Voces de ultratumba

Manuel Vicuña Urrutia

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

Desde temprano, se suceden quienes acusan a los espiritistas de ser una cofradía de traficantes de misterios degradados. Confiados en la credulidad del público, haciéndose pasar por médicos del alma en tiempos de dolencias espirituales, ofertarían baratijas en los mercados de la charlatanería. «En cualquier época», comentó en la década de 1930 el historiador rumano de las religiones Mircea Eliade, «existen hombres [...] que no pueden renunciar al misterio, pero que al mismo tiempo se muestran incapaces de entender su valor metafísico o religioso». Cuando el «positivismo había excluido a la metafísica y la mística del campo de las preocupaciones oficiales, la sed de absoluto», concluye, «se manifestaba a través del espiritismo».1 A propósito de lo mismo, el filósofo alemán y teórico social Teodor W. Adorno, alternando el diagnóstico clínico de una cultura a su juicio enferma, con la indignación del moralista, pontificó sobre los síntomas de «regresión de la conciencia» que acompañaban a ese virulento rebrote de «pensamiento mágico», a esa «metafísica de los imbéciles» destilada por los devaneos trascendentales del espiritismo.2

Voces de ultratumba fue escrito a contrapelo de ese tipo de descalificaciones, que descartan de entrada la seriedad del tema y el interés en analizarlo.3 Básicamente, aquí me ocupo de las primeras cinco décadas de la existencia del espiritismo en Chile. Tomo como punto de partida el estreno oficial del movimiento en 1875. Basta recorrer ese tramo de tiempo para realizar un inventario de las ideas, convicciones y prácticas de un movimiento que hoy sobrevive reverenciando más o menos lo mismo, pero a la sombra, subterráneamente, sin ninguna forma de notoriedad pública. Los espiritistas actuales no provocan escándalo ni se involucran en debates. Tampoco intentan propagar su doctrina de forma manifiesta, con centros y publicaciones de circulación nacional. Antiguamente, la prensa espiritista era leída por hombres y mujeres, familias de elite y obreros del salitre, liberales con fobia a los curas y anarquistas iracundos. El espiritismo original pretendía cambiar la sociedad, cambiando a las personas. Los espíritus superiores, atraídos por el magnetismo del médium, eran apóstoles de la causa, entregando mensajes del Más Allá que prometían rescatar para el mundo moderno el fuego sagrado de las religiones, sepultado bajo siglos de sectarismo. En vez de la «fe ciega» que fanatiza, la fe que «puede mirar cara a cara a la razón».

Se tiende a pensar el espiritismo como un pasatiempo rico en anécdotas de mesas voladoras y reuniones de gente crédula o, en el mejor de los casos, excéntrica. Estas imágenes distraen de lo esencial, que es también lo menos conocido, por no decir lo ignorado por completo: el espiritismo fue un movimiento que operó en un campo minado, desarrolló grados diversos de compromiso frente a la adversidad, y elaboró una doctrina que polemizó a dentelladas con el catolicismo y el materialismo, una concepción del mundo que solo admitía la validez de la realidad material, tirando por la borda las creencias en entidades sobrenaturales. En otras palabras, el espiritimo intentó responder a algunos de los dilemas culturales más candentes de la época: ¿Existe el alma? ¿Cómo probar su existencia cuando la fe no basta, y la ciencia dicta los criterios de plausibilidad de los fenómenos sobrenaturales? ¿Dios es un mito basado en la ignorancia o una realidad capaz de tapar la boca a los escépticos? ¿Cómo explicarse que un Dios perfecto y omnipotente haya concebido un mundo tan podrido, donde los infames triunfan y los inocentes solo conocen la miseria y el desconsuelo? ¿Qué ayuda pueden prestarnos los espíritus para sobrellevar la crisis de las tradiciones y la sensación de orfandad del mundo moderno? Suministrado como medicina del alma, el espiritismo se propuso transmitirle una razón de ser a un universo que parecía privado de sentido. Concibiéndose a sí mismo como una mezcla de ciencia experimental y revelación religiosa que venía a satisfacer una «necesidad histórica», ambicionó ofrecer consuelo ante la muerte, mitigando el golpe de las pérdidas y preparando para el momento de la agonía. «Puedo imaginarme una época», apuntó Lichtenberg en el siglo XVIII, «a la que nuestros conceptos religiosos le resulten tan extraños como a la nuestra el espíritu caballeresco».

Los líderes intelectuales del espiritismo, devotos del librepensamiento, rechazaron la emergencia de cualquier autoridad destinada a imponer algún tipo de ortodoxia. Las religiones convencionales acaban siempre igual, pensaban, capturadas por una oligarquía clerical que oprime a los fieles, sacrifica a los disidentes y corrompe la fuente de la sabiduría que brota en el origen de todas las religiones. Los espiritistas profesaban un individualismo libertario como resultado de esa convicción, adquirida a partir de su interpretación de la historia de la Iglesia católica, que declaran marcada por un prontuario del terror. Este carácter indómito, hecho a base de una sensibilidad liberal con algo de anarquista, jugó en contra de la consolidación del espiritismo en el largo plazo. Negándose a construir instituciones compactas, a reconocer jerarquías y a acatar dogmas, favorecieron las tendencias a la desbandada y el corte de la cadena de transmisión que une a las generaciones y perpetúa las comunidades.

El espiritismo no declinó porque sus creencias fueran falsas o absurdas. Los criterios que dirimen qué es falso y qué verdadero, y qué absurdo y qué sensato, varían con la historia, y también de cultura a cultura. La frontera inestable entre lo venerable y lo repudiable no la traza necesariamente el mayor o menor grado de racionalidad intrínseca de una creencia. Los criterios de plausibilidad con los que se decide qué es ordinario y qué extraordinario dependen, además, de las autoridades reputadas de confiables en cada momento y en cada lugar.4 ¿Los sacerdotes o los científicos? ¿La Biblia o la teoría de la evolución? ¿El conocimiento libresco o la experiencia razonada? Durante el siglo XVII, por ejemplo, en Gran Bretaña, era común creer en las brujas y en los fantasmas. Un héroe de la «revolución científica» como Isaac Newton le destinó más tiempo a la práctica de la alquimia, a buscar la piedra filosofal, a leer la Biblia confiando en que ocultaba las claves para interpretar los secretos de la naturaleza, que a la formulación matemática de la ley de la gravitación universal que contribuiría a sentar las bases de la cosmovisión del mundo moderno. En estos días, se juzga una excentricidad o una rareza anodina e incluso cómica reunirse a convocar espíritus de difuntos en torno a una mesa. Quienes lo hacen son más escasos que los tigres blancos, y es común que intenten pasar desapercibidos. Por contrapartida, a diario, en miles de altares, se celebra un ritual que promete transformar el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, el hijo de Dios y de una virgen entregado en sacrificio por su Padre, para resucitar al cabo de tres días de «entre los muertos». Por muy escépticos y materialistas que seamos, todos o c

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