Los fantasmas de la revolución

Nicolás Vidal

Fragmento

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Hace tres días robaron el taxi Opala en el paradero 7 de Vicuña Mackenna. Para camuflarlo, le pintaron el techo, las ruedas y el parachoques. De color negro. El que lo maneja ahora, por avenida Macul hacia el norte, es Emilio. A su lado, en el asiento del copiloto, está Ricardo Palma Salamanca: usa unos anteojos sin aumento y se mira al espejo para terminar de acomodarse un bigotito negro. Emilio no pudo ponerse el suyo porque estaba sin pegamento. El Negro suspira, baja el vidrio y enciende un cigarro. El otoño se cuela por la ventana. Son las cinco de la tarde.

Ricardo se baja en avenida Presidente José Batlle y Ordoñez —la que, en poco más de un mes, pasará a llamarse Jaime Guzmán Errázuriz—, justo al frente del Campus Oriente de la Universidad Católica. Son sus barrios, las mismas calles por donde andaba en bicicleta sin manos o levantando la rueda delantera; la casa donde creció, en el pasaje de Hernán Cortés, está a solo siete cuadras. El Negro es el primero en bajarse porque tiene que hacer un trámite. A eso de las cinco y cuarto se dirige a una shopería ubicada al frente de la universidad: ahí es donde se encuentra con Agdalín Valenzuela, quien le entrega la pistola Browning 9 mm con su cargador lleno, a cambio de su viejo revólver. Emilio, mientras tanto, se demora unos minutos en encontrar un estacionamiento en Regina Pacis. Dejar el taxi en esa calle es esencial para la huida porque desemboca justo en la entrada del Campus Oriente.

Los dos se vuelven a juntar en la puerta de la universidad. Caminan aparentando tranquilidad, con la experiencia de otras misiones ejecutadas. El lugar está lleno de gente, algunos ya se van a sus casas mientras otros se apuran para alcanzar las últimas clases de la tarde. No muchos se fijan en ese moreno de bigotes, vestido con chaqueta gris, camisa clara, jeans y zapatos, ni en su acompañante, mucho más bajo que él. Porque Emilio, pese a ser el jefe de Ricardo, tiene que mirarlo hacia arriba.

Las hojas están amarillas en el centro, pero desde los bordes avanza una sequedad café que de a poco les va quitando la vida. Muchas han caído al suelo y reclaman cuando son pisadas por los estudiantes que caminan con la modorra típica de un lunes por la tarde. Ya en el segundo piso, Emilio se adelanta hasta el pasillo de las salas con puertas naranjas y se detiene unos segundos en la N-11, asegurándose de que Jaime Guzmán esté dando su clase de Derecho Constitucional. Ricardo, mientras tanto, observa el patio interior desde la ventana. Tal vez aprovecha esos segundos de soledad para darle una vuelta a lo que va a hacer, para recordar su negativa sin convicción e imaginar las repercusiones de su obediencia ciega, o visualizar el momento en que le disparará de frente a un hombre desarmado. Pero ya vuelve Emilio y se acaba el tiempo de reflexionar. Todavía quedan unos minutos para las seis de la tarde, hora en que termina la clase. Aprovechan de ir al baño. El Negro entra en un cubículo y cierra la puerta con pestillo. Necesita privacidad, no para aliviar su estómago apretado, sino para revisar su pistola y asegurarse de que hay una bala en la recámara.

Suena el timbre, agudo, penetrante, quizás demasiado fuerte para sus sentidos hipersensibilizados. Pero no hay tiempo para distraerse porque la clase termina y ven pasar al senador Jaime Guzmán caminando hacia la Secretaría de Estudios. Ahí deja el libro de asistencia y recibe el cheque con sus honorarios. Después se detiene unos instantes en la sala de profesores. Ha llegado el momento: escuchan su voz despidiéndose de las secretarias. Para Emilio, las escaleras son el lugar ideal. Ahí lo esperan, fingiendo hablar sobre la última clase o la prueba del miércoles. Bajan lentamente unos peldaños, como si tuvieran todo el tiempo del mundo, aguardando a que aparezca a sus espaldas. Justo antes de llegar al descanso, como no escucha los pasos de su víctima avanzando por la escalera, el Negro da vuelta la cabeza y sus ojos se encuentran con los del senador, que se ha detenido en el segundo peldaño. Los marcos gruesos, casi exagerados, de los lentes de Guzmán le dan a sus ojos un poder disuasivo fuera de lo normal. Nunca los baja, no está acostumbrado a hacerlo: los apunta directo a las pupilas de Ricardo. No sé muy bien qué habrá visto el senador en su mirada, quizás el nervio, la ansiedad, la duda, o pudo haber sido su forma de vestir, pero hay algo que lo preocupa, un presentimiento que le indica que estos tipos no son los estudiantes que pretenden ser; al fin y al cabo tiene que cuidarse, consciente de que puede ser un blanco. Ese intercambio ocular dura un instante brevísimo porque Guzmán enseguida se arrepiente, da media vuelta y vuelve a la sala de profesores. Ahí, sospechando que algo no anda bien, manda a llamar a Luis Fuentes, su chofer, para que lo acompañe en su camino al auto.

Ante el imprevisto, se ponen de acuerdo rápidamente. Lo harán como mejor saben, como lo hicieron con el coronel Fontaine: en la calle. También existe una posibilidad de que Guzmán no aparezca, que salga por otro lado o que prefiera quedarse un par de horas en la universidad. Dejan que sea el destino el que decida. Bajan las escaleras y optan por aguardar en el paradero de micros que está junto a la puerta principal del campus Oriente. Ahí observan a Marcela Mardones (Ximena), la pareja de Emilio, estudiante de Pedagogía. Pero lo importante no es ella sino su delantal: significa que el taxi todavía está estacionado, listo para la huida.

Los que esperan la locomoción o compran un cigarro suelto en el kiosco que está junto al paradero son casi todos estudiantes. Conversan distraídos, seguramente de cualquier cosa menos de las clases que acaban de terminar. Tal vez el Negro desea, por un momento, ser uno de ellos, llevar una vida simple, esperar la micro pensando en la materia o recordando la fiesta del fin de semana. El olor de las hojas en el viento se mezcla con el humo de los cigarros que varios encienden para matar los minutos. Ricardo, a estas alturas, ya sabe, intuye, presiente que eso de que yo actúo y tú me cubres las espaldas —como le había dicho Emilio cuando le informó que participaría en la operación— no será otra cosa que una linda e inútil declaración para la posteridad. Lo más probable es que al final tenga que disparar, porque no es lo mismo matar a un hombre a quemarropa en un pasillo que hacerlo dentro de un auto: hacen falta muchas balas y buena puntería.

Son las 18:27 y tienen claro que ese Subaru Legacy 1.8, de color gris, patente DE-3090, que viene saliendo del Campus Oriente, pertenece a Jaime Guzmán. Están refugiados detrás del kiosco, esperando el momento preciso. Rápidamente, como dos cirujanos antes de una operación, se ponen los guantes quirúrgicos. El auto sale directo a la avenida Presidente José Batlle y Ordoñez enfilando hacia el poniente. Y es el semáforo —como si fueran ellos los que manejan el azaroso vaivén entre rojo y verde— el que le ordena al senador detenerse. Emilio y Ricardo se despegan del kiosco, ya con las pistolas en sus manos enguantadas, ya sabiendo que no queda un segundo para arrepentirse porque solo tienen ese instante en que el auto se encuentra detenido frente a ellos. Abr

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