La leyenda del ladrón

Juan Gómez-Jurado

Fragmento

Una manta de calor cubría la tierra. Los cascos de los caballos reverberaban en el Camino Real.

Un hombre enjuto y de rasgos afilados encabezaba el grupo, seguido por dos carros tirados por pencos grises. Dos mozos para cuidar de las bestias y tres ganapanes para cargar con los sacos de trigo iban a bordo de los vehículos. Cerraba la comitiva una recua de mulas, que tragaba estoicamente el polvo que levantaban ruedas y herraduras.

El que lideraba la marcha retorció las riendas entre los dedos. Tenía que hacer grandes esfuerzos para no clavar las espuelas en los ijares del caballo y galopar hacia Écija. Estrenaba aquella jornada el cargo de comisario de abastos del rey, encargado de reunir trigo para la Grande y Felicísima Armada que Felipe II estaba preparando para invadir Inglaterra. Como antiguo soldado que era, aquel encargo llenaba al nuevo comisario de orgullo y responsabilidad. Sentía que iba a contribuir a la gloria que iba a conquistarse en los próximos meses. Si no podía sostener él mismo un mosquete —pues en una batalla librada dieciséis años antes había perdido el uso de una mano— al menos podría alimentar a quienes los empuñasen.

Tampoco sería tarea fácil. Los campesinos y terratenientes no verían con buenos ojos las requisas de grano. El comisario portaba vara alta de justicia, así como permiso para romper cerraduras y saquear los silos, sin más obligación que dejar a cambio un pagaré real. Un pedazo de papel por el fruto de sus esfuerzos no sería bien recibido por quienes doblaban el espinazo sobre la tierra, especialmente cuando era notoria la lentitud de la Corona a la hora de satisfacer las deudas en las que tan alegremente se embarcaba.

El comisario interrumpió sus pensamientos cuando el ondulante camino pedregoso reveló una casucha a tiro de piedra.

—Es la venta de Griján, señoría —dijo alguien esperanzado desde uno de los carros. El trayecto desde Sevilla hasta Écija era duro, y los hombres confiaban que se les diera la oportunidad de rascar el polvo del sendero con una jarra de vino.

El comisario hubiese continuado la marcha. Se sentía capaz de cargar un millón de sacos de trigo sobre su espalda. Le faltaba una semana para entrar en la cuarentena, pero seguía siendo un hombre mucho más fuerte de lo que daban a entender su delgadez y sus ojos vivos y tristes.

—Pararemos a descansar un rato —respondió sin volverse. Al fin y al cabo, las bestias tenían que abrevar. Bajo aquel sol ardiente hombres y mulas podían aguantar aún muchas millas, pero los caballos eran otro cantar.

El instinto le dijo enseguida que algo no marchaba bien.

No hubo perros que saludasen la llegada de la comitiva con alegres ladridos al borde del camino. Tampoco nadie asomó a la puerta de la venta atraído por el ruido de hombres, ruedas y animales. Sólo había un silencio pegajoso y perturbador.

El lugar era pequeño y miserable. Un edificio cuadrado y basto, encalado en un blanco deslucido, con un chamizo de madera por cuadra. Más allá se extendía un huerto de olivos, pero la vista del comisario no llegó tan lejos. Sus ojos se quedaron clavados en la puerta.

—¡Alto! ¡Volved a los carros!

Los hombres, que ya corrían en dirección al pozo que había a unos pasos de la venta, se quedaron plantados en el sitio. Cuando siguieron la mirada del comisario, todos ellos hicieron a la vez la señal de la cruz, como movidos por una mano invisible.

Del chamizo asomaba el brazo escuálido y desnudo de un cadáver. El rostro ennegrecido y lleno de bubas del muerto no dejaba lugar a dudas sobre la razón de su fallecimiento: era la marca inconfundible de un asesino despiadado, un terror que alimentaba las pesadillas de todo hombre, mujer y niño de aquellos tiempos.

—¡La peste! ¡Virgen Santa! —dijo uno de los ganapanes.

El comisario repitió su orden en tono imperioso y el grupo se apresuró a cumplirla, como si el mero hecho de estar en contacto con el suelo polvoriento pudiese transmitirles la enfermedad. Cinco días de terrible tormento y al final la muerte, inevitable. Eran muy pocos los que se salvaban. Iba a dar la orden de partir, cuando una voz interior se lo impidió.

«¿Y si hay alguien dentro que necesite ayuda?»

Intentando dominar su miedo, el comisario descendió del caballo. Rodeando al animal, extrajo un pañuelo de las alforjas y se lo colocó sobre el rostro, haciendo un nudo en la nuca. Había pasado largo tiempo en Argel, cautivo de los moros, y había observado que sus médicos a menudo empleaban esta medida cuando tenían que atender a alguien infectado por la plaga. Caminó hacia la casa despacio, manteniéndose tan lejos del cadáver del chamizo como le fue posible.

—¡No entréis ahí, señoría!

El comisario se detuvo en la puerta. Por un momento sintió la tentación de dar media vuelta, subir a su caballo y huir. En ese momento sería lo más sensato, pero llegaría el día en que aquellos hombres recordasen cómo su jefe se dejó llevar por el miedo. En los próximos meses iba a exigir mucho a los que le acompañaban, y no sería bueno darles motivos para perderle el respeto desde el principio.

Dio un paso al frente.

Uno de los ganapanes empezó un padrenuestro en voz baja, y los otros se le unieron enseguida. Incluso las bestias se revolvieron inquietas, percibiendo el terror que embargaba a sus amos.

El comisario entrecerró los párpados al asomarse a la venta hasta que las pupilas se acostumbraron a la oscuridad del interior. Desde el umbral pudo ver una gran habitación, que debía de hacer las veces de salón, comedor y dormitorio, como en casi todas las casas pobres. Una mesa, una bancada y unos jergones de paja al fondo eran todo el mobiliario. No había piso superior, sólo una puerta lateral que llevaría con seguridad a la cocina.

A pesar de la protección del pañuelo, el lugar apestaba. Pero no a cadáver. El comisario conocía muy bien este último olor, y allí no se percibía.

Armándose de valor, dio varios pasos hacia el interior. Un grupo de ratas que le había pasado inadvertido se escurrió entre sus piernas, y se alegró de llevar gruesas botas de montar. Los jergones que había entrevisto desde la entrada se hallaban junto a una gran tinaja de aceite, sin duda el fruto del pequeño huerto de olivos. Eran dos camastros, uno de ellos ocupado.

Incluso en la penumbra del lugar supo que la mujer que yacía en el primero estaba más allá de toda ayuda. Los ojos amarillentos, fijos en el techo, estaban recubiertos de una fina nube. Debía de llevar muerta apenas un par de horas.

Sentado en el suelo, prendido a la mano derecha del cadáver, había un niño moreno y delgado. El parecido entre ambos era evidente, y el comisario dedujo que sería el hijo. Por la forma en la que se aferraba a su madre no debía de saber aún que había muerto.

«Se ha quedado aquí, junto a ella, para cuidarla», pensó el comisario, observando un cuenco con agua y una bacina en el suelo, cerca del niño. El infierno que debía de haber pasado, las cosas que debía de haberse visto obligado a hacer en las últimas horas de su madre hubiesen hecho huir a cualquiera. Sintió un estremecimiento de orgullo por la valentía del niño.

—¿Puedes oírme, muchacho?

El niño no respondió. Respiraba trabajosamente, pero de manera regular, y tenía los ojos cerrados. Como la difunta, también estaba infectado de peste, pero las bubas no se habían cebado con su rostro. Tan sólo tenía unas cuantas en el lado derecho del cuello, y éstas no eran compactas y negruzcas, sino que se habían abierto y segregaban un pus amarillento y maloliente. El comisario sabía muy bien lo que significaba aquello.

«Va a vivir.»

Tan sólo a los pocos que vencían la enfermedad les supuraban las bubas en el cuarto día. Aquel niño, que no podía contar más de trece años, había derrotado a un mal que podía tumbar a un hombre fuerte en pocas jornadas. Pero la hazaña no serviría de nada si lo dejaba allí, débil y abandonado a su suerte. Reprimió un gruñido de disgusto, pues aquello trastocaba por completo sus planes, pero ni por un momento se planteó no ayudar al chico. Estaba claro que el destino había guiado sus pasos hasta aquella venta dejada de la mano de Dios por alguna razón.

Rodeando los jergones, el comisario se acercó a la tinaja de aceite. Extrajo del cinto su daga y acuchilló varias veces la parte baja del enorme recipiente hasta que abrió una gran grieta en el barro. El líquido comenzó a derramarse sobre el suelo de madera con un borboteo sordo. Pasando por encima del creciente charco, el comisario volvió junto al niño. Se agachó junto a él y lo cargó sobre su hombro derecho. Pesaba menos de lo normal en un chico de su edad, pero aun así notó cómo le crujía la espalda al volver a incorporarse. El comisario recordó con ironía que tan sólo unos minutos antes se había sentido capaz de acarrear él solo todo el trigo del rey.

«Si pudiese valerme del maldito brazo izquierdo...»

Caminó de vuelta a la luz, seguido por el reguero de aceite, que se encenagó en el umbral al contacto con la arena del exterior. Los hombres contuvieron el aliento cuando lo vieron salir con un niño en brazos, pero el comisario le alejó de ellos; debían permanecer ignorantes de su enfermedad para que tuviera una oportunidad. Con un último esfuerzo, dejó al pequeño a la sombra del pozo. Sacando su propia cantimplora, echó un chorro de agua en los resecos labios.

—¿El niño no tiene peste, señoría?

—No, pero su familia ha muerto y se encuentra exhausto. Debo llevarlo a Sevilla.

—¿Y qué pasará con las requisas del rey?

El comisario se pasó la mano por la barba, pensativo. Aquellos hombres estaban más movidos por sus salarios que por el fervor patriótico, pero aun así llevaban razón. Los abastos de grano no podían retrasarse ni un solo día para que la flota pudiese partir a tiempo a la conquista de Inglaterra. Miles de vidas dependían de ello.

Apuntó con el dedo a dos de los ganapanes.

—Tú y tú: encended un fuego y prended el chamizo. El resto abrevad a los animales con el agua del pozo, pero no bebáis vosotros. Después todos retomaréis el camino de Écija y haréis noche en la primera posada que encontréis. Mañana al mediodía nos reuniremos junto al ayuntamiento.

Sin el lastre de mulas y carros, un jinete podría hacer aquel recorrido en tan sólo media jornada. Aquello le daba tiempo de sobra, y aún le permitiría gozar de una buena cabalgada. Sin su supervisión, lo más probable es que el grupo acabase en el primer burdel, pero por suerte aún no les había pagado nada. No le costaría demasiado esfuerzo ponerlos a trabajar al día siguiente.

«Y quién sabe... quizá estoy salvando a un futuro soldado de Su Majestad.»

Cuando los carros desaparecieron tras el primer recodo del camino, el comisario tomó un par de los maderos ardientes del chamizo por el extremo donde no había fuego y los arrojó al interior de la venta. Necesitó hacer varios viajes hasta que consiguió que el fuego se extendiese, prendiendo primero en la mesa y finalmente en las empapadas tablas del suelo. Las llamas tardaron en arder en el espeso aceite, pero cuando lo hicieron se elevaron hasta el techo con ferocidad. En pocas horas aquel lugar no sería más que un puñado de ruinas ennegrecidas y humeantes, y la peste no se propagaría por la región.

El comisario tuvo que hacer un enorme esfuerzo para colocar al niño sobre la cruz del caballo. Había permanecido mudo y semiinconsciente hasta aquel instante, pero soltó un quejido de protesta y entreabrió los ojos.

«Buena señal, muchacho. Celebro que aún te queden ganas de luchar.»

El trayecto de vuelta a Sevilla no era demasiado largo, pero el comisario llevó el caballo al paso, con miedo de que el niño se viese afectado por el movimiento. La preocupación le embargó cuando se dio cuenta de que podía no llegar antes de que las puertas de la ciudad se cerrasen, y en ese caso se vería obligado a pasar la noche fuera con el enfermo, al raso o en una posada; una opción demasiado peligrosa si cualquiera descubría que el niño aún tenía la peste. Un médico musulmán le había dicho una vez al comisario que los supervivientes no podían transmitir la enfermedad, pero sería muy difícil explicarles esa sutileza a los guardias o a un grupo de ciudadanos temerosos. En cuanto vieran las bubas, lo más probable es que echaran al niño a una zanja y le prendieran fuego. Había visto hacerlo antes.

Entrar en la ciudad no iba a ser sencillo, pero aun así el comisario soltó un suspiro de alivio cuando se halló a tiro de piedra de la Puerta de la Macarena. El sol corría a esconderse tras la torre de la catedral, y su hermoso giraldillo brillaba con un resplandor anaranjado. A los pies de los muros que circunvalaban Sevilla, una serie de hileras se formaban frente a las puertas de la ciudad. Los trabajadores de los campos, los mercaderes, los buhoneros, los aguadores y los matarifes daban por finalizada la jornada y se apresuraban a buscar la protección de las murallas por cualquiera de sus veintitrés puertas antes de que éstas se cerrasen.

El comisario azuzó su caballo hasta el principio de la fila, ante los insultos y las quejas del medio centenar de personas que aguardaban su turno para entrar. Enseñó a los guardias el documento que acreditaba su cargo, pero éstos le miraron con suspicacia. Aguantó el escrutinio sin apartar la vista, confiando en que así apartarían los ojos del niño.

—¿Quién es el rapaz?

—Mi criado.

—Parece enfermo.

—Le ha sentado mal la comida.

Uno de los guardias se aproximó al rostro del muchacho, que yacía boca abajo sobre la cruz del caballo. El comisario temió que levantase el pañuelo que le había colocado alrededor del cuello, tapando las bubas delatoras. Sin embargo el otro se apartó sin tocarle.

—Vos tenéis paso franco, señor, pero vuestro criado no.

El comisario fue a protestar, pero el guardia le interrumpió.

—Tendrá que pagar el portazgo, como todos los demás. Serán dos maravedíes.

Quejándose amargamente como buen hidalgo para disimular su alivio, el comisario echó mano de la bolsa y arrojó una moneda de cobre al guardia.

El crepúsculo había tomado las estrechas calles de Sevilla cuando el enfermo y su salvador se detuvieron frente a la Hermandad del Santo Niño, en el barrio de La Feria. Aquel orfanato era el menos terrible de la docena de ellos que había en la ciudad; al menos eso había oído decir el comisario a un alguacil que había abandonado al bebé de una querida allí. El muy bastardo se había jactado de ello, como si elegir el lugar donde deshacerse de tu prole no deseada fuera motivo de orgullo.

El comisario descabalgó y golpeó el aldabón por tres veces. Un anciano fraile con aspecto cansado y una palmatoria en la mano abrió la puerta y estudió con cautela al extraño erguido frente a él.

—¿Qué se os ofrece?

El comisario se inclinó y susurró unas cuantas palabras al oído del fraile, señalando hacia su montura. El fraile se aproximó al niño, que parpadeó cuando notó las huesudas manos del religioso retirando el pañuelo de su cuello, ahora manchado por el pus que supuraba de las bubas. El anciano acercó la palmatoria para contemplar los efectos de la enfermedad.

—¿Sabéis cuánto hace que contrajo la plaga?

—Su madre había muerto horas antes de que la encontrase, eso es todo lo que sé —respondió el comisario. Temió que el fraile se negase a aceptar al niño por tener la peste, pero aquél hizo un gesto de asentimiento al observar más de cerca el cuello del enfermo. Luego levantó su cabeza, tomándole de la barbilla con suavidad. La llama reveló unos rasgos fuertes en un rostro mugriento.

—Es mayor —gruñó el fraile.

—Tendrá unos trece años. ¿A qué edad abandonan vuestros pupilos el orfanato, padre?

—A los catorce.

—Eso le daría al chico unos meses para recuperarse y tal vez buscar oficio.

El fraile resopló con incredulidad.

—De todos los pobrecitos que abandonan en esta santa casa, tan sólo dos de cada diez llegan vivos a cruzar los muros el día de su decimocuarto cumpleaños. Pero cuando lo hacen saben leer y escribir, incluso les buscamos acomodo, si es que no se descarrían antes. La nuestra es labor de años, no de meses.

—Tan sólo os estoy pidiendo una oportunidad para el muchacho, padre.

—¿Contribuiréis a su sostén durante este tiempo?

El comisario hizo una mueca. Esperar el favor de un fraile sin que éste le pusiese precio era pedirle peras al olmo, pero aun así seguía doliéndole aflojar las cuerdas de su bolsa. Ni siquiera era su propio dinero, sino el que le habían confiado para cumplir con las requisas del rey. Cuando finalmente cobrase su propio salario tendría que devolverlo. Colocó cuatro escudos de oro sobre la mano tendida del anciano y, como éste no la retiraba, añadió otros dos más con un suspiro de resignación. Aquel gesto caballeresco le estaba saliendo muy caro.

—Seis escudos. Eso debería bastar.

El fraile se encogió de hombros, como diciendo que ninguna cantidad era demasiado cuando se le entregaba a un siervo de Dios. Volvió al interior del orfanato, donde llamó a otros dos frailes más jóvenes, que acudieron a hacerse cargo del niño.

El comisario volvió a montar, pero cuando iba a ponerse en marcha el anciano agarró el bocado del animal.

—Esperad, señoría. ¿Quién debo decirle que es su salvador, para que le tenga en cuenta en sus oraciones?

El hombre guardó silencio un momento, con la mirada perdida en las calles tenebrosas de Sevilla. Estuvo a punto de negarse a responder, pero había pasado por demasiados malos tragos en la vida, demasiadas pruebas y sinsabores como para desperdiciar una oración a cambio de sus seis escudos. Volvió sus ojos tristes hacia el fraile.

—Decidle que rece por Miguel de Cervantes Saavedra, comisario de abastos del rey.

Octubre de 1588 amarzo de 1589
Capitulo I

I

El tañido comenzó fuerte y sereno para volverse rápido, agudo y alegre. El sonido era inconfundible.

Los sevillanos aprendían a interpretar desde muy niños las campanas de la catedral. Su repique anunciaba bodas y funerales, subrayaba mediodías y atardeceres, advertía de plagas y peligros. Desde la inmensa altura del campanario, el canto de aquellos ángeles de bronce dominaba las vidas de los ciudadanos como el eco de la voz de Dios.

El mensaje llegó a todos y cada uno de los rincones de la ciudad: la flota de las Indias había regresado. Los inmensos galeones ya remontaban el Betis —o Guad al-Quivir, como lo llamaban los moriscos— rumbo al puerto del Arenal, con las bodegas rebosantes de plata y oro.

Los banqueros y comerciantes se frotaron las manos, pensando en las mercancías que en breve abarrotarían sus almacenes. Los carpinteros de ribera y los calafateadores saltaron de alegría, pues los barcos requerirían de numerosas reparaciones tras la peligrosa travesía por el Atlántico. Los taberneros, las prostitutas y los tahúres corrieron hacia el puerto con sus barriles de vino barato, sus caras pintarrajeadas y sus cartas marcadas. Fueron los primeros, pero no los únicos. Toda Sevilla se dirigía al Arenal.

Sancho no era una excepción.

El muchacho jamás había escuchado antes aquel repique de campanas, pero comprendió enseguida su significado, pues hacía semanas que en la ciudad no se hablaba de otra cosa que del inminente regreso de los galeones. Lo que no podía imaginarse en ese momento era que en pocas horas su vida correría peligro a causa de lo que iba a bordo de ellos.

A su alrededor, la plaza de San Francisco era un hervidero de vivas a Dios y al rey. Los tenderos desmontaban sus puestos a toda prisa, sabedores de que el público aquella mañana estaría en otro sitio. Los dueños maldecían a los aprendices, instándoles a embalar todo lo antes posible. Sancho se acercó a un peltrero que guardaba escudillas en un baúl.

—¿Deseáis que os ayude, señor? Puedo cargar con vuestros enseres hasta el Arenal y ayudaros a instalar allí el puesto otra vez —dijo intentando sonar serio y respetuoso.

Sin dejar de revolver en sus enseres, el peltrero echó un breve vistazo al espigado muchacho de pelo negro y ojos verdes que estaba junto a él. Le hizo un gesto obsceno con la mano.

—¡Lárgate, mocoso! No necesito ayuda, y dudo que tú puedas ni con tu propia sombra.

Sancho se apartó, humillado. Las gachas que había tomado en el orfanato como exiguo desayuno llevaban horas digeridas. Aquella mañana no había tenido suerte con los clientes, así que pasaría hambre durante todo el día. Los frailes no podían dar de comer al centenar largo de expósitos que abarrotaban la Hermandad del Santo Niño, así que los mayores debían espabilar si querían almorzar algo.

Casi todos recurrían al empleo de esportillero, que consistía en llevar una pesada cesta de mimbre y ofrecerse en plazas y mercados a los viandantes como mozo de carga. Las dueñas y las esclavas que acudían a los mercados les daban un maravedí por cargar con los alimentos desde los puestos hasta las cocinas de las casas. Con suerte, si éstas compraban frutas o huevos, el esportillero podía meterse algo en la boca mientras la clienta se paraba a conversar con alguna vecina.

Sancho no había tenido tanta fortuna aquella mañana, y las tripas vacías le rugían. No había perspectivas de echar nada en ellas hasta después de las clases. Cada día, los huérfanos que trabajaban en el exterior debían estar en el aula de la Hermandad a las cuatro en punto. Tres horas de lecciones hasta las siete, hora en que rezaban el rosario y tomaban la sopa aguada que servía de cena la mayoría de las noches. Después a dormir para poder encontrar un buen puesto en las plazas con las primeras luces del alba.

El lugar era importante. No era lo mismo estar en la modesta plaza de Medina que en la de San Francisco, donde los compradores eran adinerados y menos dispuestos a cargar ellos mismos con las vituallas para ahorrar. Llegar pronto era esencial para encontrar un buen sitio. Otros huérfanos se turnaban para hacerse con las mejores esquinas, pero Sancho, el último en llegar al hospicio, era siempre mirado con recelo por los demás.

Dobló la esportilla con cuidado, evitando que se partiesen las asas. Pertenecía al orfanato, y Sancho era responsable de ella. Un artesano empleaba una semana de trabajo en trenzarla, por lo que eran muy caras. Se la ató a la espalda con un par de cuerdas.

Cuando había comenzado en el oficio, meses atrás, casi no podía cargar con la cesta vacía. En ese tiempo había ensanchado los hombros con el duro trabajo, y ahora apenas notaba el peso del gran capazo de mimbre. A pesar del hambre, sonrió. La llegada de los barcos era un gran acontecimiento que él jamás había presenciado, y el resto de la jornada sería emocionante. Aún disponía de varias horas antes de tener que regresar al orfanato.

Las calles que conducían hacia la catedral estaban completamente taponadas por la marea de gente que se dirigía al puerto. En lugar de unirse a la procesión, Sancho atajó por el dédalo de callejuelas que quedaban al oeste de la plaza de San Francisco. Pocos transitaban por ellas en ese momento, pues los sevillanos intentaban cruzar las murallas por las puertas de Triana, del Arenal y del Carbón. Hacia donde Sancho se dirigía no había salida posible, pero la intención del muchacho era muy distinta a la de la multitud. Apretó el paso, impaciente por llegar.

—¡Mira por dónde vas, maldito seas! —le gritó una vieja que espulgaba una manta sentada sobre una piedra. Sancho estuvo a punto de arrollarla, y al evitarla derribó una cesta que derramó unas cuantas manzanas por el suelo. La vieja comenzó a chillar y le hizo el gesto del mal de ojo, intentando levantarse.

—¡Lo siento! —dijo Sancho, volviendo la cabeza, asustado. Iba a seguir corriendo, pero el aspecto de la frágil mujer despertó su compasión. Se apresuró a colocar las manzanas en la cesta de nuevo. La mirada reprobadora de la vieja se suavizó un tanto cuando Sancho se detuvo a ayudarla.

—Anda con más cuidado, rapaz.

El muchacho sonrió y reemprendió su carrera entre los edificios hasta casi darse de bruces con la muralla, que en aquella zona estaba casi pegada a las casas. Tan cerca se encontraban que Sancho podía trepar hasta lo alto de las defensas. Apoyó una mano en la pared de una casa y la otra en la muralla e hizo fuerza. Enseguida elevó sus pies descalzos, presionando también a cada lado, un poco por debajo de las manos, una y otra vez.

Al cabo de un par de minutos se agarraba al borde de las almenas. Se introdujo en el hueco entre dos de ellas, poniéndose de pie por fin sobre la muralla con un último esfuerzo jadeante.

El espectáculo era magnífico.

Ante él se extendía el Arenal, el más famoso lugar de comercio de la cristiandad. Aquella enorme explanada que se abría entre la muralla oeste de Sevilla y el caudaloso Betis maravillaba a todos los que visitaban la ciudad. El muchacho había caído también bajo su hechizo cuando puso en ella los pies por vez primera, el invierno anterior. Cada día, desde el alba hasta el ocaso, miles de personas bullían por aquel espacio abierto. Literalmente todas las mercancías del globo se daban cita en aquel lugar, en el que se comerciaba con pieles y grano, especias y acero, armas y municiones. En un caos tan sólo inteligible para quienes llevaban años inmersos en él, los bizcocheros y los curtidores se mezclaban con los plateros y los zapateros bajo cientos de toldos azules, blancos y parduzcos. El golpeo de los martillos y el burbujear de las ollas se fundía con el regateo apresurado en catalán, flamenco, árabe e inglés, por citar unos pocos. Que si algo se aprendía pronto en el Arenal era a timar en todas las lenguas posibles.

El Arenal era lo que había convertido Sevilla en la capital del mundo. Su puerto fluvial, al abrigo del ataque de los piratas por hallarse bien tierra adentro, era el paso obligado de todo el comercio con las Indias por expreso deseo de Felipe II. Nunca había menos de doscientas embarcaciones amarradas en sus muelles, y en las próximas semanas llegarían hasta trescientas. Cuando todos los barcos de la flota alcanzasen su destino, formarían un gigantesco bosque de mástiles y velas que taparían literalmente la vista de la orilla contraria, la de Triana.

Sancho aulló con júbilo cuando vio aparecer por el recodo sur del río la Isabela, la nave capitana de la flota, a la que le correspondía el honor de arribar a puerto en primer lugar. En ese momento la batería de cañones de la Torre del Oro lanzó una salva atronadora, y luego otra y otra hasta que el barco alcanzó el muelle entre los vítores del público. El humo de los cañones inundó con el olor de la pólvora la muralla en la que Sancho se encontraba, y el muchacho agradeció el picor acre en las fosas nasales; al menos serviría para camuflar el tufo que ascendía de la palpitante masa humana que ya abarrotaba la explanada. Hidalgos y plebeyos pugnaban a codazos por un lugar desde el que observar el desembarco.

A pesar de que ya llevaba más de un año en la ciudad, Sancho no había logrado acostumbrarse a la pestilencia de las calles. Su infancia había transcurrido en una venta solitaria, sin más compañía que la de su madre y la de los viajeros que paraban en ella camino de Écija o Sevilla; arrieros y buhoneros en su mayor parte, pero ocasionalmente gente de calidad. Todos ellos coincidían en una cosa: apestaban. Si cabe el olor de los plebeyos era más llevadero, porque no estaba enterrado bajo los aceites y perfumes que se echaban encima los nobles. Claro que en la venta bastaba con salir al patio para respirar aire fresco. En una ciudad de más de cien mil almas en la que la mejor forma de tratar los desperdicios era arrojarlos por la ventana, no había lugar donde escapar del hedor.

Sancho pasó el resto de la mañana encaramado en las almenas. Cada nuevo fardo desembarcado, cada nuevo cofre que subía a un carro era seguido por una ola que recorría la multitud, arrastrando el nombre del contenido. Especias, palo campeche, coral, barras de plata. El muchacho imaginaba el largo trayecto que había recorrido cada uno de esos barriles y fantaseaba con hacer algún día el camino inverso, siendo partícipe de esas aventuras. Tan inmerso estaba en sus ensoñaciones que cuando oyó las campanadas que anunciaban las tres y media comprendió que estaba en un buen lío.

«Fray Lorenzo me molerá a palos si no estoy en clase a tiempo», pensó mientras se apresuraba a descender de nuevo por el hueco entre muralla y edificios.

En cuanto sus pies tocaron el suelo trotó de vuelta hacia el barrio de La Feria. Pero no había recorrido media docena de calles cuando topó con una muralla de gente. Los curiosos se agolpaban al paso de una comitiva de carretas protegida por guardias armados. Con un escalofrío de emoción, Sancho dedujo que aquellos carros transportaban oro de las Indias, seguramente en dirección a la Casa de la Moneda.

Se escurrió entre las piernas de los espectadores hasta hallarse en primera fila. No podía esperar a que la comitiva pasase por completo, así que calculó el espacio que había entre una carreta y la siguiente y se lanzó a cruzar la calle. Los guardias le gritaron, pero ya era demasiado tarde.

Asustado por la repentina aparición del muchacho, uno de los caballos se encabritó, haciendo tambalearse el carro. Sancho, también asustado, intentó retroceder, cayendo de culo. Uno de los cajones que iban a bordo del carro se desplomó sobre él, y le hubiera aplastado si el muchacho no hubiera rodado justo a tiempo. La tapa del cajón se partió con la caída, y parte del contenido se desparramó sobre los adoquines. La multitud exhaló un grito cuando vio de qué se trataba. Un chorro de relucientes monedas de oro se extendió por el suelo.

Durante un instante, el mundo se detuvo. Sancho fue dolorosamente consciente de todo a su alrededor. El cajón de madera, marcado a fuego con las letras VARGAS entre dos escudos, uno el real y otro que no reconoció. El tintineo de las monedas dejando de rodar. Los rostros ávidos de la gente, dispuesta a arrojarse sobre el dinero.

«Me van a pisotear», pensó cerrando los ojos.

—¡Quietos! —gritó uno de los guardias, desenvainando su espada. El áspero ruido de la hoja saliendo de la vaina rompió el hechizo.

El conductor del carro saltó del pescante y comenzó a recoger las monedas. A su lado, el que había desenvainado la espada estaba plantado con las piernas abiertas. Su rostro de ojos hundidos y su barba recortada con forma puntiaguda retaban desafiantes al gentío.

—¡Ya está! —dijo el que estaba recogiendo las monedas. Con un enorme esfuerzo volvió a subir el pesado cajón al carro ayudado por otros tres hombres—. Podemos irnos.

—Aún no —repuso el de la barba recortada—. He visto que una moneda se hundía ahí —dijo señalando con el dedo al reguero del centro de la calle.

El conductor se quedó mirando el canal que hacía las veces de alcantarilla y desagüe, presente en muchas de las vías de Sevilla. De un palmo de profundidad por uno de anchura, estaba lleno a rebosar de un líquido pestilente, mezcla de heces, meados y desperdicios.

—Pues yo ahí no meto la mano —dijo el conductor.

—¡Metedla vos, soldadito! —gritó alguien entre la multitud.

El guardia de la barba recortada se volvió instantáneamente. Su mirada furiosa recorrió el rostro de los curiosos hasta reparar en uno que apretaba fuerte los labios, aterrorizado. Apartando a los que estaban delante de él, el guardia le golpeó en el estómago con crueldad. El inoportuno se derrumbó, boqueando en busca de aire, y el guardia aprovechó para patearle las costillas varias veces con sus pesadas botas de cuero. Los que les rodeaban se apartaron, espantados de la fría determinación con la que el guardia ejecutaba la paliza.

—Tú —dijo el de la barba recortada, volviendo junto a Sancho—, mete ahí la mano y recoge la moneda.

El muchacho se quedó mirando fijamente al guardia. Algo debió de ver este en sus ojos, ya que la espada pasó de apuntar al cielo a rozar en el pecho de Sancho. El huérfano bajó la cabeza muy despacio, mirando al reguero pestilente.

—Venga ya, no te lo pienses tanto. Al fin y al cabo tú sólo eres escoria —dijo el guardia, que se había fijado en los harapos que vestía Sancho y en sus pies descalzos—. Te sentirás como en casa.

Mucho tiempo después, Sancho reconocería este instante como uno de los momentos decisivos de su vida. Se preguntaría muchas veces si la locura que cometió estuvo movida por las risas nerviosas con que la multitud recibió el comentario del guardia, por el hambre, por la humillación o por una mezcla de todo ello. O quizá por la última mirada con la que se cruzó antes de bajar la cabeza. La de un niño pequeño, que no debía de contar más de cinco o seis años, que le contemplaba fascinado y boquiabierto, sin soltar el brazo de su madre, rascándose una pantorrilla llena de ronchas. De alguna extraña manera, el mocoso puso su propio futuro sobre los hombros de aquel muchacho desconocido obligado a rebuscar entre la mierda.

Pero en ese momento la mente de Sancho estaba ocupada por el asco. Arrugando el ceño, introdujo la mano en el canal. El guardia, satisfecho, apartó la espada de su pecho y la envainó.

—Palpa bien, mocoso, o te haré buscar con la boca. —Tenía un marcado acento extranjero que racaneaba las erres, como un telar que se ha quedado sin hilo.

Por un instante Sancho temió que el oro no apareciese, pero finalmente sus dedos rozaron algo metálico y se cerraron en torno a ello. Y entonces volvió a mirar a la cara al guardia.

El otro fue capaz de leer en Sancho lo que iba a ocurrir un momento antes de que éste actuara y volvió a requerir la espada, pero no sirvió de nada. El muchacho, sujetando con el pulgar la moneda en la palma, usó el resto de los dedos para catapultar un buen montón de mierda, directa a la cara del guardia.

La plasta repugnante y negruzca impactó en el rostro del capitán, que quedó paralizado durante un instante mientras la porquería resbalaba por su cuello y le empapaba el jubón.

Sancho no se paró a apreciarlo. Antes de que el guardia fuera capaz de reponerse saltó por encima del bocazas al que el guardia había golpeado, que aún se retorcía en el suelo. Aprovechando el hueco que su cuerpo había formado entre los curiosos, el muchacho echó a correr por el callejón con la moneda de oro firmemente apretada contra el pecho.

Capitulo II

II

-Ven aquí, bastardo!

Sobrecogido de miedo, Sancho dio un salto por encima de un montón de basura y cambió de dirección, enfilando una calle estrecha. No comprendía cómo su perseguidor podía correr tanto, cargado como estaba con sus armas y la pesada vestimenta de cuero grueso propia de soldados y matones. Volvió a cambiar de dirección en la siguiente esquina, esperando despistarle, pero cada vez lo tenía más cerca.

—¡Ya te tengo!

El muchacho notó como los dedos del guardia le rozaban la camisa, pero la mano enguantada no llegó a aferrarse a la tela y se zafó. El guardia trastabilló hacia adelante durante unos pasos, pero enseguida se puso en pie y continuó tras él.

Con los pulmones formando una hoguera dentro de su pecho y las piernas cada vez más pesadas, Sancho volvió a girar en la siguiente esquina, encontrándose con una calleja tan estrecha que hubiera podido tocar las paredes de ambos edificios con sólo extender los brazos mientras corría. En ese momento se dio cuenta de que había cometido un terrible error. Al final de la calle había una escombrera, dos veces más alta que él, formada por un irregular montón de ladrillos y enormes pedazos de yeso. El chico fue consciente de que no conseguiría saltar al otro lado a tiempo.

Asustado, volvió ligeramente la cabeza y abrió los ojos desmesuradamente. El guardia había alzado la espada y se encontraba a menos de dos metros de él. Encogiendo los hombros, Sancho esperó el golpe fatal sin dejar de correr.

La afilada hoja realizó un arco en el aire, pero justo antes de descender hacia el muchacho rozó en la pared, arrancando una lluvia de chispas amarillas. Cuando el filo golpeó a Sancho no lo hizo en el cuello, como era la intención del guardia, sino en la espalda. La esportilla que llevaba detuvo el golpe. Cayó al suelo, casi partida por la mitad.

Por el impulso del ataque, el guardia tropezó y se dio de bruces contra la pared. Sancho aprovechó para trepar por la escombrera, despellejándose manos, pies y rodillas con las piedras afiladas, y saltando al otro lado.

Rodó al caer, apartándose de los escombros, aturdido. En ese momento notó unas manos que le agarraban por el pelo y le sujetaban la boca.

—¡Dame la moneda!

Intentó resistirse y protestar. Se encontró frente a frente con un rostro feo, rechoncho y diminuto.

—¡Sah! No digas nada y dame la moneda. ¡Estoy intentando salvarte la vida, niño!

Aturdido por el hambre, el dolor de sus extremidades y completamente exhausto, Sancho no podía seguir luchando. Abrió la mano y le entregó la moneda al hombrecillo que le sujetaba. Éste corrió hacia la escombrera y la colocó sobre una piedra, iluminada por el sol de la tarde. La luz arrancó reflejos dorados a la moneda de dos escudos, enviando una luminosa proyección de la cruz de Jerusalén sobre las paredes del callejón.

El enano volvió junto a Sancho y lo llevó a empujones hasta el vano de un portal, donde ambos se acurrucaron en silencio. Justo a tiempo, pues el sombrero de ala ancha del guardia ya asomaba por la cima de la escombrera. Su rostro enfurecido dejaba claro que se le daba peor trepar que correr. Cuando vio la moneda reluciente sobre la piedra, comprendió que Sancho se le había escapado. Recogió la moneda y volvió a lo alto del cerro de piedras. Desde allí alzó una voz ronca, profunda y cargada de odio, cuyo eco resonó en los aleros de las casas.

—¡Te cogeré, mocoso! ¡Antes o después! ¡Y colgarás de una horca, como todos los de tu calaña!

Dándose la vuelta, dio un salto y desapareció.

—¿Qué pasa? ¿Nunca habías visto a un enano? —le dijo su salvador a Sancho, divertido ante la mirada de extrañeza del muchacho.

—Una vez. —El chico tosió intentando recuperar el aliento—. Unos feriantes pararon en la venta de mi madre, y un enano viajaba con ellos. Yo era muy pequeño, y creí que era un niño como yo. Creo que le pregunté a mi madre que por qué yo no tenía barba.

Tuvo un fugaz arrebato de pena cuando recordó aquellos días, mucho más sencillos. La vida se limitaba a la cosecha del huerto, alimentar a las gallinas y ordeñar las dos cabras. Ahora, un año después, toda su existencia anterior le parecía borrosa y desdibujada en comparación con la dura realidad de las calles de Sevilla. El dolor y la nostalgia se acrecentaron cuando se dio cuenta de que apenas podía fijar en su memoria el rostro de la mujer que le había traído al mundo.

—Bueno, ahora ya no estás en una venta, muchacho. Y te has metido con alguien peligroso, por cierto. Ése era el capitán Groot, el guardaespaldas personal de Francisco de Vargas —dijo el enano haciendo un gesto al lugar por el que se había marchado el de la barba recortada—. Ese flamenco hereje suele ser un hideputa frío como el culo de una monja. Jamás había visto a nadie enfurecerle tanto.

—¿Es que estabas allí? —preguntó Sancho, escéptico. Dudaba que el enano hubiera llegado tan rápido con aquellas piernas tan cortas.

—No me hacía falta estar allí. Estas calles tienen ojos y oídos, si sabes escuchar. Los rumores vuelan mucho más rápido que los pilluelos a la fuga, y más si a quien han robado es al mismísimo Vargas.

Sancho carraspeó, con la boca reseca aún tras la carrera desesperada. No le había gustado nada la manera en la que había sonado aquella última frase.

—¿Ese Vargas es un tipo importante?

El enano soltó una risita irónica.

—¿Que si Vargas es un tipo importante? Pero ¿tú de dónde sales, niño? Creo que tendré que trabajar mucho contigo si es que de verdad quieres dedicarte a este oficio.

—¿A qué oficio?

—¿A cuál va a ser? Al noble arte de Caco, a la redistribución de la riqueza, a la incautación de excedentes. Al robo, vamos. Con esas piernas que tienes no lo harías nada mal. Con un consejero adecuado, claro está —añadió rápidamente.

Pero Sancho ya no le escuchaba. Lo único en lo que podía pensar era en que llegaba tarde al orfanato. Y aquel día era el menos indicado para ser impuntual.

—No me interesa.

—¿Que no te interesa? —Incrédulo, el enano abrió mucho los ojos.

—Escucha, gracias por ayudarme, pero tengo que irme. ¡Suerte!

—¡Pregunta por Bartolo de Triana, en el Malbaratillo! ¡Allí todos saben quién soy! —gritó el enano a la espalda del chico, que corría calle arriba, alejándose.

Capitulo III

III

Llevaba demasiada prisa como para aguardar a que el hermano portero le abriese el portón de entrada, así que se encaramó a la tapia del patio con la intención de entrar por detrás. Con un poco de suerte llegaría a tiempo de unirse a la larga fila que se formaba frente al comedor antes de que se cerrasen las puertas y comenzase la cena.

Trastabilló al caer al suelo, raspándose las rodillas, y mientras recuperaba el aliento escuchó con toda claridad el ajetreo y las voces que venían del lado norte del edificio, y supo que casi todo el mundo debía de estar ya sentado. Maldiciendo por el hambre que iba a pasar si no llegaba a tiempo, se coló en la casa por una de las ventanas que daban al patio y trotó pasillo abajo. Al llegar donde la larga galería torcía hacia la capilla y el comedor, Sancho se agarró a la esquina para girar sin perder velocidad. De pronto se chocó contra un muro de carne, y cayó hacia atrás.

—¿Qué diablos...? —dijo una voz aguda frente a él.

Sancho se incorporó. Frente a él, frotándose la espalda en el punto en el que había impactado con él, estaba Monterito, uno de los chicos mayores del orfanato. Aunque tenían la misma edad, Sancho y él sólo coincidían en los pasillos, puesto que dormían en habitaciones separadas e iban a clases distintas. Monterito estudiaba con los más pequeños, mientras que Sancho lo hacía directamente con fray Lorenzo, el prior. El muchacho se alegraba de ello, pues Monterito era grande, gordo y pendenciero. Provocaba peleas constantes allá adonde iba, y se había rodeado de otro grupo de matones como él. Eran tres o cuatro, que acosaban a los más débiles y les robaban el poco dinero y los alimentos que conseguían mendigando por las calles o haciendo de esportilleros.

En ese momento estaban allí también, rodeando a uno de los nuevos, a quien Sancho no conocía.

—Siento haberte tirado. Ya me voy —se disculpó alzando las manos con gesto tranquilizador.

—Eso, lárgate, bujarrón. Tenemos trabajo aquí —dijo Monterito.

El nuevo miró a Sancho con desesperación. Normalmente los que llegaban lo hacían vestidos con simples harapos o directamente desnudos, pero aquel pobre niño llevaba una de las bastas camisolas del orfanato, completamente desgarrada.

—¿Qué le estáis haciendo?

—¿A ti qué te importa, sabihondo? Lárgate antes de que te deslomemos a ti también.

Sancho dio un paso atrás. Eran demasiados, él llevaba las manos vacías. Estaba agotado, famélico y dolorido. Lo único que quería era alcanzar el comedor y después el jergón del dormitorio que compartía con otros veinte huérfanos.

El niño nuevo estaba temblando, y gruesas gotas de sudor le apelmazaban el pelo y le caían de los ojos saltones e indefensos, que se agarraban a Sancho como a su última tabla de salvación.

«Maldita sea», pensó Sancho dando un paso adelante. Si había algo que no podía soportar era ver cómo se abusaba de los pequeños.

—Dejadle en paz.

Monterito, que ya se había vuelto hacia su víctima, se dio la vuelta con una expresión de asombro e incredulidad pintada en su cara de luna.

—¿Qué acabas de decir?

Sancho suspiró con aire hastiado, intentando aparentar indiferencia.

—¿Es que estás sordo? Que dejes al niño tranquilo. Sois demasiados perros para tan poca paloma.

El gordo se volvió e hizo crujir los nudillos, yendo a por Sancho sin mediar palabra. El muchacho, que le estaba esperando, se agachó para esquivar el puñetazo de Monterito, que se tambaleó llevado por el impulso. Los otros matones se unieron a la pelea y soltaron al novato, que se alejó corriendo como alma que lleva el diablo. Sancho intentó hacer lo mismo, pero no consiguió zafarse de las manos de los otros. Alcanzó a darle una patada a uno de ellos antes de caer al suelo, arrastrando a otro de los matones en un revoltijo de brazos y piernas.

—¡Ay, Jesús bendito! ¡Pero qué zarabanda es ésta!

La voz aflautada del hermano ecónomo y la vara con la que castigaba a aquellos que se portaban mal en el comedor separaron a los contendientes en unos instantes. Sancho se quedó tendido en el suelo, tan magullado y exhausto que le daba igual el castigo. El fraile tuvo que gritarle varias veces para que se incorporase.

—¡Así que eres tú, Sancho de Écija! ¡Una vez más rompiendo la paz de esta casa!

—Hermano, yo...

—¿Ha sido él quien ha empezado esta trifulca?

Los matones y Monterito asintieron, muy serios, haciéndose cruces sobre el pecho y poniendo a Dios y a su madre por testigos de la culpabilidad de Sancho. Éste, rabioso por la injusticia, cruzó los brazos sobre el pecho y no dijo nada más.

Fray Lorenzo estaba en pie junto a la ventana cuando Sancho entró en la habitación. El fraile no se dio la vuelta para recibirle, pues necesitaba un tiempo para controlar sus emociones. A pesar de contar ya casi setenta años, fray Lorenzo no había perdido jamás un lado humano que sus superiores siempre habían intentado aplastar encomendándole los cargos más comprometidos. En su Irlanda natal había sido limosnero de su orden, había trabajado en una leprosería, incluso fue enviado a Inglaterra en 1570 tras la excomunión de Isabel I. Estuvo allí cinco años, mientras la persecución contra los partidarios del papa de Roma se recrudecía. Tuvo que decir misas en graneros y cobertizos, bautizar a niños en pozas y bañeras, confesar en establos y gallineros. Finalmente su rostro se hizo demasiado conocido para los ortodoxos anglicanos como para continuar en el país, pero los superiores de la orden se negaron a devolverle a Irlanda. En lugar de eso le asignaron el trabajo más ingrato que podían encargarle: hacerse cargo del mayor orfanato de Sevilla tras la muerte del anterior prior. Una pequeña comunidad de cinco monjes para un centenar de expósitos.

Fray Lorenzo hizo honor a su voto de obediencia y no protestó, a pesar de no conocer una palabra de español. En los doce años que llevaba en Sevilla había llegado a dominarlo tan bien que ni el oyente más avezado hubiese notado que no había nacido en Castilla. El religioso tenía un don para las lenguas, y por eso incluía en sus lecciones el aprendizaje de la inglesa, además de latín, griego y matemáticas. A diario tenía la sensación de estar sembrando en terreno pedregoso, pues los niños del orfanato estaban casi siempre demasiado hambrientos, demasiado enfermos o habían recibido demasiados golpes en la cabeza como para que fecundasen en ella las semillas del conocimiento.

Había, sin embargo, raras excepciones; lirios blancos creciendo en el centro del vertedero. Por ésos era por los que más sufría, puesto que por mucho que se volcase con ellos no podía evitar que se pinchasen un dedo con un clavo oxidado y muriesen entre terribles espasmos musculares, o que las fiebres o el tabardillo añadiesen pequeños montones de tierra al abarrotado cementerio que el orfanato mantenía al fondo del patio.

Fray Lorenzo llevaba una década cuidando de los hijos de otros, aquellos a los que nadie quería. Había encontrado pocos lirios blancos, y ninguno con el brillo y la fuerza de Sancho. Era capaz de aprender en días lo que a otros llevaba semanas. Cuando se recuperó de la peste y pudo pisar por primera vez un aula no sabía leer ni escribir. En tan sólo un año se había convertido en su mejor alumno.

Se dio la vuelta y le contempló en silencio, mesándose la vieja barba gris. A pesar de su delgadez el muchacho era fuerte, y había crecido al menos un palmo desde que apareció enfermo y a lomos de un caballo. Aguardaba mirándole de frente como siempre, con un aire en apariencia tranquilo y respetuoso que no engañaba al fraile. Sabía que detrás de aquellos ojos verdes bullía una tormenta incontenible. No tenía amigos, y en ocasiones lo había visto defendiéndose de los insultos y las agresiones de los demás, que no le entendían ni querían hacerlo. Se fijó en el labio partido y no ocultó un gesto de disgusto.

—Acércate, Sancho.

Se volvió de nuevo hacia la ventana, contemplando cómo la oscuridad se apoderaba del patio vacío. Sancho se situó junto a él.

—Tenías que haber venido a hablar conmigo antes de la cena y no has aparecido. Y para colmo me ha dicho el hermano ecónomo que has andado peleándote y perdido la esportilla.

—Lo siento, padre. Veréis, acudí al Arenal por la mañana...

—Ya es suficiente, Sancho. El motivo de tu retraso no me interesa.

—Pero...

Fray Lorenzo alzó un dedo y el muchacho se calló a regañadientes. Era, por supuesto, un rebelde. No había asumido su lugar en el orfanato, ni tampoco la tragedia que le llevó hasta allí. Había tardado tan sólo un par de semanas en recuperarse de la peste, que no había dejado en su cuerpo más secuelas que unas feas cicatrices en su cuello del tamaño de un doblón. Sin embargo, el fraile sabía que las heridas del alma del muchacho tardarían mucho más en cicatrizar, si es que llegaban a hacerlo. Había tardado meses en abrir los labios, y cuando lo hizo tan sólo reveló pequeños retazos de su historia, que el fraile tuvo que juntar con paciencia.

Sabía que Sancho nunca había conocido a su padre, y que su madre era una mujer dura, más inclinada a los hechos que al cariño. No tenía hermanos ni otra familia, que él supiera. No había vivido otra rutina que la azada y el fogón. Tenía las ásperas manos de un labriego, pero la mente de un zorro y el temperamento de un gato montés. Sin el ancla de su madre, en un entorno como el de aquella descarnada ciudad, el muchacho estaba perdido. Creía tener siempre la razón, y rechazaba cualquier forma de control.

Necesitaba un correctivo, algo que le hiciese avanzar en la dirección adecuada.

«Que Dios me ayude, espero estar tomando la decisión acertada», pensó el fraile.

—Me quedan pocas lecciones que darte. La semana próxima abandonarás el orfanato. Y sabes que hoy iba a comunicarte mi decisión sobre tu futuro. —Sancho asintió, despacio—. He decidido que no voy a recomendarte para trabajar en casa de los Malfini. Hablaré en favor de Ignacio, no en el tuyo.

El muchacho abrió mucho los ojos, como si acabase de recibir una bofetada. Llevaba soñando con el empleo en la casa de aquellos banqueros italianos desde que fray Lorenzo le habló de él semanas atrás. Las rutas de comercio con Inglaterra se mantenían, a pesar de que ambos países estuviesen oficialmente en guerra. Eran los barcos italianos y portugueses los que portaban las mercancías desde Sevilla, y los Malfini llevaban representaciones de esas rutas comerciales. Al principio no significó nada para él, hasta que el fraile le mencionó que los aprendices podían optar a un puesto como tripulante en las naves. La máxima aspiración del muchacho era vivir aventuras allende los mares, y sintió el rechazo del fraile como una traición.

—Pero padre, vos me dijisteis que era el mejor cualificado para el puesto —consiguió reaccionar Sancho, luchando por no levantar la voz—. Soy mucho más rápido haciendo las sumas que Ignacio, y además...

—Sí, Sancho, eres mejor sumando que Ignacio. Y también tienes un mejor inglés, aunque tu latín sigue dejando mucho que desear. Pero en el empleo en la casa Malfini no son ésas las únicas cualidades que necesitarías. Te haría falta disciplina, orden, responsabilidad. Y en esas materias, hijo mío, suspendes estrepitosamente. Llegas tarde, siempre andas peleándote con los demás...

Sancho apartó la mirada, pues no había una manera sencilla de explicar lo que había sucedido hoy con Monterito y el nuevo. Él mismo no podía explicarse por qué cada día acababa envuelto en alguna riña con otro matón distinto. Cada noche, cuando tumbado en el jergón hacía recuento de cardenales, costras y dientes que se le movían, se juraba que no volvería a ocurrir. Y sin embargo, ocurría.

—Yo nunca empiezo las peleas, padre. —Fue todo lo que acertó a decir.

—¿Crees que agradas a tus compañeros, Sancho?

—No lo sé. No lo creo.

—¿Y hay, en tu opinión, algún motivo para ello? —preguntó el fraile enarcando una ceja.

El muchacho se encogió de hombros y no respondió. No comprendía a cuento de qué venía aquello.

—Yo voy a explicarte el motivo —continuó fray Lorenzo, irritado—. Acércate a mi baúl y ábrelo. Encontrarás un cofrecillo de madera oscura. Ponlo sobre mi escritorio y mira en su interior.

Intrigado, el chico obedeció. Estaba lleno de tiras de papel de varios tamaños y formas, ninguna mayor que la palma de su mano. Tomó una y descifró la letra abigarrada en voz alta.

—«Se echa por no tener motivos para su sustento.» ¿Qué es esto, padre?

—Sigue leyendo.

—«Se deja en esta santa casa porque corre peligro la honra de la madre» —dijo tomando los papelitos de uno en uno, sin comprender—. «Y por la honra se deja.» «Se echa por venir mi marido en los galeones, que lleva fuera más de un año.»

—Todos estos papeles venían prendidos a las ropas de los niños que abandonan en nuestra puerta. Les dejan desnudos, de madrugada, sin importarles si es pleno invierno, para que no peligre su honra al verles los vecinos salir de casa con un bebé de su hija o de su criada. A veces ni se molestan siquiera en tocar la campana del convento. Uno de nosotros sale cada hora, de noche, pero a veces el lapso de tiempo es demasiado largo y les atacan los cerdos o los perros. ¿Tienes idea de cuántos niños he tenido que arrancar de las fauces de los animales? ¿Cuántas veces me he peleado por una mano o una oreja?

Fray Lorenzo apretó los puños con fuerza, como si su cuerpo representase por él las batallas que había librado solo, contra la mismísima muerte, en el umbral del orfanato. Dio un largo suspiro.

—Y los que vienen con un papel son los afortunados. Muchos ni siquiera tienen el consuelo de una nota como ésta, una simple frase. El día en que se marchan se la doy, para que tengan al menos algo que les recuerde quiénes son.

—¿Se los da cuando se marchan? Pero aquí hay...

Se calló de repente, comprendiendo dónde estaban ahora los dueños de todos aquellos mensajes. Éstos eran los que habían perdido la batalla, los que nunca habían abandonado el orfanato.

—Tú has tenido una madre durante trece años. Por eso los demás te envidian y se echan encima de ti a la menor oportunidad. ¿Lo comprendes?

Sancho rehuyó la mirada reprobadora del fraile. Su mente viajó por unos instantes muy lejos de allí, hasta una venta soleada donde el olor del aceite y el polvo del camino convertían la vida en un poema cadencioso y lento. Unas agrietadas manos de mujer pelaban una gallina a la sombra del cobertizo, mientras un niño arrojaba piedras a los lagartos y las cigarras cantaban entre los hierbajos. Si no hubiese perdido todas aquellas sensaciones, nunca hubiera comprendido que aquello era lo que él llamaba hogar.

—Quizá es mejor no conocer que perder —dijo Sancho con tristeza, casi para sí mismo.

Fray Lorenzo se tomó unos instantes antes de responder, pues la madurez de las palabras del muchacho le había sobrecogido. Pero no podía permitirse retroceder. No si quería que realmente aprendiese la lección.

—Es exactamente esa actitud la que te aleja de los demás. Encerrarte en tu dolor, no hablar con nadie, rebelándote a todo lo que se te dice. Así sólo les transmites que crees ser mejor que ellos. Si te quedases en el orfanato más tiempo, tal vez... Pero tu estancia aquí ha terminado, y lo mejor que puedo hacer por ti antes de que te vayas es imponerte un castigo.

—Un castigo —repitió Sancho, lentamente.

—Será un trabajo menos acorde con tu valía, pero te enseñará un poco de sentido común: mozo de taberna.

El muchacho sintió que enrojecía de vergüenza. Le hervía la sangre por la injusticia que estaba cometiendo el fraile, pero no quiso darle la satisfacción de ver cómo la noticia le afectaba y bajó la cabeza en silencio. Fray Lorenzo lo contempló con cautela, pues esperaba una reacción airada.

—Es un lugar honesto, cerca de la Plaza de Medina. Permanecerás allí seis meses, cumplirás a rajatabla y tal vez entonces hable a los Malfini en tu favor.

Capitulo IV

IV

El capitán Erik Van de Groot se quitó los guantes al entrar en el patio de la mansión de Vargas. Los perros que había tumbados a la entrada se apartaron de él, gruñendo y mostrando los dientes a las enormes botas de cuero que habían aprendido a temer. El contraste del mal olor de fuera con el fresco aroma de las dalias y los narcisos del jardín interior calmó ligeramente la rabia que aún sentía Groot por haber dejado escapar al mozalbete que le había humillado en público.

Envió a uno de los criados a por un aguamanil y una toalla para terminar de asearse, pues aún había en su rostro restos de la injuria que había sufrido. Cerró los ojos, atento sólo al cántico de la fuente que ocupaba el centro del patio, hasta que consiguió que sus nervios se serenasen de nuevo. Vargas no era hombre que gustase de las emociones, algo que Groot comprendió en cuanto comenzó a trabajar para él. Dieciséis años atrás, cuando el flamenco languidecía en la cárcel por haber acuchillado a otro oficial, Vargas entró en la prisión y cambió unas palabras con el alcaide. Éste mandó traer a su presencia a Groot y a otros dos rufianes tan enormes y despiadados como el flamenco. El alcaide dijo que aquél era un hombre de negocios importante que buscaba un guardaespaldas después de que al último se le hubiesen indigestado dos palmos de acero toledano.

Vargas no hizo preguntas, sólo se aproximó y los miró de frente, tan cerca que sus narices casi podían tocarse. Los otros se removieron inquietos. Groot fue el único que aguantó el escrutinio sin pestañear, a pesar de que los ojos negros y profundos del comerciante le dieron escalofríos. Aquella misma noche entró por primera vez en el patio donde ahora intentaba sosegar su espíritu.

Ya entonces la fortuna de Vargas era considerable, aunque nadie lo hubiera dicho al observar su casa por fuera. De fachada grande, seguía la antigua moda morisca de edificar hacia el interior. Sin ventanas, de piedra desnuda y áspera; lejos del estilo que ahora se imponía entre nobles y gente que, como Vargas, se había enriquecido con el comercio de las Indias. Grandes palacios, suntuosos escudos de armas sobre la puerta de carruajes, docenas de sirvientes. Nada de eso iba con su jefe, que mantenía la servidumbre al mínimo y primaba la discreción. Sin embargo, las plantas en el jardín se renovaban cada tres meses y los muebles de las habitaciones eran de una factura que el propio rey hubiese envidiado de haberse dignado a dedicarle una segunda mirada a un plebeyo.

El criado regresó con los útiles de aseo. Saliendo de su ensimismamiento, Groot se refregó a toda prisa, con movimientos circulares, hasta que la toalla de buen lienzo blanco quedó convertida en poco más que un trapo sucio. La arrojó al suelo con desdén.

—¿Don Francisco está en su estudio?

—Sí, capitán —respondió el criado entre dientes—. Pero está reunido.

Era uno de los que más tiempo llevaban en la mansión. Groot percibió el odio en su voz y en la mirada sesgada que le había dirigido cuando dejó caer la toalla.

—¿Crees que eso me preocupa, tarugo? —Con su acento flamenco sonó a tarujo.

—Señor, sólo pensé...

—Lo que tú piensas me trae sin cuidado. Vete al prostíbulo a contárselo a tu madre, igual a ella le importa.

El criado, enfurecido por el insulto, hizo un ligero ademán de echarse encima de Groot, y éste apoyó la mano con parsimonia en el puño de su espada. El otro se contuvo a tiempo. Confuso y humillado, se dio la vuelta sin decir palabra.

El holandés sonrió, secretamente complacido. Lo único que echaba de menos del ejército era el poder que le confería su rango sobre sus subordinados. Ahora había quedado reducido a los muros de aquella casa, excepto en las contadas ocasiones en que tenía que realizar una misión para Vargas. Por ejemplo, escoltar el cargamento de oro de las Indias hasta la Casa de la Moneda, como aquel día. Entonces podía recorrer las tabernas y los bodegones en busca de la fuerza bruta que requería el trabajo y sentir de nuevo el viejo orgullo.

Se encaminó al estudio de Vargas, que estaba en el segundo y último piso. El patio abalconado comunicaba entre sí las dependencias de la casa con pasillos que asomaban de la fachada, delimitados por balaustradas de mármol. La oscura planta baja pertenecía a los criados, los animales y los esclavos, mientras que los pisos superiores estaban destinados a habitaciones que rara vez eran usadas. Desde que la esposa de Vargas muriera, cinco años atrás, y el hijo de ambos se marchase a estudiar a Francia, la vida del comerciante se ceñía al estudio y al dormitorio. Salía a menudo para realizar sus negocios en las Gradas, a visitar las Atarazanas y por supuesto a misa a diario, pero cuando se hallaba en casa apenas se aventuraba fuera de su lugar de trabajo.

A mitad del pasillo se cruzó con Clara, la joven hija del ama de llaves, que iba cargando unas sábanas. Groot no se apartó, con lo que obligó a la joven a rozar su cuerpo con el hombro cuando intentaba pasar. El capitán le dio una palmada en el trasero, a la que la joven respondió empujándole con una mirada cargada de furia.

—Cuidado por dónde vas, niña. Si llevas mucho peso deja que te ayude un hombre de verdad.

—En cuanto vea a uno se lo pido —replicó Clara alejándose, dejando a Groot cortado por la aguda respuesta.

«Un día le daremos un mejor uso a esa lengua de víbora que tienes, zorra», pensó el capitán, taladrando la espalda de Clara con la mirada, mientras sentía arder su deseo por ella. Ni siquiera las pobres ropas de la joven podían ocultar su espléndida y esbelta figura. El flamenco se preguntó si algún día se atrevería a ir más allá del acoso y las insinuaciones con ella. De no estar protegida por su jefe, que le había avisado específicamente que se mantuviese alejado de Clara, hace tiempo que la hubiera acorralado en la leñera o en el establo y la hubiera desvirgado contra el abrevadero. Tal vez algún día lo hiciese, sólo por ver cómo aquellos humos se convertían en súplicas de terror. Al fin y al cabo sería la palabra de una esclava contra la suya.

Sacudió la cabeza para deshacerse de aquellas peligrosas ensoñaciones y recorrió el resto del pasillo. Se detuvo ante una puerta repujada de roble y limoncillo y llamó con suavidad.

Francisco de Vargas detuvo la pluma a mitad del trazo y levantó ligeramente la mano cuando oyó los pesados pasos del capitán ante su puerta. Esperó pacientemente a oír los consabidos golpes antes de continuar, pues no quería que el movimiento de su pecho al hablar empeorase su caligrafía.

—Adelante.

Sólo entonces terminó el número que estaba escribiendo en el libro mayor, donde registraba con letra pulcra cada movimiento de su vasto imperio comercial. El grueso volumen encuadernado en piel era el sexto que empleaba aquel año. Sus asientos abarcaban operaciones de todo tipo: hierros de Vizcaya, oro hilado y brocados de Florencia, cochinilla y cacao de Yucatán, azogue para las minas de Taxco y esclavos para amalgamarlo con el mineral de plata. Cada compra y cada venta, incluso cada soborno a oficiales, registradores y funcionarios de aduanas. Estos últimos los apuntaba con claves ingeniosas que sólo él sabía descifrar, permitiéndose cuando estaba a solas una sonrisa de regocijo. Si algo causaba mayor placer a Vargas que el beneficio era el conseguido con artimañas y atajos.

Frunció el ceño mientras contemplaba los últimos números, lo que provocó que los anteojos que usaba para escribir le resbalasen hasta la punta de la nariz. La presencia de Groot le recordaba el problema en el que se hallaba sumido. Había manera de solucionarlo, aunque para ello haría falta un instrumento más sutil y preciso que el flamenco.

—Pasad, capitán. Ya conocéis al señor Ludovico Malfini.

El capitán se volvió hacia la pared, donde un rechoncho hombrecillo se frotaba con nerviosismo las manos cargadas de anillos. Reprimió una mueca de asco al reconocer al gordo banquero genovés que no pasó desapercibida a ojos de Vargas. Pocos detalles eran los que aquellos d

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