Cultura Mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas

Frédéric Martel

Fragmento

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PRÓLOGO

 

 

 

 

No cabe imaginar un lugar menos mainstream que el Harvard Faculty Club. Ese restaurante, reservado a los profesores, se encuentra en el campus de la prestigiosa Universidad de Harvard, en Massachusetts, Estados Unidos. Precisamente en el lugar donde Henry James tenía su casa, haciendo honor a ese espíritu protestante, blanco y masculino, hecho de puritanismo y de alimentación frugal (en el Harvard Faculty Club se come bastante mal), los universitarios más prestigiosos de Harvard celebran actualmente sus tertulias. En el comedor, sentado a una mesa cubierta con un mantel blanco, me espera Samuel Huntington.

Durante los años que pasé en Estados Unidos trabajando en este libro, me reuní varias veces con Huntington, conocido en todo el mundo por su obra El choque de civilizaciones, cuya tesis es que hoy las civilizaciones se enfrentan unas a otras en nombre de unos valores para afirmar una identidad y una cultura, y no ya sólo para defender sus intereses. Es un libro opinionated, como se dice en inglés, muy comprometido, que habla de Occidente y «el resto del mundo», un Occidente único frente a los demás países no occidentales, que son plurales. Huntington hace hincapié en el fracaso de la democratización de los países musulmanes a causa del islam. La obra ha sido comentada, y a menudo criticada, en el mundo entero.

Durante la comida en Harvard, interrogo a Huntington sobre su gran teoría, sobre la cultura de masas, sobre el nuevo orden internacional desde el 11 de septiembre y sobre cómo va el mundo. Me contesta con unos cuantos tópicos y con voz titubeante. Por lo visto no tiene nada que decir sobre la cultura globalizada. Luego me pregunta —como todo el mundo en Estados Unidos— dónde estaba el 11 de septiembre. Le digo que aquella mañana me encontraba en el aeropuerto de Boston, precisamente a la hora en que los diez terroristas tomaban los vuelos American Airlines 11 y United Airlines 175 que unos minutos más tarde se estrellarían contra las dos torres del World Trade Center. El anciano —Huntington tiene 80 años— se queda pensativo. El 11 de septiembre fue una pesadilla para Estados Unidos y la hora de la consagración para Huntington, cuyas tesis sobre el choque de civilizaciones de pronto parecieron proféticas. Cuando terminamos de almorzar, tengo la impresión de que se está echando una siesta (murió unos meses después de nuestras conversaciones). En silencio, me pongo a mirar los cuadros de grandes pintores que adornan las paredes del Harvard Faculty Club. Y me pregunto si este hombre tan elitista, símbolo de la alta cultura, ha podido entender realmente los desafíos de la guerra de las culturas. ¿Habrá visto siquiera Mujeres desesperadas, la serie que todo el mundo ve en este momento en Estados Unidos y dos de cuyas heroínas se llaman Kayla y Nora Huntington? No me atrevo a preguntárselo: sé que Samuel Huntington, con su rigidez puritana, no es muy partidario del entertainment (el entretenimiento). Que es justamente el tema de este libro.

 

Unas semanas más tarde, estoy en el despacho de Joseph Nye, a la sazón presidente de la Kennedy School, la prestigiosa escuela de ciencias políticas y diplomacia, también en el campus de Harvard. Lleno de energía a sus 70 años, ese antiguo viceministro de Defensa de Bill Clinton también está comprometido con la guerra cultural a escala mundial. Pero mientras que las ideas de Huntington han preparado la era Bush, las de Nye anuncian la diplomacia de Obama. Nye ha puesto de relieve las «interdependencias complejas» de las relaciones entre las naciones en la era de la globalización y ha inventado el concepto de soft power. Es la idea de que, para influir en los asuntos internacionales y mejorar su imagen, Estados Unidos debe utilizar su cultura y no su fuerza militar, económica e industrial (el hard power). «El soft power es la atracción, y no la coerción —me explica Joe Nye en su despacho—. Y la cultura norteamericana está en el corazón mismo de ese poder de influencia tanto si es high como si es low, tanto en el arte como en el entertainment, tanto si se produce en Harvard como si se produce en Hollywood». Nye, al menos, me habla de la cultura de masas globalizada y parece bien informado sobre el juego y las dinámicas de los grupos mediáticos internacionales. Y prosigue: «pero el soft power también es la influencia a través de los valores, como la libertad, la democracia, el individualismo, el pluralismo de la prensa, la movilidad social, la economía de mercado y el modelo de integración de las minorías en Estados Unidos. Y si el power puede ser soft también es gracias a las normas jurídicas, al sistema del copyright, a las palabras que creamos y a las ideas que difundimos por todo el mundo. Y no hay que olvidar que actualmente nuestra influencia se ve reforzada por Internet, Google, YouTube, MySpace y Facebook». Nye, que es un inventor de conceptos que calan en la opinión pública, ha definido la nueva diplomacia de Barack Obama, de quien es amigo, como la del smart power, que debe combinar la persuasión y la fuerza, lo soft y lo hard.

Por muy opuestas que sean, ¿son pertinentes en definitiva esas famosas teorías de Huntington y Nye en materia de geopolítica de la cultura y de la información? ¿Las civilizaciones han entrado inexorablemente en una guerra mundial por los contenidos o dialogan tal vez más de lo que la gente cree? ¿Por qué domina el mundo el modelo estadounidense del entertainment de masas? ¿Este modelo, que es estadounidense por esencia, se puede reproducir en otros países? ¿Cuáles son los contramodelos emergentes? ¿Cómo se construye la circulación de los contenidos por todo el mundo? La diversidad cultural, que se ha convertido en la ideología de la globalización, ¿es real o se descubrirá que es una trampa que los occidentales se han tendido a sí mismos? Estas cuestiones relativas a la geopolítica de la cultura y de los medios son las que aborda este libro.

 

En la playa de Juhu en Mumbai —el nuevo nombre de Bombay en India—, Amit Khanna, director general de Reliance Entertainment, uno de los grupos indios de producción de películas y programas de televisión más poderosos, que acaba de comprar una parte del estudio estadounidense DreamWorks de Steven Spielberg, me explica la estrategia de los indios: «Aquí hay 1.200 millones de habitantes. Tenemos dinero. Tenemos experiencia. Junto con el sudeste asiático representamos una cuarta parte de la población mundial; con China, una tercera parte. Queremos desempeñar un papel determinante, políticamente, económicamente, pero también culturalmente. Creemos en el mercado global, tenemos unos valores, los valores indios, y queremos promocionarlos. Vamos a enfrentarnos a Hollywood en su propio terreno. No simplemente para ganar dinero, sino para afirmar nuestros valores. Y estoy convencido de que seremos capaces de lograrlo. En adelante habrá que contar con nosotros».

Unos meses más tarde, estoy en Eg

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