Antimateria, magia y poesía

Andrés Gomberoff
José Edelstein

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Miraba unos dibujos en el pizarrón cuando quedó paralizado. Sus brazos cayeron, lánguidos, mientras la veintena de jóvenes que asistían a la clase, mudos espectadores, escucharon claramente como el trozo de tiza que se escurrió de sus dedos golpeaba el suelo de madera. No debió de ser más de medio segundo, pero lo cierto es que el tiempo quedó suspendido para Johannes Kepler, el profesor de matemática y astronomía de veintitrés años que se había incorporado el curso anterior al seminario de Graz.

Una cadena de pensamientos lo embistió mientras hablaba de la «gran conjunción», un evento que ocurre cada veinte años, cuando Júpiter y Saturno lucen más cercanos en el cielo nocturno. Para explicarlo colmó el pizarrón de diagramas geométricos, hasta que su mirada quedó perdida en uno de ellos: un círculo dentro del cual se dibujaba el más grande de los triángulos de tres lados iguales que cabe en su interior. A su vez, dentro del triángulo, se dibujaba el mayor círculo que podemos trazar. Notó que esta configuración requería que los dos círculos fuesen concéntricos y que uno tuviese exactamente el doble del diámetro que el otro; similar a las proporciones que guardan las órbitas que describen Júpiter y Saturno en torno al Sol. En ese instante sintió que un gran secreto le estaba siendo revelado: ¿había una razón geométrica semejante que explicara los tamaños de las seis órbitas que dibujaban los planetas conocidos hasta entonces?

Así como podemos delinear un triángulo que encaja perfectamente entre las órbitas de los dos últimos planetas, pensó, para las demás quizás fuera posible acomodar otros cuatro polígonos de lados iguales: cuadrados, pentágonos o hexágonos. Como tantas veces, la desazón fue la primera en llegar: existe una infinitud de estos polígonos, por lo que las posibilidades eran abrumadoras. Pero los caminos de la mente creativa, curiosa y erudita son imprevisibles si no ceden a la tentación de detenerse ante el primer obstáculo. Fue en ese momento cuando, inopinadamente, los sólidos platónicos irrumpieron en su memoria. Estos son cuerpos tridimensionales de caras idénticas. El ejemplo más familiar: un cubo de seis caras cuadradas iguales.

El matemático griego Teeteto demostró en el siglo IV a.C. que solo existían cinco sólidos platónicos —el nombre de Platón se debe a que fue este quien dejó constancia de su pensamiento y de sus diálogos con Sócrates—: el tetraedro o pirámide, de cuatro caras triangulares; el cubo; el octaedro, de ocho caras triangulares; el dodecaedro, de doce caras pentagonales, y el icosaedro, de veinte caras triangulares. No podía ser casualidad que fueran cinco, el número exacto que se necesitaba para acomodar las órbitas de Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Ahora sí, la niebla se disipaba y el gran secreto del universo comenzaba a hacerse nítido: el Sol era el centro de seis esferas en las que las órbitas planetarias tenían lugar. Sus tamaños estaban dictados por la posibilidad de disponer entre estas los cinco sólidos platónicos, de tal modo que encajen de la manera más compacta posible, sin holguras. Su visión no solo podría explicar las distancias al Sol, sino que, pensándolo bien, ¡también explicaba por qué había exactamente seis planetas!

Todo esto pasó por su cabeza en el tiempo que empleó la tiza en caer de su mano al suelo. Fue una epifanía. Un instante fugaz, desde la óptica de sus alumnos, pero que dejó una marca profunda e imperecedera: «Nunca podré describir con palabras el deleite que sentí por mi descubrimiento». La nobleza elegante de la geometría fue su fuente de inspiración y, junto a ella, una de las ideas que motorizó la revolución científica del siglo XVII. Sin duda, se trata de una de las ideas más bellas y con mayor impacto de la historia del conocimiento. Una idea, sin embargo, falsa.

El sistema solar, hoy sabemos, tiene como mínimo ocho planetas y sus órbitas no son círculos, como el propio Kepler luego mostraría. Además, el Sol nada tiene de especial en el universo. No hay que salir de nuestra galaxia para encontrar más de cien mil millones de soles, con un número variable de planetas o incluso sin ellos. La platónica arquitectura concebida por Kepler se deshizo en el aire, casi sin dejar vestigios. Persiguiendo su ideal cósmico, sin embargo, realizó las observaciones más minuciosas y los cálculos más extraordinarios de su tiempo. Entendió con una precisión sin precedentes la forma de las órbitas y las velocidades con que los planetas las recorren. Dejó así el camino trazado para que Newton construyera su teoría de la gravitación universal, dando inicio a la física tal como la entendemos hoy.

Contra lo que parece, la maravillosa parábola de Johannes Kepler no es una rara avis en la historia de la ciencia. Por una parte, la obsesión que nos lleva a perseguir con atrevimiento y resolución una idea errada ha sido en incontables ocasiones el combustible de grandes y fructíferas aventuras científicas. Por otra, varias de las teorías más exitosas y disruptivas han nacido de un espejismo, una quimera, una intuición aparentemente arbitraria basada en consideraciones estéticas. Una interpretación poética del cosmos capaz de transformar con una sentencia, un verso libre, complejos fenómenos naturales en realidades inevitables. El milagro de la usina creativa más poderosa de la que tengamos conocimiento: nuestro cerebro. Es allí donde emerge nítida, inexplicable, mágica, una cosmovisión poblada de ecuaciones e intuiciones entrelazadas con sutil delicadeza a la que llamamos ciencia.

Niels Bohr, uno de los tantos protagonistas de estas páginas, usó argumentos análogos a los de Kepler para explicar el movimiento de los electrones en el átomo. Estos experimentan una atracción eléctrica hacia el núcleo que, de acuerdo con lo que se sabía entonces, debería hacer de los átomos algo así como sistemas planetarios microscópicos. Pero las observaciones mostraban que los electrones no se sentían cómodos en cualquier órbita. Por ejemplo, parecía haber una órbita de tamaño mínimo que impedía el, de otro modo, inexorable desplome sobre el núcleo atómico. No es absurdo imaginar que Bohr se inspirara en Kepler para concebir la existencia de volúmenes similares a los sólidos platónicos que obligaran a los electrones a situarse en esferas bien determinadas.

Poco importa que finalmente fuera un mecanismo distinto el que utilizó para formular su regla de cuantización, que determinaba en qué esferas podían encontrarse las orbitas electrónicas. Estaba basado en ideas sobre la naturaleza de la luz que Max Planck y Albert Einstein habían planteado algunos años antes. Pero la ausencia de sólidos platónicos no le quitaba a su teoría el sortilegio de una gran revelación abstracta. Era una obra kepleriana en el sentido más puro. En este caso, como se sabe, una muy exitosa, capaz de explicar un sinnúmero de fenómenos atómicos. Había en ella, sin embargo, una buena cantidad de ideas que posteriormente se descartaron. Los electrones, por ejemplo, no siguen órbitas ni se sitúan en esfera alguna alrededor del núcleo. La mecánica

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