de peso. Es una cláusula bastante habitual.
—No se puede decir que sea un gran contrato —masculló Theo entre dientes.
—No, no lo es. Lo siento, chicos. El cursillo ha terminado. He disfrutado mucho durante estas clases, y os deseo lo mejor. Algunos de vosotros tenéis talento, otros no tanto. Pero, si ensayáis y trabajáis duro, todos tenéis la capacidad para aprender a tocar. Recordad: con práctica todo es posible. Buena suerte, chicos.
Y con estas palabras, el señor Sasstrunk se dio la vuelta muy despacio y abandonó la sala abatido.
La puerta se cerró sin hacer ruido. Durante unos segundos, los estudiantes se miraron unos a otros en silencio. F
