{

Dios emperador de Dune (Dune 4)

Frank Herbert

Fragmento

Dune: de la ecología al mesianismo

DUNE:

DE LA ECOLOGÍA AL MESIANISMO

Acaballo entre 1963 y 1964, señalizada en los números de diciembre y enero de la revista de ciencia ficción Astounding, aparecía una novela de un autor no muy conocido cuyo título tampoco era excesivamente prometedor: Dune World (Mundo de dunas). Sin embargo, su acogida por parte de los lectores fue tan calurosa que animó a su autor a seguir escribiendo la segunda parte de lo que en un principio había proyectado como una tetralogía. The Prophet of Dune (El profeta de Dune: ahí el genérico adquiriría ya carácter de nombre propio) apareció en la misma revista, señalizada en cinco partes, de enero a mayo de 1965. Poco después, las dos partes aparecerían en forma de libro aquel mismo año, reunidas en un solo volumen, bajo el título común de Dune, reduciendo la prevista tetralogía a trilogía. Acababa de nacer un mito.

Frank Herbert apenas era conocido de los círculos iniciáticos de la ciencia ficción cuando apareció Dune. Nacido en Tacoma, Washington, en 1920, Herbert, tras estudiar en la universidad de Washington, se dedicó a los oficios más diversos, desde fotógrafo y cámara de TV a presentador de radio, y desde pescador de ostras a analista. Pero lo suyo era escribir. Comenzó a hacerlo a los ocho años, “y aunque nunca vendí nada de aquel material, por supuesto, he tenido ocasión de releer recientemente algunas de aquellas cosas y debo reconocer que a mis ocho años ya tenía un cierto “gancho" como narrador; me gustaba escribir sobre las emociones humanas, sobre la fuerza motivadora primaria...” A los veinte años vendía ya relatos para los pulps americanos, y después de la Segunda Guerra Mundial empezó a alternar su trabajo como periodista con la creación de relatos de aventuras, tipo Doc Savage, y del Oeste, que firmaba púdicamente con seudónimo. A principios de los cincuenta empezó a vender artículos y cuentos para revistas de mayor categoría, como Esquire, y a publicar sus primeros relatos de ciencia ficción, género en el que muy pronto se centraría. En 1952 aparecía su primer relato de este género, Looking for Something? (¿Está usted buscando algo?), en la revista Startling Stories. En 1956 vería la luz su primera novela, The Dragón in the Sea (El dragón en el mar), también conocida más tarde como Under Pressure (Bajo presión): un thriller de ciencia ficción mezclado con complejas especulaciones psicológicas, que se desarrollaba en un submarino en plena misión durante una guerra futura. La novela no fue acogida con demasiada benevolencia por la crítica, si bien hoy se ha convertido en un pequeño clásico sobre un tema que por aquel entonces era puramente hipotético pero que hoy se ha convertido en una terrible realidad: el agotamiento de los combustibles fósiles y la necesidad de ir a buscar nuevas fuentes de energía.

Pero fue 1965 el año del "descubrimiento” de Frank Herbert. El mundo entero se maravilló ante la novela que, por primera vez, planteaba de forma completa, racional y convincente, la ecología de todo un mundo completamente distinto al nuestro. Dune obtuvo un éxito fulminante de público y crítica, hasta el punto de obtener ¡os dos principales y más prestigiados galardones otorgados a novelas de ciencia ficción, los premios Hugo (compartido con la novela ... and Call me Conrad (...y llámame Conrad) de Roger Zelazny) y Nébula, así como el Premio Internacional de Fantasía, que compartiría también con otro gran clásico: Lord of Files (El señor de las moscas) de William Golding.

El escenario de Dune se sitúa en el lejano planeta Arrakis, llamado Dune, un mundo cuya principal característica es ser un inmenso desierto en donde la poca agua que aún existe es el bien más preciado que pueda poseer un ser humano. Según el propio Herbert, la idea de este escenario le surgió en un viaje que efectuó a Florence, Oregon, en donde el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos estaba realizando un proyecto piloto para el control del avance de las dunas. Algunos otros viajes del autor a Oriente Medio, y principalmente un viaje al Pakistán, le ofrecieron nuevos elementos sobre las sociedades nómadas y la vida en el desierto. Desde hacía un tiempo, Herbert sentía deseos de escribir sobre el origen y desarrollo de las religiones mesiánicas. El mesianismo, para florecer, necesita de unos condicionantes que creen en la población una tensión intolerante sumida en la impotencia, y que puede tener su origen en una tiranía o en un entorno hostil. La tiranía era fácil de conseguir: una sociedad de tipo feudal que esclavizara a la población. El entorno hostil... ¿qué mejor entorno que el más árido desierto? No hay que olvidar que el principal movimiento mesiánico occidental nació precisamente en el desierto...

Con estas premisas, Frank Herbert empezó a escribir su obra. Los dos primeros volúmenes de la tetralogía se unieron en un solo libro, convirtiendo así la obra en una trilogía. Dune se inicia cuando Paul Atreides, un muchacho dotado de extraordinarios poderes precognitivos gracias a la selección genética a que ha sido sometida su madre, debe trasladarse con su familia del paradisíaco planeta Caladan al desértico planeta Arrakis, que su padre acaba de recibir en feudo de manos del Emperador. Dune, como se llama comúnmente a Arrakis, es un inmenso desierto, habitado por los Fremen, tribus nómadas apegadas a antiguas tradiciones y cuyos antepasados fueron deportados allí en épocas remotas. Pero ese inhóspito planeta-desierto posee una gran riqueza: la melange, una droga geriátrica y activadora de la presciencia, producto residual de los gigantescos gusanos de arena que son los habitantes naturales del planeta. El gran poder económico que representa la especia hace que el planeta Arrakis sea el centro de innumerables intrigas y luchas de intereses. Allí es donde Paul Atreides, convertido progresivamente en Paul Muad'dib, la cristalización de los deseos mesiánicos de los Fremen, iniciará el largo periplo hacia su divinización...

Dune está planteada, básicamente, como una novela de intrigas y aventuras. Hay traiciones (traiciones dentro de traiciones dentro de traiciones), envenenamientos y contraen venenamientos, clásicas luchas palaciegas a espada... Pero eso es solo decorado superficial. A lo largo de las setecientas apretadas páginas de su texto hay un profundo análisis de una sociedad tipo feudal, una reflexión política, guerra, un estudio de los poderes paranormales, y sobre todo una tesis sobre religión. Y, por encima de todo ello, el planteamiento ecológico de un planeta que ha debido sobrevivir y desarrollarse en ausencia de uno de los elementos más primordiales para la vida humana: el agua. En Dune el agua es el bien más preciado, hasta el punto de constituir el elemento principal de cambio, la moneda del planeta. El atuendo de los hombres del desierto, el destiltraje, es una prenda diseñada especialmente para recuperar y reciclar toda el agua que exuda normalmente el cuerpo humano, y constituye un elemento básico de supervivencia. La escasez del agua es tal, que uno de los máximos dones por los que se expresa el dolor es el llanto: "Mira, le da agua al muerto...”

La civilización de Dune está grandemente inspirada en la civilización árabe. "En la cultura occidental —dice Herbert—, cuando se habla de “Desierto” automáticamente aparece en la mente la idea “Arabia”, así que recurrí al árabe para surtirme de la mayor parte de los nombres y términos lingüísticos, y para muchas otras cosas”. La sutil recreación de nombres, lugares, costumbres y actitudes son uno de los principales alicientes de la obra. Frente al decadente barroquismo de la sociedad imperial (el villano de la obra, el barón Harkonnen, es un hombre tan grueso que para poder andar necesita sostener su cuerpo con un cinturón de suspensores gravíticos). el ascetismo y la dureza de vida de los Fremen crea un contraste realmente antológico.

El periplo de Paul Muad'dib Atreides por el desierto, en busca de los Fremen y de su propio destino, se alterna con la guerra de intereses y corrupción que forcejea por apoderarse del planeta. El libro culmina con una épica escena de lucha y victoria en la cual los Fremen, al mando del Mesías Paul, y a lomos de los gigantescos gusanos de arena, atacan y conquistan la capital del planeta y vencen a las fuerzas imperiales... con lo que la leyenda mesiánica del protagonista queda definitivamente establecida.

Frank Herbert es un entusiasta defensor de la ecología: gran número de sus artículos y buena parte de su obra literaria versan sobre este tema. Con el dinero que le reportó Dune, Herbert llevó a la realidad uno de sus sueños: adquirir una propiedad de seis acres en una zona al nordeste de Washington, en la península Olympic, donde estableció una “reserva ecológica” en la que él y su familia viven autosuficientemente, en estrecho contacto con la naturaleza que defiende. Su “granja biológica” le ha dado tema para multitud de artículos, y para las conferencias que da constantemente por toda la nación, en colegios y universidades.

El segundo volumen de la trilogía. El mesías de Dune, retoma el tema donde lo dejó en el libro anterior. Sin embargo, esta segunda parte deja un poco de lado la ecología para dedicarse más a la política y a la religión, a través del minucioso estudio de la ascensión de un hombre a la cúspide del poder político y religioso. La acción se desarrolla doce años después de la gran victoria de Paul Muad’dib sobre sus enemigos. El péndulo ha efectuado su recorrido, y los orgullosos y sanguinarios Fremen han lanzado una cruzada por toda la galaxia para dominar a los planetas que no han querido aceptar a su jefe/dios como emperador. Paul, mientras tanto, inicia su ambicioso proyecto de transformar todo un planeta, convirtiendo los desiertos de Arrakis en un vergel. Eso, naturalmente, hará que desaparezca la especia, producto por antonomasia del desierto. Ello hace que los grandes poderes económicos, alarmados, preparen una conjura para derribar el poder mesiánico de Paul Muad'dib. Por otro lado, los propios Fremen empiezan a murmurar contra su dios, que intenta eliminar sus seculares tradiciones basadas en el desierto. El protagonista avanza por entre todas esas intrigas guiado por su presciencia, que le muestra la inevitabilidad de su destino. Alia, su hermana, en cuyo interior viven todos los antepasados de las estirpe de los Atreides debido a lo peculiar de su nacimiento, es la primera en conspirar contra él y su proyecto de remodelación. La concubina de Paul Muad’dib y su único amor, Chani, muere al dar a luz a sus dos hijos gemelos, que nacen con todos los atributos de la anormalidad psíquica de su padre, incrementados. Finalmente, tras vencer las conjuras tejidas en su torno, y habiendo alcanzado su destino inevitable, Paul Muad'dib pondrá fin a su vida a la manera Fremen. alejándose silenciosamente, ciego, a pie, y sin alimentos ni agua, hacia ese desierto que constituyó la razón de toda su vida...

La crítica, y los propios lectores, calificaron esa segunda parte de la trilogía como muy inferior a la primera, en parte debido a la ausencia del carácter épico que dominaba el primer volumen, al dominio de la intriga sobre la profundidad temática, y al hecho de que, pese a ser un lúcido estudio sobre la ascensión de una dictadura mesiánica, no aportaba mucho de nuevo a la gran riqueza de imágenes desplegada en el primer volumen. Ese aparente descenso quedaría superado sin embargo en el tercer volumen de la serie, que alcanzaría las cotas de interés y calidad del primero. Hijos de Dune nos sitúa en Dune veinte años después del inicio de la serie. Los dos hijos gemelos de Paul Muad’dib, Leto II y Ghanima, aún niños, gobiernan Arrakis y el Imperio, con su tía Alia como regente. Dune es ya un vergel, en las ciudades se desperdicia incluso el agua, “y los habitantes de Arrakis tienen esas detestables redondeces de carnes propias de los cuerpos henchidos de agua”. Alia ha reafirmado hasta el límite la religión mesiánica creada por Paul Muad’dib, al tiempo que sumergía el planeta en una sofocante burocracia que amenaza con reducir el Imperio a la esclavitud. El anhelo de Alia, ya planteado en el libro anterior, es volver a los orígenes, destruir la obra creada por Muad’dib, en aras de un mesianismo no menor que el de su hermano, aunque de signo diferente. Pero para conseguirlo deberá enfrentarse a Leto II, que ha heredado todos los poderes de su padre, y que tiene también en su interior a todos los innumerables antepasados de su raza y de la de los Fremen. Y deberá enfrentarse también a un misterioso predicador ciego, reseco y carcomido por el desierto, que aparecerá de pronto para predicar contra la corrupción que ha traicionado el espíritu del profeta, y en quien muchos identificarán al propio Mesías redivivo...

Hijos de Dune vuelve a situarse a la altura del libro original. Al planteamiento ecológico del mundo sin agua de Dune, Herbert antepone aquí la remodelación de todo un planeta. Al mesianismo que impregna toda la obra, le añade en este tercer volumen un nuevo elemento épico: la evolución humana hacia la consecución del superhombre. Leto Atreides. en comunión con el desierto de su padre, se transformará, se dejará “invadir” por las truchas de arena, el primer paso biológico en la evolución de los gigantescos gusanos de arena ahora en vías de extinción, y se convertirá en un ser distinto, un superhombre que, al final del libro, personificará la salvación última del planeta y, con él, de todo el universo.

Con este final quedaba al parecer rematada la gran trilogía del planeta de la arena. El ciclo estaba cerrado. Pero la épica del argumento permitía una continuación. Durante mucho tiempo se rumoreó que Herbert estaba escribiendo una cuarta parte de la trilogía originalmente proyectada. Mientras, los derechos de Dune eran contratados para el cine, y se iniciaba otra epopeya que, pese al tiempo transcurrido, apenas ha empezado. Adquiridos por Arthur P. Jacobs, el productor de la serie “El planeta de los simios”, su muerte dejó el proyecto medio tambaleándose. Película de alto presupuesto, su dirección fue confiada al cineasta chileno afincado en París Alexandro Jodorowsky, el cual, tras preparar un preguión, situar escenarios, y realizar innumerables bocetos, fue apartado del film por divergencias económicas. La producción pasó finalmente a manos de Dino de Laurentiis, el cual encargó al propio Herbert su guión definitivo. Hasta el momento, el film ha pasado ya por las manos de cuatro posibles directores... sin que se haya rodado aún ni una sola escena.

Y, finalmente, Frank Herbert no ha podido resistir a las tentadoras ofertas de los editores que le solicitaban un cuarto libro sobre Dune. Retomando los elementos establecidos en las tres anteriores novelas, y centrando su mirada en la figura, más mesiánica que nunca, de Leto Atreides II, ya convertido en un monstruo sobrehumano, Herbert ha dejado transcurrir tres mil años de tiempo desde el final de su trilogía y ha elaborado su “cuarto Dune”. Dios Emperador de Dune es la culminación, por ahora, de la gran saga. El éxito del libro ha sido tal en los Estados Unidos que su primera edición estaba ya prácticamente agotada antes de salir al mercado, y tras su aparición ha permanecido durante varios meses a la cabeza de los libros más vendidos... en su edición cara de tapas duras. Con el anticipo recibido a cuenta de derechos, Herbert ha abandonado su refugio ecológico de la península Olympic para comprarse una casa en Hawai y trasladar allí su residencia. Y ve como la fama hace que los editores le soliciten libros y le ofrezcan sustanciosos contratos únicamente por su nombre.

Dios Emperador de Dune retoma la tradición de los libros anteriores de la serie. Abandonando aquí ya casi definitivamente la acción y la intriga, el libro nos ofrece una lúcida reflexión sobre la predestinación del destino humano, y un profundo análisis sobre la soledad del poder. En parte gusano, en parte hombre, Leto II deambula por los subterráneos del gigantesco mausoleo que es su Ciudadela de Arrakis, rodeado por la única extensión de desierto que queda en su planeta. Odiado como un tirano y adorado como un dios, rodeado por el coro digno de una tragedia griega de sus guardianas, Leto II prosigue su lenta metamorfosis que, con su destrucción, traerá la salvación de la especie humana. La Senda de Oro llega a su fin: todo está escrito ya en el tejido del tiempo...

Esa parte final del gran retablo de Dune, ese grandioso retrato de uno de los personajes más fascinantes que ha producido la ciencia ficción, cierra de momento el gran ciclo del planeta Arrakis, llamado Dune; la obra que, junto con la trilogía Fundación de Isaac Asimov, es considerada como la obra cumbre de la literatura mundial de ciencia ficción. Pero no cierra realmente el ciclo. ¿Deliberadamente?, Frank Herbert ha dejado al final una puerta abierta para futuros acontecimientos. La saga de Dune puede tener una continuación más épica aún que todo lo escrito hasta ahora. Estoy seguro de que Frank Herbert la escribirá.

Para finalizar, un consejo. Este libro puede ser leído independientemente de los tres anteriores. Pero si quiere usted gozar de toda esta gran obra en su plenitud, lea antes las tres primeras partes: Dune, El mesías de Dune e Hijos de Dune. Me lo agradecerá: merecen la pena.

Domingo Santos.

A Peggy Rowntree,

con amor y admiración

y profundo agradecimiento.

Capítulo 1

Extracto de la conferencia pronunciada por Hadi Benotto con motivo de los descubrimientos de Dar-es-Balat en el planeta Rakis:

Esta mañana tengo no sólo el placer de anunciarles a ustedes el hallazgo de ese maravilloso almacén que contiene, entre otras cosas, una monumental colección de manuscritos transcritos en papel de cristal riduliano, sino también la satisfacción de poder exponerles las razones que, a nuestro juicio, demuestran la autenticidad de este descubrimiento y los motivos que nos inducen a pensar haber descubierto los diarios originales de Leto II, el Dios Emperador.

En primer lugar, permítanme recordarles brevemente el valor del tesoro histórico que todos conocemos con el nombre de Los Diarios Robados, esos volúmenes de probada antigüedad que tanto han contribuido en el transcurso de los siglos a ayudarnos a conocer y comprender mejor a nuestros antepasados. Como todos ustedes saben. Los Diarios Robados fueron descifrados por la Cofradía Espacial, utilizándose también el método de la Clave de la Cofradía para traducir los volúmenes recién descubiertos. Nadie pone en duda la antigüedad de la Clave de la Cofradía, y ésta es la única, exclusivamente la única, capaz de traducir dichos volúmenes.

En segundo lugar, estos volúmenes se imprimieron con un dictatel ixiano de antiquísima manufactura. Los Diarios Robados demuestran sin lugar a dudas que ese fue el método empleado por Leto II para registrar sus observaciones históricas.

En tercer lugar, y tan portentoso a nuestro juicio como el mismo descubrimiento, tenemos el almacén. El depósito donde se hallaron dichos Diarios es una construcción indudablemente ixiana, de tan primitiva y singular ejecución que con toda seguridad arrojará nueva luz sobre ese período histórico conocido con el nombre de “La Dispersión”. Tal como era de esperar, este almacén resultaba invisible. Se hallaba enterrado a mucha más profundidad de lo que las leyendas y la Historia Oral nos inducían a pensar, emitiendo y absorbiendo radiaciones que lo confundían con las características naturales de su entorno, mimetismo mecánico bien conocido y que en sí no produjo mayor sorpresa. Lo que sí sorprendió a nuestros ingenieros fue lo rudimentario y primitivo de las técnicas mecánicas con las que se había realizado.

Advierto en algunos de ustedes la misma excitación que este hecho produjo en nosotros. En nuestra opinión, nos hallamos ante la primera Esfera Ixiana, la no-estancia de la cual derivaron todos estos artefactos. Si no se trata realmente de la primera, creemos que debe ser una de las primeras, y que posee los mismos principios que la primera.

Y ello me lleva al cuarto punto que deseaba comentar y que bien puede constituir el broche de oro de nuestro descubrimiento. Señoras y señores, con una emoción que apenas puedo controlar, les comunico a ustedes el último descubrimiento realizado en este lugar: hemos encontrado varias grabaciones orales, que según todos los indicios fueron efectuadas por Leto II con la voz de su padre Paul Muad’Dib. Puesto que las grabaciones auténticas del Dios Emperador se conservan en los Archivos Bene Gesserit, hemos enviado a la Orden una muestra de nuestras grabaciones, realizadas todas ellas según un arcaico sistema de microburbujas, con la petición formal de que lleven a cabo pruebas comparativas para determinar su autenticidad. No albergamos la menor duda de que así será.

Y ahora, tengan la bondad de prestar atención a los fragmentos traducidos que les fueron entregados a la entrada, y permítanme aprovechar la ocasión para pedir excusas por su peso, que según he podido comprobar, ha suscitado jocosos comentarios entre algunos de ustedes. Hemos utilizado papel corriente por una simple razón de tipo práctico: economía. Los volúmenes originales se hallan escritos en caracteres tan diminutos que para permitir su lectura deben aumentarse sustancialmente. Piensen ustedes que se precisan más de cuarenta volúmenes ordinarios, semejantes al que tienen ustedes ahora en sus manos, para reproducir simplemente el contenido de uno de los originales de cristal riduliano.

Preparen el proyector. Bien. En la pantalla situada a su izquierda aparece proyectado un fragmento de una de las páginas originales. Corresponde a la primera página del primer volumen. En la pantalla de la derecha aparece la traducción que nosotros hemos realizado. Fíjense ustedes en los elementos internos del texto, en la vanidad poética de las palabras, así como en el significado derivado de la traducción, indicios todos ellos, así como el estilo, de una personalidad identificable y consistente. En nuestra opinión, esto sólo pudo ser escrito por alguien que poseyera el conocimiento directo de recuerdos ancestrales y que tratase de compartir su extraordinaria experiencia de otras vidas anteriores, de forma que pudiese ser comprendida por quienes carecían de ese don.

Presten atención ahora al significado de este texto. Todas las alusiones concuerdan con los datos que nos proporciona la historia sobre la persona que a nuestro juicio es la única capaz de haber escrito tal relato.

Y aún tenemos una última sorpresa para ustedes. Me he tomado la libertad de invitar al ilustre poeta Rebeth Vreeb a compartir la tribuna con nosotros esta mañana, y a solicitar que nos lea de esta primera página un breve fragmento de nuestra traducción. Hemos observado que, incluso traducidas, estas palabras adquieren un matiz diferente cuando se leen en voz alta, y por ello deseamos compartir con todos ustedes la calidad verdaderamente extraordinaria que hemos descubierto en estos volúmenes.

Señoras y señores, ante ustedes Rebeth Vreeb.

De la lectura de Rebeth Vreeb:

Os aseguro que yo soy el libro del destino.

Las preguntas son mis enemigos. ¡Pues mis preguntas estallan! Las respuestas brincan cual rebaño atemorizado, oscureciendo el cielo de mis ineludibles recuerdos. Ni siquiera una respuesta, ni siquiera una basta.

Qué prismas centellean cuando penetro en el horrible terreno de mi pasado. Yo soy esquirla de piedra destrozada encerrada en una caja. La caja gira y se estremece. Yo soy zarandeado por una tormenta de misterios. Y cuando la caja se abre, regreso a esta presencia, como un extraño en tierras primitivas.

Despacio (despacio, digo) vuelvo a aprender mi nombre.

¡Pero eso no es conocerme a mi mismo!

Esta persona que responde a mi nombre, este Leto, segundo del linaje, encuentra otras voces en su mente, otros nombres y otros lugares. Oh, os prometo (como a mi me han prometido) que respondo a un único nombre. Si decís “Leto”, yo respondo. La tolerancia da certeza a estas palabras, la tolerancia y una cosa más:

¡Tengo en mi mano los hilos!

Todos ellos son míos. Imaginad un tema cualquiera —digamos... hombres que han muerto por la espada- y los tengo a ellos en plena matanza, intactas las imágenes sangrientas, todas ellas, intactos los gemidos, uno a uno, intacta cada mueca.

Gozos deja maternidad, pienso por caso, y míos son todos los alumbramientos. Seriadas sonrisas infantiles y los dulces gorjeos de las nuevas generaciones. Los primeros pasos de los niños y las primeras victorias de los jóvenes traídas ante mí para que las comparta. Van cayendo una sobre otra hasta que no veo más que igualdad y repetición.

“Manténlo todo intacto", me advierto a mí mismo.

¿Quién podrá negar el valor de tales experiencias, el provecho de aprender a través de lo que yo contemplo a cada instante?

Ah, pero es el pasado.

¿No comprendéis?

No es sino el pasado.

Capítulo 2

Esta mañana nací en un yurt al borde de una llanura donde pastan los caballos en las tierras de un planeta que dejó de existir. Mañana naceré otra persona en cualquier lugar. Aún no he escogido. Esta mañana, sin embargo, ¡ah, esta vida! Cuando mis ojos supieron enfocar, miré la hierba pisada bañada por el sol y vi a unas gentes vigorosas dedicadas a la dulce actividad de las tareas cotidianas de sus vidas. ¿Dónde... dónde fue a parar tanto vigor?

-Los Diarios Robados.

Las tres personas que corrían hacia el norte por entre las sombras de la luna a través del Bosque Prohibido cubrían un trecho de casi medio kilómetro, y el último corredor se encontraba a menos de cien metros de distancia de los feroces lobos-D que los perseguían. En medio del silencio se oían los jadeos de las fieras resoplando ansiosas por dar caza a la presa que acosaban.

Con la primera luna brillando en el firmamento, había bastante luz en la espesura, y pese a tratarse de las más elevadas latitudes de Arrakis, continuaba sintiéndose el calor de un agobiante día de verano. El vientecillo nocturno del Ultimo Desierto del Sareer transportaba aromas de resina y la húmeda emanación procedente del mantillo del suelo. De vez en cuando la brisa del mar de Kynes, situado al otro lado del Sareer, barría las huellas de los fugitivos con un ligero olor a salitre y pescado.

Por un capricho del destino, el último corredor se llamaba Ulot, que en lengua fremen significa "Amado Rezagado". Ulot era bajo de estatura y poseía una tendencia a la obesidad que le había obligado a añadir la incomodidad de una dieta a las penalidades que comportaba el entreno para esta aventura. Aún tras haber adelgazado mucho para la desesperada carrera que le esperaba, seguía teniendo la cara redonda, con unos grandes ojos oscuros, sensibles a cualquier alusión a su gordura.

Ulot se daba cuenta ya de que no podía seguir corriendo mucho más; perdido el resuello, jadeaba agotado y en ocasiones se tambaleaba. Así y todo no llamó a sus compañeros; sabía que no podían ayudarle. Todos habían prestado el mismo juramento, sabiendo que no tenían más defensa que las antiguas virtudes y la lealtad fremen; seguían siendo válidas aún cuando todo lo que antaño fuera fremen tenía ahora un rancio sabor a arcaico, relatos antiguos aprendidos a fuerza de oírlos recitar a los Fremen de Museo.

Era la lealtad fremen lo que mantenía a Ulot callado pese a ser plenamente consciente de la fatalidad de su destino. Hermosa demostración de las antiguas cualidades, y conmovedora ciertamente puesto que ninguno de los corredores poseía más conocimiento de las virtudes que imitaban que el de los libros, y las leyendas de la Historia Oral.

Los lobos-D se acercaban a Ulot ganándole terreno; los gigantescos bultos grises casi tan altos como los hombros de un hombre avanzaban a saltos, gañendo de ansiedad, con las cabezas enhiestas y los ojos clavados en la figura de su víctima, traicionada por los brillantes rayos de la luna.

El pie izquierdo de Ulot tropezó con una raíz, y estuvo a punto de caer. Aquello renovó sus energías, y consiguió acelerar el paso, ganando quizás un cuerpo de distancia a sus perseguidores. Ayudándose con enérgicos movimientos de los brazos, respiraba ruidosamente, con la boca abierta.

Los lobos-D no alteraron el paso. Sus sombras plateadas avanzaban entre chasquidos envueltos en los potentes efluvios verdes de sus bosques. Sabían que tenían ganada la batalla, como tantas otras veces.

Nuevamente, Ulot tropezó. Recuperó el equilibrio apoyándose en un arbusto y continuó su jadeante carrera, resollando, temblándole las piernas, que se rebelaban contra tan agotador esfuerzo. No le restaban energías para acelerar el paso otra vez.

Uno de los lobos-D, una hembra de gran tamaño, se emparejó con Ulot acercándosele por el flanco izquierdo. Con un giro fulgurante, saltó cruzándosele en el camino. Unos colmillos descomunales desgarraron el hombro de Ulot, haciéndole tambalear pero sin que llegase a caer. A los olores del bosque se añadió el acerbo tufo de la sangre. Un macho menos corpulento le alcanzó en la cadera derecha, y entonces Ulot cayó chillando. La manada entera se precipitó sobre él, y los gritos cesaron en un abrupto final.

Sin detenerse a devorar a su presa, los lobos-D reanudaron su persecución. Sus hocicos husmeaban los senderos del bosque y los errantes efluvios del ambiente, en busca del rastro cálido de los otros dos humanos que escapaban corriendo.

El siguiente corredor de la fila se llamaba Kwuteg, nombre de rancio abolengo en Arrakis pues se remontaba a los tiempos de Dune. Un antepasado suyo había servido en el Sietch Tabr como Maestro de los Destiladores de Muerte, pero aquello había ocurrido hacía más de tres mil años y quedaba perdido en un pasado en el que muchos habían dejado de creer., Kwuteg corría con las largas zancadas de su cuerpo alto y delgado, excelentemente preparado para tal ejercicio. De su rostro aguileño nacía un cabellera negra y lacia que le caía hacia atrás. Al igual que sus compañeros, vestía un ceñido traje de carreras de punto de algodón negro, que revelaba la acción de sus nalgas musculadas y de sus muslos nervudos, así como el ritmo profundo y regular de su respiración. Sólo su paso, notablemente lento para Kwuteg, traicionaba el hecho de haberse herido la rodilla derecha al descender por los precipicios artificiales que circundaban la fortaleza de la Ciudadela del Dios Emperador en el Sareer.

Kwuteg oyó los chillidos de Ulot, luego el brusco y potente silencio, y los renovados aullidos de caza de los lobos-D. Trató de que su mente no creara la imagen de otro amigo destrozado por las fauces de los monstruosos guardianes de Leto, pero la imaginación se le burló empleando contra él sus malas artes. Profiriendo mentalmente una maldición contra el tirano, sin malgastar aliento en pronunciarla, Kwuteg concentró sus esfuerzos .en aprovechar la única oportunidad que se le ofrecía de alcanzar el santuario del río Idaho. Sabía lo que sus amigos pensaban de él, hasta la misma Siona: todos le tenían por prudente y conservador. Ya de niño ahorraba sus energías hasta el último momento, dosificando sus reservas como un avaro.

A pesar de la herida de la rodilla, Kwuteg aceleró el paso. Sabía que el río estaba cerca. El dolor de la rodilla había dejado de ser una tortura para convertirse en un ardor que le quemaba la pierna y el costado. Conocía muy bien los límites de su resistencia, y sabía también que Siona se hallaría ya casi en la orilla. Ella, que era la más veloz de todos, transportaba el paquete sellado que contenía los objetos robados en la fortaleza del Sareer. Kwuteg concentró sus pensamientos en aquel paquete, mientras continuaba corriendo.

¡Sálvalo, Siona! ¡Úsalo para destruirle!

Los febriles gañidos de los lobos-D devolvieron a Kwuteg a la realidad. Los tenía demasiado cerca. En aquel momento supo que no conseguiría escapar de ellos.

¡Pero Siona tiene que escapar!

Se arriesgó a volver la cabeza, y vió a uno de los lobos acercársele por el lado. Súbitamente intuyó la estrategia que emplearían sus perseguidores, y en el momento en que el lobo saltaba para darle alcance Kwuteg también saltó. Colocando un árbol entre él y la manada, se agachó de repente, agarró a la fiera que le acosaba por una de las patas traseras y, sin detenerse, comenzó a voltear al cautivo agitándolo a modo de zurriago para dispersar a los demás. Hallando al animal menos pesado de lo que se imaginaba y casi agradeciendo el cambio de acción, se volvió contra sus atacantes y, blandiendo su látigo viviente, eliminó con un fulgurante molinete a dos de ellos, que cayeron desplomados entre el crujir de cráneos fracturados. Pero no podía defenderse sin ayuda, y a los pocos instantes un lobo flaco le atacaba por la espalda, lanzándole contra un árbol y privándole de su zurriago.

—¡Huye! —gritó.

La manada se abalanzó sobre él, y Kwuteg apresó al lobo flaco clavándole los dientes en la garganta. Le mordió con toda la furia de su desesperación. Un chorro de sangre de lobo le salpicó la cara, cegándole por un instante. Rodando por el suelo sin saber a ciencia cierta hacia donde dirigirse, Kwuteg agarró a otro lobo. Aquello desconcertó a unos cuantos componentes de la manada, que se dispersaron gañendo asustados y atacando a sus propios heridos. Los más, sin embargo, permanecieron atentos a su presa. Sus fauces, provistas de aguzados colmillos, desgarraron la garganta de Kwuteg.

También Siona Siona había oído el oído el chillido de Ulot, y después el inconfundible silencio seguido de los aullidos de los lobos al reanudar la manada su despiadada persecución. Se sintió invadida de tal cólera que temió estallar. Se había incluido a Ulot en esa aventura a causa de su capacidad analítica, de su habilidad para obtener una visión de conjunto de un problema a partir tan sólo de unas pocas de sus partes. Había sido Ulot quien, utilizando la indispensable lupa, presente siempre entre sus utensilios de trabajo, había examinado los dos extraños volúmenes hallados junto a los planos de la Ciudadela.

—Me parece que están en clave —había comentado.

Y Radi... pobre Radi, había sido el primero del grupo en morir...

Radi había dicho:

—No podemos llevar más peso. Tíralos.

Pero Ulot había objetado:

—Las cosas sin importancia no se esconden de esta forma.

Kwuteg se había puesto del lado de Radi:

—Vinimos en busca de los planos de la Ciudadela y ya los tenemos. Esos libros pesan mucho.

Pero Siona se había mostrado conforme con Ulot:

—Yo los llevaré.

Aquello había puesto fin a la discusión.

Pobre Ulot.

Todos sabían que era el peor corredor del grupo. Ulot era lento para casi todas las cosas, pero en claridad mental no le aventajaba nadie.

Es responsable y de toda confianza.

Ulot no les había defraudado.

Siona consiguió dominar su cólera, y utilizó su energía para acelerar el paso. Las ramas de los árboles le azotaban el cuerpo en su veloz carrera a la luz de la luna. Acababa de penetrar en ese vacío que se produce al correr, en el que el tiempo se queda en suspenso y no existe nada más que el movimiento y la conciencia del propio cuerpo realizando el esfuerzo para el cual se ha preparado.

Los hombres la encontraban muy bella cuando corría, y Siona lo sabía. Llevaba el largo cabello negro fuertemente sujeto en un cola para que no le molestase, y había acusado a Kwuteg de insensatez cuando él se negó a seguir su ejemplo en este particular.

¿Dónde está Kwuteg?

Su cabello no era igual que el de Kwuteg. Tenía ese color castaño oscuro que a veces se confunde con el negro pero que no llega a serlo, no como el de Kwuteg.

Por esos caprichos de las leyes genéticas, sus facciones reproducían exactamente las de una remota antepasada suya: un rostro suavemente ovalado, de boca llena y generosa, y ojos refulgentes de vivacidad sobre una nariz proporcionada y pequeña. El cuerpo se le había ido enflaqueciendo al cabo de varios años de correr, pero los hombres la consideraban una mujer sumamente atractiva.

¿Dónde está Kwuteg?

La manada de lobos guardaba silencio, y aquello la llenó de alarma. Lo mismo había ocurrido antes de que acabaran con Radi. Igual había sucedido cuando capturaron a Setuse.

Se dijo que aquel silencio presagiaba tal vez algo distinto. A Kwuteg tampoco se le oía... y era un hombre muy fuerte.

Siona sintió una punzada en el pecho, preludio del jadeo que sus muchos kilómetros de entreno le aseguraban que no iba a tardar en producirse. El sudor seguía manando de sus poros humedeciendo el fino traje negro de carreras que vestía. Sujeto a los hombros, cuidadosamente sellado para protegerlo de la travesía a nado del río, llevaba el paquete con su valioso contenido. Concentró sus pensamientos en los planos de la Ciudadela que iban doblados en él.

¿Donde guardará Leto su provisión de especia?

Tenía que ser en el interior de la Ciudadela; forzosamente tenía que ser allí. La especia de la melange que tanto codiciaban la Bene Gesserit, la Cofradía y todos los demás... era una recompensa que bien valía el peligro que arrostraba por ella.

Y aquellos dos volúmenes cifrados. Kwuteg tenía razón en una cosa: el papel de cristal riduliano era, efectivamente, muy pesado. Pero compartía la tremenda excitación de Ulot: algo importante ocultaban aquellas líneas en clave.

Una vez más los furiosos aullidos de caza de los lobos resonaron en el bosque detrás de ella.

¡Corre, Kwuteg, corre!

En aquel momento, justamente delante de ella y a través de los árboles, divisó la franja de terreno despejado que bordeaba la orilla del río Idaho y un poco más allá el reflejo de la luna sobre la superficie bruñida de las aguas.

¡Corre, Kwuteg!

Anheló con desespero escuchar algún sonido de Kwuteg, cualquier sonido. Tan sólo quedaban ellos dos de los once que habían iniciado la carrera. Nueve habían pagado esta aventura con su vida: Radi, Aliñe, Ulot, Setuse, Inineg, Onemao, Hutye, Memar y Oala.

Siona pronunció mentalmente sus nombres, y con cada uno de ellos elevó una callada plegaria a los antiguos dioses, no al tirano Leto. Con especial devoción se encomendó a Shai-Hulud.

Invoco en mi oración a Shai-Hulud, que habita en la arena.

De repente se halló fuera del bosque, aislada a la luz dé la luna, en medio de la franja de terreno segado que se extendía a lo largo del río. A poca distancia, tras una estrecha playa de guijarros, el agua la invitaba á zambullirse. La playa brillaba plateada contra la oscura y mansa superficie de las aguas.

Un penetrante alarido procedente de la espesura estuvo a punto de hacerla tropezar. Dominando los salvajes aullidos de los lobos, reconoció la voz de Kwuteg que la llamaba sin nombrarla con un único grito inconfundible, con una única palabra que condensaba innumerables conversaciones, que contenía un mensaje salvador de vida y muerte:

—¡Huye!

Los aullidos de la manada se convirtieron entonces en una horrible barabúnda de frenéticos gañidos, sin que volviera a oírse ya nada de Kwuteg. En aquel instante Siona comprendió de qué modo empleaba Kwuteg las últimas energías que le quedaban de vida.

Los está entreteniendo para ayudarme a escapar.

Obedeciendo al grito de Kwuteg, se precipitó hacia la orilla del río. Después del calor de la carrera, el frío del agua la sobresaltó. De momento se sintió algo aturdida y se alejó chapoteando, tratando de nadar y recobrar el aliento. El precioso paquete flotaba a sus espaldas, chocando contra su nuca.

En aquel punto el río Idaho no era demasiado ancho; no alcanzaría los cincuenta metros, y describía una curva suave y majestuosa bordeada de entrantes arenosos poblados de lozanos juncos y cañaverales, testimonio de que las aguas se negaban a discurrir entre las líneas rectas diseñadas por los ingenieros de Leto. Siona se tranquilizó al recordar que los lobos-D habían sido condicionados para detenerse a la orilla del agua. Los límites de su territorio quedaban señalados por el río a este lado, y el muro del desierto al otro. A pesar de todo, recorrió los últimos metros nadando bajo el agua, y no salió a la superficie hasta hallarse en las sombras de un bancal desde donde se volvió para mirar hacia atrás.

La manada entera de lobos se había colocado en formación a lo largo de la orilla, excepto uno de ellos que había descendido hasta el borde del agua y estaba inclinado hacia adelante, con las patas delanteras casi sumergidas en la corriente. Siona le oyó gañir, y supo que el lobo la había divisado. Sin duda alguna. Los lobos-D eran famosos por su agudeza visual. Entre los antepasados de los guardianes del bosque de Leto había Mastines de Larga Vista, y el Emperador criaba a sus lobos por sus extraordinarias dotes visuales. Siona se preguntó si en esta ocasión los lobos llegarían a quebrantar la sumisión a su condicionamiento, pues eran básicamente cazadores de batida. Si el lobo plantado en la orilla se decidía a entrar en el agua, los demás le seguirían. Siona contuvo la respiración. Estaba exhausta. Había recorrido treinta kilómetros, la mitad de los cuales con los lobos pisándole los talones.

El lobo plantado en la orilla profirió un gañido y retrocedió de un salto, reuniéndose con sus compañeros. Obedeciendo alguna señal silenciosa, volvieron grupas y regresaron al trote a la espesura.

Siona sabía a dónde se dirigían. Los lobos-D estaban autorizados a devorar cuantas piezas abatieran en el Bosque Prohibido. No era ningún secreto. Era del dominio público. Por esta razón los lobos vagaban por el bosque y se habían convertido en guardianes del Sareer.

—Me las pagarás, Leto —murmuró. Su voz no fue más que un leve susurro, semejante al rumor del agua entre los juncos que se oía a sus espaldas— Pagarás por Ulot, por Kwuteg y por todos los demás. Me las pagarás.

Se empujó fuera del agua con suavidad, dejándose llevar por la corriente hasta tocar con el pie el fondo de una angosta playa. Lentamente, arrastrando el cuerpo abrumado de fatiga, salió del agua y se detuvo a comprobar que el contenido del paquete sellado no se había mojado. El sello estaba intacto. Lo contempló un instante a la luz de la luna, y luego levantó la mirada dirigiéndola hacia el muro de árboles del otro lado del río.

Qué precio tan alto pagamos. Diez amigos muy queridos.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero Siona pertenecía a la casta de los antiguos fremen, y sus lágrimas fueron pocas. La aventura de cruzar el río y atravesar el bosque mientras los lobos patrullaban las fronteras del norte, para cruzar después el Ultimo Desierto del Sareer y escalar las murallas de la Ciudadela... todo ello adquiría caracteres de sueño en su mente... incluso, la huida ante los lobos, que ella había vaticinado pues era seguro que la manada de guardianes descubriría el rastro de los invasores y se hallaría al acecho... todo era un sueño. Pertenecía al pasado.

Conseguí escapar.

Se volvió a sujetar a la espalda el paquete sellado.

He abierto una brecha en tus defensas, Leto.

En aquel momento Siona pensó en los volúmenes cifrados. Estaba segura de que algo oculto en aquellas líneas escritas en clave le abriría el camino para la venganza.

¡Te destruiré, Leto!

No: ¡Te destruiremos, Leto! Eso no era propio de Siona. Lo haría ella misma.

Se dio media vuelta y se dirigió a grandes pasos hacia las huertas que se extendían detrás de la franja segada paralela a la orilla del río. Mientras iba caminando, repitió el juramento que implicaba su nombre completo:

—Siona Ibn Fuad al-Seyefa Atreides es quien te maldice, Leto. ¡Pagarás por ello!

Capítulo 3

Los siguientes pasajes pertenecen a la traducción realizada por Hadi Benotto de los volúmenes descubiertos en Dar-es-Balat:

Yo, Leto Atreides II, nací hace más de tres mil años standard, contando desde el momento en que ordeno imprimir estas palabras. Mi padre fue Paul Muad'Dib. Mi madre fue su consorte fremen, Chani. Mi abuela materna fue Faroula, herbolaria famosa entre los fremen. Mi abuela paterna fue Jessica, producto del programa genético de la Bene Gesserit en su búsqueda de un varón capaz de igualar los poderes de las Reverendas Madres de la Orden. Mi abuelo materno fue Liet-Kynes, el planetólogo que inició la transformación ecológica de Arrakis. Mi abuelo paterno fue El Atreides, descendiente de la casa de Atreus y cuyo linaje se remontaba en línea directa a sus antepasados griegos.

Mi abuelo paterno murió como tantos griegos de noble alcurnia, intentando dar muerte a su mortal enemigo, el viejo barón Vladimir Harkonnen. Ambos descansan ahora sin paz alguna en mis ancestrales recuerdos. Ni siquiera mi padre se siente satisfecho. Yo he llevado a cabo lo que él temió hacer, y ahora su sombra debe compartir las consecuencias.

La Senda de Oro así lo exige. ¿Y qué es, me diréis, la Senda de Oro? Pues nada más y nada menos que la supervivencia de la humanidad. A nosotros los que poseemos poderes de presciencia, a nosotros los que conocemos los escollos y trampas del porvenir humano, nos corresponde desde siempre esa responsabilidad.

Lo que vosotros podáis sentir al respecto, vuestras mezquinas penas y alegrías, incluso las angustias o el delirio, apenas nos concierne. Mi padre poseía estos poderes. Yo los poseo en mayor grado. De vez en cuando nos está permitido lanzar una mirada entre los velos del Tiempo.

Este planeta de Arrakis desde el cual gobierno mi imperio multigaláctico no es ya lo que fue en los tiempos en que se conocía con el nombre de Dune. En aquella época el planeta entero era un desierto. Ahora no queda más que este reducido vestigio, mi Sareer. Ya no vaga en libertad el gusano de arena gigante produciendo la especia melange, la única fuente. ¡Qué extraordinaria sustancia! Ningún laboratorio ha logrado jamás sintetizarla. Y es la sustancia más valiosa que jamás descubrió la humanidad.

Sin melange para poner en funcionamiento la presciencia lineal de los Pilotos de la Cofradía, la gente atraviesa las distancias interestelares del espacio a paso de caracol. Sin melange, la Bene Gesserit no puede dotar a las Decidoras de Verdad ni a las Reverendas Madres. Sin las propiedades geriátricas de la melange, la gente vive y muere de acuerdo con el antiguo parámetro, es decir, poco más de un centenar de años, más o menos. Ahora bien, la única especia disponible se conserva en almacenes y depósitos de la Cofradía y de la Bene Gesserit, ciertas pequeñas cantidades se hallan en poder de los vestigios de las Grandes Casas, y luego existe mi gigantesca provisión que todos codician. ¡Ah, cómo desearían saquearme! Pero no se atreven; saben que antes que entregarla, la destruiría.

No. Se acercan a mí sumisos y me solicitan la melange. Y yo la distribuyo cual recompensa o la retengo como castigo. Y eso lo detestan.

Es mi poder, les digo. Es mi privilegio.

Me sirve para crear la Paz. Hace más de tres mil años que disfrutan de la Paz de Leto. Consiste en una tranquilidad forzosa que la humanidad conoció tan sólo durante brevísimos periodos antes de mi ascensión al trono. Por si lo habéis olvidado, dedicaos a estudiar la Paz de Leto en estos mis diarios.

Comencé esta crónica el primer año de mi administración, en los primeros dolores de mi metamorfosis, siendo aún básicamente humano, incluso en apariencia. La piel de trucha de arena que yo acepté (y mi padre rechazó) y que me proporcionó una fuerza descomunalmente amplificada además de una virtual inmunidad contra el ataque convencional y la vejez, esa piel cubría todavía una figura reconocible como humana: dos piernas, dos brazos, un rostro humano enmarcado en los pliegues enrollados de la trucha de arena.

¡Ahhh, ese rostro! Aún lo tengo, y es la única porción de piel humana que expongo ante el universo. Todo el resto de mi carne se halla recubierta por los cuerpos entrelazados de esos minúsculos vectores de la arena profunda que tal vez un día se conviertan en gusanos de arena gigantes.

Y así será... un día así será.

A menudo pienso en mi metamorfosis final, esa semejanza de la muerte. Sé cómo debe producirse, pero ignoro el momento y los demás jugadores. Esta es la única cosa que yo no puedo saber. Sólo sé si la Senda de Oro continua o termina. Como hago que estas palabras queden registradas, la Senda continua, y por este motivo, al menos, estoy contento.

Ya no siento los filamentos de las truchas de arena clavárseme en la carne para extraer el agua de mi cuerpo y almacenarla en sus receptáculos placentarios. Ahora formamos virtualmente un solo cuerpo, ellas son mi epidermis y yo la fuerza que mueve el conjunto... la mayor parte del tiempo.

En el momento de escribir este relato, definirme con el término conjunto peca de grosero e impreciso. Soy lo que podría llamarse un pregusano. Mi cuerpo mide unos siete metros de longitud y algo más de dos metros de diámetro, posee anillos en casi toda su extensión, y presenta en un extremo mi rostro Atreides situado a la altura de un hombre, con mis brazos y manos (bastante reconocibles como humanos) colocados justo debajo. ¿Mis piernas y mis pies? Bien, los tengo casi atrofiados del todo. En realidad, son puras aletas y se han ido desplazando, colocándose en la parte trasera de mi cuerpo. Todo mi conjunto pesa aproximadamente cinco toneladas antiguas. Adjunto estos datos porque sé que tendrán interés para la historia.

¿Cómo traslado ese peso descomunal de un lado para otro? Generalmente en mi Carro Real, que es de manufactura ixiana. ¿Os extraña9 La gente odiaba y temía a los ixianos aún más de lo que me odiaban y temían a mi. Antes el diablo, decían, pues ¿quién sabe, quién sabe lo que los ixianos son capaces de inventar o fabricar?

Yo, ciertamente, no lo sé. No en su totalidad.

Pero siento una cierta simpatía por los ixianos, por la inconmovible firmeza con que creen en su tecnología, en su ciencia y en sus máquinas. Es esta fe robusta (qué importa cuál sea su contenido) lo que nos acerca a los ixianos y a mí y hace que nos entendamos bien. Ellos fabrican para mi numerosos aparatos y piensan que así se ganan mi gratitud. Estas mismas palabras que ahora estáis leyendo fueron impresas con un instrumento ixiano al que llaman dictatel. En el momento en que me pongo a pensar, de cualquier modo que sea, el dictatel se pone en funcionamiento, y sin más requisito que seguir pensando de ese modo las palabras van quedando impresas en hojas de cristal riduliano de una molécula de grosor. Algunas veces ordeno imprimir copias en material más deleznable. Dos de esas copias fueron las que me robó Siona.

¿No es maravillosa mi Siona? A medida que comprendáis la importancia que tiene para mi, tal vez os preguntéis si no hubiera debido dejarla morir en el bosque. No lo dudéis: la muerte es algo muy personal. Raras veces interfiero con ella, y jamás lo haría en el caso de alguien que deba ser puesto a prueba como Siona. La podría dejar morir en cualquier fase. Después de todo, podría educar a un nuevo candidato en muy poco tiempo, tal como yo mido el tiempo.

De todos modos, me fascina. La estuve contemplando en el bosque. Con mis instrumentos ixianos la estuve contemplando, preguntándome cómo no vaticiné esta aventura. Pero Siona es... Siona. Por eso no hice gesto alguno para detener a los lobos. Hubiera sido un error hacerlo; los lobos-D no son más que una prolongación de mi propósito, y mi propósito es ser el mayor predador de todos los tiempos.

-Los Diarios de Leto II

Capítulo 4

El breve diálogo que se transcribe a continuación se considera parte de un manuscrito original llamado “El Fragmento Welbeck”, atribuido a Siona Atreides. Los interlocutores son la propia Siona y su padre, que fue (según afirman todas las crónicas), edecán de Leto II y mayordomo de palacio. Está fechado en la época en que Siona, sin haber cumplido aún los veinte años, recibe la visita de su padre en sus aposentos de la Escuela de Habladoras Pez en la Ciudad Sagrada de Onn, una de las mayores poblaciones del planeta conocido actualmente con el nombre de Rakis. Conforme a los documentos de identificación del manuscrito, Moneo visitó a su hija en secreto para advertirla de que su vida corría peligro. ,

SIONA: ¿Cómo has podido sobrevivir con él tanto tiempo, padre?. Mata a cuantos le rodean. Todo el mundo lo sabe.

MONEO: Estás equivocada. El no mata a nadie

SIONA: No es preciso que mientas.

MONEO: No miento. Es la verdad. El no mata a nadie.

SIONA: ¿Entonces cómo explicas las muertes que todos conocemos?

MONEO; Es el Gusano el que mata. El Gusano de Dios. Leto vive en el seno de Dios pero no mata a nadie.

SIONA: ¿Como es, pues, que tú sobrevives?

MONEO: Yo sé reconocer al Gusano Lo distingo en su rostro y en sus movimientos. Conozco cuándo se aproxima Shai-Hulud.

SIONA: ¡El no es Shai-Hulud!

MONEO: Bien, así es como llamaban al Gusano los Fremen en su tiempo.

SIONA: Lo sé. Lo he leído en los libros. Pero él no es el Dios del desierto.

MONEO: ¡Calla, insensata! Tú no sabes nada de esas cosas.

SIONA: Sé que eres un cobarde.

MONEO: Qué poco me conoces. Tú nunca has estado donde yo he estado ni tampoco has visto lo que yo he visto en sus ojos y en el movimiento de sus manos.

SIONA: ¿Y qué haces cuando el Gusano se aproxima?

MONEO: Me retiro.

SIONA: Gran prudencia. Que sepamos con seguridad, ha dado muerte a nueve Duncan Idahos.

MONEO: ¡Te digo que él no mata a nadie!

SIONA: ¿Cuál es la diferencia? Leto o Gusano, ahora forman un único cuerpo.

MONEO: Pero son dos seres distintos: Leto el Emperador y El Gusano que es Dios.

SIONA: ¡Estás loco!

MONEO: Quizás. Pero yo sirvo a Dios.

Capítulo 6

Soy el más apasionado observador de personas que Jamás haya existido. Las observo en mi interior y también fuera de mi. En mí el pasado y el presente se entremezclan con extrañas compulsiones. Y mientras mi carne sufre el proceso de su gran metamorfosis, mis sentidos experimentan extraordinarias percepciones, como si me apercibiera de todo en primer plano. Tengo una vista y un oído extremadamente agudos; así como un olfato portentosamente fino. Soy capaz de detectar e identificar feromonas hasta tres por millón. Lo sé. Lo he comprobado. No podéis ocultar demasiado a mis sentidos. Creo que os horrorizaría averiguar lo que soy capaz de detectar simplemente con el olfato. Vuestras feromonas me revelan lo que hacéis o lo que tenéis intención de hacer. ¡Y qué decir del gesto y la postura! En una ocasión pasé medio día contemplando a un anciano sentado en un banco de Arrakeen. Era descendiente en quinta generación de Stilgar el Naib y ni siquiera lo sabía. Estuve estudiando el ángulo de su cuello, los pliegues de piel que formaban su papada, sus labios resecos, la humedad del contorno de sus narices, los poros que tenía detrás de las orejas y los mechones de pelo gris que sobresalían de la capucha de su anticuado destiltraje. Ni una sola vez se percató de que lo estaban observando. ¡Ah! Stilgar se hubiera dado cuenta al cabo de un segundo o dos a lo sumo.

Pero ese anciano esperaba simplemente a alguien que no apareció. Al final se puso de pie y se alejó tambaleándose. Se hallaba entumecido después de tanto estar sentado. Supe que jamás volvería a verle en carne y hueso. Se encontraba a las puertas de la muerte y su agua con toda seguridad se malgastaría. Bien, eso ya poco importaba.

-Los Diarios Robados

A Leto le parecía el lugar más atractivo del universo aquel donde aguardaba la llegada de su actual Duncan Idaho. Se trataba, según proporciones humanas, de un espacio gigantesco que constituía el corazón de la intrincada red de catacumbas sobre las cuales se erigía su ciudadela. Varias estancias radiales de treinta metros de altura por veinte de ancho nacían a modo de rayos del cubículo central en el que ahora se encontraba. Su carro estaba colocado en el centro de dicho cubículo, en una cámara abovedada circular de cuatrocientos metros de diámetro y cien de altura en su punto máximo, situado encima de él.

Estas dimensiones le resultaban tranquilizadoras.

Era primera hora de la tarde en la Ciudadela, pero la única luz de .la estancia procedía del difuso resplandor anaranjado de unos pocos globos luminosos flotantes a suspensor, graduados a su mínima intensidad. La luz dejaba en sombras gran parte de las estancias radiales, pero la memoria de Leto recordaba sin fallo la posición exacta de cuanto contenían: el agua, los huesos, el polvo de sus antepasados y de los Atreides que allí habían vivido y fallecido desde los tiempos de Dune. Todos ellos se encontraban en aquel lugar, así como unos cuantos recipientes llenos de melange colocados allí para dar la impresión de que constituían la totalidad de su provisión, en el supuesto de llegarse a producir tal contingencia.

Leto sabía perfectamente qué motivo impulsaba al Duncan que tenía ante él. Idaho se había enterado de que los tleilaxu estaban fabricando un nuevo Duncan, otro ghola confeccionado según las instrucciones precisas del Dios Emperador, y este Duncan temía que fuera a reemplazársele tras casi sesenta años de servicio. Siempre era una causa de esta índole lo que provocaba la insurrección de los Duncans. Pocas horas antes un enviado de la Cofradía se había presentado ante Leto a fin de comunicarle que los Ixianos habían hecho entrega de una pistola láser a este Duncan.

Leto emitió una risita sofocada. La Cofradía seguía mostrándose extremadamente sensible hacia todo cuanto pudiera amenazar su magra provisión de especia. A sus miembros les aterrorizaba pensar que Leto fuese el último eslabón con los gusanos de arena, productores de las enormes reservas originales de melange.

Si me extingo por falta de agua, no volverá a haber jamás ni un gramo de especia.

Aquél era el temor de la Cofradía. Y sus historiadores-contables aseguraban que Leto poseía el más importante depósito de melange de todo el universo. Ya por sí solo este hecho convertía a la Cofradía en un aliado digno casi de toda confianza.

Para aprovechar la espera, Leto se puso a realizar los ejercicios de manos y dedos recomendados por su adiestramiento Bene Gesserit. Sus manos eran su orgullo. Recubiertos por la membrana gris de piel de trucha de arena, sus largos dedos y sus pulgares oponibles podían utilizarse en forma muy semejante a una mano humana. Las casi inútiles aletas que antaño fueran sus piernas y sus pies le producían ahora más incomodidad que vergüenza, pues podía arrastrarse, rodar y sacudir el cuerpo con sorprendente velocidad, pero a veces caía sobre las aletas y ello le producía dolor.

¿Qué estaba demorando al Duncan?

Leto imaginó al hombre vacilando, mirando por una ventana hacia el etéreo horizonte del Sareer. Aquel día el aire palpitaba de calor. Antes de descender a la cripta, Leto se había detenido unos instantes descubriendo un espejismo en el sudoeste. El reflejo del calor centelleando a través de la trena le envió una imagen compuesta por una banda de Fremen de Museo atravesando penosamente a pie un Sietch de decorado para entretenimiento de turistas.

Hacía fresco en la cripta, siempre hacía fresco, y la iluminación siempre era tenue. Los túneles radiales, enormes agujeros negros, ascendían o bajaban en suave pendiente para facilitar el desplazamiento del Carro Real Algunos de ellos, dejando atrás muros falsos, recorrían varios kilómetros; eran pasajes que el propio Leto había construido por sí solo con herramientas ixianas, túneles de alimentación y pasadizos secretos. Al centrar su atención en la entrevista que iba a celebrar, Leto sintió en su interior un incipiente nerviosismo, emoción que le pareció sumamente interesante y con la que recordaba haber vibrado en otros tiempos. Leto se daba cuenta de que con el tiempo le había ido tomando afecto al actual Duncan, y que deseaba con un débil rayo de esperanza que aquel hombre lograra sobrevivir a la entrevista que se avecinaba. A veces lo conseguían. Era poco probable que el Duncan le lanzara una amenaza de muerte, aunque no se podía pasar por alto ese azar, pues existía. En una ocasión Leto había tratado de explicarle justamente eso a uno de los anteriores Duncans... precisamente aquí, en esta misma estancia.

—Te parecerá extraño que yo con mis poderes hable de azar y casualidad —había dicho Leto, y el Duncan replicó irritado:

—¡Vos no dejáis nada al azar! ¡Os conozco bien!

—¡Que ingenuidad! El azar es la naturaleza de nuestro universo. ,

—El azar no. El mal. Y vos sois el autor del mal.

—¡Bravo, Duncan! El mal constituye un profundo placer. Es en las distintas maneras de ocuparnos del mal donde aguzamos nuestra inventiva.

—¡Vos ya no sois siquiera humano! —Qué enfadado se había mostrado el Duncan.

Leto encontró esta acusación irritante, como un granito de arena en un ojo. Se asía con innegable encarnizamiento a los restos de su antigua personalidad humana, aunque la irritación era el sentimiento más próximo a la ira a que podía llegar.

—Tu vida se está convirtiendo en un cliché —le acusó Leto. Al oír lo cual el Duncan había sacado un pequeño explosivo de entre los pliegues de la túnica que vestía como uniforme. ¡Qué sorpresa!

Leto adoraba las sorpresas, hasta las desagradables.

¡Esto es algo que no había previsto!, y así se lo dijo al Duncan, extrañamente indeciso en aquel instante, que lo que más requería era decisión.

—Esto podría mataros —dijo el Duncan.

—Lo siento, Duncan. No me hará más que una pequeña herida.

—¡Pero habéis dicho que no lo habíais previsto! —La voz del Duncan se había vuelto chillona.

—Duncan, Duncan, la predicción absoluta significa para mí la muerte. Qué indeciblemente aburrida es la muerte.

En el último momento el Duncan había hecho ademán de lanzarle el explosivo hacia un costado, pero la inestabilidad del material lo había hecho explotar antes de hora. El Duncan había muerto. Ah, bien, los tleilaxu siempre tenían otro de repuesto en sus tanques axlotl.

Uno de los flotantes globos luminosos, situado encima de Leto, comenzó a emitir señales intermitentes. La excitación se apoderó de él. ¡La señal de Moneo! El fiel Moneo avisaba a su Dios Emperador de que el Duncan descendía a la cripta.

La puerta del ascensor humano situado entre los dos pasadizos radiales del arco noroeste del cubículo se abrió de pronto. El Duncan avanzó, figura diminuta a esa distancia pero no por ello capaz de ocultar a los ojos de Leto hasta los más ínfimos detalles de su persona: Una arruga en la manga del uniforme a la altura del codo revelaba que su dueño había estado apoyado en algún sitio con la barbilla en la mano. Sí, se le notaban todavía las marcas de la mano en la barbilla. El olor del Duncan le precedía: su nivel de adrenalina había alcanzado cotas muy elevadas.

Leto permaneció en silencio mientras el Duncan se aproximaba, prestando atención a los detalles. El Duncan caminaba aún con toda la elasticidad de la juventud, cosa que indudablemente debía agradecer a una mínima ingestión de melange en su dieta, y vestía el viejo uniforme Atreides, negro con un halcón dorado en el costado izquierdo. Interesante réplica aquella. “Yo sirvo el honor de los antiguos Atreides”. Su cabello, negro y ensortijado, parecía un gorro de astracán, y sus facciones angulosas, de pómulos salientes, eran como plasmadas en piedra.

Los tleilaxu fabrican bien a sus gholas, pensó Leto.

El Duncan llevaba una cartera plana confeccionada con un tejido de fibras marrón oscuro que había utilizado durante varios años. Generalmente contenía el material con el que preparaba sus informes, pero hoy aparecía abultada por algún objeto de mayor peso.

La pistola láser ixiana.

Idaho concentró su atención en el rostro de Leto al avanzar hacia él. Seguía siendo desconcertantemente Atreides, con sus magras facciones y sus ojos de aquel azul total que en las personas nerviosas llegaba a producir un efecto de pura intrusión física. Acechaba hundido dentro de una cogulla formada por pliegues de piel de trucha gris que, como bien sabía Idaho, podían desplegarse con un rápido reflejo defensivo, semejante a un gigantesco parpadeo que en lugar de ocultar los ojos le cubriera la cara. Dentro de aquel marco gris resaltaba el cutis sonrosado que inducía a pensar que el rostro de Leto era una obscenidad, una fracción de humanidad atrapada en un medio extraño.

Deteniéndose a tan sólo seis pasos de distancia del Carro Real, Idaho no trató de disimular la cólera que le dominaba. Ni siquiera pensó en si Leto habría advertido la pistola láser. Este imperio se había desviado en demasía de las antiguas normas éticas Atreides, para convertirse en un desbordamiento impersonal que aplastaba al inocente en su camino. ¡Había que poner fin a tal estado de cosas!

—He venido a hablaros de Siona y otros asuntos —dijo Idaho, colocando la cartera de forma que pudiera extraer fácilmente la pistola láser.

—Muy bien. —La voz de Leto rezumaba aburrimiento.

—Siona fue la única que escapó, pero dispone todavía de una organización rebelde formada por compañeros suyos.

—¿Crees acaso que no estoy enterado?

—¡Conozco vuestra peligrosa tolerancia para con los rebeldes! Lo que ignoro es el contenido del paquete que robó.

—Oh, eso. Son los planos completos de la Ciudadela.

Durante breves instantes Idaho, comandante en jefe de la Guardia de Leto, quedó anonadado por el gravísimo riesgo que ello comportaba para la seguridad de su señor.

—¿Y la dejasteis escapar con eso?

—Yo no, tú lo hiciste.

Idaho retrocedió ante tal acusación. Sin apr

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos