El activista (Theodore Boone 4)

John Grisham

Fragmento

1

El equipo adversario era el de la Central, la «otra» escuela de la ciudad y la gran rival de la Escuela de Enseñanza Media Strattenburg. Siempre que había un partido o alguna competición contra la Central, la tensión aumentaba, la asistencia de público era mayor y parecía que todo cobrara más importancia. Esto ocurría incluso con los concursos de deba te. El mes anterior, el equipo de octavo de Strattenburg había derrotado al de la Central en medio de un abarrotado auditorio. Cuando los jueces anunciaron el resultado, hubo cierto descontento entre el público asistente. Se oyeron algunos abucheos, pero fueron rápidamente acallados. El buen comportamiento y la deportividad tenían que prevalecer en cualquier tipo de competición.

El capitán del equipo de Strattenburg era Theodore Boone. Era el líder, el alma del grupo, la persona a quien recurrir cuando las cosas se ponían difíciles. Theo y los suyos nunca habían perdido una competición, aunque también es cierto que no siempre habían ganado. Dos meses atrás hubo un acalorado debate sobre el tema de elevar de dieciséis a dieciocho años la edad para obtener el permiso de conducir. En aquella ocasión se produjo un empate con el equipo de las chicas de Strattenburg.

Pero, en ese momento, Theo no estaba pensando en debates anteriores. Se encontraba sobre el escenario, sentado a una mesa plegable, con Aaron a un lado y Joey al otro. Los tres muchachos, vestidos con traje y corbata, presentaban un aspecto muy serio y elegante. Su mesa se hallaba frente a la del equipo de la Central. El señor Mount, amigo, tutor y asesor del grupo de debate de Theo, estaba hablando ante el micrófono:

—Y ahora, Theodore Boone pronunciará el alegato final de Strattenburg.

Theo miró al público. Su padre estaba sentado en la primera fila. Su madre, una abogada divorcista muy solicitada, tenía compromisos en el juzgado y no había podido asistir para ver a su hijo en acción. Detrás del señor Boone había una hilera de asientos ocupados por alumnas. Entre ellas estaban April Finnemore, una de las mejores amigas de Theo, y Hallie Kershaw, la chica más popular de octavo curso. Detrás de ellas había varias profesoras: madame Monique, oriunda de Camerún, que enseñaba español y era la segunda maestra favorita de Theo (después del señor Mount, claro); la señora Garman, que daba clases de geometría, y la señora Everly, que enseñaba inglés. Incluso la directora, la señora Gladwell, estaba allí. En general, podía decirse que había bastante público, al menos para tratarse de un concurso de debate. Si hubiera sido un partido de baloncesto o de fútbol americano, habría el doble de espectadores. Pero, claro, en esos equipos hay más de tres jugadores por bando. Y, francamente, ver esos encuentros es mucho más emocionante.

Theo intentaba no pensar en todas esas cosas, aunque le resultaba difícil. Un problema de asma le impedía participar en deportes de equipo, así que esa era su oportunidad para competir delante de la gente. A la mayoría de sus compañeros les aterrorizaba hablar en público, pero él disfrutaba del desafío. Justin podía driblar a uno pasando la pelota entre sus piernas y encestar canastas de tres puntos sin parar. Sin embargo, cuando tenía que hablar ante la clase, se volvía más tímido que un crío de cuatro años. Brian era el nadador de trece años más rápido de todo Strattenburg y exhibía la arrogancia confiada de un gran deportista. Pero cuando se ponía delante de un grupo de gente, parecía encogerse.

No era el caso de Theo. Theo no pasaba mucho tiempo en las gradas de los campos de deporte animando a sus compañeros. En vez de eso, prefería ir a las salas de los tribunales para ver las batallas judiciales que los abogados libraban delante de jueces y jurados. Algún día Theo sería un gran abogado. Y, aunque solo tenía trece años, ya había aprendido una lección muy valiosa: hablar en público era muy importante para triunfar en la vida. Pero no era una tarea fácil. De hecho, mientras se ponía en pie y se encaminaba hacia el atril con paso decidido, sentía un runrún en el estómago y el corazón le iba a cien por hora. Había leído historias acerca de cómo los grandes deportistas se preparaban antes de competir, y cómo muchos de ellos se ponían tan tensos y nerviosos que llegaban incluso a vomitar. Theo no tenía el estómago revuelto, pero sí sentía cierto temor e inquietud. En una ocasión, un veterano abogado judicial le había dicho: «Hijo, si no te pones nervioso, es que algo va mal».

Theo estaba nervioso, pero sabía por experiencia que era algo pasajero. En cuanto empezara a hablar, las mariposas desaparecerían. Dio unos toquecitos en el micrófono, miró al moderador y dijo: «Gracias, señor Mount». Luego se giró hacia el equipo de la Central, se aclaró la garganta y se recordó que debía hablar despacio, en voz alta y clara.

—Bien —empezó—, el señor Bledsoe ha expuesto algunos argumentos muy válidos, sobre todo cuando ha afirmado que alguien que ha infringido la ley no debería beneficiarse de ella. Y también cuando ha dicho que muchos estudiantes estadounidenses que han nacido en este país, y cuyos padres también nacieron aquí, no pueden permitirse ir a la universidad. Son unos argumentos que no deben pasarse por alto.

Theo respiró hondo y luego dirigió su atención hacia el público evitando el contacto visual. Gracias a su experiencia en debates anteriores, había aprendido algunos trucos. Y uno de los más importantes era no mirar a la cara de la gente: podían distraerle a uno y hacerle perder el hilo del discurso. En lugar de eso, se centraba en diversos objetos de la sala: un asiento vacío a la derecha, un reloj en la pared del fondo, una ventana a la izquierda. Y, mientras hablaba, su mirada se iba desplazando continuamente de uno a otro. Eso creaba la impresión de que Theo estaba en sintonía con el público, entregado y comunicativo. Y también hacía que se le viera cómodo ante el atril, algo que siempre gustaba a los jueces.

—No obstante —continuó Theo—, los hijos de los trabajadores indocumentados (a los que antes se llamaba inmigrantes ilegales) no pueden elegir dónde han nacido ni dónde viven. Sus padres tomaron la decisión de entrar, de forma ilegal, en Estados Unidos. Y lo hicieron, fundamentalmente, porque pasaban hambre y buscaban trabajo. No es justo castigar a los hijos por lo que hicieron sus padres. En nuestra escuela, en la Central y en todas las escuelas del distrito, tenemos a estudiantes que se supone que no deberían estar aquí porque sus padres infringieron la ley hace mucho tiempo. A pesar de ello, los hemos admitido, los hemos aceptado, y nuestro sistema les está dando una educación. Y muchos de ellos son nuestros amigos.

Era un debate de rabiosa actualidad. Por todo el estado se alzaban voces para prohibir que los hijos de los trabajadores indocumentados pudieran acceder a las universidades públicas. Los que apoyaban la prohibición argumentaban que el creciente número de «ilegales» 1) saturaría el sistema universitario; 2) impediría que muchos estudiantes estadounidenses con notas más bajas entraran en la universidad, y 3) costar

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