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Los miserables

Victor Hugo

Fragmento

INTRODUCCIÓN

INTRODUCCIÓN

I

Como tantas novelas del siglo XIX francés, Los miserables debe mucho a la llamada novela negra. Las obras de H. Walpole, Ann Radcliffe y Lewis habían sido ampliamente difundidas en Francia, y fueron muchos los autores franceses, incluidos los más grandes, que se inspiraron en este modelo narrativo; bastará citar a Balzac (La heredera de Birague, Annette y el criminal), a Nodier (Jean Sbogar) y al mismo Victor Hugo (Bug-Jargal ). En estas obras, como en Los miserables, abundan las persecuciones, el suspense, los personajes de una pieza; con cierto sadismo, el autor carga sus tintas para dar al vicio el mejor papel a fin de que se ensañe con la virtud y la inocencia. Y la historia de buenos y malos se remata con una pizca de color local, según proceda, detalles pintorescos o chocantes, y sorpresas de todo tipo; la diferencia entre novela negra, novela de aventuras y folletín es sólo cuestión de ingredientes circunstanciales.

Sin embargo, cuando aparece la obra, la moda de la novela negra ya ha pasado. Es la hora de las pretensiones «realistas», de las teorías de Champfleury, de Madame Bovary (1857), pronto de Germinie Lacerteux de los hermanos Goncourt (1865). Hay por tanto un cierto desfase entre la obra de Victor Hugo y las restantes novelas publicadas a principios de la segunda mitad del siglo XIX. Pero este desfase es más aparente que real, o, como ocurre casi siempre en la obra de Hugo, tras un montaje aparentemente simplista –y siempre grandioso– se esconden intenciones de muy singular alcance. Y mientras los demás novelistas han ido puliendo su manera de hacer novelas, Hugo no ha dejado nunca de soñar una narrativa que, en una forma popular, de gran difusión, fuera capaz de capitalizar no sólo sus obsesiones personales y sus preocupaciones metafísicas («éste es un libro religioso») sino también su peculiar visión de la humanidad, del progreso y del hombre que en él se debate. Hugo se esfuerza en crear una novela total, entendida como el único género literario adecuado para poder decirlo todo de todo; un género, en una palabra, a la medida del hombre y del mundo moderno.

En 1824, cuando el novelista no era mucho más que el autor de Bug-Jargal, escribía en su artículo sobre Quintín Durward de W. Scott: «Después de la novela pintoresca, aunque prosaica, de Walter Scott, quedará otra novela por crear, más hermosa y más completa, según creemos. Una novela que sea a la vez drama y epopeya, realista aunque también idealista, verídica y grandiosa a un tiempo, una novela que engaste a W. Scott en Homero.»

Con Notre-Dame de París, empezó a poner su proyecto en práctica. A la descripción minuciosa de la vida cotidiana y de los ambientes del París del siglo XV, añade una visión idealizada de los caracteres de los personajes principales. El monstruo deforme, Quasimodo, tiene alma buena y generosa; Esmeralda es paradigma de pureza, libertad e ingenuidad; C. Frollo es el Mal agazapado, omnipresente, retorcido, fanático, movido por la envidia y la granítica solidez de sus convicciones; así será el policía Javert en Los miserables. Con todo, la novela es un folletín gótico para preadolescentes, un buen serial televisivo, y también, a la vez, el «gran teatro del mundo» en el que se representa la sempiterna tragedia del bien y del mal, de la libertad y de la fuerza, de la belleza y de la bondad vilipendiadas por el destino, o por la sociedad cruel, a gusto del lector. Treinta años más tarde, Victor Hugo sigue concibiendo la novela de la misma manera cuando escribe al editor Lacroix, en 1862: «Este libro es la historia mezclada con el drama, es el siglo, es un amplio espejo reflejando el género humano cogido in fraganti un día señalado de su vida infinita.»

Antes de juzgar esta novela por lo que parece ser, conviene tratar de discernir lo que es, y declarar sin rubor que no sólo son geniales las novelas aburridas de la modernez, que éste es un excelente folletín en el que el lector de a pie disfrutará porque tiene todas las gracias del género, aunque tenga también todos sus inconvenientes. Esta simple aseveración previa rinde justicia al extraordinario éxito que tuvo el libro desde su publicación y que no ha menguado hasta hoy. Si se comparan las ediciones, las adaptaciones para el teatro, el cine y la televisión de esta novela con las de las otras, igualmente famosas, del siglo XIX, se observa que su número deja muy atrás al modelo del género folletinesco-social, Los misterios de París, de E. Sue, y que su único competidor serio es Los tres mosqueteros de Dumas. Y como no cabe en la cabeza de nadie que el público haya podido errar durante tanto tiempo y con tanta obstinación, sólo queda reconocer la calidad de una empresa literaria que, además, tiene la ambición de decirlo todo de una época singularmente compleja, imposible de fraccionar –como hiciera Balzac– y que Hugo anhela restituir, reuniendo en una única narración el hombre, sus condicionamientos, sus atavismos, sus ideales y sus flaquezas: «Novela, por supuesto, pero también es Historia»; historia de los acontecimientos que cambian la faz del mundo (Waterloo), historia social (retrato del gran burgués), historia de las mentalidades (evolución ideológica –tan parecida a la del joven Hugo– de Marius). Sin olvidar, ya que de Victor Hugo se trata, la dimensión poética, el aliento épico que insufla a la mayoría de sus capítulos; empuje de abajo hacia arriba, como en la Divina Comedia, concluyen a menudo por la evocación de las estrellas. Con ello, el héroe, Jean Valjean, se convierte en una especie de profeta maldito, Cristo redivivo y recrucificado en beneficio de la humanidad, cuyo destino resume, y de la obstinada búsqueda de la unidad globalizadora de particularidades, que para Hugo es la verdad y que simboliza: «Hacer el poema de la conciencia humana, aunque no fuera más que la de un solo hombre, sería como fundir todas las epopeyas en una epopeya superior y definitiva.» Tal es el proyecto hugoliano y se comprende que tamaño empeño no se haya improvisado, aprovechando el ocio del exilio, sino que el autor lo fue arrastrando a lo largo de los años.

II

Hacia 1830 el joven monárquico conservador de las Odas y baladas empieza a inclinarse hacia el liberalismo del periódico Le Globe: defiende las libertades y rinde culto a un Napoleón idealizado, figura paterna que viene a sustituir la del rey Carlos X, cuya política represiva y autoritaria desencadenará la revolución y traerá la llamada Monarquía de Julio. La miseria y la desgracia del pueblo horrorizan al poeta, que publica en 1829 un valiente librito, El último día de un condenado a muerte, mitad ensayo mitad novela, en el que evoca los postreros momentos del protagonista y, de paso, el rigor de la ley para con los más débiles. El libro es más que un alegato en contra de la pena de muerte, es el primer testimonio del interés del autor por la cuestión social, mucho antes de que el romanticismo dejara de complacerse en los indecibles tormentos propios para orientar sus baterías hacia los del pueblo machacado por el capitalismo salvaje. Este despertar de la conciencia moral de Hugo se confirmó en Claude Gueux, obra en la que se cuestiona de raíz las consecuencias sociales y morales de la miseria. Estos dos textos quedaron orillados por el éxito de Notre-Dame de París y también por el hecho de que, después de esta última obra, Victor Hugo dejó de escribir novelas, precisamente hasta el exilio, y Los miserables. Entre 1824 y 1845 fue germinando en su mente la idea de una gran novela social. Gaspard de Pons le envía información sobre el penal de Tolón y completa estos datos, hacia 1832, con detalles más precisos sobre el régimen alimenticio y el código penal que rige en estos establecimientos. Por otro lado, es la época en que sufre una crisis religiosa que le lleva a proponer a Lamennais que encabece el movimiento católicoliberal; la propuesta trascendió y un anónimo le envió el libro titulado Sumario de la exposición de la doctrina contenida en las Sagradas Escrituras, explicada por los Santos Padres, definida por los Concilios; las principales ideas de esta obra figuran en el capítulo «La prudencia aconseja a la sabiduría» (I, 2, 2); son las que sirven para el tratado que prepara monseñor Bienvenu. En 1834 Hugo visita el penal de Brest y en 1839 el de Tolón. Entre estas dos fechas, sus notas dan fe de los apuntes que tomó sobre el obispo de Grasse, monseñor de Miollis. Otros datos demuestran que el esquema de la futura novela está tomando forma en su mente. En 1837 aprovecha un viaje por el norte de Francia para documentarse sobre la industria del azabache sintético de Montreuil-sur-mer, la futura fuente de la riqueza del señor Madeleine, alias Jean Valjean, en la novela. Por fin, sabemos que el 9 de enero de 1841, Hugo presenció en París, en la esquina de la calle Taitbout, una escena parecida a la que, en la novela, introduce al personaje de Fantine: unos hombres se burlaban groseramente de una prostituta.

En aquellos años Hugo ya es un poeta consagrado, un dramaturgo vencido; par de Francia, académico, lleva una vida social brillante y debe afrontar la tragedia de la muerte accidental de su hija Léopoldine, arquetipo futuro de Cosette y de todas las niñas puras e inocentes de su obra. El 17 de noviembre de 1845 empieza a escribir una novela titulada Jean Tréjean: es la primera versión de lo que, tras un sinfín de vicisitudes, se convertirá en Los miserables. Lleva ya doce años pensando en este libro y recogiendo materiales: a partir de este momento, el trabajo del novelista apenas sufrirá interrupciones. En junio de 1847, un oficial de la armada, La Roncière Le Noury, le envía una nota relativa a la noble conducta de un forzado de Tolón que será el episodio relatado en «El navío Orión» (II, 2). Por fin, en diciembre, consigue anular el contrato que tenía con los editores Gosselin y Renduel y firma uno nuevo que prevé la entrega de la primera parte de una novela titulada Las miserias. Su punto de vista pretende abarcar algo más que el caso interesante de un héroe singular: su obra ya no será meramente novelística, deberá servir para plantear, a través de la novela, los problemas sociales de la humanidad a nivel universal.

La Revolución de 1848 y la actividad política de Hugo durante la Segunda República, su «liberalismo conservador», su apoyo al presidente Luis Napoleón, el golpe de Estado que instauró el Segundo Imperio, el exilio, por fin, iban a postergar por doce años la redacción definitiva de la novela. Tiene tareas más urgentes: Napoleón el pequeño, Los castigos (noviembre de 1853), en cuya contracubierta se anuncia al público la salida de Los miserables; la novela constará de tres partes en seis volúmenes y «será la epopeya, el drama y la novela social de la miseria».

Por otra parte, entre el proyecto de Las miserias y la salida de Los miserables, Hugo vivió su crisis misticovisionaria; se tradujo por la práctica de sesiones de espiritismo durante las cuales el grupo de exiliados, iniciados desde septiembre de 1853 por la señora de Girardin, se dedicaba al arte de hacer girar las mesas; Carlos Hugo hacía de médium: se evocaba y consultaba a los «espíritus», los cuales, al parecer, confirmaban todas las teorías del autor. El caso es que Hugo empezó a vivir entonces en un mundo irreal, poblado de apariciones, ruidos extraños y sueños premonitorios. Ya no ve: contempla; y antes de ser poeta, dramaturgo, novelista, es ahora un visionario que escribe poesía, novelas o teatro. Las dos obras que pueden considerarse como las cimas de su amplia producción, Las contemplaciones y Los miserables son el fruto de estos trances añadidos a las experiencias anteriores y al talento personal del escritor.

El anuncio de la próxima aparición de Los miserables (y no de Las miserias) revela las transformaciones que está sufriendo la ideología del autor. La palabra «miserable» tiene entonces un valor despectivo. Es la que emplea la burguesía, con la que Hugo ha roto, para designar a los míseros, siempre sospechosos, siempre en equilibrio sobre la frontera que separa el hambre de la delincuencia («hay un punto en el que los desgraciados y los despreciables se mezclan y se confunden en la misma única palabra: los miserables»). Donde la burguesía dice chusma, Hugo escribe pueblo, palabra aún por nacer y cuya importancia presentía desde Notre-Dame de París.

Ya falta poco para concluir la magna empresa de redacción de la novela. De París a Bruselas y luego a Jersey y Guernesey, Hugo arrastraba dos grandes baúles metálicos, que por poco se pierden ya que cayeron al agua al desembarcar: contienen los manuscritos de la primera parte de Las contemplaciones (1855), la primera parte de La leyenda de los siglos y el manuscrito de los futuros Miserables. El 25 de abril de 1860, el autor abre sus baúles. Ha abandonado el espiritismo después de que Jules Allix se volviera loco durante una sesión y ha decidido volver a su novela. Es consciente de la necesidad de refundir todos los materiales acumulados, al tiempo que desea desarrollar episodios y añadir capítulos (por ejemplo el referente a Waterloo, para lo cual fue a visitar el campo de batalla en Bélgica). Lo relee todo: «Pasé siete meses infundiendo meditación y luces a la obra entera presente en mi mente, a fin de que hubiera unidad absoluta entre lo que escribí doce años atrás y lo que estoy escribiendo. Por lo demás, todo estaba muy sólidamente construido», según apunta en su diario.

Durante el verano de 1860 redacta el «Prólogo filosófico», que debía encabezar la obra y que finalmente se suprimió, al parecer por decisión del editor: dudoso criterio, que se sigue todavía hoy en día, el de suprimir un texto que en la edición de la Imprenta nacional francesa ocupa ochenta páginas y que consta de dos partes (Dios y El alma), la primera de las cuales es la única acabada. Ahí dice el autor que su obra, más que una novela, es una obra religiosa, idea que invita a considerar el texto con otras perspectivas distintas de las usuales.

Naturalmente nadie entendió la novela como un ejercicio espiritual; el éxito fue clamoroso, y la crítica fue unánime, en su servilismo, para señalar los peligros que encierra la dimensión social de la obra. Para muestra, un botón; escribe Cuvillier-Fleury en el Journal des Débats del 29 de abril de 1869: «El señor Hugo no ha hecho un tratado socialista; ha hecho algo… más peligroso todavía: ha puesto la reforma social en novela; le ha dado vida y color, movimiento, prestigio, publicidad.» Ya sabían los burgueses adictos dónde les dolía, que es donde Hugo apunta y hace diana. Como es lógico, las derechas, los partidarios del orden a toda costa, los legitimistas, los bonapartistas, Barbey d’Aurévilly, Théophile Gautier, se declararon en contra de la obra, mientras la oposición la defendía calurosamente. Es graciosa la reacción de los Goncourt que apuntan en su Diario: «He acabado la lectura de Los miserables. El libro se parece bastante a un domingo en Escocia. Sol, hierba, algunas alegrías; y de pronto, un señor se sube al púlpito y nos arroja una homilía sobre ¡los átomos cósmicos!, ¡el progreso!, ¡la teología! ¡Nubes y tormentas!» (28 de septiembre de 1862.)

Por su lado, Baudelaire ofreció en su Arte romántico un estudio detallado –cuya sinceridad desmintió luego en una carta a su madre– que subraya lúcidamente los defectos y las virtudes de la novela. La crítica conservadora tropieza con una novela de generosas perspectivas humanitarias y teme por su cartera. El literato espera un novelón de corte clásico, sin más, y es Hugo quien abre la puerta, y detesta que el autor, como señala Baudelaire, le agarre a uno de la solapa, le enseñe sus pruebas fehacientes y le conmine a contestar a esta pregunta: «Pues bien, ¿qué le parece todo esto?» Es cierto que la novela es larga, llena de digresiones, nada gratuitas, como se verá, pero ello se debe a la estética propia de Hugo, tal y como la definió en el prefacio de Marion Delorme: «El escollo de la verdad es la pequeñez; el escollo de la grandeza, la falsedad… Discernir siempre lo grande a través de lo verdadero, lo verdadero a través de lo grande, tal es, pues, la meta del poeta. Y estas dos palabras, grandeza y verdad, lo encierran todo. La verdad contiene la moral, la grandeza encierra la belleza.»

Por lo demás, Baudelaire presintió la riqueza de niveles de la novela; comprendió que el autor quiso crear abstracciones vivientes, figuras ideales, necesarias para el desarrollo de su tesis, a saber que la miseria lleva al crimen, pero que esto no constituye obligatoriamente una fatalidad, que no es necesariamente el precio del progreso. De ahí que cada una de estas figuras adquiera el volumen de la épica, que no es otro que el de la fuerza de convicción que Hugo trata de introducir en su obra. La novela, añade Baudelaire, está construida como un poema; en ella, cada personaje no constituye un caso particular más que por el modo hiperbólico según el cual el autor le encarga representar una idea general: monseñor Bienvenu es así la caridad hiperbólicamente considerada según el sesgo de sus virtudes didácticas. En cualquier caso, es una novela eficaz; por el apasionamiento de las reacciones que suscitó y, sobre todo, porque, como ocurriera en el caso de Los misterios de París, la barrera entre ficción y realidad se levantó: Gavroche ya es nombre común; el personaje de Fantine conmovió al público y suscitó interpelaciones parlamentarias y proyectos legislativos. Nunca se habló tanto de los miserables como a partir de, y gracias a, los personajes de Los miserables. La novela, por tanto, cumplió la misión que le había encomendado su autor, la crítica social.

III

Como en todos los grandes frescos novelescos, el personaje principal, aquí Jean Valjean, deja muy pronto de ocupar en exclusiva el primer plano. Pese a las apariencias, no se puede decir que la novela gire exclusivamente en torno a él; sería como quedarse con el esqueleto en detrimento del conjunto. Cierto es que Jean Valjean es la columna vertebral de Los miserables, pero él sólo es un miserable, el hilo conductor que da sentido al destino de los otros y permite novelar. Entre los demás, unos se imponen a la imaginación del autor porque salen de sus vivencias propias o de sus obsesiones; y otros vienen impuestos por el tema elegido. Los primeros nacen individuos de raza hugoliana y, al hilo de la novela, se convierten en tipos sociales, y hasta llegan a designar –caso de Gavroche– una nueva realidad. Esta distinción, que puede observar el conocedor de Hugo y de la época, no es muy sensible para el lector común; el arte del novelista opera entre ambas clases una simbiosis que las equilibra mutuamente; al entrar en contacto con la dinámica novelesca, los tipos (Gillenormand, Javert) pronto se individualizan, adquieren rasgos propios a medida que cobran vida; a los individuos les sucede todo lo contrario; la dialéctica que subyace en el planteamiento del asunto, y que no es menos que toda la problemática de la sociedad moderna en sus aspectos económicos y morales, los transforma casi de inmediato en protagonistas no ya de una historia, sino de la Historia; es decir, que los tipifica: tal es el caso de Cosette, del obispo Bienvenu, y del profeta del fin de la Historia misma, Enjolras.

Si se comparan los personajes de Hugo con los de Flaubert, e incluso con los de Balzac, más aún con los de Stendhal, dan la sensación de ser de una pieza, como si salieran de una tragedia griega. Este juicio, que desde la perspectiva francesa nutrida de novelas psicológicas se ha convertido en tópico, puede ser matizado. Es obvio, en primer lugar, que en cualquier novela existe una relación inversa entre abundancia de acción y análisis de caracteres; este fenómeno es especialmente sensible en el caso de narraciones cortas –las de Barbey d’Aurévilly, por ejemploo muy largas. Es muy difícil encontrar el milagroso equilibrio entre ambas necesidades de la narración. Si se comparan con los personajes de otras novelas, los de Los miserables van evolucionando, pero no poco a poco, como si fueran dueños de sus actos, sino por arrebatos fulminantes, sin matices, y muchas veces por causas que escapan a la lógica. Este procedimiento desconcierta, pero es una necesidad del planteamiento novelesco característico de Hugo. En todas sus novelas, los personajes están al servicio de una idea motriz, de la que todo viene a depender y que somete todo a su ley. La idea motriz de Los miserables es que la humanidad no está irremisiblemente encarrilada hacia tal o cual dirección, sino que puede cambiar y mejorar o empeorar; el hombre malo es capaz de hacer el bien, del mismo modo que el bueno puede convertirse en canalla. Son cambios bruscos en los que el novelista pone al personaje frente a sus responsabilidades en un debate interior de extrema violencia, del que, naturalmente, sólo pueden salir reacciones violentas: no hay heroicidad mansa. El mejor ejemplo de este procedimiento es el capítulo «Una tempestad bajo un cráneo» (I, 7, 3). Las cosas pueden complicarse todavía más; la meditación es la regla, pero sus consecuencias son diversas. A veces, el personaje no obedece al dictado de su conciencia: hay momentos en que no le hace caso y otros en que hace todo lo contrario de lo que le manda. Después del capítulo citado, Jean Valjean ha decidido entregarse. Sin embargo se alegra de que su viaje sufra demoras y, en definitiva, lo determinante para él será la visión del hombre que va a ser condenado en su lugar. La experiencia ciega de la realidad cuenta más aquí que la deliberación interior. Los sentimientos nacen a menudo de la contemplación de un objeto exterior; son independientes del carácter del personaje. Pero a la hora de la verdad, lo importante es la trayectoria panorámica que recorren los seres de la ficción que las etapas por las que han pasado. Y no se puede tachar de determinista a un novelista que nos ofrece una obra tan amplia para tratar de demostrar que, entre 1815 y 1833, sometidos al mismo discurrir de la Historia, unos hombres se inclinaron hacia el bien y otros hacia el mal.

Es posible que el personaje de Jean Valjean proceda de un caso real. En cualquier caso, Claude Gueux relata una aventura similar a la suya: un vagabundo, miserable pordiosero y luego ladrón de un pan, fue condenado, según La Gazette des Tribunaux de 1832, primero a un año, luego a cinco y posteriormente a ocho años de cárcel. Se rebeló y asesinó a un guardia. Fue ejecutado el 1 de junio de 1832. El obispo de Grasse, monseñor de Miollis, el modelo de monseñor Bienvenu, recibió una noche a un forzado liberado del penal de Tolón, llamado Pierre Maurin; éste no robó al obispo, quien lo recomendó a su hermano, que era general. Fue camillero y murió, al parecer, en Waterloo. Cuando hubo abandonado el nombre de Jean Tréjean, Hugo designó siempre a Jean Valjean en sus manuscritos con iniciales (J. V.); este dato permite suponer que Hugo pensaba en Jules Vidocq, el bandido-policía, de cuyas Memorias tanto sacó. De todos modos, para el lector moderno estos problemas de fuentes tienen escasa importancia. Jean Valjean, culpable de una falta que cualquiera perdonaría, es primero una víctima de la sociedad que le envía a la escuela del Mal, y luego símbolo de la rehabilitación por la rectitud. En el trágico juego del ratón y del gato, la pareja Javert-Jean Valjean reproduce episodios de la vida del general Hugo, padre del novelista, quien había perseguido, en nombre de la ley, en Italia a Fra Diavolo y en España al Empecinado; ambos eran rebeldes, ambos tenían la razón de su lado. La ley corre detrás del hombre, aunque haya cambiado, del mismo modo que va a la zaga de la Historia, aunque la sociedad sea distinta a la que había dictado la ley.

Mientras el personaje de Jean Valjean suscitó comentarios diversos, el de Javert fue bien recibido por la crítica. Es un personaje esquemático, pero siempre tiene razón, siempre triunfa, siempre es el más fuerte. Sobre todo es un símbolo: encarna el orden social, tan necesario a la sociedad del siglo XIX. Sin embargo, es una figura repugnante, no tanto porque sea virtuoso e incorruptible, como porque es la justicia ciega, que toma la ley al pie de la letra. Javert es la policía, un soldado de la ley; no tiene que pensar, sólo obedecer. En compensación, no es responsable de sus actos. Javert no cambia de manera de ser a lo largo de la novela. Lo que sí cambia es el alcance de lo que representa. Triunfante al principio, empieza a fracasar en la segunda parte, y en la tercera ya no persigue más que a Thénardier. Empieza a perfilarse la idea de que la policía sobra en un mundo poblado por hombres de buena voluntad. Y en la cuarta parte, el personaje entra en franca decadencia; ridículo en la barricada, frente a las «fuerzas del futuro», Enjolras y sus «amigos del A B C», el policía es impotente. Su fin ya debe ser inminente. Javert no puede soportar la idea de que un criminal le haya salvado, porque implicaría su gratitud, que es incompatible con el sentido del deber. Incapaz de integrar su deuda –es decir, el perdón– a su sistema de referencias, su orden interior se quebranta; es, a la vez, Antígona y Creonte, más de lo que puede soportar. El suicidio de Javert evidencia que para Hugo, fuera de la libre conciencia, no hay paz, ni social ni interior.

Javert cumple con su deber, y hace el mal a pesar suyo. Pero Thénardier es el mal. Como tal, no tiene sitio en un mundo de progreso. Y Thénardier, que lo tiene todo para vivir cómodamente, lo pierde todo. Codicioso, falto de inteligencia y de sensibilidad, engendra el mal en su propia familia. Es un miserable como los demás, pero sólo le mueve el interés egoísta. Esta falta de solidaridad le excluye del grupo de los que se pueden redimir: es el personaje que la sociedad ha de suprimir de su seno.

Hugo puso en Marius mucho de sus ideales de juventud y de su experiencia personal. Marius es hijo de un oficial del Imperio y su abuelo es conservador y tradicionalista: el señor Gillenormand no bromea con la Revolución y con quien llama despectivamente Buonaparte. Como el autor, está entre dos fuegos, las glorias del Imperio y los valores monárquicos del antiguo régimen. Fue el personaje más modificado entre 1860 y 1862; apunta Hugo en sus notas de trabajo: «Modificar absolutamente a Marius; hacerle considerar a Napoleón como auténtico. Tres fases: 1. monárquico; 2. bonapartista; 3. republicano». Estas fases ideológicas se corresponden con las del propio Hugo. Los rasgos físicos de Marius, además, son los mismos de Victor Hugo joven; un Victor Hugo idealizado, en el que desaparece lo que le disgusta y añade lo que hubiera querido tener. El personaje es tan dependiente de su creador que no puede adquirir vida propia: es uno de los más sosos de la novela.

Lo mismo puede decirse de Cosette, que, en la imaginación del autor, acumula todos los recuerdos de niñas: la hija querida, Léopoldine, mártir de la fatalidad, y todas las heroínas de Dickens. Cosette es también una evocación de la fiel amante, Juliette Drouet. Y Hugo es padre, a través de Jean Valjean, y joven enamorado con Marius. Cosette tiene poca personalidad; es sumisa, obediente, dulce, hasta acaramelada, pero generalmente insulsa y decorativa.

En cuanto a Fantine, su madre, no hace falta profesar el feminismo más extremista para juzgar escandaloso lo que le depara el destino. No obstante, es una víctima hasta cierto punto complaciente: se divierte con Tholomyès, y lo que realmente la desespera es que su amante la abandone. En realidad, este personaje es más bien funcional; sirve para que el autor explore a conciencia los bajos fondos, la prostitución barata y la bohemia estudiantil. La miseria de Fantine es sobre todo moral y se debe a la inconsistencia de su carácter frente a la adversidad. Así huye de sus responsabilidades de madre porque para ella es lo más fácil. Por lo demás, no pasa de ser uno de los considerandos de la historia y esto justifica que sea un personaje poco elaborado.

Dentro de esta economía narrativa, existe una excepción: el obispo, monseñor Myriel, cuya sola presentación ocupa un libro entero, lo cual le da una importancia ciertamente desproporcionada con relación al papel que desempeña en la historia, es decir, poner a Jean Valjean en el buen camino. Pero el personaje tiene otra función, muy importante entonces para Hugo: es el exponente de su doctrina clerical y religiosa. Frente a una Iglesia engreída en su jerarquía, amante del lujo y de la etiqueta y totalmente ajena a los problemas de su tiempo, el autor propone la figura de un obispo nada ortodoxo, defensor del cristianismo evangélico, que se desprende de sus bienes, trata familiarmente a sus inferiores y acoge a un miserable al que, luego, perdona la ingratitud al precio de una mentira a las fuerzas del orden. Si recordamos ahora que Hugo declaraba que su obra era un libro religioso, se entiende que dé tanta importancia al personaje del obispo: con él, anuncia la idea motriz que regirá el libro entero; la caridad del religioso, su amor incondicional a la humanidad es la fuente de todo progreso en el bien. Por el otro lado está Thénardier, el egoísmo, el lucro, el interés; es decir, el mal.

El interés de esta novela reside ante todo en su contenido ideológico. El problema más aparente que plantea la obra, como hemos visto, es el de la reinserción social del delincuente; era, y es, una cuestión candente; era, y es, la piedra de toque en torno a la cual las distintas ideologías chocaban entre sí: el severo control al que eran sometidos los ex presidiarios, se hacía en nombre de la seguridad ciudadana, amén de formar parte del castigo de quien, una vez, había faltado a la ley.

En Los miserables, las estructuras, los prejuicios, las instituciones y los cambios de la sociedad explican la gravedad del problema humano que es la verdadera barricada frente al progreso. Porque la sociedad de la novela es monolítica: las clases sociales quedan perfectamente delimitadas, según un desesperante esquema económico que se puede resumir en la fórmula siguiente: el dinero engendra dinero y la miseria el crimen, que, por lo tanto, sólo se da en ella. La lección de la industrialización de Montreuil-sur-mer por el señor Madeleine es que, con un poco de ilustración, algo de paternalismo, mucha bondad y virtudes cristianas, la fortuna de todos está hecha. Que si vienen a faltar, todo vuelve al caos. El poeta plantea, pues, el problema económico-social en términos morales. Proclama su inquebrantable fe en el progreso humano, a condición de que se oponga a la miseria, la ignorancia, la injusticia y la indiferencia general, la justicia social, la solidaridad y la caridad evangélica. No pidamos al poeta más remedios que los propios del poeta.

Pero el libro hace algo más que sentar a la sociedad en el banquillo. Convoca al arquetipo del rebelde, a Lucifer, el que lleva la luz, para que se integre en el mito del progreso más acabado entre los que actualizó el siglo XIX, el del fin de Satán. De este modo, se sugiere la idea de que el Mal, lejos de ser una fatalidad inherente a la creación, no es más que un momento necesario de la Historia, una etapa hacia el Progreso. Aquí, como en la mayoría de los folletines, el Mal irrumpe en medio de la paz (el idilio de la calle Plumet, por ejemplo, o la paz de Petit-Picpus); es, ante todo, fuerza, movimiento, cambio brutal. A lo que contesta la profecía anunciada por Enjolras desde lo alto de la barricada: el futuro será el fin de la Historia, ya no habrá acontecimientos.

Así, los personajes de la novela, cuyas raíces se sumergen en lo más profundo del inconsciente colectivo, nacen en el escenario de la escritura para asumir, según su simbolismo propio, las peripecias políticas y sociales del siglo XIX.

Pero son también frutos de la imaginación del autor y por ahí tributarios de sus obsesiones. El lector podrá percatarse de la insistencia con la que se reproducen ciertos motivos. Al tema de la conciencia atormentada, objeto de un célebre poema de La leyenda de los siglos, corresponde la figura mítica de Caín. Después del crimen, el culpable huye; el ojo divino le persigue sin tregua. El criminal busca una y otra vez un refugio en un crescendo que le ha de llevar a su suplicio, es decir, a la expiación. El hijo culpable huye ante el padre terrible hasta que su hija inocente le rescate. Hugo (Jean Valjean-Lucifer) huye del padre temido (el general Hugo-Javert) hasta que el ángel libertad (Léopoldine-Cosette) le rescate. Se ve que la novela –y no es su menor virtud– se escribe en la confluencia de los grandes mitos y de los tormentos personales del autor. Éstos son ante todo problemas de conciencia, el recuerdo olvidado de una antigua culpa; los estudios psicoanalíticos y psicocríticos de Charles Baudouin y Ch. Mauron dan buena cuenta de ello, del mismo modo que demuestran que frente al sentimiento confuso de culpabilidad, el autor se reserva zonas de paz y felicidad, paraísos edípicos a los que vuelve y en los que se dan cita la figura materna y la poesía en el marco de un jardín escondido, como en el convento de las Feuillantines de su infancia, tan idéntico al Petit-Picpus de la novela. Pero estos refugios son aleatorios y poco seguros; siempre hay que huir en busca de otros nuevos. Y en esta evasión constantemente repetida el fugitivo siempre es, a la vez, prófugo. Hugo lo revela cuando pone en boca de Job, en el poema La conciencia, estos versos significativos.

Mi crimen, enano horrendo, en mí late, gigante;

se ríe con sorna si loan mi faz venerable,

me devora el corazón y grita: «¡Miserable!»

De modo que, cuando escribe su novela para salvar a los miserables, Hugo se salva a sí mismo. Jean Valjean cambia de nombre: en adelante se llamará señor Madeleine, que es el nombre de la arrepentida, de la pecadora perdonada. La dualidad del superego estructura así toda la novela. Para pasar del modelo paterno, lleno de ira y brutalidad (llamaban Bruto al general Hugo), al modelo materno, lleno de amor y compasión, hay que asumir la redención, consentir al sacrificio. Y del mismo modo que la muerte de Jean Valjean en brazos de Cosette asegura la paz para el futuro, la sociedad muere en sus revoluciones y en sus guerras para alumbrar el futuro próspero bajo la mirada de matrona virgen de la alegoría de la República, cuyo busto se ve en todos los ayuntamientos franceses, y a la que no por casualidad llaman Mariana.

IV

Tanto desde el punto de vista de las ideas como de la forma que elige el autor para expresarlas, la novela corresponde al momento en que el Hugo romántico se convierte en Hugo metafísico. Esta transformación requirió el desarrollo de las facultades visionarias latentes o poco explotadas aún, cuyas consecuencias estilísticas conviene señalar. Porque aquí la forma es, quizá, lo más sorprendente. Pero hay que ver que el peculiar estilo de Victor Hugo pretende mucho más realizar la asunción del significado –la idea motriz, esta constante mirada que arranca de la cloaca y va a parar a las estrellas– que cumplir con requisitos estéticos. Hay quien se deja llevar del torrente y quien juzga la escritura hugoliana ante todo extravagante.

Como los inquietantes dibujos a la pluma del autor, el blanco y el negro se oponen como el alma a la materia y el bien al mal. Pero Hugo no es tan maniqueo como parece. Para él, las grandes dicotomías son las dadas que se ofrecen al poeta y sobre las cuales se ejerce la contemplación, que no es parada de la mirada extática sobre un objeto seductor sino angustiada interrogación formulada a la creación entera y destinada a forzar el sentido a nacer del absurdo, como a conminar al caos a que se organice. El estilo de Hugo es el fórceps del mundo moderno; por ello, su escritura se sitúa a menudo en los límites de una visión que tiende a invadirla, empujada por la misma fuerza expresiva que hace irrumpir lo poético en lo discursivo y lo cósmico en lo histórico. Es lo que señala Mallarmé en Variaciones sobre un tema: «En su misteriosa labor, Hugo granjeó toda la prosa, toda la filosofía, la elocuencia y la historia en los graneros del verso, y, como era el verso en persona, casi confiscó a quien piensa, discurre o narra, el derecho a la enunciación.» Pero mientras el proyecto mallarmeano apunta hacia la evacuación del sentido, el de Hugo ambiciona su concentración más extrema. De ahí las atrevidas metáforas (Dios, ojo rayo; un alma claro de luna; el ángel alma) o los giros cuya traducción no puede ser sino incierta: «Bajo los pies, ya no pisa más que huida y derrumbamientos.» Hugo busca «una prosa concentrada y que muerda». Da este consejo a un joven: «Que su estilo sea, como la creación, el contraste de todas las formas de vida, un claroscuro perpetuo.» Frases cortas, ritmo jadeante, yuxtaposiciones múltiples: así escribe la epopeya en prosa, como escalando una montaña, o más precisamente el libro-montaña que, según su fórmula, es esta obra. Sentencias, versos alejandrinos y cláusulas rítmicas a lo Chateaubriand («cláusulas vizcondales», decía Thibaudet), mayúsculas por doquier («Si destruyen la bodega Ignorancia, destruyen el topo Crimen») componen un teatro abstracto bañado en un ambiente de desmesura, exaltante o irritante, según sea el lector que aborda estas páginas a las que no se puede negar la generosidad de la inspiración y de las intenciones.

Claudel declaraba preferir esta narrativa, hacia la que se inclina el instinto popular, a «las disquisiciones farmacéuticas de Stendhal y de La educación sentimental». Al orden ficticio del montaje novelesco tradicional, prefería una narrativa que no se contentaba con parodiar el mundo y que presentía la necesidad de reinventarlo. Esta presunta ansia de recreación trae consigo numerosas digresiones, la descripción de la batalla de Waterloo, o la evocación de París en 1862, tan distinto ya al de la Restauración. Y lo más escandaloso para el respeto debido al lector: esta práctica de la digresión se hace sin precaución alguna, sin estos trucos a veces enormes que tratan de enganchar a cualquier precio al hilo del relato unos capítulos que le son aparentemente ajenos. Hugo hace gala de un desenfado digno de los grandes narradores del pasado, precisamente porque es, a la vez, Walter Scott y Homero. Estas digresiones parecen, como en las novelas de Balzac, querer introducir algo, hacer obra de historiador a la par que de narrador. Pero su efecto es también más profundo y más sutil. En Los miserables son entreactos que caen siempre a contratiempo, rompen el ritmo narrativo y, por contraste, producen acelerones y frenadas seguidas de dilatadas estancias en comarcas que rigen las modalidades del sueño. La novela parece lineal –porque la leemos a menudo con ojos de telespectador–; en realidad, su forma misma reproduce el polimorfismo temporal y espacial, y anuncia la novela policéntrica de Joyce –con todos los meandros del monólogo de Molly– o de Cl. Simon. La postura de Victor Hugo liquida todo el patrimonio aristotélico y quizá sea porque nos cuesta leer con otros criterios que los que nos inculcaron en la escuela –orden y mesura, madres de toda prudencia– por lo que este tipo de novela suscita reacciones tan apasionadas. P

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