El Estado emprendedor

Mariana Mazzucato

Fragmento

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN DE 2019

REDESCUBRIR LA CREACIÓN DE RIQUEZA PÚBLICA

Escribí El Estado emprendedor en 2013 con el objetivo de rebatir la opinión de que, para recuperar el crecimiento después de la crisis financiera de 2008, bastaba con disminuir el déficit reduciendo el gasto público. Además de recordar a los lectores que la crisis financiera la causó la deuda privada, no la deuda pública, afirmaba que era contraproducente para los países pensar que podían «acortar» su camino hacia el crecimiento, puesto que un factor clave del crecimiento económico ha sido la inversión pública en áreas como la educación, la investigación y el cambio tecnológico. De hecho, una de las lecciones clave de este libro es que sin inversiones públicas estratégicas no tendríamos ninguna de las tecnologías de nuestros dispositivos inteligentes, desde internet hasta el GPS o Siri. Tampoco tendríamos las soluciones de energías renovables que podrían crear una revolución verde, ni la mayoría de los nuevos fármacos punteros para tratar enfermedades.

En todos estos ejemplos, los fondos públicos han proporcionado la paciencia y la estrategia de largo plazo previas a la disposición de las empresas a invertir. Es necesario disponer de una mejor comprensión sobre cómo convertir esta capacidad potencial del Estado como inversor de primera instancia en un factor clave del crecimiento basado en la inversión, de forma que pueda contribuir a abordar, junto con el sector privado, los grandes retos de nuestro tiempo, desde el cambio climático hasta el futuro de la sanidad o la configuración de la revolución digital. En otras palabras, el objetivo del libro es reorientar el debate sobre el papel del Estado en la economía, con el propósito de alejarlo de la ideología y enfocarlo hacia el pensamiento práctico que pueda estimular las economías para abordar los retos sociales y tecnológicos.

Esta nueva edición es más relevante que nunca. El Estado emprendedor estadounidense está amenazado. Incluso Ronald Reagan, un defensor de la disminución del tamaño del Estado, aumentó la financiación de organizaciones que eran clave para la innovación en los sectores farmacéutico, informático y energético. Actualmente estas organizaciones se enfrentan a la necesidad constante de defenderse no solo de los recortes, sino también de tener la ambición de invertir más allá de áreas aisladas que pueden facilitar la actividad empresarial. Entre los que se encuentran en peligro están los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), que han sido fundamentales en la creación de los fármacos más avanzados que hay en el mercado, así como la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada-Energía (ARPA-E), organización de innovación dentro del Departamento de Energía y hermana de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (DARPA). Es curioso que atacar a ARPA-E, que actualmente está intentando liderar la innovación energética tal como DARPA lo hizo la innovación en tecnologías de la información, fuera una de las primeras cosas que Donald Trump decidió hacer. Con la primera propuesta presupuestaria de Trump, ARPA-E iba a sufrir grandes recortes, pero se salvó en el último minuto. En 2018 vuelve a estar amenazada, puesto que los 305 millones de dólares del presupuesto del Departamento de Energía están en riesgo y se planea «asegurar el cierre completo de ARPA-E a mediados de 2020». A pesar de que ARPA-E ha demostrado ser capaz de asumir los riesgos de las fases muy iniciales antes de que el sector privado esté dispuesto a invertir, se le acusa de lo contrario: «Ha habido preocupación sobre la posibilidad de que los esfuerzos de ARPA-E se solapen con las inversiones que llevan a cabo, o que deberían llevar a cabo, los departamentos de inversión y desarrollo (I+D) del sector privado».[1]

Este ataque a la esencia y al papel de las organizaciones públicas como líderes del cambio social y económico hace que la agenda progresista no pueda limitarse a aumentar el gasto público y luchar contra la «austeridad». También debe, sobre todo, salvaguardar las estructuras y organizaciones cuya construcción requirió mucho tiempo y que invirtieron en la tecnología, las infraestructuras y los servicios necesarios para que la sociedad funcione mejor, sea más sostenible, inclusiva e innovadora. Cuando la financiación tiene altibajos y se desmantelan las organizaciones, pueden pasar décadas hasta que estas se reconstruyen. Esto también es aplicable a las organizaciones destinadas a crear valor público en las áreas del transporte sostenible moderno, internet de nueva generación, innovación sanitaria o la industria de la comunicación.

Tal como se afirma en el libro, entre los padres espirituales del pensamiento creativo en el sector público están John Maynard Keynes y Karl Polanyi. Keynes instó a los políticos a no fijarse solo en el gasto contra-cíclico, sino también a pensar en grande. En otras palabras, los gobiernos no deberían simplemente obstinarse en proyectos que ya están en funcionamiento, sino pensar estratégicamente en cómo las inversiones pueden contribuir a conformar las perspectivas a largo plazo de los ciudadanos.

El historiador económico Karl Polanyi fue incluso más lejos en su libro ya clásico La gran transformación, en el que afirmaba que los «mercados libres» son en sí mismos el resultado de la intervención del Estado. En otras palabras, los mercados no son reinos independientes en los que los estados pueden intervenir para bien o para mal; son el resultado de la acción pública… y también de la privada.

Las empresas que toman decisiones de inversión y anticipan el surgimiento de nuevos mercados entienden la necesidad de pensar fuera de los esquemas preestablecidos. Los ejecutivos, muchos de los cuales se ven a sí mismos como «creadores de riqueza», reciben cursos de toma de decisiones, gestión estratégica y comportamiento organizacional. Se les anima a asumir riesgos y a luchar contra la inercia.

Pero si el valor se crea de forma colectiva, quienes desarrollan una carrera en el sector público también deberían aprender cómo pensar fuera de los esquemas tradicionales y cómo ser emprendedores. Pero no lo hacen. En lugar de eso, los políticos y los funcionarios son vistos no como creadores de riqueza o de mercados, sino como quienes corrigen a los mercados (en el mejor de los casos) o como obstáculos a la creación de riqueza (en el peor de los casos).

Esta diferencia de concepto es en parte el resultado de la teoría económica convencional, que afirma que los gobiernos solo deberían intervenir cuando los mercados «fallan». El papel del Estado es establecer y hacer cumplir las reglas del juego: igualar el terreno de juego; financiar bienes públicos tales como las infraestructuras, la defensa y la investigación básica, y diseñar mecanismos para mitigar efectos externos negativos como la contaminación ambiental.

Cuando los estados intervienen de forma que van más allá de su mandato de corregir los fallos del mercado, a menudo se les acusa de crear distorsiones, tales como «elegir a los triunfadores» o «expulsar» al sector privado. Además, la aparición de la «nueva teoría de la gestión pública», que surgió de la teoría de la «elección pública» en la década de 1980, llevó a los funcionarios a creer que deberían ocupar el menor espacio posible, por el temor de que los fallos de la Administración pudiesen ser incluso peores que los fallos del mercado. Eso hizo que se atuvieran a una cultura de la limitación.

Este pensamiento ha causado que muchos gobiernos adoptasen mecanismos de contabilidad del sector privado, tales como el análisis coste/beneficio, o que subcontratasen funciones enteras al sector privado, todo en nombre de alcanzar la «eficiencia». Hay pruebas de que la subcontratación y la privatización, en la mayoría de los casos, no llevan a mayor calidad o eficiencia.[2] Sin embargo, estas tendencias han minado la confianza en las instituciones públicas y las han dejado en una mala posición para trabajar con las empresas a fin de afrontar los retos del siglo XXI, tales como el cambio climático o la provisión de servicios sanitarios a una población envejecida.

No siempre ha sido así. Tras la Segunda Guerra Mundial, dos agencias gubernamentales de Estados Unidos, la NASA y la DARPA, crearon lo que más adelante se convertiría en internet. Ambas agencias, fundadas en la década de 1950, tenían una gran financiación y objetivos claros. Su enfoque basado en objetivos específicos les permitía atraer a los mejores talentos y se les pedía a sus trabajadores que pensaran en grande y asumieran riesgos.[3] De forma parecida, ARPA-E, creada en 2009, ha sido responsable de innovaciones significativas en el campo de las energías renovables, en particular en el almacenaje de baterías. Y los NIH han financiado durante décadas el desarrollo de muchos de los fármacos más dispensados.

En lugar de aprender de las experiencias de estos programas, especialmente sobre cómo utilizar la política para abordar problemas sociales al mismo tiempo que se promueven la experimentación de abajo arriba y el aprendizaje, lo que está ocurriendo es todo lo contrario. Esta rica historia se ha olvidado y las instituciones públicas con objetivos específicos se han debilitado. La NASA se ha visto cada vez más obligada a justificar su existencia en términos de valor económico inmediato, en lugar de perseguir objetivos ambiciosos. Se evalúa a la BBC en función de criterios cada vez más restringidos,[4] que permiten justificar inversiones en noticiarios y documentales de alta calidad, pero incapaces de medir la ambición y las bases del éxito clave de la BBC: la creación de valor público con independencia del formato.

La creación de valor público no puede consistir en simplemente corregir problemas o llenar los huecos que dejan las empresas. El valor público puede y debe convertirse en un objetivo en sí mismo: productos y servicios concretos que contribuyen a crear una sociedad mejor, desde un aire más limpio hasta una economía digital que convierta los datos privados no en beneficios corporativos sino en un recurso para proveer servicios públicos de mayor calidad. El proceso de creación de valor público es tan importante como el resultado final, que idealmente debería ser el producto de un diálogo dinámico con la sociedad civil a través de nuevas formas de colaboración entre el sector público, el sector privado y organizaciones y movimientos de voluntariado en el ámbito local, regional y nacional.

Cuando los actores del sector público, organizados con un objetivo específico, colaboran para abordar problemas de gran alcance, crean de forma conjunta nuevos mercados que afectan tanto a la tasa de crecimiento como a su dirección. Pero esta creación conjunta de valor y la determinación de la dirección del crecimiento requieren experimentación, exploración y la implantación del sistema científico de prueba y error. Es por esto por lo que el marco teórico de «corregir» esté tan equivocado: hace que las agencias públicas se sientan como «jugadores suplentes» y las vuelve más renuentes al riesgo, por el temor de que un proyecto fallido termine siendo portada de los periódicos. Y aun así, cuando se producen éxitos, como la inversión en las tecnologías digitales (incluyendo el algoritmo de Google), las nuevas formas de energía o las fases iniciales de la biotecnología, se interpretan como éxitos del sector privado. Los fundamentalistas del mercado han criticado enormemente al Gobierno de Estados Unidos por financiar la empresa de energía solar Solyndra, que finalmente fracasó, pero nunca mencionan el hecho de que Tesla Motors recibió aproximadamente la misma cantidad de financiación pública.

En el siglo XXI, la discusión sobre el crecimiento debería convertirse en un debate acerca de su dirección y la capacidad organizativa subyacente necesaria para aceptar la toma de riesgo y la experimentación necesaria por parte de todas las organizaciones involucradas. A través de este cambio de mentalidad se puede reavivar la agenda progresista: puede y debe hacer que todos los actores se sientan protagonistas, participando en la creación conjunta de valor, pero también distribuyéndolo de formas más inclusivas, dificultando que un pequeño grupo de autoproclamados «creadores de riqueza» extraigan un valor que se ha creado de forma colectiva. Lo que se necesita es un nuevo y dinámico debate en el seno de la sociedad, en el que los objetivos específicos sean tan vitales para nuestro futuro colectivo que no podamos permitirnos no apostar por ellos de forma conjunta. Este es el objetivo de este libro.

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En realidad, la economía capitalista no es ni puede ser estacionaria. Tampoco se expande a un ritmo uniforme. Está revolucionada, de manera incesante y desde dentro, por un nuevo espíritu de empresa; es decir, por la introducción de nuevas mercancías o nuevos métodos de producción o nuevas posibilidades comerciales en la estructura industrial, tal como existe en cualquier momento.

JOSEPH SCHUMPETER (1968, pp. 59-60)

Lo importante para el Gobierno no es hacer cosas que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto.

JOHN MAYNARD KEYNES (1988, p. 293)

Es un error popular creer que la burocracia se muestra menos flexible que la empresa privada. Es posible que así sea en aspectos de detalle, pero cuando se requieren adaptaciones a gran escala, el control central resulta muchísimo más flexible. Un departamento gubernamental puede tardar dos meses en contestar una carta, pero una industria bajo el control de la empresa privada tarda veinte años para readaptarse a una reducción de la demanda.

JOAN ROBINSON (1979, p. 54)

¿Dónde estabais vosotros [capitalistas de riesgo] en las décadas de 1950 y 1960, cuando toda la financiación tenía que dedicarse a la ciencia básica? La mayoría de los descubrimientos que la han alimentado [a la industria] se crearon entonces.

PAUL BERG,
ganador del Premio Nobel de Química en 1980 (citado en Henderson y Schrage, 1984)

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INTRODUCCIÓN

VOLVER A PENSAR EN GRANDE

En todo el planeta, los países, incluidos los que están en vías de desarrollo, intentan imitar el éxito de la economía de Estados Unidos. Al hacerlo, se fijan en el poder de los mecanismos «de mercado», en contraposición a los viejos mecanismos del Estado de Europa o la antigua Unión Soviética. Pero Estados Unidos no es lo que parece. El adalid de la doctrina del Estado mínimo y el libre mercado ha destinado durante décadas grandes recursos a programas públicos de inversión en tecnología e innovación, que subyacen a su éxito económico presente y pasado. Desde internet hasta la biotecnología, e incluso el gas de esquisto, el Estado estadounidense ha sido el elemento principal del crecimiento basado en la innovación, al estar dispuesto a invertir en las fases más inciertas del ciclo de innovación, y ha dejado que las empresas se subiesen al carro en la parte más fácil y cuesta abajo del camino. Si el resto del mundo quiere emular el modelo de Estados Unidos debería practicar lo que este país realmente hizo y no lo que dice que hizo: más Estado y no menos. Una parte fundamental de esta lección debería consistir en aprender cómo organizar, dirigir y evaluar las inversiones del Estado para que puedan ser estratégicas, flexibles y orientadas a los objetivos. Solo de esta forma, las mentes más privilegiadas considerarán que es «un honor» trabajar para el Estado.

Esto es algo que debe entenderse no solo en el resto del mundo, sino también en Estados Unidos, donde la narrativa política dominante está poniendo en peligro la financiación de la innovación y el crecimiento económico futuros. En 2013, el gasto del Gobierno estadounidense en investigación básica cayó por debajo del nivel existente una década antes, y probablemente seguirá cayendo como resultado del bloqueo del Congreso sobre el presupuesto público.

En lugar de discusiones estáticas acerca del tamaño del déficit, debería haber un debate sobre su composición real; sobre cómo invertir estratégicamente en áreas clave, como la investigación y el desarrollo (I+D), la educación y la formación de capital humano, áreas que incrementarán el producto interior bruto (PIB) en el futuro (disminuyendo, como consecuencia, la ratio deuda/PIB), y sobre cómo plantear un debate respecto a la dirección del cambio, para que tales inversiones lleven a un crecimiento que no solo sea «más inteligente» (basado en la innovación) sino también más «inclusivo» y «sostenible».

Estas cuestiones son todavía más urgentes con las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos de 2016, que podrían, con la información adecuada, cambiar los parámetros del debate estático actual. Estados Unidos necesita desesperadamente políticos con el coraje suficiente para nadar contracorriente de la retórica popular y diseñar una visión más atrevida del papel dinámico del Estado en la promoción del crecimiento económico del futuro. En economías emergentes, como China, el sector público está, de hecho, invirtiendo miles de millones en nuevas tecnologías verdes, con la expectativa de que estas industrias sean el motor del crecimiento futuro. Estados Unidos podría inspirarse en su propia historia. En 1961, un presidente tuvo la atrevida, ambiciosa y arriesgada idea de enviar un hombre a la Luna. ¿Quién tendrá la valentía de desarrollar una nueva idea para Estados Unidos en la actualidad?

Abordar los retos sociales actuales, por ejemplo aquellos relacionados con el cambio climático, requiere una visión, una misión y sobre todo confianza en el papel del Estado en la economía. Tal como argumentó de forma elocuente Keynes en El fin del laissez faire ([1926] 1988, 293), «lo importante para el Gobierno no es hacer cosas que ya están haciendo los individuos, y hacerlas un poco mejor o un poco peor, sino hacer aquellas cosas que en la actualidad no se hacen en absoluto». Sin embargo, se requiere que el sector público tenga visión y confianza, ambas cada vez más ausentes en el momento actual. ¿Por qué?

UNA BATALLA DISCURSIVA

¿Cuál es el papel del sector público en el crecimiento económico? Después de la crisis financiera, con unos presupuestos públicos hinchados, principalmente debido a que tuvieron que «salvar» al sector privado, se escucha en todo el mundo que para que los países sean competitivos, innovadores y dinámicos debemos tener más mercado y menos Estado. En el mejor de los casos, dicen, los gobiernos simplemente facilitan el dinamismo económico del sector privado; en el peor de los casos, sus instituciones pesadas, torpes y burocráticas lo inhiben de forma activa. En cambio, el sector privado —que actúa rápido y es amante del riesgo— es lo que realmente promueve el tipo de innovaciones que crean crecimiento económico.

Según esta visión, el secreto que hay detrás de un motor de la innovación como Silicon Valley radica en sus emprendedores y en sus empresas de capital riesgo. El Estado puede intervenir en la economía, pero solo para resolver «fallos del mercado» o para igualar el terreno de juego. Puede regular al sector privado con el objetivo de responder a los costes externos que las empresas puedan generar (tales como la polución) y puede invertir en bienes públicos, como la investigación científica básica o el desarrollo de fármacos con poco potencial de mercado. Para algunos de los que se sitúan a la derecha política, incluso solucionar fallos de mercado sería un pecado, puesto que estos intentos llevarían a un resultado todavía peor en forma de «fallos del Gobierno».

Todas estas posturas tienen en común la asunción de que el Estado debería limitarse a arreglar los mercados, en lugar de intentar crearlos y moldearlos directamente. Un artículo de 2012 del semanario The Economist sobre el futuro de la industria sintetizaba esta percepción común: «Los gobiernos siempre han sido pésimos eligiendo a los triunfadores y es probable que empeoren todavía más a medida que legiones de emprendedores y técnicos intercambien diseños online, los conviertan en productos desde sus propias casas y después los comercialicen desde un garaje —afirmaba el artículo—. A medida que se propaga la revolución, los gobiernos deberían limitarse a lo básico: mejores escuelas para crear una mano de obra cualificada, reglas claras y el mismo terreno de juego para empresas de todo tipo. El resto se deja a los revolucionarios».

Este libro tiene el objetivo de desmantelar esta falsa imagen, respaldada por una tendencia global —promovida por economistas, políticos y medios de comunicación conservadores— que ataca y minimiza la importancia del Estado. Se centra en lo que Tony Judt calificó como una «batalla discursiva»: la forma en que hablamos del Estado es importante. Presentar a las empresas privadas como la fuerza innovadora, al mismo tiempo que se representa al Estado como inercial —necesario para lo «básico», pero demasiado grande y pesado para ser un motor dinámico— es una descripción que puede convertirse en una profecía autocumplida. Si seguimos pintando al Estado solo como un facilitador y un administrador y le decimos que deje de soñar, al final esto es lo que conseguiremos; lo que, irónicamente, también hará más fácil criticarlo por ser débil e ineficiente.

El libro sostiene que la imagen fabricada de un Estado perezoso y un sector privado dinámico es la que ha permitido que algunos agentes de la economía se describan a sí mismos como «creadores de riqueza». Al hacerlo, extraen una cantidad enorme de valor de la economía en nombre de la «innovación». De hecho, la mayor reducción de impuestos sobre las ganancias del capital en la historia de Estados Unidos se produjo a finales de la década de 1970, cuando la Asociación Nacional de Capital Riesgo tuvo éxito con su actividad de lobby y consiguió una reducción del 40 al 20 por ciento en solo cinco años (Lazonick y Mazzucato, 2013). Todo esto sobre la base de una narrativa en la que los capitalistas de riesgo son los verdaderos emprendedores que asumen riesgos, un relato que veremos que está muy lejos de la verdad.

Este hilo argumental sesgado, que describe a algunos actores de la economía como verdaderos «innovadores», creadores de riqueza y asumidores de riesgos, y a los demás —incluido el Estado— como agentes que detraen riqueza o simples distribuidores de ella, está dañando la posibilidad de construir una asociación público-privada dinámica e interesante. Para explicarlo sin rodeos, este falso relato daña la innovación e incrementa la desigualdad. Y el problema va más allá de la innovación. El relato se ha utilizado para reducir el tamaño del Estado mediante la subcontratación de un número creciente de actividades públicas al más «dinámico y eficiente» sector privado, así como para recortar progresivamente las diferentes actividades del Estado —con cada vez menos recursos dirigidos a construir sus propias competencias y capacidades internas—, reduciendo así lo que una vez fue una noción íntegra del «valor» público como algo a lo que aspirar a una noción reducida de «bien público» que se utiliza únicamente para delimitar las áreas concretas que merecen alguna intervención gubernamental (por ejemplo, las infraestructuras).

PENSAR EN GRANDE

Esta visión tradicional de un Estado aburrido y letárgico contra un sector privado dinámico es tan errónea como generalizada. El libro se centra en explicar una historia muy diferente: en los países que deben su crecimiento a la innovación —y en las regiones más dinámicas dentro de estos países, como Silicon Valley—, el Estado ha actuado históricamente no solo como administrador y regulador del proceso de creación de riqueza, sino que ha sido un actor clave de este proceso y, a menudo, uno más atrevido y más dispuesto a afrontar riesgos que las empresas no querían asumir. Esto es cierto no solo en las áreas concretas que los economistas denominan «bienes públicos» (como la financiación de la investigación básica), sino en toda la cadena de innovación, desde la investigación básica hasta la investigación aplicada, la comercialización y la financiación inicial de las propias empresas. Esta inversión (sí, los gobiernos invierten, no solo gastan) ha demostrado ser transformadora, capaz de crear mercados y sectores totalmente nuevos, incluyendo internet, nanotecnología, biotecnología y energía limpia. En otras palabras, el Estado ha sido clave para crear y moldear mercados, no solo para «arreglarlos». De hecho, tal como se describe en el capítulo 5, uno de los más largos del libro, incluso la tecnología que hace que el iPhone sea inteligente y no estúpido se debe a la investigación, tanto básica como aplicada, financiada por el Estado. Esto, por supuesto, no significa que Steve Jobs y su equipo no fuesen cruciales para el éxito de Apple, pero ignorar el lado «público» de la historia impedirá que nazcan las Apple del futuro.

Las inversiones públicas transformadoras son a menudo fruto de una política de «objetivos específicos» que piensa en grande: ir a la Luna, luchar contra el cambio climático, etc. Conseguir que los gobiernos vuelvan a pensar en grande en materia de innovación no es solo dedicar más dinero de los contribuyentes a más actividades. Precisa reconsiderar de forma fundamental el papel tradicional del Estado en la economía. En lo que queda de esta introducción expondré en qué consiste esta idea.

En primer lugar, implica empoderar a los gobiernos para concebir una dirección para el cambio tecnológico e invertir en esta dirección. Crear mercados en lugar de simplemente arreglarlos. En lugar de llevar a cabo intentos concretos de identificar y elegir a los triunfadores, proyectar una dirección para el desarrollo económico y el cambio técnico amplía el panorama de las oportunidades tecnológicas y exige que el Estado cree una red de agentes (no necesariamente «triunfadores») que estén dispuestos a aprovechar esta oportunidad a través de una asociación público-privada. En segundo lugar, supone abandonar la forma cortoplacista en que por lo general se evalúa el gasto público. La inversión pública debería medirse por su coraje al empujar a los mercados hacia nuevas áreas, en lugar de asumir, como se hace de forma habitual, que el mercado ya existe y los actores públicos y privados deben entrar en él a empujones («expulsando» al otro). En tercer lugar, supone permitir a las organizaciones públicas experimentar, aprender e incluso ¡fracasar! En cuarto lugar, precisamente porque el fracaso es parte del proceso de prueba y error para intentar empujar a los mercados hacia nuevas áreas, conlleva encontrar formas para que los gobiernos y los contribuyentes cosechen parte de las ganancias de los aspectos positivos, en lugar de simplemente reducir el riesgo de los aspectos negativos. Solo cuando los políticos dejen atrás los mitos sobre el papel del Estado en la innovación, dejarán de ser, tal como lo expresó en otra época John Maynard Keynes, «esclavos de algún economista caduco».

CREAR MERCADOS EN LUGAR DE SOLO ARREGLARLOS

Según la teoría económica neoclásica que se enseña en la mayoría de los departamentos de Economía, el objetivo de la política gubernamental es simplemente corregir los fallos del mercado. Según esta visión, una vez resuelto el origen del fallo —controlar un monopolio, subvencionar un bien público o gravar una externalidad negativa—, las fuerzas de mercado asignarán los recursos de forma eficiente, permitiendo a la economía seguir la senda del crecimiento. Pero esta postura olvida que los mercados son ciegos, por decirlo de algún modo. Pueden obviar las preocupaciones sociales o medioambientales. Y a menudo toman direcciones por debajo de lo esperado y con trayectorias dependientes que se autorrefuerzan. Las empresas del sector energético, por ejemplo, invertirán antes en extraer petróleo de lo más profundo de la tierra que en energía limpia. En otras palabras, nuestro sistema energético avanza por una trayectoria intensiva en carbono que se estableció hace más de cien años. No se trata simplemente de un fallo del mercado, se trata de un tipo de mercado erróneo que se está quedando encallado.

La dirección de trayectoria dependiente que sigue la economía bajo condiciones de libre mercado es problemática, en particular cuando el mundo se enfrenta a grandes retos sociales como el cambio climático, el desempleo juvenil, la obesidad, el envejecimiento y la desigualdad. Para afrontar estos retos, el Estado debe liderar, no limitarse simplemente a arreglar los fallos del mercado, sino crear y moldear activamente los (nuevos) mercados y a la vez regular los que ya existen. Debe dirigir la economía hacia nuevos «paradigmas tecnoeconómicos», por utilizar las palabras de la investigadora sobre tecnología e investigación Carlota Pérez. Normalmente, estas direcciones no se generan de forma espontánea a partir de las fuerzas del mercado: son, en gran medida, el resultado de la toma de decisiones estratégica del sector público.

De hecho, casi todas las revoluciones tecnológicas del pasado —desde internet hasta la revolución tecnológica verde actual— han requerido un gran empujón por parte del Estado. Los tecnolibertarios de Silicon Valley se sorprenderían al descubrir que el Tío Sam financió muchas de las innovaciones que hay detrás de la revolución de las tecnologías de la información. A menudo se aclama al iPhone como la quintaesencia de lo que ocurre cuando un Gobierno no intervencionista permite que florezcan los emprendedores geniales. Sin embargo, el desarrollo de las características que hacen que el iPhone sea un teléfono inteligente en lugar de uno estúpido se financió con recursos públicos. El iPhone depende de internet. El progenitor de internet fue ARPANET, un programa financiado durante la década de 1960 por la DARPA, que formaba parte del Departamento de Defensa. El Sistema de Posicionamiento Global (GPS) surgió en la década de 1970 con un programa militar de Estados Unidos llamado NAVSTAR. La tecnología de la pantalla táctil del iPhone fue creada por la empresa FingerWorks, fundada por un profesor de la Universidad de Delaware que recibe financiación pública y uno de sus estudiantes de doctorado que recibió becas de la Fundación Nacional para la Ciencia y de la CIA. Incluso se puede trazar el linaje con el Gobierno de Estados Unidos de Siri, la alegre asistente personal con reconocimiento de voz, ya que es una empresa que surgió de un proyecto de inteligencia artificial de DARPA.

Y estos avances no solo conciernen al complejo militar-industrial de Estados Unidos. También se puede decir lo mismo en los campos de la salud y la energía. Tal como ha demostrado la física Marcia Angell, muchos de los nuevos fármacos más prometedores tienen su origen en investigaciones que han llevado a cabo los Institutos Nacionales de la Salud (NIH), que tienen un presupuesto anual de unos 30.000 millones de dólares. Las empresas farmacéuticas privadas, mientras tanto, tienden a centrarse más en la D que en la I de la I+D, en pequeñas variaciones de los fármacos existentes y en el marketing.

Más recientemente, a pesar de los mitos sobre que el boom del gas de esquisto está impulsado por emprendedores independientes que operan de forma autónoma del Estado, el Gobierno federal de Estados Unidos invirtió fuertemente en las tecnologías que lo desencadenaron (Shellenberger, Nordhaus, Trembath y Jenkins, 2012). Cuando en 1976 el centro de investigación energética Morgantown (propiedad y dirigido por el Departamento de Energía) y el Departamento de Minas lanzaron el Proyecto del Gas de Esquisto del Este, que demostró cómo se podía recuperar gas natural de las formaciones de esquito, el Gobierno federal creó el Instituto de Investigación del Gas, financiado a través de un impuesto sobre la producción de gas natural, y gastó miles de millones de dólares en investigación sobre el gas de esquito. Durante este mismo periodo, los Laboratorios Nacionales Sandia, también parte del Departamento de Energía de Estados Unidos, desarrollaron la tecnología de mapeo geológico 3-D utilizado para las operaciones de fracking.

La historia de la innovación energética financiada por el Estado se repite en la actualidad, no solo con la energía renovable, sino también con las empresas «verdes». Tesla Motors, SolarCity y SpaceX, todas ellas dirigidas por el emprendedor Elon Musk, están surfeando una nueva ola de tecnología del Estado. En conjunto, estas empresas de alta tecnología se han beneficiado de 4.900 millones de dólares de apoyo gubernamental local, estatal y federal, en forma de subvenciones, exenciones fiscales, inversiones en construcción de fábricas y prestamos subvencionados. El Estado también forja la demanda —crea el mercado— de sus productos al conceder desgravaciones fiscales y reembolsos para los consumidores de paneles solares y vehículos eléctricos, y al firmar contratos por valor de 5.500 millones de dólares con SpaceX y de 5.500 millones de dólares con la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA) y las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. A pesar de que este apoyo gubernamental ha sido recientemente el foco de diversos artículos de prensa, dos cosas han pasado relativamente inadvertidas (Hirsch, 2015). La primera es que Tesla Motors también se ha beneficiado de un enorme préstamo garantizado con financiación pública por valor de 465 millones de dólares. La segunda es que Tesla, SolarCity y SpaceX han recibido inversiones directas en tecnologías revolucionarias por parte del Departamento de Energía de Estados Unidos en el caso de las tecnologías de las baterías y los paneles solares, y por parte de la NASA en el caso de las tecnologías de misiles. Tecnologías que SpaceX está utilizando en sus acuerdos comerciales con la Estación Espacial Internacional. Esto no debería ser una sorpresa: el Estado estuvo detrás del desarrollo de muchas tecnologías clave que más adelante fueron integradas por el sector privado en innovaciones revolucionarias. Por supuesto, estas empresas están contribuyendo a empujar la frontera de la innovación al llevar más allá las tecnologías financiadas por el Estado y están contribuyendo de forma crucial a la transición hacia una economía más sostenible desde el punto de vista medioambiental. Pero todo lo que escuchamos en los medios de comunicación es el mito parcial del emprendedor solitario.

El papel del Estado es enorme, no solo en el lado de la demanda, sino también en el de la oferta, es decir, el desarrollo y la difusión de las nuevas tecnologías. Incluso en los casos en que los mercados privados parecen haber desempeñado un papel fundamental, como en la revolución de los automóviles, fue el Estado el que creó las condiciones que permitieron la difusión del coche (nuevas regulaciones urbanas, construcción de carreteras, licencias y reglas de tráfico, etc.). En la producción en masa, por ejemplo, el Estado invirtió tanto en las tecnologías subyacentes como en su difusión por toda la economía. En el lado de la oferta, las inversiones de defensa en Estados Unidos, que empezaron durante la Segunda Guerra Mundial, llevaron a mejoras en la industria aeroespacial, electrónica y de materiales. En el lado de la demanda, los subsidios del Gobierno de Estados Unidos a las zonas residenciales después de la Segunda Guerra Mundial —a través de la construcción de carreteras, el apoyo a las hipotecas y garantizando las rentas a través del Estado del bienestar— permitieron a los trabajadores ser propietarios de vivienda, comprar coches y consumir otros bienes producidos en masa. Hoy en día se venden más coches eléctricos de Tesla en Noruega que en Estados Unidos como consecuencia de las políticas del Gobierno noruego para estimular la compra de productos «verdes». Apoyo a la oferta por parte del Gobierno de Estados Unidos y apoyo a la demanda por parte del Gobierno noruego. ¡Menudo emprendedor solitario!

Así que para los políticos la pregunta no debería ser si elegir o no a los triunfadores. ¡Todo lo relevante ya ha sido elegido! Desde internet hasta la tecnología del fracking. Lo que debería convertirse en central para el debate político es cómo elegir direcciones definidas de forma amplia, dentro de las cuales pueda producirse la experimentación de abajo arriba. Pero las inversiones privadas solo empezarán después de que se hayan elegido estas direcciones, creando expectativas a las empresas sobre las oportunidades de crecimiento futuras en áreas concretas. Esta discrecionalidad, por supuesto, implicará algunos fracasos aquí y allí, pero las ventajas resultantes de estos empujones de oferta y demanda harán que merezca la pena la espera, pues crearán décadas de crecimiento. En lugar de esto, la pregunta debería ser cómo hacerlo de forma que sea controlable democráticamente y que solucione los principales retos sociales y tecnológicos.

EVALUACIÓN DE LAS POLÍTICAS PÚBLICAS

En realidad, el gasto del Estado en innovación tiende a evaluarse de forma totalmente errónea. En el marco económico dominante se identifican los fallos del mercado y se proponen inversiones gubernamentales concretas. A partir de aquí, su valor juzga a través de un cálculo concreto que requiere muchas conjeturas: ¿serán los beneficios de una inversión concreta mayores a los costes asociados tanto con el ofensivo fallo del mercado como con la implementación de la corrección (por ejemplo, los costes asociados con posibles fallos del Gobierno)? Este método es demasiado estático para evaluar algo tan dinámico como la innovación. Al no lograr tener en cuenta la posibilidad de que el Estado pueda crear oportunidades tecnológicas que nunca han existido antes y, al hacerlo, asumir grandes riesgos, no presta la suficiente atención a los esfuerzos de los gobiernos en esta área. Los economistas que no ven más allá a menudo describen el sector público como poco más que una versión ineficiente del sector privado.

Esta forma incompleta de evaluar la inversión pública lleva a la acusación de que, al entrar en ciertos sectores, los gobiernos están desplazando (crowding out) las inversiones privadas. En lugar de esto, la verdad es que a menudo las inversiones gubernamentales tienen el efecto de «incentivar» (crowding in), es decir, estimulan las inversiones privadas que, de lo contrario, no se habrían producido. Al hacerlo, expanden el pastel total de la producción (output) nacional, lo que beneficia tanto a los inversores públicos como a los privados. Pero, lo que es más importante, las inversiones públicas deberían estar dirigidas no solo a dar el empujón inicial a la economía, sino también, lo que probablemente es todavía más importante, deberían hacer cosas que ni siquiera se han concebido y, por tanto, no se están haciendo. Ninguna empresa privada estaba intentando llevar al hombre a la Luna cuando la NASA inició el proyecto Apolo, lo que implicó no solo el cumplimiento de la misión, sino también muchos avances que llevaron a lo que actualmente llamamos la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación.

Actualmente, las empresas privadas como SpaceX de Elon Musk y Blue Origin de Jeff Bezo (Amazon) están recurriendo al conocimiento tecnológico acumulado por la NASA (y beneficiándose de los contratos de compra de la agencia) para explorar la órbita terrestre baja y el espacio exterior. Tal como he recalcado en un proyecto reciente encargado por la NASA (que se publicará próximamente) sobre la emergente economía de la órbita terrestre baja, el peligro es que socialicemos los riesgos de la exploración espacial y de nuevo dejemos que los beneficios de esta actividad se privaticen. Esto puede hacer peligrar la innovación futura, puesto que las agencias estatales responsables de la innovación no participan en los beneficios.

Crear una innovación público-privada simbiótica (más mutualista) exige nuevos métodos, métricas e indicadores para evaluar las inversiones públicas y sus resultados. Sin las herramientas apropiadas para evaluar las inversiones, los gobiernos tienen dificultades para saber cuándo están simplemente operando en espacios ya existentes y cuándo están haciendo que ocurran cosas que de lo contrario no se producirían. El resultado es que las inversiones son demasiado escasas, limitadas al paradigma tecnoeconómico de trayectoria dependiente. Una forma mejor de evaluar una determinada inversión sería tener en cuenta los diferentes tipos de «efectos colaterales», incluyendo la creación de nuevas habilidades y capacidades y si estas llevan a la creación de tecnologías, sectores y mercados nuevos. Por ejemplo, cuando se trata del gasto del Gobierno en ciencias de la vida e investigación sanitaria, tendría sentido ir más allá de la fijación del sector farmacéutico privado en los medicamentos y financiar más trabajo en diagnóstico, tratamiento quirúrgico y cambios en el estilo de vida, áreas clave que se han subestimado y que ofrecen un gran potencial para mejorar las condiciones de salud de la población mundial.

CONSTRUIR ORGANIZACIONES PÚBLICAS DINÁMICAS

Los gobiernos sufren otro problema en lo relativo a valorar la inversión: como resultado de la visión dominante de que deberían limitarse a resolver fallos del mercado, a menudo están mal preparados para hacer mucho más que esto. Según esta postura, para evitar estos problemas, a medida que una agencia regulatoria se ve capturada por las empresas, el Estado debería aislarse del sector privado. Esta es la razón de que los gobiernos hayan subcontratado cada vez más los empleos clave al sector privado. Pero esta tendencia a menudo les hace perder el conocimiento necesario para diseñar una estrategia inteligente que les permita transformar una agencia concreta para que pueda atraer el mejor talento. Crea una profecía que se autorrealiza: cuanto menos piensa en grande un Gobierno, menos experiencia es capaz de atraer, peores son sus resultados, no se permite pensar en grande y su capacidad de hacerlo se reduce. Si hubiese habido más capacidad de la tecnología de la información dentro del gobierno de Estados Unidos, la Administración Obama probablemente no habría tenido tantas dificultades para desplegar HealthCare.gov. En cambio, este fracaso probablemente llevará a más subcontratación.

Para crear y conformar tecnologías, sectores y mercados, el Estado debe estar dotado de la inteligencia necesaria para diseñar e implementar políticas atrevidas. Esto no significa que el Estado vaya a tener éxito siempre; de hecho, la incertidumbre inherente al proceso de innovación conllevará que a menudo fracase. Pero necesita aprender de las inversiones fallidas y mejorar continuamente sus estructuras y prácticas. Tal como señaló el economista Albert Hirschman, el proceso político de toma de decisiones es, por su naturaleza, caótico, de modo que es importante que las instituciones públicas estén dispuestas a aceptar el proceso de prueba y error. Los gobiernos deberían prestar tanta atención a los temas de gestión estratégica y comportamiento organizacional de las escuelas de negocios como lo hacen las empresas privadas. No obstante, al desmerecer el papel del sector público como algo no importante, el foco inevitablemente no se centra en cómo hacer al Gobierno más competente y más inteligente, sino en cómo hacerlo más pequeño o hacerlo desaparecer totalmente. De hecho, el deseo de hacer que ocurran cosas que de otro modo no ocurrirían requiere no solo habilidades burocráticas (a pesar de que estas son cruciales, tal como resaltó Max Weber)[1] sino una experiencia real específica de la tecnología y propia del sector. Solo a través de una visión apasionante del papel del Estado se puede reclutar esta experiencia y este es capaz de diseñar el panorama en el espacio relevante (de hecho, no es una coincidencia que el Departamento de Energía, determinante en el programa de Estímulo de Estados Unidos de 2009, estuviese dirigido por el físico, Steven Chu, galardonado con el Premio Nobel).

RIESGOS Y GANANCIAS

Admitir el papel del Estado como líder en la toma de riesgos y la innovación implica aceptar también los enormes riesgos que debe asumir, bajo una incertidumbre extrema y, por tanto, la elevada probabilidad de fracasar. Esto requiere un tipo concreto de acuerdo entre las empresas y el Estado que reconozca que, puesto que el sector público a menudo lleva a cabo un gasto valiente durante las fases más arriesgadas del proceso de innovación, es justo que no solo pague la factura durante la crisis, sino que también consiga algo cuando hay crecimiento: es decir, que se socialicen tanto los riesgos como los beneficios.[2] Por ejemplo, el Programa de Investigación de Innovación para Pequeñas Empresas de Estados Unidos (SBIR) ofrece financiación de alto riesgo para empresas en etapas mucho más tempranas que las que financian la mayoría de las empresas de capital riesgo (financió Compaq e Intel cuando eran start-ups). De forma parecida, el Programa de Compañías de Inversión en Pequeños Negocios, una iniciativa auspiciada por la Administración de la Pequeña Empresa de Estados Unidos, ha ofrecido créditos y subvenciones cruciales a empresas en una fase inicial, incluyendo Apple en 1978 (véase el capítulo 8). De hecho, la necesidad de estas inversiones de largo plazo no ha hecho más que aumentar con el tiempo a medida que las empresas de capital riesgo se han convertido cada vez más en cortoplacistas y han hecho hincapié en la necesidad de encontrar una «salida» para cada una de sus inversiones (normalmente a través de una oferta pública o la venta a otra empresa) en un plazo de tres años. La innovación real puede tardar décadas.

En este punto es fundamental recordar que está en la naturaleza de la inversión en etapas tempranas en tecnologías con perspectivas inciertas que algunas inversiones sean exitosas mientras que otras resulten perdedoras. Por cada internet (una historia de éxito de financiación del Gobierno de Estados Unidos) habrá muchos Concorde (un elefante blanco financiado por los gobiernos británico y francés), por no hablar del fallido Proyecto Estadounidense de Trasporte Supersónico (SSR). Analicemos las historias gemelas de Solyndra y Tesla Motors. En 2009, Solyndra, una start-up que produce paneles solares, recibió un préstamo garantizado de 535 millones de dólares del Departamento de Energía. Ese mismo año Tesla, el productor de coches eléctricos, recibió la aprobación para un préstamo similar, de 465 millones de dólares. En los años siguientes, Tesla tuvo bastante éxito y la empresa devolvió su préstamo en 2013. Solyndra, en cambio, se declaró en quiebra en 2011. Para los conservadores fiscales, este fracaso se convirtió en ejemplo del lamentable historial de errores del Gobierno en lo referente a «elegir a los triunfadores». Por supuesto, si el Gobierno tiene que actuar como un capitalista de riesgo necesariamente cometerá muchos errores. El problema, no obstante, es que los gobiernos, a diferencia de las empresas de capital riesgo, a menudo se ven obligados a asumir los costes de los fracasos mientras que no reciben nada de los éxitos. Los contribuyentes pagaron la factura de las pérdidas de Solyndra, y apenas recibieron algo de los beneficios de Tesla.

Los economistas quizá afirmen que el Estado ya recibe un beneficio por su inversión con los impuestos sobre los beneficios resultantes. La realidad es más compleja. Las grandes empresas son maestras de la evasión fiscal. Google, cuyo algoritmo de búsqueda que ha revolucionado el sector fue financiado por la Fundación Nacional de Ciencia, ha reducido su factura fiscal canalizando parte de sus beneficios a través de Irlanda. Apple hace lo mismo al aprovecharse de la competición a la baja entre los estados de Estados Unidos: en 2006, la empresa, que tiene su sede en Cupertino (California), creó una filial de inversión en Reno (Nevada) para ahorrar impuestos. Esta es la razón de que las propuestas de aumentar los impuestos sobre la riqueza como mecanismo para reducir la desigualdad y generar recursos para que el Estado pueda invertir en innovación y en el proceso económico —tal como ha planteado el economista francés Thomas Piketty— no sean suficientes. Es necesario plantear propuestas más atrevidas y creativas.

Solucionar el problema no es solo una cuestión de arreglar los vacíos legales. Los tipos impositivos en Estados Unidos y en otros países occidentales se han reducido durante varias décadas, justamente debido a una narrativa errática sobre cómo el sector privado actúa como el único creador de riqueza.[3] Los ingresos gubernamentales también se han hundido como resultado de los incentivos fiscales dirigidos a promover la innovación,

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