Hijos sin padre

Carlos Peña

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

...no tenemos descendientes del mismo modo que nuestros hijos no tienen antepasados.

MARGARET MEAD

Su primer movimiento es la necesidad de no sentirse obligado a dar las gracias a nadie.

PETER SLOTERDIJK

Han de comprender ustedes la importancia de la falta de este significante particular del que acabo de hablarles, el Nombre del Padre, dado que funda el hecho mismo de que haya ley...

JACQUES LACAN

Uno de los rasgos más notorios de la reciente evolución de la sociedad chilena lo constituye el fenómeno generacional que a ojos vista se ha ido produciendo.

En la familia los niños y los jóvenes reivindican hoy su autonomía y sus derechos frente a los padres como si estos, al corregirlos, actuaran como órganos del Estado empeñados en reprimirlos; en la escuela los adolescentes creen saber mejor que sus profesores cómo ocupar el tiempo y reclaman entonces participar, mediante asambleas, en la planificación del día a día; en la universidad muchos jóvenes inteligentes sostienen que no hay puntos de vista mejores que otros sino solo opiniones y que incluso los libros que sus profesores consideran parte del canon están infectados de género, clase o etnia y no de la razón; las antiguas formas de definirse a sí mismo que hasta hace poco se vivían como heredadas o adscritas, desde la posición social a la orientación sexual, se viven hoy como objeto de elección; las ideas que antes invitaban a sacrificar la vida hoy forman parte de la publicidad con que se venden planes de internet; lo que antes era la tensión propia del esfuerzo hoy demanda apoyo terapéutico al concebirse como un problema de salud mental; la dieta alimenticia y el medio de transporte —si verdura o no y si bicicleta o bus— ya no tienen una función instrumental sino que confieren identidad; y la libertad sexual que antes se reclamó sin ataduras hoy está acompañada de una estricta regulación de la mirada y la gestualidad. El paternalismo de los adultos arriesga así convertirse en abuso; el saber del profesor, en autoritarismo que apaga el ánimo crítico de los alumnos; la ilustración, en una forma encubierta de dominación; la identidad, en un reducto elegido que pone límites al discurso ajeno; la tristeza o la alerta, en enfermedad; la sexualidad, en una actividad reglada para evitar el abuso y la violencia; la verdura y la bicicleta, en expresiones rituales de una forma de vida.

Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante.

Por supuesto, siempre ha habido individuos de edades distintas coexistiendo, pero no siempre los nacidos en torno a una cierta época comparten un mismo horizonte vital, una especie de yo colectivo, tan distinto al que poseen los más viejos. O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos. Otros factores como la clase, la etnia o el género siguen influyendo en configurar el propio mundo y distanciarse del lugar que se siente alejado, pero la situación generacional, y la distancia que ella introduce, parece tener hoy más peso, como lo prueba el hecho de que incluso la conciencia de esos otros factores es más agudizada entre los jóvenes.

¿Qué puede significar todo eso?

Tradicionalmente se ha subrayado el hecho de que la preservación del grupo, su yo unitario, podríamos decir, es resultado de la continuidad de las generaciones. La identidad de un grupo depende de que las pautas de comportamiento se transmitan a pesar de que los miembros del grupo cambien. Esa es la función de la familia y, en la sociedad moderna, de la educación. Las creencias y los comportamientos tradicionales que constituyen la herencia cultural —que transmite la generación anterior— proporcionan los recursos que permitirán funcionar de manera satisfactoria en nuevas situaciones. Georg Simmel1 y Karl Mannheim2, grandes teóricos de la sociología, consideraron, por eso, que las continuidades intergeneracionales que hacen posible una sociedad duradera dependen de la socialización de cada generación por sus predecesoras. Si esta última falla es porque la sociedad experimenta cambios radicales.

Es lo que advirtió Margaret Mead.

Hace ya medio siglo esta extraordinaria antropóloga, autora de los estudios sobre adolescencia y sexualidad en Samoa y una de las precursoras en el empleo del género como variable sociocultural, llamó la atención acerca de lo que denominó una cultura prefigurativa. Se trataba de un tipo de sociedad, que ella creyó vislumbrar, en la que los mayores o más viejos aprendían de los jóvenes y de los niños. En ella, dijo, «no tenemos descendientes del mismo modo que nuestros hijos no tienen antepasados». En las culturas tradicionales o más antiguas la situación, explica Mead, era al revés. En estas los más viejos transmitían a los más jóvenes las reglas, las pautas de comportamiento y el conocimiento acerca del mundo. En ese tipo de cultura, que Mead llamó posfigurativa, «el pasado de los adultos es el futuro de las nuevas generaciones». Por supuesto, y al igual que en todas las culturas conocidas, en ese tipo de sociedades hay cambios, pero todos ellos se viven como una reiteración de algo que ya ocurrió y que la memoria y la conducta de los más viejos atesoran. Las preguntas por la propia identidad (¿quién soy?), los roles que habrán de ejecutarse (¿cómo se comporta un padre?, ¿cómo se vive la sexualidad en pareja?) y los límites de la existencia (¿cómo me encuentro con la muerte y qué significa la propia?) son todas preguntas que en este tipo de sociedad poseen una respuesta predeterminada. No es el caso de las culturas prefigurativas. En estas el lazo entre las generaciones se ha roto. Y entonces los más jóvenes aprenden mediante la imitación de lo simultáneo y no de los antepasados. Una revolución repentina, un cambio tecnológico que altera casi de un día para otro las formas de comunicación, operan de pronto como si un trozo de un continente se desprendiera y formara una isla cuyos habitantes ya no pueden entrar en contactos más que esporádicos con los del continente que dejaron atrás. En este tipo de cultura, dijo Margaret Mead, los más viejos parecen inmigrantes recién llegados a un país nuevo cuya cultura no entienden del todo y cuyos conocimientos son incapaces de orientarlos. Los jóvenes, en cambio, parecen los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo. Se sienten cómodos allí. Escuchan lo que sus padres les cuentan tanto acerca del pasado como del mundo que dejaron atrás y solo entienden a medias. No es una deficiencia en la comunicación, sino una divergencia en la experiencia vivida. Así como los hijos de los primeros inmigrantes no vieron el paisaje, ni probaron los platos cuyo recuerdo arranca lágrimas de nostalgia a sus padres, «así tampoco los jÃ

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