Cómo rebelarse en la empresa sin perder el puesto de trabajo

Fragmento

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Odio a la gente

Odio a la gente
¿De dónde hemos sacado esa idea? De escuchar. De oír murmurar «odio a la gente» cada vez que se ponían las cosas estresantes: o sea, cada día. No es un problema nuevo, y los datos parecen indicar que empeora por momentos, gracias a notables adelantos tecnológicos que han tenido el efecto involuntario de que a la gente le sea muchísimo más fácil molestarnos. Los miles de millones de e-mails y mensajes de voz y de texto que nos mandan diariamente amenazan con sepultarnos como una plaga de e-langostas.

Odiamos a la gente que va por la vida con favoritismos, a la que hace las reglas, a la que no deja respirar a los demás. Ya sabes a quiénes nos referimos: a los que asisten discretamente a la reunión, y justo después de que hayas hecho una presentación fantástica te clavan un: «Perdona, pero ¿esto lo han pedido nuestros clientes?».

Parte del problema es por falta de confianza. Más de siete de cada diez estadounidenses desconfían de los directores de las grandes empresas. Según un estudio reciente de Towers Perrin sobre noventa mil trabajadores de dieciocho países, solo un tercio de los empleados consideran que «los altos directivos se comunican de forma abierta y sincera»; a dos tercios les parece que sus jefes no pueden o no quieren decir las cosas claras. Varios estudios han demostrado que la mitad de los asalariados no confía en sus superiores. Un análisis reciente de McKinsey reveló que un porcentaje cada vez más alto de empresas carece de los valores fundamentales de la sinceridad y la franqueza.

Estos números parecen apuntar hacia una crisis, que difícilmente será resuelta a corto o medio plazo por las propias organizaciones o empresas. Tengamos en cuenta que la Oficina de Estadística Laboral del gobierno de Estados Unidos ni siquiera hace un seguimiento de la satisfacción de los trabajadores.

Es la gente la que nos deja hechos polvo, la que nos hace estallar en insultos dentro del coche, murmurar en los cubículos y gritar cuando estamos solos en el ascensor.

Negarlo ha sido una actitud muy extendida, pero nosotros no consideramos que se pueda esconder la verdad. La genta está enfadada, y a día de hoy es mucho menos probable que se lo calle.

Los usuarios de Facebook, la red social por internet que tanto triunfa, han generado una opción «Enemybook» en que los odiadores pueden airear sus rencillas. A mediados de 2008, el New York Times publicó un artículo en portada sobre otro tipo de relaciones rotas convertidas en noticia. Es increíble la cantidad de mujeres que se cargan sin piedad a sus ex maridos en blogs muy populares de internet. Los tribunales hacen poco por cortar los improperios. Según el artículo del Times, «las confesiones pueden hacerse eternas, en forma de una constante sucesión de posts furiosos o abatidos».

Las vacaciones perfectas

¿Qué estaban dispuestos a hacer cinco mil trabajadores británicos sobre quince mil?

Renunciar a una semana de vacaciones a cambio de no tener que trabajar junto a personas odiadas.

Las restricciones del entorno laboral y el miedo a las demandas han taponado las correspondientes iras dirigidas a colegas irritantes y jefes entrometidos, pero a pesar de estas barreras no es difícil encontrar decenas de blogs y de webs que inciden en nuestra frustración laboral básica, sitios con nombres como Anger Central [Central de la Rabia], Disgruntled Workforce [Asalariados Descontentos] y Team Building Is for Suckers [Formar Equipos es de Gilipollas].

No es para tomárselo a broma. Lee lo que nos dijo un ex teniente de marina sobre su experiencia como banquero de inversiones en Wall Street: «Fracasé estrepitosamente. No tenía la menor idea de cómo manejármelas con gente tan difícil. Un domingo de 2004, después del día de Acción de Gracias, tuve tentaciones asesinas. Quería matar a mi jefe. Yo intentaba nadar, y él me ponía los brazos en el cuello para estrangularme». Lo que hace especialmente impactante esta anécdota es que el teniente se enorgullecía de haber encabezado sin problemas a ciento veinte militares en misiones en Kosovo, Guam y Estonia.

El mal más común entre los profesionales obsesivos y volcados en su trabajo es quemarse. «En la Nueva York del siglo xxi se considera normal la semana de sesenta horas —afirmaba la revista New York—. En algunas profesiones es un símbolo de estatus. En cambio, quemarse está considerado casi siempre como un indicio de debilidad, un final de trayectoria.» Los trabajadores no se queman solo por trabajar demasiado. Se queman a causa de la gente. Según un estudio clásico de dirección de empresas de los años noventa, los trabajadores que mantienen relaciones intensas o emocionalmente cargadas con otras personas son más vulnerables a lo que se llama agotamiento emocional.

En los últimos años, muchos estadounidenses han descubierto que su país, su economía y sus instituciones se han metido en grandes líos por no estar obligados a responder ante nadie. Los reguladores fueron demasiado benévolos con los hedge funds (fondos de inversión de alto riesgo), los especuladores y Wall Street. Bernie Madoff está acusado de estafar a personas y empresas por valor de cincuenta mil millones de dólares a base de fingirse buena persona. No es algo nuevo en la economía del país. El Crash del 29 fue otro ejemplo de resistencia a formular las preguntas difíciles. Los primeros años del nuevo milenio se han definido por esta fijación en la amabilidad superficial, mientras que ahora nos parece estar entrando en una nueva época, la del odio activo a los que exigen nuestra enemistad: banqueros, presidentes de la Reserva Federal, políticos y otros infieles que nos han estropeado la jubilación y han roto nuestra infraestructura. En una sociedad democrática, basada en el comercio libre, no hay lugar para personas dispuestas a manipular la situación y perjudicar a millones de personas. No odiar bastante a la gente tiene graves consecuencias. Durante la última década, Estados Unidos se ha dado cuenta de que una minoría de manzanas podridas no solo puede podrir todas las del cesto, sino el cesto mismo. Ha llegado el momento de aceptar los hechos.

Según demuestran claramente muchos estudios, y una infinidad de casos de la vida real, la gente odia a la gente. Sí, en nuestra propia oficina. Trabajamos demasiadas horas, nos reunimos demasiado a menudo, viajamos demasiado y nos mandamos constantemente e-mails. Quemarse o encogerse en el cubículo o despacho no son opciones viables.

Malos modales

El 89 por ciento de la gente dice que la mala educación es un problema grave.

El 78 por ciento dice que ha empeorado en los últimos diez años.

El 99 por ciento de la gente dice que no es maleducada.

U.S. News & World Report

Una pequeña explicación al margen, por si hay algún lector que se pregunte si hablamos en serio. A nosotros nos gustan las personas; incluso a veces nos encantan. Nuestro odio va dirigido a la gente. Puede que muchos disfrutéis sinceramente de estar con vuestros compañeros de trabajo. Tiene su lógica. Es gente enmarcada dentro de las pautas y las expectativas que establecéis para vuestra comunicación cotidiana, hombres y mujeres cuyas carencias naturales se ven compensadas por sus aptitudes y su forma de ser. El problema es que la mayoría de la gente casi nunca se molesta en alcanzar este estadio de las relaciones. Lo único que hace es estorbar, molestar e irritar. Hay veces en las que tratar con esta gente resulta insoportable. Como dijo el humorista Rich Hall en los ochenta, cuando le encontraron escondido en la cocina del Comedy Underground después de la función, «a mí la

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