Introducción
Como toda gran empresa, empezar a escribir un libro es una tarea difícil. Por lo mismo, tras varios intentos fallidos, con Gonzalo Zapata decidimos embarcarnos en esta tarea juntos. Por vías paralelas y de manera autónoma, cada uno había recorrido largos kilómetros en la vida, hasta que unos años atrás nos conocimos en el parque Bicentenario y nuestros caminos se cruzaron.
Pero antes de llegar a ese encuentro haré un poco de memoria.
Corría el año 2007 y decidí certificarme en coaching y programación neurolingüística (PNL) con Joseph O’Connor, un reconocido trainer que hacía escala en Santiago de Chile. En ese entonces yo era un psicólogo clínico que, por extrañas vueltas de la vida, había terminado trabajando como consultor en empresas de comunicación estratégica. Quería, como tantas personas, hacer un cambio en mi incipiente carrera profesional y vi en el mundo del coaching un punto medio entre la psicología y la consultoría. En cuanto empecé a meterme en este nuevo universo supe que algún día quería poner por escrito mis aprendizajes y publicarlos en un libro, pero, como tantas cosas importantes en la vida, la idea quedó postergada y me dediqué a resolver urgencias profesionales y vitales.
Cuando finalmente acepté que el mundo nunca se iba a detener para que yo escribiera, empecé un blog. Dos blogs, varios blogs. Mi caldero mental partió con Manual para desorientados y continuó, de manera simultánea, con otro llamado Coaching para el examen de grado. Al poco andar le di vida a un tercero, Liderazgo artesanal, al que le siguieron Manual para desubicados y Coaching neurolingüístico de estructura profunda.
Algunos de estos blogs continúan en el ciberespacio y otros los di de baja, pues a principios de 2019 decidí llevar mis posts a columnas relacionadas con el coach y la psicología que publiqué semanalmente, y hasta 2021, en revista Qué Pasa.
Todo iba bien, pero de repente sentí que los personajes ficticios de mis historias habían empezado a tomar el control y el protagonismo, y fue ahí cuando advertí que darles tanta voz dejaba vacíos teóricos y problemas sin resolver para mis lectores.
¿Agrupo mis columnas y escribo un libro? Partí aferrándome a esa idea, pero al revisarlas me di cuenta de que estas eran un aporte marginal a la tarea de escribir en formato extenso. Y me abrumé, me sentí como muchos de mis clientes. Si se preguntan cómo se sienten al inicio mis clientes, la respuesta es incómodos, estancados, ansiosos, frustrados, decepcionados y sumergidos en estados mentales que los llevan a pensar constantemente en el retiro, la renuncia, la separación o la partida. Maldición. No bastaba recopilar mis artículos y combinarlos con antiguos posts... tenía que empezar de cero. Y no quería.
¿Cómo salgo de ese juego mental?, me pregunté, y supe que era una pregunta pertinente porque marca un inicio y es lo mismo que hago que se cuestionen los clientes que no saben si el malestar que sienten es transitorio o permanente. Y es que mi experiencia como coach me confirma una y otra vez que, por exitoso que hayamos sido en la vida profesional, en el deporte o en el amor, llega un momento en que nos cansamos. Tarde o temprano se produce un quiebre en nuestro trabajo, en el matrimonio, en nuestros negocios, familias o carreras, y de estas grietas surgen preguntas tenebrosas. ¿Qué hacemos ahora con este emprendimiento? ¿Continuamos juntos? ¿Colgamos los guantes? ¿Insistimos en esta carrera? ¿Cambiamos de trabajo? ¿Nos independizamos? ¿Aguantamos? ¿Abandonamos?
Estas crisis, estas preguntas, no me resultan indiferentes, y reconozco que muchas veces he querido dejar de ser coach, consultor y psicólogo precisamente por haberme entrampado en mi juego mental.
Con estas preocupaciones que llevamos a todos lados caminaba yo una mañana por el parque Bicentenario. Como tantos martes, vi a un grupo de runners ejercitándose y me topé con Mauricio, un preparador físico que me invitó a probar sus entrenamientos. Mi reacción inicial fue de escepticismo. Lo mío nunca ha sido correr, pero también pensé —como coach— que esa era una idea limitante por vencer.
Así, y pese a mí, empecé a correr en el parque Bicentenario. Me mantuve comprometido durante un par de meses, y fue en esas heladas mañanas que conocí a Gonzalo Zapata. Mi aventura runner no prosperó, pero con Gonzalo seguimos conversando fuera de los entrenamientos, pues nuestros intereses —coaching, deporte, salud, empresas—, si bien en la superficie corrían por pistas paralelas, se encontraban en varios cruces de camino y podían potenciarse de una manera que, en ese entonces, no supimos verbalizar.
Pasó el tiempo, yo seguí publicando religiosamente cada viernes mis columnas en Qué Pasa y, para mi sorpresa, descubrí que Gonzalo era uno de los más entusiastas lectores. Lo que más llamó mi atención fue que no solo le interesaran las historias vinculadas a corredores y deportistas, sino que comentara incluso con mayor dedicación aquellas en las que abordaba sutilmente temas como la hipnosis, las almas gemelas y la reencarnación. Pese a mis alarmas y prejuicios —o, nuevamente, pese a mis creencias limitantes—, las columnas en las que hablé de vidas pasadas y de Brian Weiss fueron acogidas de muy buena manera. Y Gonzalo, después de leerlas, empezó a apurar los cafés para que escribiéramos algo juntos.
En las reuniones informales que tuvimos para conversar de una posible publicación a cuatro manos hablamos de coaching, deporte, familias, salud y empresas, y de a poco fuimos compartiendo nuestro interés por la hipnosis, el budismo, la reencarnación y las vidas pasadas.
En esos cafés, él me contaba cómo correr le había cambiado la vida y yo le hablaba de cómo Milton Erickson hizo que me replanteara mi forma de trabajar, pues de él aprendí que contar historias era un modo de hacer terapia. Gonzalo me hablaba de sus entrenamientos, de los necesarios cambios de hábitos que hay que realizar para correr una maratón, de cómo empezó a preocuparse de tomar agua, de contar calorías y de seguir ciertas dietas, y yo le comentaba algún detalle de mis costumbres o rutinas.
Luego supe que su motivación no era solo correr para lograr una marca o mejorar los tiempos, sino que se había propuesto generar un impacto en la vida de otras personas a través del fomento de la vida saludable y el ejercicio físico. Yo le conté de qué modo la programación neurolingüística me permitió ir abandonando paulatinamente el hospital psiquiátrico donde realicé mi práctica profesional para abocarme, sin sospecharlo, a lo que podríamos llamar desarrollo personal.
Y así, entre café y café, mientras yo me formaba como trainer en PNL y coach y Gonzalo corría maratones en Tokio, Boston, Londres, Berlín, Chicago y Nueva York, nos dimos cuenta de que nuestras pasiones podían converger en un mismo propósito.
Cuando dimos el puntapié inicial al proyecto, le planteé que estructuráramos este recorrido sobre la base de algunas reglas o presuposiciones de la comunicación y sus experiencias como maratonista. Para juntar estos ladrillos, nuestro cemento serían historias personales y de clientes que podrían entregarnos ideas o herramientas para generar cambios en personas, grupos y organizaciones. Voilà. Ya teníamos el comienzo.
Advertencia a quien lea
Un mapa no es el territorio que representa, pero si es correcto, tendrá una estructura semejante al territorio, lo cual da cuenta de su utilidad.
Alfred Korzybski, Science & Sanity
Milton Erickson, hipnoterapeuta del que hablaremos a lo largo de este libro, recomendaba siempre dudar de lo aparentemente obvio, desconfiar de lo que asumimos es real, cierto o verdadero. Estando desde niño físicamente limitado a causa de la polio, le dijo a un afligido pianista —que llegó a su consulta debido a que estaba perdiendo la movilidad de sus dedos— que cuando él se levantaba de la silla de ruedas ganaba olimpiadas.
Así, si bien coescribo este libro con un maratonista de carne y hueso, lo primero que recomiendo a nuestros lectores es cuestionar lo que lean en estas páginas. Y como tengo claro que nuestra memoria muchas veces nos traiciona, contrastaré las historias como maratonista de Gonzalo Zapata con mis observaciones personales y con teorías provenientes del mundo de la psicología, el coaching y la programación neurolingüística.
Dicho lo anterior, estructuraremos el libro en torno a las principales maratones que ha corrido Gonzalo y a las presuposiciones de la PNL.
Y asumo que, a esta altura, ya muchos de ustedes se preguntarán...
¿Qué son las presuposiciones de la PNL?
Las presuposiciones son, por definición, ideas útiles o supuestos que guían nuestras acciones, aunque no corresponden a verdades ni principios universales. Son ideas discutibles, incluso rechazables, pero la gracia que tienen es que han demostrado ser efectivas para guiar el accionar de personas que, gracias a ellas, se han manejado adecuada o sobresalientemente en este mundo. Son, por decirlo de alguna forma, mapas funcionales.
Guiados por estas presuposiciones espero que nos puedan acompañar en un recorrido por las principales maratones del mundo para sacar aprendizajes y reflexiones sobre estas experiencias y subjetividades. E insisto, cuestionen no solo lo que escribimos, sino —y sobre todo— lo que pasa por sus cabezas al leernos.
Hacemos esta advertencia, pues, tal como nuestros recuerdos distorsionan, eliminan y generalizan la información, lo hacemos nosotros. Todos nos acercamos a las palabras con nuestros propios mapas y es por ello que nunca hay que olvidar que estos, por buenos que sean, nunca son el territorio.
¿Arrancamos?
PRIMERA PRESUPOSICIÓN
EL MAPA NO ES EL TERRITORIO
Mi Nueva York no es Nueva York
Todo ser humano tiene la libertad de cambiar en cualquier instante.
Viktor Frankl
Tenía veintisiete años cuando fui a Nueva York, y nunca imaginé que me iba a gustar tanto una ciudad. La decisión de detenerme ahí fue simplemente para hacer una escala antes de llegar a mi verdadero destino, y hasta el momento de aterrizar dudé si había sido una buena decisión. No conocía Estados Unidos, pero apenas me subí al taxi que me conduciría desde el aeropuerto al hotel que había escogido quedé deslumbrado.
Me sentía, literalmente, dentro de una película.
Mis recuerdos me llevan a tiendas, cafeterías y museos, a una siesta en Central Park, a vagones de metro destartalados, brunchs en terrazas al mediodía y tragos nocturnos a precios astronómicos en bares y barras a las que siempre quisiera volver. Y, mientras escribo, me pregunto si verdaderamente me tomé un taxi del aeropuerto o si es mi creatividad la que rellena un vacío en mi historia. ¿Habré tomado un transfer?
Así, tal como advertí, la memoria no es una foto o una película del pasado, sino construcciones en constante remodelación. Aunque a menudo no nos demos cuenta, cada vez que contamos una historia le vamos haciendo pequeños ajustes dependiendo de una enorme cantidad de variables. A grandes rasgos, editamos nuestras experiencias eliminando información para hacerlas más didácticas para nuestra audiencia, generalizamos para no dar tantas explicaciones (como cuando asumo, como en tantas películas, que me tomé un taxi a la salida del aeropuerto) o distorsionamos los hechos o los acontecimientos con el propósito de hacer más entretenido nuestro relato. Todos, de manera inconsciente, hacemos estas operaciones mentales hasta que alguien nos escucha, nos hace preguntas o nos confronta. En ese momento despertamos.
Desde mi mapa, escuché por primera vez en un café de Santiago la experiencia como maratonista de Gonzalo Zapata en Nueva York. Lejos de lo que me esperaba, me habló de puentes, calles, viento, frío, largas esperas y mucho esfuerzo. Y cuando por fin hablamos de restaurantes —tema que siempre despierta mi máximo interés—, me contó cuán difícil era encontrar lugares donde sirvieran arroz.
¿Arroz? ¡Arroz! Sí. Gonzalo, para no salirse de su estricta dieta previa a una carrera, buscaba afanosamente locales donde sirvieran ese agregado que, en su caso, era el ingrediente central de su plato. Y así, mientras los dos nos tomábamos un café alrededor de una misma mesa, me percaté de que nuestros Nueva York eran muy distintos. Y que obviamente, cuando volviera, insistiría en buscar esos bares y barras que tanto me gustaron y que a lo más trotaría por Central Park.
Ahora que expusimos nuestros mapas de Nueva York, estamos en condiciones de meternos en la primera presuposición de la programación neurolingüística, esa que dice que el mapa no es el territorio. Para ello, los invito a viajar a los años setenta, cuando Richard Bandler y John Grinder, padres de la programación neurolingüística, postulan, en su clásica obra La estructura de la magia, que los seres humanos «no operamos directamente en el mundo en que vivimos, sino que creamos modelos o mapas del mundo que usamos para guiar nuestra conducta en el mundo».
Desde esta perspectiva, una terapia efectiva implica «un cambio en la forma en que el cliente representa su experiencia del mundo». Y si nos salimos de la terapia, es interesante pensar que una segunda o una tercera experiencia también puede cambiar nuestro propio mapa.
En el caso de Gonzalo, la tercera vez que corrió la maratón de Nueva York su mapa de la ciudad cambió radicalmente. Para su propia sorpresa, recorridos que él encontraba sufridos le parecieron agradables. Las frías y largas esperas previas a la carrera le resultaron cálidas y entretenidas, y algunas calles que él recordaba como duras subidas resultaron también tener bajadas.
¿Es posible que cambie tanto la percepción de una carrera o de una ciudad?
Alan Frenk, director de la Sociedad Chilena de Programación Neurolingüística, en su libro Cura rápida de fobias nos entrega algunas pistas:
[...] el mapa no es el territorio, o sea que cada persona se guía por el territorio según el mapa que tiene de este [...] Este supuesto es de suma importancia, porque implica que lo que alguien disfruta o sufre tiene que ver más con su interpretación de los hechos y del mundo, que con los hechos o el mundo en sí. Eso no significa que cada uno inventa por completo su realidad, independientemente de las existencias que lo rodean, de quiénes lo trajeron al mundo y de su propia estru