En la piel de una Yihadista

Anna Erelle

Fragmento

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—¡Escúchame! Te quiero como jamás he querido a nadie. No puedo imaginarte lejos de mí ni un día más, en medio de todo ese vicio que te rodea. Yo te protegeré. Yo te alejaré de todos los demonios del mundo. Cuando te reúnas conmigo, tú misma te maravillarás de este paraíso. De este país que mis hombres y yo estamos reconstruyendo. Aquí las personas se quieren y se respetan. Formamos una gran familia, en la que ya tienes tu sitio. ¡Todo el mundo está esperándote! Si supieras lo felices que son las mujeres con nosotros... Antes estaban como tú. Perdidas. La mujer de un amigo mío te ha preparado todo un programa para cuando llegues. En cuanto termines las clases de tiro, te llevará a una tienda muy bonita, la única del país que vende telas de calidad. Te lo pagaré todo. Te crearás tu pequeño mundo con tus nuevas amigas. Estoy muy impaciente por que llegues. ¡Mélodie, esposa mía! Date prisa, te espero.

•  •  •

Mélodie abre los ojos como platos ante la pantalla de su ordenador. Admira a ese hombre fuerte, dieciocho años mayor que ella. Solo lo ha visto por Skype, pero ya lo quiere. Mélodie murmura con voz frágil, todavía con inflexiones infantiles:

—¿De verdad me quieres?

—Te quiero por y ante Alá. Eres mi tesoro, y el Estado Islámico es tu casa. Juntos incluiremos nuestros nombres en la historia por construir piedra a piedra un mundo mejor en el que los kuffar* no podrán entrar. ¡He encontrado un piso enorme para ti! Si vienes con amigas, te buscaré otro aún más grande. Durante el día, mientras yo esté luchando, te ocuparás de los huérfanos y de los heridos. Por la noche estaremos juntos... Insha’Allah.

Mélodie se siente querida. Se siente útil. Buscaba un sentido a su vida, y lo ha encontrado.

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París, diez días antes

Este viernes por la tarde salgo muy disgustada de una de las redacciones para las que trabajo. Ha llegado al periódico el correo de un abogado que me prohíbe publicar un artículo sobre una joven yihadista. Sin embargo, acabo de pasar dos días en Bélgica con su madre, Samira. Su hija se fugó hace un año a Siria para reunirse con Tarik, el hombre de su vida, un fanático que sirve a la causa de la organización Estado Islámico, el EI. Loca de amor, y loca también hasta la inconsciencia, Leila* quería vivir con su gran amor. Samira sintió un atisbo de esperanza al enterarse de que el hombre al que no tenía más remedio que considerar su yerno había muerto. Una bala en pleno corazón acababa de poner fin a sus veintiuna primaveras. Con Tarik muerto, Samira no veía razón para que su hija prolongara su estancia en un país trágicamente devastado. Pero Leila se mantuvo inflexible. Ahora formaba parte de aquella tierra sagrada y quería aportar su grano de arena luchando para crear un Estado religioso en Oriente Medio. Con o sin su marido. Como Tarik era emir,* su viuda estaba bien atendida. Le mostraban un profundo respeto. De modo que Leila devolvió la pregunta a su madre:

—¿Por qué debería volver?

La prensa local se hizo eco de la historia. Comparó a la joven yihadista de dieciocho años con la «viuda negra», importante figura del terrorismo internacional y esposa del asesino del comandante Masud.* La respuesta de Samira no se hizo esperar, y fue proporcional al amor que siente por su hija. Pero se enfrentaba a un enorme desafío. Debería no solo conseguir repatriar a Leila a Bélgica, sino también demostrar a las autoridades que su hija estaba en el país más peligroso del mundo con fines humanitarios. En caso contrario, la considerarían una amenaza para la seguridad interior y la meterían en la cárcel quizá antes de prohibirle la residencia en su propio país.

En este momento mi camino se cruza con el de Samira. El periodismo lleva a todas partes, y a veces a la angustia de una madre. Samira, desbordada, se dirigió a Dimitri Bontinck, un militar retirado de las fuerzas especiales belgas, famoso por haber conseguido repatriar a su hijo de Siria. Dimitri encarna la esperanza para todas las familias europeas que se despertaron una mañana frente a la brutal realidad de que la yihad también puede implicar a un adolescente del que jamás sospecharían, el suyo. Desde entonces, Dimitri, hiperactivo y sobre todo hipertemerario, sigue con sus misiones suicidas para salvar a otros adolescentes, o al menos encontrar información concreta que pueda ayudar a sus familias. Consciente del peligro que corre Leila, a la que han endosado la fama de «nueva viuda negra», me pidió que fuera a ver a su madre. Soy periodista y me apasiona la geopolítica, pero disto mucho de ser una experta. En cambio, siempre he sentido un gran interés por todo lo relacionado con los comportamientos erráticos. Poco importa si su origen es la religión, la nacionalidad o el entorno social. La fisura que provocó el vuelco mortífero de estos destinos me fascina. Puede ser la droga, la delincuencia, la marginalidad... Además, en los últimos años he trabajado mucho sobre las desviaciones del islam radical. Desde hace un año, estudio especialmente las costumbres de algunos yihadistas europeos del Estado Islámico. Aunque los casos que se suceden son muy parecidos, en cada ocasión intento entender qué herida se les ha hecho tan profunda como para hacer suya esta causa hasta el punto de dejarlo todo y marcharse a matar y a desafiar a la muerte.

En esa época, Dimitri y yo estamos escribiendo un libro que relata sus nueve meses de horror buscando a su hijo. Llamamos a muchas puertas de familias europeas que pasan por el mismo calvario que él. Y yo intento hacer más entrevistas por mi cuenta. Aunque observo perfectamente el impacto de la propaganda virtual en estos nuevos soldados de Dios, todavía no me explico cómo se pasa a la acción. ¿Dejarlo todo? ¿Su pasado, a sus padres? En unas semanas borran una vida entera de un plumazo, con la convicción de que no deben mirar atrás. Jamás. Entrar en su habitación, que generalmente sus padres dejan tal como estaba, siempre me hiela la sangre. En esas habitaciones convertidas en el santuario de una vida olvidada, me adentro en una intimidad que no es mía. Como si sus reliquias de adolescentes fueran la última prueba de su existencia. La de Leila parece petrificada, prisionera de una época pasada. Por todas partes hay fotos de su vida «normal». La vemos con camiseta de tirantes, maquillada, en casa de unos amigos y en una cafetería. Imágenes típicas que están muy alejadas de la nueva Leila, vestida con el burka integral y con un kalashnikov en el brazo. Después de haber escuchado por extenso a Samira, sigo con mi investigación, que confirma algunas de sus afirmaciones, y escribo el artículo. Uno más sobre este tema, que se trivializa dramáticamente en los últimos meses. Pero no se publicará. Leila se ha puesto hecha una furia cuando su madre le ha advertido de nuestra entrevista. La ha amenazado con cortar la comunicación: «Si hablas de mí a la prensa, no solo no volveré, sino que nunca más tendrás noticias mías. No sabrás si estoy muerta o viva», me comenta Samira llorando, totalmente aterrorizada. Al plantearme el pr

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