Küyen

Roberto Fuentes

Fragmento

Kiñe

Cuando estoy aburrida me voy a una iglesia católica que está por acá cerca. Me siento en una banca al fondo y, si tengo suerte, logro sentirme tranquila. A veces cierro los ojos y trato de escuchar el viento entre las ramas de los árboles que hay en el antejardín. Tengo muy buen oído. Otras, solo me quedo mirando las vigas en el techo. Me encanta el color de la madera, su textura, los nudos que se forman; es como si pudiera ver ahí el inicio de nuestro mundo, lo que fuimos antes, eso que nunca quiero dejar de ser.

Mi mamá odia que vaya a esa iglesia. Ella es evangélica y cree que solo porque soy su hija yo también debería serlo.

—Pertenezco a la tierra —le dije un día.

—Ya salió la mapuchita al baile —me contestó.

Fue gracioso que me respondiera algo así, porque ella está casada con un mapuche, mi papá.

Me llamo Küyen Colicheo y me encanta mi nombre. Es musical. Cuando lo digo en voz alta hay gente que abre los ojos, como extrañada; hay quienes sonríen y quienes cambian de tema, como si les hubiese contado que sufro de leucemia o algo así.

Estoy por cumplir catorce años, pero siento que he vivido muchos más. Unos mil. Es como si cargara con los años de todos mis ancestros y ellos me llevaran de la mano siempre. Eso me ayuda a vivir, a sobrevivir a veces, como ahora, que es verano y estoy lejos del barrio donde vivo y mucho más lejos del sur, mi verdadera tierra. Con mi mamá estamos cuidando la casa de sus patrones, que salieron de vacaciones por todo un mes. El condominio es grande y limpio, y está lleno de chicos que no me miran, excepto uno: Alonso, que cuando lo hace es como si estuviera pecando. Acá mucha gente habla del pecado... lo sé porque cuando hay misa y no quiero que me vean, me escondo en el confesionario y me concentro en los murmullos de la gente con los ojos cerrados. Otras veces me llevo un libro y leo. Casi siempre leo novelas, aunque también libros acerca de la historia de mi pueblo.

En general, el verano me estaba pareciendo bastante aburrido, hasta que apareció esa niña en la iglesia. Estaba sentada leyendo y de pronto la vi a mi lado, apoyada en la misma banca que yo, casi rozándome el hombro.

A pesar de mi buen oído, no la sentí llegar.

—Me llamo Luna.

—¿Luna?

—Sí, Luna. Como tú —dijo y sonrió.

No quería reírme, pero lo hice. Estaba como atontada: ella no solo conocía mi nombre, sino que sabía también lo que significaba. La miré bien y sentí unas ganas inmensas de tocar su melenita negra azabache, brillante como el oro. Sus ojos eran grandes y muy expresivos. Debía tener mi edad, pero su mirada proyectaba tantas cosas, tanta experiencia, que parecía mayor.

—¿Hablas mapudungun?

—Solo sé que küyen significa luna.

—¿Y de verdad te llamas Luna?

—Así me llamo ahora —me dijo con total naturalidad—. Antes me hacía llamar Estrella.

—¿Antes? ¿Te cambias de nombre como si nada?

—Sí. Y de barrio y de... en fin. Vengo de muy lejos.

Quería seguir preguntándole cosas e insistir sobre el misterio de nuestros nombres, pero era tarde y se suponía que solo había salido a comprar mantequilla.

—Nos vemos después —dije levantándome de la banca.

—Aquí estaré.

Luna fijó la vista al frente, donde cuelga el Cristo en esa cruz que yo siempre evito mirar.

Epu

Con mamá tomamos once en silencio, más calladas que de costumbre, así que aproveché de seguir pensando en Luna y en su extraña aparición.

—El domingo viene tu papá —me dijo de pronto, mientras le echaba mantequilla al pan amasado.

Me alegré mucho, porque no lo veía desde Navidad. Se había quedado sin trabajo acá en Santiago y no le quedó más opción que irse al sur, a la casa de mi abuelo, a trabajar en el campo. Decidió irse por eso, pero también porque el abuelo está enfermo y sé que no quiere dejarlo solo.

Traté de no demostrar toda mi alegría, porque mi mamá se pone celosa. Yo los quiero a los dos, pero con mi papá compartimos el hecho de ser mapuche y eso nos une de forma especial. Él siempre me cuenta anécdotas de nuestros antepasados. Cree que es bueno recordar a los que no están para que así se prolonguen sus vidas, pese a que no todas sus historias son alegres... por ejemplo, mi abuela (que era machi) se murió en el parto de su cuarto hijo junto con la guagua. Los hermanos mayores de mi papá se quedaron en Puraquina para siempre después de eso, así que yo veo muy poco a mis tíos, porque a mi mamá no le gusta que viajemos al sur. A veces pienso que le da repulsión la pobreza, ya que ellos siempre han vivido de forma precaria. En las casas de mis primos ni siquiera hay vidrios en las ventanas, solo cartones para tapar el frío.

Yo nací en Santiago, pero siento que mi verdadera tierra es Puraquina. Me gusta mucho ir a ver a mi familia paterna y disfrutar del bosque, de los cerros, de los animales. Bañarse en el río Toltén es incomparable. Si fuera por mí, estaría ahora mismo allá.

—Me voy a levantar temprano el domingo para recibirlo —le dije a mi mamá.

—¿Vas a hacer tú el pan?

—Sí.

—Mejor, así puedo dormir un poco más —dijo ella y se levantó de la mesa.

Cuando terminé de comer lavé las tazas, ordené la cocina y salí a la calle. Mamá no me dijo nada, porque sabe que me gusta ir a la plaza de enfrente y sentarme bajo el árbol a leer o a contemplar las ramas. Es un nogal muy grande. A veces lo trepo y me acomodo allá arriba a pensar.

Al llegar a la plaza cambié de idea: decidí que volvería a la iglesia. Caminé hasta allá, saludé al padre Ignacio, que estaba regando las plantas del antejardín, y entré.

Luna estaba tomándose el agua bendita de la fuente con la mano.

—¿Todavía estás acá?

—Te dije que aquí estaría, ¿no?

Me di cuenta de que éramos casi del mismo porte, así que pensé que ella también tendría trece. Ambas nos veíamos delgadas y teníamos el pelo negro. El mío más opaco y más largo que el de ella. Yo estaba con unos jeans celestes y una polera violeta (mis colores preferidos) y ella llevaba un vestido verde. Me gusta ese color, para mí representa a la naturaleza y me da calma.

—Algo me dice que te gustan los colores del cielo —me dijo mirándome muy fij

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