La soga y los ratones

Andre Malraux

Fragmento

cap-1

Prólogo

Cuando se publicaron las Antimemorias, en septiembre de 1967, Malraux tenía clara la decisión de continuarlas. De hecho, la primera edición llevaba una advertencia en la que se decía: «Este libro constituye la primera parte de las Antimemorias, que comprenderán probablemente cuatro tomos, que serán publicados íntegramente tras la muerte del autor». Quedaba claro, así, que Malraux se hallaba embarcado en un proyecto autobiográfico de largo aliento, en el que iba a perseverar poco menos que hasta el final de sus días. No es fácil especular acerca de los planes que Malraux tenía en mente en 1967, ni de las razones por las que preveía que al menos una parte de cuanto contemplaba escribir vería la luz póstumamente. Pero es sabido que en su momento emprendió la escritura de las Antimemorias sin una idea muy nítida acerca de lo que se proponía, y todos los indicios invitan a pensar que no la tenía tampoco acerca de su continuación.

Lo que sí parece seguro es una cosa: conforme redactaba las Antimemorias, Malraux fue cobrando conciencia, progresivamente, de que había dado con la fórmula que mejor se adecuaba a la naturaleza inquieta, múltiple, aventurera de sus impulsos como escritor. Ni novela, ni confesiones, ni testimonio, ni reportaje, sino todo a la vez y mezclado en una corriente de escritura esencialmente híbrida, en la que los planos de la memoria y de la ficción se yuxtaponen sin solución de continuidad, como lo hacen también los de la crónica histórica y la especulación filosófica o ensayística. Una amalgama de géneros que —como se subrayó ya en el prólogo a las Antimemorias— se adelanta en varias décadas a no pocas de las más conspicuas tendencias de la literatura contemporánea, si bien lo hace partiendo de presupuestos que a menudo polemizan provocativamente con los que inspiran esas mismas tendencias.

El hilo conductor de las Antimemorias es un viaje al Extremo Oriente que se convierte, durante su transcurso, en un viaje a través del tiempo. Pese a su apariencia digresiva, el libro posee una estructura circular, en buena parte cerrada sobre sí misma. De ello se desprende que, más que una continuación propiamente dicha —lo cual presupone cierta linealidad—, lo que Malraux tenía en perspectiva era más bien añadir, sobre el círculo ya trazado, otros nuevos, a modo de espiral, por así decirlo, siempre replicando la fórmula ya ensayada: un continuo vaivén entre el presente y el pasado, articulado por lo general en forma de conversaciones interrumpidas una y otra vez por toda suerte de flashbacks.

Es conforme a este «método» como Malraux escribe y publica independientemente, entre 1967 y 1975, cuatro libros, presentados siempre como adelantos de la continuación de las Antimemorias: La hoguera de las encinas (1971), La cabeza de obsidiana (1974), Lázaro (1974) y Huéspedes de paso (1975). Los cuatro los reuniría en 1976 bajo el título común de La soga y los ratones, que a su vez se ofreció como «segunda parte» o «segundo tomo» de El espejo del limbo, nombre bajo el que terminó por ampararse el conjunto de sus escritos autobiográficos.

La decisión de subsumir tanto las Antimemorias como estos cuatro libros en un conjunto que los engloba bajo un título específico indica, por parte de Malraux, una voluntad deliberada de estructurarlos en una unidad superior. Para él no se trata sólo de prolongar el impulso —surgido en 1965, a bordo del Cambodge— de emprender un recuento del pasado. Se trata más bien de construir, a partir de ese impulso, una obra de mayor ambición y de mayor entidad que las que suelen ser propias de un relato autobiográfico, con la mira puesta en un objetivo que trasciende ampliamente el de la trayectoria personal para plantear una reflexión de orden mucho más general. El aliento que reclama un empeño así es de naturaleza más novelística que netamente testimonial o ensayística. En las páginas preliminares de las Antimemorias se viene a sugerir esto abiertamente, y tanto en ese libro como en el conjunto de El espejo del limbo este aliento novelístico se percibe en el modo en que Malraux organiza su texto y, al reunir las diferentes piezas que lo constituyen, lo siembra de elementos que contribuyen a cohesionarlo, a potenciar el recurrente efecto de circularidad que de nuevo termina por imponerse a la mecánica asociativa, ingobernable, del recuerdo.

La soga y los ratones se estructura en seis partes netamente diferenciadas, las seis concebidas de forma independiente, sin un hilo de continuidad entre ellas como el que procuraba, a las diferentes partes y capítulos de las Antimemorias, el de ser estaciones de un mismo viaje. Esto último explica que la unidad del libro se le antoje al lector, de entrada, más problemática, y que aquel no tenga el impacto tan poderoso del que lo precede. Así y todo, La soga y los ratones es un libro originalísimo y deslumbrante, como lo eran ya las Antimemorias, y, como éstas, propone una reflexión de gran calado sobre el devenir de la humanidad, sobre las grandes transformaciones del siglo XX, sobre el mal y la fraternidad, sobre la muerte y sobre lo único que le ofrece resistencia: la capacidad que lo humano tiene de metamorfosearse a través del arte.

Las tres primeras partes de La soga y los ratones se corresponden con las tres de que consta Huéspedes de paso. Las tres restantes, con La hoguera de las encinas, La cabeza de obsidiana y Lázaro, respectivamente. Puede que lo más esclarecedor, con vistas a la lectura del libro, sea referirse individualmente a cada una de estas seis partes, procurando algunas pistas sobre las circunstancias de su redacción.

I. El título de Huéspedes de paso se justifica en el transcurso de la larga conversación que, en la tercera parte del libro, mantiene Malraux con Max Torres, personaje de su invención. Éste dice en un momento dado que las ideas son los «huéspedes de paso» de la humanidad. A lo que añade: «Creía que durarían mucho más que yo. Me acuerdo sobre todo de los mitos, bueno, lo que llamábamos mitos cuando en realidad no sabíamos en qué consistían. El Inconsciente, el Progreso, la Revolución, etcétera. Los huéspedes de paso, sí, ¡eso es!».

Emerge aquí la perspectiva metahistórica que tanto le gusta emplear a Malraux cuando reflexiona sobre los hechos de que ha sido testigo. Se trata de la misma perspectiva que le permite hablar de «la metamorfosis de los dioses», como llama a ese proceso conforme al cual —por decirlo muy sumariamente— los ídolos de las viejas religiones terminan convertidos en las estatuas expuestas en las vitrinas de los museos.

Sobre eso mismo, sobre «la metamorfosis de los dioses», discurre en buena medida la primera parte de Huéspedes de paso, que tiene por arranque la visita que Malraux hizo a Dakar en marzo de 1966. Malraux fue allí para inaugurar, junto al poeta Léopold Sédar Senghor, presidente de la República del Senegal, el I Festival Mundial de las Artes Negras. Lo hizo en calidad de ministro de Estado encargado de los Asuntos Culturales, cargo que venía ocupando desde 1959 y que había renovado tras la reciente victoria de De Gaulle en las elecciones celebradas en diciembre de 1965. El país que l

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos