Prólogo
Tres años después, fue muerto él [Constantino, rey de la Britania] a su vez por Conan y lo enterraron junto a Úter Pendragón, en el círculo de piedras erigido con maravilloso artificio no lejos de Salisbury.
GODOFREDO DE MONMOUTH,
Historia regum Britanniae
[Historia de los reyes de Britania]
El Círculo de los Gigantes apenas se distinguía, en tonos apagados de carbón, entre la lluvia y el aguanieve. Myrddion desmontó y vadeó a pie entre las hierbas moribundas, aplanadas por el fuerte viento que rugía sobre la gran llanura. No había visitado nunca el Círculo de los Gigantes, pero le habían hablado de aquellas grandes rocas que parecían dispuestas sobre el terreno por un niño colosal jugando a hacer construcciones con piedrecitas. Al ver la Piedra Talón, el sanador se llevó una cierta desilusión. El Círculo ocupaba una superficie extensa, y Myrddion no lograba concebir cómo habían podido izar las piedras que hacían de dinteles, pero sintió una punzada de decepción ante lo modesto de la escala.
Encorvado bajo la capucha forrada en piel de su capa de lana, Myrddion apoyó la frente en una columna de dolerita un poco más baja que un hombre adulto. Bajo sus sensibles dedos, la resbaladiza humedad de la roca se notaba tan fría como vibrante. Escuchando mediante el extraño sentido adicional que era la maldición de una rama de su familia, oyó un fuerte zumbido que resonaba desde el interior de los monolitos azules y tuvo que replantearse la mala opinión que se había formado sobre la majestuosidad del Círculo. En la extraña y arcana disposición de las piedras moraba algo antiguo y amenazador. Los orígenes del Círculo se habían perdido entre los vórtices del tiempo pero, según decía una leyenda de la zona, lo había construido en la antigüedad el Señor de la Luz, en cuyo honor Myrddion había recibido su nombre.
—¿Has terminado, maestro? —Cadoc estaba de pie en la cima del extenso y envolvente talud, con la nariz brillante y roja por el frío viento y una postura alicaída que reflejaba su tristeza—. Este aire podría congelar las tetas de una bruja.
—No tienes alma, Cadoc —dijo Myrddion entre dientes, sabiendo que su aprendiz no lo oiría entre los aullidos del vendaval—. ¡Resguárdate del viento por ahora! —gritó—. ¡Vuelvo enseguida!
El aprendiz levantó un brazo envuelto en lana para indicar que lo había oído y descendió con esfuerzo al foso que rodeaba el Círculo. Todos los ademanes de su cuerpo de guerrero impasible reflejaban su disgusto con el clima. Cadoc era leal e indispensable en las tiendas de sanación, pero el curtido luchador odiaba el frío y temía la perspectiva de navegar hacia la tierra de los francos, cruzando el Litus Saxonicum. Seguiría a Myrddion allá donde él viajara, pero el sanador era muy consciente de que el ex guerrero, surcado de horribles cicatrices de quemaduras en la cara y el cuello, protestaría a cada paso del trayecto.
Myrddion suspiró. Sin embargo, pese a la invisible aunque evidente presencia de Cadoc esperando en los carromatos, emprendió la marcha hacia el centro mismo del Círculo. Una enorme piedra erguida tenía marcas de cincel, y Myrddion recorrió la forma del grabado con su mano desnuda.
—¡Un cuchillo! —susurró—. En nombre de Bran y de todos los dioses, ¿cómo puede haber el símbolo de un cuchillo tallado en estas piedras? Todo este lugar es un misterio.
Al estudiar con atención la resbaladiza y helada superficie de la piedra, Myrddion reparó en que el diseño del cuchillo era extranjero. Aquella daga no estaba forjada por ningún armero celta, y solo un artesano hábil y observador podría haber labrado sus detalles en la piedra. El sanador memorizó la forma del grabado, por si en alguna ocasión se topaba con un arma parecida.
La luna blanquecina batallaba contra las densas nubes henchidas de aguanieve y Myrddion, casi sin darse cuenta, se vio atraído hacia el centro de la gran herradura de piedras, donde encontró un gran bloque de roca de la zona, bastamente labrado y tendido a modo de altar. Allí, en el corazón del Círculo, sintió que se acumulaban las señales tenebrosas, como si fuese capaz de apartar una cortina y observar a los constructores mientras trabajaban, generación tras generación, para dotar de vida al monumento. Pero ¿con qué propósito?
Constelaciones que giraban. Un amanecer que arrojaba largas columnas de luz y sombra sobre la hierba verde, mientras unas figuras desharrapadas entonaban cánticos al penetrante ritmo que marcaban varas de lanza endurecidas golpeando contra el suelo. No sentía la sangre, solo una luz que fluía en grandes y violentos torrentes hacia el interior de sus ojos y le quemaba las retinas. Una estrella titilaba por encima de las dos piedras centrales, coronadas por un enorme dintel. Con pensamientos huidizos, casi en trance, Myrddion comprendió que estaba a punto de perderse en uno de sus ataques, en aquella antigua y temida inconsciencia durante la que decía y hacía cosas que desafiaban a su mente racional y despierta. Con un esfuerzo avivado por toda la rabia oculta de un niño que ya casi era hombre, Myrddion se apartó de la estrella y del haz de luz y vio que las siluetas se difuminaban entre las ráfagas de lluvia, a medida que volvía en sí.
Tenía la mano derecha apoyada en el altar de piedra, que aún irradiaba el calor de unos amaneceres muertos hacía mucho tiempo. Myrddion retiró la mano y su conexión con el Círculo se hizo añicos como la piedra congelada bajo el martillo del cantero.
—¡Nunca! ¡Nunca más! No viviré temeroso del pasado ni del futuro —vociferó—. No deseo saber.
Pero las rachas de viento y lluvia se llevaron sus palabras.
—Lo único que quiero, lo único que acepto, es encontrar a Flavio, dondequiera que esté. Si debo cruzar el mar Intermedio y llegar a las cataratas que sostienen las columnas del mundo, allí es donde iré. Pero debo saber por qué mi padre jugó con mi vida antes de que naciera. Me enfrentaré a él y, si hace falta, si es lo que necesito para liberarme de él, lo mataré. Pero no utilizaré estos ataques para localizarlo.
«¡Valientes palabras! —se burló el yo interior de Myrddion—. Lo que queremos y lo que obtenemos rara vez coinciden.» El sanador alzó la mirada hacia la luna amortajada de nubes y se rió de su propia estupidez. «Nadie puede burlar a los dioses —pensó con tristeza—. Nunca nos liberarán de las maldiciones de nuestro nacimiento. Pero, aun así, ¡quiero saber!»
—Quiero saber —susurró, antes de girarse y cruzar el Círculo a la carrera, dejar atrás las doleritas y la Piedra Talón, llegar al montículo y ver los carromatos apiñados en torno a la hoguera improvisada que Cadoc trataba de mantener encendida.
Myrddion rió de nuevo y se apresuró en dirección a los carromatos, a sus amigos y a la sensación de tener un propósito que debía cumplir para lograr la paz interior. A sus espaldas, el Círculo esperaba como llevaba mil años haciendo. Ni siquiera un Medio Demonio podría perturbar su largo sueño, fustigado por el viento invernal. El Círculo dormía y soñaba hasta que volvieran a necesitarlo.
1
Un encuentro adverso
¿Qué mejor muerte puede hallar un hombre que
enfrentarse a una fuerza aterradora
por las cenizas de su padre y los templos de sus dioses?
DEMÓSTENES,
Olínticas
En la lejana Tintagel, allí donde la fortaleza se aferraba a un saliente de roca que hendía el mar frío y atronador, la reina Ygerne tiritaba, envuelta en pieles para protegerse del gélido aire vespertino. Desde el oeste, un tímido sol teñía las finas nubes vaciadas por la tormenta con un fulgor transparente y anaranjado. La luz forcejeaba con la oscuridad, reflejando la fiera batalla que tenía lugar en el alma de la reina. Ygerne se llevó las manos, protegidas por mitones de lana, a su vientre plano, antes de rezar por la generosidad de la diosa. Después, para asegurarse, rogó a la Virgen María que intercediera por ella ante el dios cristiano y que bendijera a su hijo nonato.
Cuando Ygerne se cercioró de estar embarazada por tercera vez, le había dicho a su marido, el rey Gorlois, que en esa ocasión estaba segura de que daría a luz a un varón. Su corazón no albergaba dudas sobre el sexo del bebé aún informe, y ya había soñado con la piel suave y lechosa de su hijo acunada en sus brazos. Gorlois no cabía en sí de gozo, pues, aunque sus hijas Morgana y Morgause eran una celebración permanente de su maravillosa unión, su orgullo masculino se exaltaba ante la idea de que un hijo suyo heredara el reino de Cornualles. Gorlois pedía tan poco a Ygerne y la amaba con tanta pureza y desprendimiento, que la reina estaba exultante por poder concederle su deseo más anhelado. Los banquetes del solsticio habían quedado bendecidos por la fertilidad y la alegría del amor que compartían.
Pero, mientras arreciaban las lluvias invernales, el Jabalí de Cornualles había acudido a la llamada de Ambrosio, el nuevo gran rey. Gorlois había partido a regañadientes, pues separarse de su esposa en los últimos días del año le dejaba el corazón lastimado y dolorido. Gorlois sabía que la reina estaría protegida por sus devotos guardas y sirvientes, pero el reciente embarazo confería a su partida una angustia que ponía al rey de los dumnonios de un humor irascible y alicaído. Mientras partía de Tintagel por el puente adoquinado a lomos de su nuevo potro, Cascosligeros, seguido de su guardia personal, no se había atrevido a volver la mirada hacia la fortaleza por si alcanzaba a ver el rostro lloroso de Ygerne. Maldijo a Ambrosio y sus exigencias, enderezó la espalda y se alejó al galope de todo lo que amaba.
Y así, en aquel lugar gris de piedra, mar y aves salvajes, Ygerne intentó entrar en comunión con el hijo que se desarrollaba en su útero. El niño todavía no tenía un hilo de conciencia que pudiera hablarle, de modo que la reina sentía una tremenda soledad en su estribación rocosa, lejos de las cortes de los hombres. Tenía la mente sumida en la sombra, como si una manta hubiera expulsado la calidez del sol y extinguido toda luz. Ansiaba la primavera que le abultaría el vientre, pero los cielos amenazaban con un tiempo implacable antes de que muriese el Rey del Invierno y naciera el nuevo señor con una oleada de flores perfumadas y lluvia suave.
El súbito dolor en su bajo vientre fue tan rápido y agudo que Ygerne soltó el saquito de remendar que llevaba siempre consigo durante el día. Clavó la mirada en la ropa esparcida por los adoquines del patio, en un guante de punto de Gorlois que había caído algo más lejos del saquito de lana, como una flor gris y arrugada, que empezaba a deshilacharse por el pulgar. Para sus ojos horrorizados y estupefactos, el guante raído se convirtió en el centro del universo mientras el dolor le recorría el cuerpo… hasta desaparecer. Le temblaron las piernas y de pronto notó que le bajaba un hilo de sangre por los muslos.
—¿Os encontráis bien, mi señora? —Un guarda preocupado había corrido hacia ella, sorprendido por su repentina palidez—. ¡Por el amor de los dioses! ¡Alarma! ¡La reina está enferma! —gritó, mientras las rodillas de Ygerne empezaban a ceder por la conmoción—. ¡A mí! ¡La reina necesita ayuda!
Mientras el guarda levantaba en volandas su delicado cuerpo, Ygerne supo que su hijo estaba muerto y estalló en llanto, asustando al pobre hombre hasta el punto de hacer temblar sus fuertes manos. La llevaron a toda prisa al interior de la fortaleza y la dejaron en su enorme cama de matrimonio al cuidado de sus sirvientes. Ygerne no podía más que sollozar de pena y esperanza perdidas. Sus criadas chasquearon la lengua al verle las piernas sanguinolentas y se afanaron en contener la sangre, pero la reina hundió la cara en la almohada y les preguntó a los dioses por qué castigaban a Gorlois.
Leves como el toque de un dedo en los labios, le llegaron unas tenues palabras desde el fondo de la mente: «Todavía no, Ygerne. Tu momento aún no ha llegado. Ten paciencia, pues lograrás lo que deseas a su debido tiempo».
—¿Cómo voy a decirle a mi amado que su hijo ha muerto? —preguntó a sus criadas, que solo acertaron a negar con la cabeza e intentar consolarla—. ¿Cómo se lo explicaré a Gorlois cuando ni yo misma lo entiendo?
En el exterior, sobre la península, el viento aullaba un mensaje que le heló el alma. «¡Todavía no! ¡Ahora no! ¡Debes esperar!»
Cadoc se apoyó en la madera áspera de la borda del inestable barco y vomitó en el mar. Desde que habían zarpado del puerto de Dubris, el guerrero había sido incapaz de controlar sus náuseas y, con medio cuerpo suspendido fuera del navío, era la viva imagen de la desdicha. Por uno de los inexplicables caprichos de la humanidad, ni a Myrddion ni a Finn Cuentaverdades les afectaban los cabeceos y sacudidas de la vieja embarcación incrustada de sal, pero Cadoc sufría graves mareos.
—Tienes que comer algo, Cadoc —trató de convencerlo Myrddion, mientras la cara de su amigo mostraba los repentinos espasmos de la arcada—. Podrías desarrollar una enfermedad grave si pasas días seguidos sin comer.
Le tendió un cuenco de sopa clara y fría, aunque aderezada con hierbas, carne de pollo triturada y un poco de jugo de adormidera para asentar el estómago, pero Cadoc la rechazó con un gesto. El aprendiz tenía la cara desencajada bajo una sonrisa triste, pero Myrddion no cedió. Dependía de la excepcional capacidad de organización de Cadoc y, al haber vendido sus carromatos y las bestias de tiro para no arriesgarlos en la peligrosa travesía del Litus Saxonicum, iba a necesitar la pericia negociadora de su aprendiz cuando aquel perezoso navío de madera llegase a puerto.
—Por favor, Cadoc —le rogó—. Nunca te daría nada que incrementara tu malestar. Tómate la sopa despacio y se pasarán las náuseas. Confía en mí, amigo mío.
Sin tenerlas todas consigo, Cadoc sorbió el caldo aguado y descubrió que su gusto era agradable, aunque él le habría puesto un poco de sal si hubiese podido. Se dejó guiar por su maestro hasta un lecho de mantas dispuestas en la parte menos frecuentada de cubierta y lo convencieron para recostarse sobre unos tablones bien fregados, donde se acurrucó en un montón de lana hasta que solo quedó expuesta al aire frío su nariz goteante. Cuando su mirada brillante empezó a nublarse y sus cabeceos se hicieron más frecuentes, Myrddion se llevó a Finn donde el otro hombre no pudiera oírlos y le chistó al verle abrir la boca para bromear sobre Cadoc.
—Ten compasión de nuestro amigo, Cuentaverdades. Está muy afectado por los mareos, y necesito tenerlo bien despierto y sano tan pronto como pisemos tierra firme. Su dolencia se pasará en cuanto echemos el amarre, pero mientras tanto sufre mucho. Por desgracia, aunque la travesía es muy corta, los espasmos de su mal son bastante intensos.
Finn meneó la cabeza a los lados con la incomprensión de quien nunca ha padecido el movimiento de las olas.
—Por supuesto, maestro. Me ocuparé de que esté cómodo, pero ¿quién iba a pensar que Cadoc el indómito se vería derrotado por unas cuantas olas de nada?
—Todos tenemos debilidades, amigo Finn, hasta Cadoc.
Myrddion dio media vuelta y regresó a la proa roma de la tosca embarcación, desde donde escrutó el horizonte con la esperanza ilusionada de hallar la primera señal de tierra. Sus pensamientos regresaron a Londinium y los horrores que había presenciado en la poderosa ciudad celta.
Tras varias semanas de agotador viaje, los carromatos por fin alcanzaron los caminos más anchos que llevaban a Londinium, cuando un corto día de invierno empezaba a desvanecerse en la penumbra. El campo abierto había dejado paso a los inconfundibles signos de una gran metrópolis, como las casitas cónicas de estilo celta, las pequeñas zonas de terreno arado, los cercados de madera y una abundancia de posadas, comercios y tenderetes en los márgenes de la vía romana. Unos letreros pintarrajeados les daban un destartalado aire provisional.
En uno de aquellos establecimientos, la taberna de Barca, según su letrero rojo chillón, los niños jugaban en el fango denso mientras varios campesinos tomaban un estofado casi sólido, compartiendo las cucharas de madera, o devoraban trozos de carne rezumante de grasa ensartados en las puntas de sus cuchillos. Myrddion contempló las barbas mugrientas y enmarañadas, los ojos ladinos y las pieles y la lana andrajosas que eran típicos entre los moradores de la periferia de cualquier asentamiento importante.
Otro letrero se mecía lascivo y ebrio sobre una estructura de dos plantas, indicando sus mercancías con la simple declaración de «Las chicas más buenas y limpias». Myrddion contrastó la veracidad de aquel alarde mirando a una joven que apenas había rebasado la pubertad y que, apoyada en una jamba de la puerta, se rascaba la entrepierna con gesto distraído. Por debajo de una túnica ligera y reveladora, su piel erizada estaba teñida del gris del camino, y su larga melena negra estaba grasienta de no lavarla. Incluso a unos pocos pies de distancia, Myrddion alcanzó a ver piojos paseándose por sus rizos enredados.
«Limpísimas —pensó Myrddion con ironía—. Podría coger una enfermedad solo por hablar con ella.» La chica cruzó con él una mirada que transmitía su invitación, insolente y milenaria, a experimentar los placeres de la carne. Bajo aquella capa de seducción pueril, Myrddion captó un fondo de odio y desprecio que la joven aún no había aprendido a disimular.
Myrddion señaló hacia un bosquecillo de árboles sin hojas ni vigor que sobrevivían a duras penas junto al camino y ordenó a sus sirvientes que acamparan. Obedecieron con la economía de esfuerzo que daba la práctica constante, pero apenas habían empezado a preparar la cena cuando aparecieron los primeros pacientes en busca del sanador. De algún modo, con la misteriosa pericia de quienes no dudan en aprovechar cada oportunidad, los lugareños ya habían averiguado el oficio de los forasteros ambulantes. Suspirando de cansancio, Myrddion se puso a trabajar: pinchó forúnculos, arrancó una muela que le dolía a un paciente y trató las pequeñas heridas y enfermedades habituales de cualquier comunidad semirrural aquejada de pobreza y suciedad.
Estaba vendando una infección seria con tela untada de ungüento extractor cuando un hombre gigantesco entró en la tienda y se situó entre la luz del fuego y el paciente del sanador. Myrddion masculló una maldición, se levantó y se volvió hacia el recién llegado con una agria protesta en los labios.
La protesta murió antes de nacer.
Tenía delante a un guerrero enorme, de más de seis pies y cuarto, mucho más de lo necesario para tapar la luz. Myrddion era muy alto, pero ese guerrero le sacaba varias pulgadas. Aunque las llamas lo iluminaban desde detrás, el joven seguía pareciendo más corpulento e impresionante que lo que sugería su silueta, sensación que se debía a una mata salvaje de rizos ambarinos que se resistía a la prisión de las trenzas y al casco de hierro diseñado para contener sus tercos bucles. La luz imbuía en su cabeza la neblina brillante y dorada de un halo que sugería, sin lugar a dudas, una gran corona.
—¿Eres diestro con las agujas de coser, sanador?
De una naturaleza casi seductora, la voz ronca pero melodiosa del recién llegado parecía insinuar comprensión y apoyo. Myrddion sacudió la cabeza para resistir la dulce oferta que sugería el tono y escrutó el rostro ensombrecido del visitante.
—Giraos hacia la luz, señor, para que pueda atenderos —contraatacó, utilizando su propia voz melosa para igualar el sedoso sonido de la voz del guerrero—. Cadoc puede acabar el vendaje.
Sin mediar palabra, el guerrero permitió que la luz del fuego le bañara la cara de escarlata antes de extender un brazo bronceado que lucía una herida larga y poco profunda desde el codo hasta la muñeca.
—Ya veo. —Con repentina actitud profesional, Myrddion se acercó y sostuvo el brazo del gigante para inspeccionar la herida de cerca—. ¿Qué os ha provocado esta lesión, señor? Tiene los bordes arrugados, como si un objeto romo os hubiera abierto la piel.
—Y así ha sido. —El guerrero sonrió, encantador—. He matado a un jabalí con mi lanza, pero el animal se ha lanzado vara abajo para intentar degollarme. Antes de morir ha conseguido engancharme el brazalete con un colmillo. —Volvió a sonreír—. Estaba decidido a matarme, así que supongo que tengo suerte de haberme ganado solo este rasguño.
Myrddion examinó los bordes inflamados de la herida y apretó los labios.
—Ese jabalí había clavado el colmillo antes a otra presa sucia y ahora mismo la infección de esa sangre está atacando vuestra carne. Tenéis suerte de haber acudido a mí hoy mismo. Un día más y podríamos estar lamentando vuestra muerte inminente.
El guerrero prestó atención mientras Myrddion empezaba a limpiar la herida con agua caliente, sin pasar por alto un solo recoveco de la carne abierta. Aunque el agua debía de escocer en el tierno tejido expuesto, el hombre no hizo ni una mueca. Después, mientras Myrddion calentaba una herramienta alargada hasta ponerla al rojo, preguntó si el propósito era purificar la herida con fuego y sellar los vasos sanguíneos. Myrddion comprendió que aquel hombre tenía una mente inquieta y abierta, y que era capaz de discernir los motivos de sus actos.
—Sí, mi señor. En las heridas de este tipo, es primordial que los humores malignos se expulsen de la herida por escarificación, antes de que se asiente la podredumbre y la extremidad muera. Con esa facilidad nos mutilan, señor, las cosas que no podemos ver.
—¿Has visto qué suerte tengo, sanador? Salgo herido y al mismo tiempo llegas tú a mi umbral, lleno de conocimientos y preparado para ocuparte de mi bienestar. ¿Cómo te llamas?
Myrddion levantó la mirada hacia el atractivo rostro moreno y vio que el guerrero llevaba la cara afeitada al estilo romano. Los misterios se acumulaban en torno a aquel hombre extraño, de apariencia celta pero conducta del todo extranjera. No se inmutó mientras su carne ardía y soltaba humo, salvo por la tensión apenas perceptible de los labios.
Inclinando un poco la cabeza, Myrddion respondió:
—Soy Myrddion Merlinus de Segontium, antiguo sanador del rey Vortigern. Viajo hacia el mar Intermedio para dedicarme al estudio de mi arte junto a las grandes mentes de Constantinopla.
Aparte de enarcar una ceja interrogativa, el guerrero no mostró signos de sorpresa. Myrddion sintió la calidez de su amplia sonrisa, pero se fijó en que la simpatía no se reflejaba en los fríos ojos azules del hombre, que lo observaban con cautela. El sanador sintió una congoja en el pecho y se encogió, como si hubiera reconocido a alguien que iba a cambiarle la vida.
—Yo soy Úter Pendragón, hermano de Ambrosio el Grande, gran rey de los britanos. Tal vez hayas oído hablar de mí.
En las palabras de Úter no había el menor atisbo de orgullo. Al igual que una fuerza impredecible de la naturaleza, simplemente era él. En el mundo británico todos habían oído hablar de Úter Pendragón. Con solo unas pocas palabras, acababa de describir su linaje, su condición regia y su tremenda confianza en sí mismo. Myrddion se estremeció, como si un viento frío hubiera reptado por su piel expuesta, amenazándolo con toda clase de castigos y terrores.
—En efecto, mi señor Úter. Todos los siervos de la diosa saben de vos y de vuestro valeroso hermano. Los sajones, Hengist y Horsa, fueron expulsados de nuestra tierra bajo vuestras órdenes, y Powys, Dyfed y Gwynedd pueden conciliar el sueño tranquilas gracias a vos.
—¿Serviste al tirano Vortigern? —preguntó Úter mientras Myrddion untaba ungüento fresco por toda la herida mediante una espátula de madera para que sus dedos no tocaran los bordes enrojecidos. La fría voz de Úter se mantuvo firme, pero sus ojos azules se endurecieron.
—Sí. Y tirano es una buena forma de definir a ese rey a quien nadie llora. Habría matado a los hijos que tuvo con la reina Rowena si no hubiera ardido hasta la muerte en su propia fortaleza, bajo una tormenta imprevista.
Myrddion escogía las palabras con meticulosidad de estadista, aunque la mirada penetrante de Úter no abandonara su herida. Tenía delante a un hombre peligroso y sintió que el aire escaseaba a su alrededor, como si el hermano del gran rey pudiera absorber toda la vitalidad de la atmósfera con una sola mirada expresiva. El sanador reprimió sus emociones, compuso el rostro y habló con fingida despreocupación.
—Sí, Vortigern pagó sus muchos pecados al cruzar todo su gran salón corriendo envuelto en llamas, mientras la fortaleza ardía hasta los cimientos a su alrededor. Creedme si os lo digo, mi señor, porque estaba presente en Dinas Emrys… y vi al Hombre Ardiente.
Úter alzó la mirada para cruzarla con el sanador mientras este empezaba a vendar el horrible corte. El hombre tenía hielo en los ojos, aunque sus labios mostraran la sonrisa seductora de una mujer.
—Se dice que le cayó encima un relámpago.
—Aquella noche no faltaron relámpagos, mi señor, pero yo no vi lo que hizo arder a Vortigern. Estaba en su alcoba cuando lo envolvieron las llamas, de modo que no creo que los dioses enviaran un rayo desde los cielos solo para reclamar su vida. Con toda probabilidad, fueron los actos de los hombres los que segaron la existencia de Vortigern. Enemigos tenía de sobra, sin duda.
Úter sonrió.
—Eso me habían dicho, sanador, eso me habían dicho. ¿Cómo entraste al servicio del regicida?
Myrddion se lavó las manos en una gran jofaina de agua tibia y pensó antes de hablar.
—De niño vivía en Segontium con mi abuela Olwyn y su segundo marido, Eddius. Vortigern me hizo apresar porque había oído decir que necesitaba sangre de demonio para sellar los cimientos de su torre en Dinas Emrys. Me capturaron porque corría el rumor de que soy el Medio Demonio.
Úter levantó una ceja.
—Me habían llegado rumores, pero no terminaba de creerme tal presunción. Ardo en deseos de oír tu linaje de tus propios labios —añadió el príncipe con una sonrisa burlona—. Dicen que el Medio Demonio predijo cosas que Vortigern no deseaba oír.
—Es el rumor que circula, príncipe Úter, pero no recuerdo lo que dije. Vortigern tuvo miedo de matarme, así que asesinó a sus magos en mi lugar. Pero entonces Fortuna me dio la espalda. Mi abuela, que era princesa de los deceanglos y sacerdotisa de la Madre, vino a rescatarme. Vortigern la golpeó con el puño cerrado, y el impacto la mató.
—Siendo así, ¿cómo pudiste servir al regicida mientras la sangre de tu abuela clamaba desde la tierra? ¿Fue por miedo?
Los dientes perfectos de Úter, muy poco habituales en guerreros por encima de los treinta años, tenían un aspecto afilado y lupino. Myrddion se preguntó si el príncipe disfrutaría tanto infligiendo dolor como sugerían sus ojos brillantes y su boca húmeda.
—No tuve elección, porque amenazó con matar a mi maestra, Annwynn de Segontium, que es una sanadora famosa en todo Cymru. Obedecí y, al cabo de un tiempo, me reveló el nombre de mi padre. No es que me sirviera de mucho, pues Flavio es un gens romano muy habitual. En cualquier caso, ahora soy libre de partir en su búsqueda.
Myrddion revisó con atención el vendaje del príncipe y buscó un recipiente para que Úter pudiera llevarse un poco de ungüento. Mientras le entregaba una cajita de cuerno, sintió en la sangre un escalofrío por un mal presentimiento.
—Cuidad de que la herida esté muy limpia y seca, y usad vendas nuevas cada vez, mi señor. Los humores malignos pueden introducirse hasta en las lesiones mejor atendidas.
—Estoy destinado a morir en paz en mi lecho, sanador, pues así se ha profetizado. Pero te agradezco mucho tu esfuerzo de todos modos.
Úter metió la mano en un saquito de cuero, extrajo una moneda de oro, un pago desorbitado por las atenciones de Myrddion, y la lanzó hacia el sanador con un diestro e insultante movimiento de pulgar. Con un acto reflejo, Myrddion la atrapó formando un cuenco con las manos e intentó devolvérsela.
—Es demasiado oro a cambio de una tarea tan sencilla, mi señor —protestó.
—Considéralo una muestra de los pagos que te esperan por servirme en el futuro. Cuando regreses de tu viaje a Constantinopla, querría tener a uno de los mejores sanadores de estas tierras como médico personal. —Úter rió como si acabara de hacer un buen chiste, disfrutando del rubor que mancillaba las mejillas de Myrddion—. Me acordaré de ti, Myrddion el Sin Nombre, y no habré olvidado esta conversación de hoy cuando regreses de tus viajes y entres a mi servicio.
Por prudencia, Myrddion contuvo las palabras de rechazo e hizo una reverencia profunda para que Úter no distinguiera la rebeldía en sus ojos. El príncipe se marchó con paso firme y sin mirar atrás, acompañado de los tres guerreros que se habían quedado cerca del acceso a la tienda, un faldón de cuero levantado.
Cadoc dio un profundo suspiro de alivio cuando el grupo se hubo internado en la noche.
—Puedes dar gracias a todos los dioses por ser tan hábil, maestro. Había una flecha cargada y lista para volar durante todo el tratamiento. ¿No has visto al arquero en la sombra del carromato?
Myrddion negó con la cabeza mientras sus rodillas amenazaban con ceder.
—Me siento como si acabara de escapar de un pozo lleno de víboras furiosas —musitó mientras se sentaba en el suelo junto al fuego—. Al lado de Úter Pendragón, Vortigern parece amable y generoso.
—Ese hombre es un demonio, maestro, una bestia del caos venida para destrozar nuestra tierra en beneficio propio. ¿Le has visto los ojos? Por primera vez me alegro de que vayamos a Constantinopla, dondequiera que esté ese sitio. Allí no nos encontrará, maestro, y seguro que aquí sí, si nos quedáramos. Quiere tus habilidades.
—Quizá caiga en batalla mientras estamos lejos de la Britania. Ya he tenido suficientes patrones arrogantes y poderosos que pisotean sin miramientos los sueños del hombre común.
—No caerá. Sobrevivirá a todo lo que pueda arrojarle el destino y seguirá medrando. Más vale que nos hayamos ido ya al alba, porque no me extrañaría que ese demonio te secuestrara por el bien de su preciado honor.
—Cierto. —Myrddion asintió con la cabeza, conforme—. Despiértame cuando empiece a clarear.
Era una noche gélida, y la hierba seca de la pequeña arboleda era incómoda y picaba, pero Myrddion sintió tanto cansancio de pronto que se le cerraron los ojos. Se arrojó al río del sueño como si pretendiera ahogarse, y entre las ciénagas de la oscuridad los caballos de la noche enviaron un horror tras otro para darle caza, hasta que sus gritos perturbaron a todo el que dormía y Finn tuvo que despertarlo con el ceño fruncido.
Londinium era una ciudad impregnada y derrotada por el sigilo. Mientras los sanadores rodeaban sus afueras, buscando la calzada del sudeste que los llevaría a la costa de Dubris, Myrddion no pudo evitar fijarse en las hordas de comerciantes sajones que atestaban las calles romanas y en la creciente acumulación de suciedad, allí donde los limpios trazos de los albañales de piedra se veían emborronados por la basura. La pasión romana por la pulcritud empezaba a evaporarse, mientras los celtas, los sajones y los comerciantes de piel oscura venidos de otras tierras anunciaban sus mercancías en un argot de muchos idiomas mezclados. Myrddion vio a celtas romanizados envueltos en sus togas y túnicas, con la confusión permanente marcada en los rostros, como si estuvieran desconcertados por los cambios que habían desaseado tanto la ciudad.
—Los bárbaros han tomado Londinium sin dar un solo mandoble. ¿Ves a los mercaderes? Y al otro lado de los pueblos hay empalizadas norteñas que no deberían alzarse en estas tierras. —Cadoc palideció un poco y sacudió la cabeza como un perro—. No permitas que caiga Londinium, señor. ¿Qué nos pasará si se establecen aquí todo tipo de salvajes?
—No lo sé, Cadoc —susurró Myrddion—. Hengist y sus hijos han echado raíces en el norte, por lo que vendrán muchos más barcos sajones desde el este. Antes de morir, me temo que veré los días en que toda nuestra verde tierra esté en manos de invasores… y nuestras costumbres abandonadas en el pasado como trastos viejos. Ha llegado el cambio, amigo mío, lo queramos o no.
La opinión de Myrddion disgustó a Cadoc, que se enfrascó en manejar con cuidado las riendas de los cuatro caballos que tiraban del pesado carromato.
—Los sajones no podrán gobernar a nuestra gente mientras seamos capaces de luchar. Sé cómo son esos hijos de perra. Destruyen todo lo que es bueno en nombre de sus dioses salvajes.
—Espero que estés en lo cierto, Cadoc, pero la razón me dice que se avecina el cambio, y solo un loco se cree capaz de impedirlo. Los sajones no son hombres malvados; es solo que están decididos a encontrar un hogar permanente. Tal vez Úter Pendragón pueda detenerlos, si es que alguien puede.
—Esa sí que es una idea espantosa —murmuró Cadoc mientras se concentraba en controlar el tiro.
—Como bien sabes, a veces es peor el remedio que la enfermedad —susurró Myrddion, pero la brisa fresca que venía del mar se llevó sus palabras.
Los habitantes de los pueblos del sur se mostraban nerviosos y desconfiados con los extraños, ya que habían soportado las invasiones encabezadas por los guardaespaldas sajones de Vortigern, Hengist y Horsa, y habían sufrido los sangrientos castigos de Vortimer por sus incursiones en terreno de los cantiacos; ahora los ancianos del lugar esperaban a que el vacío dejado por la guerra se llenara con una nueva amenaza, desconocida de momento. De los extraños no había que fiarse, porque las mentiras llegan raudas a los labios de los hombres avaros y ambiciosos. Sin embargo, había escasez de sanadores, por lo que la caja de caudales de Myrddion fue llenándose poco a poco de plata, bronce y alguna gema sin pulir de vez en cuando, además de los pagos por sus servicios en verdura fresca y huevos. Ayudar a los aldeanos en su camino hacia Dubris inevitablemente ralentizaba a los sanadores y, dado que también los enriquecía, estaban cada vez en mayor peligro de sufrir el asalto de algún forajido desesperado y sin escrúpulos.
Finn Cuentaverdades había guardado un silencio huraño mientras cruzaban la loma de tierra verdosa donde habían muerto incontables sajones en la guerra de Hengist, y se estremeció al ver la losa vertical de mármol con la talla de un caballo al galope. Sabiendo que los recuerdos aún hostigaban a Finn y que todavía sentía punzadas de deshonra, Myrddion se sentó junto a su aprendiz en el segundo carromato, mientras rebasaban una antigua villa romana calcinada.
—No debes lamentarte al mirar las ruinas de la Noche de los Cuchillos Largos, amigo Finn —dijo el sanador al ver las manos y los labios temblorosos de su amigo—. La venganza de Hengist sobre los celtas de Vortimer no mancilló tu honor.
—Soy el Cuentaverdades, maestro Myrddion, y Hengist me dejó con vida para que atestiguara la muerte del príncipe Catigern en este lugar. Aquí cayeron muchos hombres buenos, pero yo me salvé para narrar la historia. No voy a huir de un recuerdo, maestro. No puedo. Prefiero enfrentarme a mis fantasmas y conservar la cordura.
Myrddion apoyó una mano comprensiva en el brazo de Finn, donde notó una tensión en los músculos que delataba sin palabras el sufrimiento de Cuentaverdades.
—Tienes razón. No sé por qué, pero me esperaba que la villa fuera más grande y opresiva de lo que es, considerando su reputación. Pero, como en toda pesadilla, su realidad es mucho menos impresionante que los recuerdos que evoca. Se ha convertido en un montón inútil de ladrillos quemados y escombros. ¿Lo ves? Ya empiezan a crecer árboles en las estancias abiertas al cielo, y muy pronto apenas habrá nada que recuerde al viajero lo que sucedió aquí.
—Sí —respondió Finn despacio, mientras Myrddion notó que se relajaba parte de la tensión en su brazo—. Las malas hierbas están recubriendo las baldosas partidas y la hiedra está acabando con lo que queda de los cimientos. —Y entonces, justo cuando Myrddion creyó que Finn había logrado expulsar por fin la vergüenza y el remordimiento, el hombre profirió una maldición—. Me pregunto si Catigern siguió vivo un tiempo bajo el cuerpo de Horsa…
Myrddion vio una lágrima caer por la cara pétrea de Finn.
—No lo sé, Finn. Pero si fue como dices, Catigern merecía sufrir. Fue un hombre despiadado y está mejor bajo tierra. Nos habría vendido a todos por la oportunidad de coronarse.
—Sí —volvió a replicar Finn. Agitó sus rizos castaños y usó las riendas para fustigar el anca del caballo de tiro—. Cuanto antes nos embarquemos y nos alejemos de estos malos recuerdos, mejor.
Dubris todavía mantenía lazos con las legiones, que se materializaban en sus calzadas bien dispuestas y sus edificios oficiales de piedra; pero los sanadores encontraron muestras de la creciente plaga de desatención al ver que habían saqueado material de construcción del viejo foro. Se habían llevado esculturas de mármol de los antiguos dioses romanos para triturarlas y fabricar estuco, dejando unos pedestales de piedra basta que daban a Myrddion la inquietante sensación de que Dubris estaba devorándose a sí misma.
Pero en el puerto se respiraba el ajetreo y el ambiente comercial de todos los puertos. Embarcaciones de todo tipo se disputaban los amarres en los muelles de madera áspera, mientras los mercaderes regateaban con los patrones de barco en media docena de idiomas exóticos. Corriendo, gruñendo bajo el peso de fardos enormes o conduciendo carros tirados por mulas, bueyes y algún caballo con esparaván de vez en cuando, los sirvientes y esclavos transportaban mercancías a los almacenes, o embarcaban bienes en los navíos para los mercados que había al otro lado del estrecho mar que separaba la Britania de la tierra de los francos. Con el barullo del comercio, a Myrddion le costó hacerse oír para dar instrucciones a Cadoc.
—Vende nuestros caballos tan bien como puedas —ordenó Myrddion mientras observaba con mirada experta las bestias enjutas que circulaban por la zona, a duras penas capaces de sostener en alto sus pesadas cargas—. A juzgar por cómo están los animales que se ven aquí, podrás sacarles un buen precio. También tendremos que deshacernos de los carromatos, pero recuerda que habrá que comprar otros al desembarcar. ¡No te dejes estafar por esos cabrones!
—Será un placer, maestro Myrddion. Los comerciantes pagarán bien, o yo mismo cargaré con la diferencia. De todas formas, tal vez debamos esperar unos días si queremos los mejores precios. Si huelen nuestra desesperación, nos sablearán de lo lindo.
—Podemos permitirnos esperar unos días porque acaban de empezar las travesías de primavera. Además, estoy seguro de que nos llegarán los primeros clientes antes de que termine el día.
Como de costumbre, Myrddion había interpretado con buen juicio la atmósfera y las necesidades de Dubris. Antes de que los viajeros hubieran encontrado una posada moderadamente limpia para resguardarse, un pajarito ya había difundido el rumor acerca de un sanador habilidoso en el puerto, y Myrddion, sus mujeres y sus aprendices no tardaron en obtener beneficios de su trabajo.
Tampoco les resultó difícil encontrar una embarcación adecuada para seguir su viaje. El barco elegido tenía por capitán a un hosco norteño que hacía negocio entre Dubris y las tierras francas del este, más que dispuesto a transportar pasajeros que no añadieran más carga a las amplias bodegas de su nave. Myrddion tuvo la previsión de pagarle por adelantado la cuarta parte del precio convenido y cerró el trato con un apretón de manos.
Una semana después, Dubris se convirtió en una menguante franja de niebla sucia en los cielos de carbonilla que dejaban atrás, y el puerto franco de Bononia empezó a verse como una insinuación igual de vaga en el agitado mar de proa. Estaban a punto de adentrarse en climas extranjeros, y Myrddion todavía era lo bastante niño para que se le acelerara el corazón. Su madre podía aborrecerlo por la violencia de su concepción, y su querida Olwyn estaba enterrada en los acantilados sobre el estrecho de la isla de Mona, pero Myrddion seguía siendo joven y vigoroso. En algún lugar, más allá del horizonte neblinoso, había bibliotecas repletas de conocimientos, ideas nuevas que le harían echar chispas a su mente inquisitiva, y un mundo nuevo de sensaciones. En algún lugar, allá en los lejanos confines del mundo, el objetivo de su misión podía guiarle hacia su destino.
Las aves marinas siguieron al barco que se mecía y pelearon por los restos de comida que se arrojaban por la borda. Como a todos los carroñeros, les importaban bien poco las necesidades de sus iguales, de modo que se disputaban el botín con la intensidad y fiereza de mendigos hambrientos. Incluso sus graznidos eran como espeluznantes maldiciones que perseguían a Myrddion y le hacían pensar en oriente y en el hombre al que buscaba, entre los millones que poblaban las tierras que circundaban el mar Intermedio.
Y, sin embargo, su raciocinio lo llamaba insensato por lanzarse hacia un objetivo tan improbable. El viejo dicho resonaba en su mente, preñado de aviso y amenaza, así que Myrddion dijo las palabras en voz alta para embotarles el filo:
—Ten cuidado con lo que deseas…
2
En el camino hacia Tournai
Todos los trayectos terminan, sobre todo las travesías cortas con viento a favor que cruzan los estrechos del Litus Saxonicum. Mientras los marineros obedecían las órdenes que gritaba el curtido capitán del barco y empleaban con maña su única y remendada vela para capturar el viento, Myrddion se maravilló de la habilidad con que el barco, panzudo y torpe, se aproximaba con rumbo firme a los muelles de Bononia. Las famélicas y ruidosas gaviotas, sus sempiternas compañeras de trayecto, maldijeron el barco mientras atracaba sin ceremonia en los maltrechos muelles de madera del viejo puerto romano. Tras una última ronda de agrios insultos, las aves partieron hacia las marismas en busca de mejillones, berberechos y los desperdicios de un puerto tremendamente sucio.
Bononia seguía teniendo apariencia romana, aunque las mugrientas posadas del puerto albergaban a hombres de todas las razas, tamaños y grados de mal carácter. Mientras las ayudantes del curandero protegían los pertrechos de su patrón e intentaban sin éxito no hacer caso a las insinuaciones lascivas que recibían en media docena de idiomas incomprensibles, Myrddion y Cadoc emprendieron la búsqueda de un mercader dispuesto a venderles dos carromatos robustos y estancos, y animales que tiraran de ellos.
Como todos los puertos, Bononia era un lugar sucio, embarrado y mezquino, y ofrecía toda clase de vicio que pudiera apetecer a los hombres toscos que lo visitaban. Personas de ambos sexos vendían sus cuerpos de mala gana, apoyados en los edificios salpicados de sal e intentando resguardarse de una llovizna constante. Los borrachos abarrotaban las calzadas y salían renegando y tambaleándose de las tabernas, prestos a ofenderse si se cruzaban con algún extranjero. Unos hombres con mirada de hurones prometían dinero fácil en las peleas de perros y gallos, y hasta en combates ilegales entre hombres desesperados por ganarse unas monedas si reducían a su adversario a una papilla sanguinolenta. El aire estaba cargado de un rancio olor a algas, pescado secándose, excrementos y desesperación, de modo que Myrddion avanzó con cautela, sin separar la mano de la empuñadura de la espada que había heredado de Melvig.
—¡Joder! Mira dónde pones las pezuñas, cabestro —increpó un marinero medio borracho, antes de fijarse en la espada de Myrddion y la mirada furiosa de Cadoc—. Disculpadme —dijo entre dientes, y se habría escabullido si Cadoc no le hubiera agarrado la ajada túnica con su fuerte mano con cicatrices.
—¿Sabes de algún lugar en este antro infestado de pulgas donde podamos comprar carromatos y caballos? —preguntó Cadoc en celta, con voz áspera.
El marinero, desconcertado, negó con la cabeza y Cadoc tuvo que repetirle la pregunta en sajón chapurreado, con ayuda del latín de Myrddion, tan puro que al hombre le costaba entenderlo.
Al final, el marinero extendió una pezuña mugrienta hacia la boca de un callejón oscuro.
—Probad con Ranus, el cerdo romano. Mercadea con caballos, si no los ha vendido todos al ejército. Y si hay algún carromato en venta, sabrá dónde encontrarlo, aunque se llevará comisión.
Antes de que Myrddion pudiera darle las gracias, el marinero se había escurrido como una anguila de manos de Cadoc y desapareció por un callejón oscuro como una rata negra y vistosa. Cadoc se frotó la mano sucia en el jubón, con un reniego.
—¿Es que nadie se lava en este estercolero? El sudor de ese cabrón apesta a cerveza barata y tardará semanas en írseme de las manos.
Myrddion dejó pasar las protestas de Cadoc y entró con cautela en el callejón indicado. Los pocos adoquines que quedaban estaban resbaladizos por el agua de lluvia, la orina y la grasa cuajada que alguien había arrojado desde una cocina cercana. El hedor rancio e intenso casi lo dejó sin aliento.
Las sombras se espesaban allí donde las chabolas de dos plantas vecinas se apoyaban la una en la otra como dos amigos borrachos que se sostienen mutuamente. Donde alcanzaban los últimos haces de luz del ocaso, Myrddion estaba seguro de distinguir brillos de ojos. Aflojó la espada de su bisabuelo en la vaina, con un peligroso siseo de metal templado. Los dos hombres recorrieron el callejón con cuidado, evitando el fango inmundo de los adoquines y los montones de desperdicios que apenas se entreveían. Una rata pasó por encima del pie de Cadoc, que soltó un improperio del susto, pero en la callejuela no se escondían depredadores humanos y los dos sanadores llegaron enseguida a una calle estrecha y sencilla, vacía y silenciosa.
—Me parece que nuestro amigo el de las prisas nos ha hecho perder el tiempo —dijo Myrddion en voz baja, pero casi antes de acabar la frase oyó caballos relinchando al fondo de la calle embarrada.
Sin desperdiciar más saliva, señaló con el pulgar hacia el sonido de cascos y la peste a mierda de caballo. Maestro y aprendiz recorrieron la calle oscura por el mismo centro, evitando el fango sucio de excrementos, hasta llegar a un cercado en el que los caballos asomaban de entre las sombras como rocas negras y sólidas. La presencia de los hombres inquietó a los animales, que se sacudieron y bufaron, pero Myrddion los dejó a un lado y llegó a una construcción levantada con tablones de madera partidos y un techo de tejas de barro irregulares. Incluso en la penumbra, la intermitente luz de luna reveló que entre las tejas crecía un musgo de color verde vivo, y que las paredes de la cuadra y los anexos estaban tan mal hechas que se veía luz de lámpara por las muchas grietas y agujeros de la estructura.
—Este debe de ser el establecimiento de Ranus —refunfuñó Myrddion—. Esperemos que sus animales estén mejor cuidados que sus edificios.
Cadoc aporreó con el pomo de su cuchillo una puerta de aspecto quebradizo, pero que resultó sorprendentemente recia. La única respuesta a sus llamadas fue una retahíla de maldiciones amortiguadas, pero Cadoc insistió. Al cabo de poco, se descorrieron los cerrojos y la luz de la lámpara de aceite del portero cayó sobre una nariz rojiza y prominente, en una cara que decaía hacia una barbilla hundida y una frente igual de estrecha y huidiza.
—¿Qué horas son estas de despertar a alguien? —El hombre sin barbilla les mostró los dientes rotos y ennegrecidos, con unos caninos largos que le daban un aire depredador.
—Apenas ha anochecido —replicó Myrddion con altivez, hablando en su latín más puro. El portero enarcó una ceja pelirroja al escuchar su acento.
—¿Y? ¿Qué queréis que le haga yo? Todas las personas decentes están cenando y metiéndose en la cama, en vez de molestar a unos ciudadanos que no se meten con nadie.
—Queremos negociar con Ranus la compra de unos caballos y carromatos. —Myrddion rozó la grosería con su tono seco, pero el portero parecía incapaz de distinguirlo.
—Dile a tu patrón que tenemos moneda para pagarle, pero que no vamos a perder el tiempo hablando con mozos de cuadra —añadió Cadoc en su jerga sajona.
El portero gruñó por debajo de la barba rala y el bigote, les dijo que esperaran y cerró la puerta a sus espaldas. Maestro y aprendiz pasaron frío junto al portal durante diez minutos, y Cadoc habría embestido contra la madera combada si Myrddion no le hubiera exigido paciencia.
Cuando el sanador empezaba ya a plantearse un acto extremo, se abrió la puerta de golpe y un hombre rechoncho los invitó a entrar en un pasillo estrecho, iluminado por una sola lámpara de aceite. Myrddion se crispó al presentir el peligro, pero subió un escalón desgastado y adornado con un diseño bastante pintoresco de un caballo hecho con piedrecitas pintadas y esquirlas de teja.
—¡Bienvenidos, señores! Disculpad la cautela de mi sirviente, pero los comerciantes no suelen venir tan tarde a hablar de negocios. Ah, pero yo siempre digo que el dinero vale lo mismo a una hora que a otra.
—Sois Ranus, supongo —empezó a decir Myrddion, pero dejó la frase en el aire al reparar en el chabacano esplendor de la estancia a la que llegaba el pasillo.
Ranus debía de ser un hombre pudiente, a juzgar por su triclinio. Aunque desde fuera la construcción se veía destartalada, el interior de las paredes estaba finamente encalado y cubierto de cuadros que imitaban las antiguas glorias del imperio. Había aves y árboles imaginarios en un paisaje que jamás pudo existir sobre la tierra, y dríadas semidesnudas que retozaban lascivas en torno a un ebrio Dioniso, que apretaba uvas contra un pecho desnudo y acariciaba un grueso muslo. Myrddion se estremeció ante la idea de tener que cenar con aquellos murales de fondo.
—Son de los buenos, ¿verdad que sí? No reparo en gastos a la hora de atender a mis clientes. Estoy seguro de que también sois de la opinión de que merece la pena pagar por calidad. —Ranus dedicó una sonrisa aceitosa a Myrddion y le señaló un diván espléndido, magníficamente tapizado en escarlata y ribeteado con flecos de un oro que empezaba a deslustrar. El sanador se sentó con gracia natural, tratando de no tocar una mancha reciente de comida que había dejado un surco grasiento en el cabezal.
—Por supuesto, amigo mío. Es razonable pagar bien y exigir lo mejor, si se quiere hacer una inversión duradera.
—¿Y en qué puede ayudar el viejo Ranus a un joven señor como vos? ¿Un caballo de monta, quizá? ¿Para impresionar a las damas? ¿O acaso vais a la guerra?
Myrddion explicó sus requerimientos con palabras escasas y medidas. Cadoc y él habían tenido tiempo de ver mejor al tratante, y no les impresionaban mucho su apariencia ni su talante, ni siquiera cuando dio unas palmadas arrogantes y el portero se marchó a traer vino y dulces para los invitados.
Ranus era un hombre bajo y rechoncho, con una tez y una toga manchada que revelaban su herencia romana mixta. Tenía los ojos muy oscuros, como su cabello sucio, y estaban demasiado juntos para inspirar confianza. Por encima de ellos reptaba una sola ceja poblada que recordaba a una fea oruga. Llevaba sandalias de factura tosca en sus pies no muy limpios, aunque los dedos peludos estaban tapados por grandes anillos que se habían incrustado en los pliegues de la carne. Un broche caro de fabricación nórdica le ceñía la toga y la túnica, y había intentado obligar a su cabello a rizarse sobre la frente, en una infructuosa imitación del estilo epicúreo.
Antes de hablar de negocios, Ranus insistió en ofrecer a sus invitados un trago de vino español servido en copas de auténtico cristal. Por la forma en que Ranus manejaba su copa, luciéndola como por casualidad, Myrddion dedujo que el tratante sentía un orgullo desmedido por sus posesiones importadas. Cadoc casi se atragantó al dar un buen sorbo, y a duras penas logró tragar el líquido avinagrado. Myrddion tuvo la sensatez de mojarse los labios y alabar el buen criterio de Ranus en materia de vino. El romano se sonrojó de placer e impuso una bandeja de pegajosos dulces de miel a sus huéspedes, que se obligaron a comerlos sin demostrar su repulsión.
—Entonces, necesitaréis cuatro caballos de tiro, y no de monta. Tenéis suerte, señores míos, pues no dispongo de caballos que puedan montarse por muy buen precio que podáis ofrecerme. Los guerreros jóvenes se han llevado todos los animales que podrían hacerles el menor servicio en batalla, ansiosos por unirse a la campaña de Flavio Aecio contra esos condenados bárbaros. Solo los dioses saben qué ocurrirá si Aecio fracasa. Imagino que nuestros cráneos acabarían decorando los salones de Atila.
Ranus calló para dar efecto a su discurso, arrancó un gargajo y lo escupió a las teselas del mosaico del suelo. Myrddion trató de impedir una mueca y que se notara su ignorancia en materia de política local.
—En todo caso —prosiguió el tratante—, puedo venderos unos caballos de tiro que son demasiado lentos para el combate, pero más que capaces de remolcar los carromatos más pesados. Debo advertiros de que no son jóvenes, pero tampoco es probable que se os mueran, palabra de honor. —Ranus terminó pidiendo una suma que dejó boquiabierto a Cadoc, y se apresuró a explicarse—: Podéis recorrer Bononia durante una semana, señores míos, y no encontraréis mejor negocio. Todo hombre inteligente debe sacar provecho de los tiempos que corren. Como solía decir mi anciano padre, hay que ser idiota para despreciar la oferta y la demanda, pero de vos depende. Aunque, si dejáis pasar el tiempo, los animales acabarán en manos del primer cocinero de taberna que quiera labrarse un nombre.
—Enséñanos tus caballos, pues, Ranus. No compraré ningún animal a ciegas —respondió Myrddion. Tenía fruncidas sus negras cejas, y Ranus vio la irritación abriéndose paso en los ojos del sanador.
—Por supuesto, joven señor, acompañadme. Nunca estafo a nadie, y menos a los jóvenes de buena cuna como vos. Perjudica al negocio, para empezar. ¡Cuidado con el escalón! Los caballos son unas criaturas bien cochinas, la verdad, y su verdadero talento consiste en transformar el heno fresco en mierda.
Ranus guió a los celtas por una sucesión de almacenes pequeños, hasta una cuadra ruinosa donde había dos mozos acomodados en la paja jugando a los dados. Con insultos muy descriptivos y soeces, Ranus los envió al patio para que trajeran los cuatro caballos de tiro. Les costó algún tiempo, porque los animales se negaban a embutirse en compartimentos estrechos después de la relativa libertad del patio enfangado