Only a monster

Vanessa Len

Fragmento

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Cuando Joan tenía seis años, decidió que cuando fuera mayor quería ser Superman. Le dijo a su padre que necesitaba un disfraz para practicar y él, que siempre había sido reacio a gastar dinero, le pintó una «S» en una camiseta azul y buscó un paño rojo para que le sirviera de capa. Joan se lo ponía cada noche para meterse en la cama.

—¿Superman? —se mofó la abuela cuando Joan fue a pasar el verano con ella a Londres—. Tú no eres una heroína, Joan. —Inclinó la cabeza gris con el gesto de quien se dispone a contar un secreto—. Eres un monstruo. —Pronunció la palabra «monstruo» como si serlo fuera tan especial como ser un elfo.

La abuela estaba haciendo la cama de Joan en la habitación de invitados y ella la ayudaba metiendo las almohadas en las fundas. El cuarto olía a ropa recién lavada y el sol de la mañana iluminaba hasta el último rincón de la estancia.

—Los monstruos son como arañas gigantes —protestó Joan—. O como robots. —Había visto los suficientes dibujos animados como para saberlo.

A veces, la abuela contaba chistes sin sonreír. Quizá se trataba de una de esas veces. Sin embargo, en aquella ocasión no le brillaban los ojos, como siempre que bromeaba. Tenía el semblante serio.

—Esos son los monstruos de mentira —replicó—. Los monstruos de verdad son como tú y como yo.

En realidad, Joan y su abuela no se parecían mucho. Joan había salido a su familia paterna, los Chang. Su padre, que era de Malasia, se había trasladado a Inglaterra a los dieciocho años. Tenía mejillas redondas y pecosas, los ojos rasgados y el pelo negro y brillante, igual que Joan.

La abuela se parecía a su madre, según había visto en las fotos. Tenía una melena rizada que le rodeaba la cabeza como una nube y unos ojos verdes demasiado perspicaces para su rostro. A veces, cuando se miraba al espejo, Joan veía la misma expresión desconfiada en su reflejo. «La mirada de los Hunt», la llamaba la abuela.

Esta terminó de alisar la colcha y se sentó en el borde de la cama. Así, ella y Joan estaban a la misma altura.

—Los monstruos son los malos —insistió Joan, escéptica. En los dibujos, los monstruos se escondían debajo de tu cama. Se reían a carcajadas terroríficas que duraban demasiado, ¡comían personas! En la escuela, la señora Ellery le había contado que los chinos comían gatos. Ese día, Joan se había sentido un poco como si fuera de los malos, pero se había despertado en ella una cierta resistencia, igual que en ese momento. Ella no era de los malos. ¡No lo era!

Por alguna razón, la abuela sonrió.

—A veces me recuerdas a tu madre.

Joan no entendía qué tenía eso que ver con los monstruos. De todos modos, contuvo el aliento, con la esperanza de que la abuela siguiera hablando. La madre de Joan había muerto cuando ella era un bebé y la abuela casi nunca la mencionaba. En casa de su padre había fotografías suyas encima del televisor y en la pared del salón, pero la abuela no tenía fotos de nadie. De las paredes de su casa colgaban cuadros de paisajes y viejas ruinas.

—Papá me dijo que era muy lista —aventuró Joan.

—Mucho. —Le apartó el pelo a su nieta de la cara—. Lista y testaruda. Ella tampoco se creía nada si no tenía pruebas.

Antes de que Joan tuviera tiempo de preguntar qué significaba eso, la abuela levantó el brazo en el aire como si se dispusiera a coger una manzana de un árbol. Notó que se le ponían de punta los pelos de la nuca, aunque no habría sabido decir por qué.

Cuando la abuela abrió la mano, llevaba en ella un objeto dorado que brillaba bajo el sol de la mañana. Era una moneda, pero diferente a cualquier otra que Joan hubiera visto nunca. En una cara había un león alado; en la otra, una corona.

—Ya sé cómo lo has hecho —dijo Joan. Se llamaba «prestidigitación». Ruth, la prima de Joan, le había enseñado a hacerlo con un botón. Podías hacer que algo apareciera y desapareciera escondiéndolo entre los dedos y deslizándolo luego en la palma de la mano.

La abuela dejó caer la moneda en la mano de la niña. Pesaba más de lo que parecía.

—¿Me lo enseñas? —preguntó—. ¿Puedes hacerla desaparecer?

El truco de Ruth era difícil. A Joan solo le había salido dos veces, mientras que el botón se le debía de haber caído un centenar. Aun así, como la abuela la miraba expectante, Joan se colocó la moneda entre el pulgar y el anular, haciendo equilibrios con ella.

—No —la corrigió la abuela—. Hazlo como lo he hecho yo. —Le puso la moneda en el centro de la palma de la mano y le cerró los dedos—. A la manera de los monstruos.

«Yo no soy un monstruo —pensó Joan—. Yo no soy de los malos». Y la abuela tampoco. Joan había pasado casi todos los veranos con ella, hasta donde le alcanzaba la memoria. Cuando tenía pesadillas, se sentaba a hacerle compañía. Un día que encontró un pajarillo herido en el parque, la abuela lo envolvió con su bufanda y cuidó de él hasta que pudo echar a volar. Una persona así no podía ser un monstruo.

Joan se concentró en el peso de la moneda hasta que dejó de notarlo. Abrió los dedos y le mostró a la abuela la mano vacía.

Ella esbozó una sonrisa afectuosa.

—A la manera de los monstruos —repitió con tono de aprobación, y añadió—: Ese truco va acompañado de una regla.

—¿Una regla? —preguntó Joan. En casa, con su padre, tenían reglas sobre lo que se debía y lo que no se debía hacer. Robar estaba mal; ayudar a los demás estaba bien. Mentir estaba mal; escuchar a los profesores, bien.

Los Hunt también tenían reglas, pero era como si hubieran acordado unas totalmente diferentes. No pasaba nada por robar, ni tampoco por mentir... Siempre que solo se lo hicieras a desconocidos. Pagar las deudas estaba bien y ser leal a tu familia, también.

—Nos escondemos a la vista de todos —dijo la abuela—. ¿Sabes qué significa eso?

La casa parecía en completo silencio. Incluso los pájaros que había al otro lado de la ventana habían dejado de trinar. Joan negó con la cabeza.

El afecto no abandonó la expresión de la abuela, pero su semblante se tornó serio.

—Significa que nadie puede saber lo que son los Hunt —continuó—. Lo que eres tú. —Bajó la voz—. Jamás le hables a nadie de los monstruos.

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Joan se alisó el pelo y se miró una última vez en el espejo del pasillo de la planta de arriba de casa de la abuela. Ese día tenía una cita. ¡Y con Nick! Al ver su reflejo, se dio cuenta de que su mirada desprendía ternura y felicidad. Joan había estado trabajando con él como voluntaria en un museo durante el verano. Le gustaba desde el primer día, pero, claro, a todo el mundo le gustaba Nick.

Él le había pedido una cita el día anterior, mordiéndose el labio, ner

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