El oro del depredador (Máquinas mortales 2)

Philip Reeve

Fragmento

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1
El helado norte

Freya se despertó temprano y se quedó aún un rato en la oscuridad sintiendo que su ciudad se estremecía y se balanceaba por debajo de ella mientras sus poderosos motores la propulsaban deslizándola a través del hielo. Adormilada, esperó a que vinieran los sirvientes para ayudarla a levantarse. Le llevó unos instantes recordar que todos estaban muertos.

Apartó la colcha, encendió la lámpara de argón y avanzó torpemente hacia el baño entre los polvorientos montones de ropa tirados en el suelo. Hacía ya varias semanas que había estado tratando de hacerse con el valor necesario para darse una ducha, pero, una vez más, esta mañana, los complicados controles del baño la derrotaron: no podía conseguir que el agua se calentase. Al final, acabó llenando el lavabo como siempre y echándose de golpe agua sobre el rostro y el cuello. Quedaba un trocito alargado de jabón, casi una astilla, que se aplicó al pelo y luego hundió la cabeza en el agua. Sus sirvientes hubieran utilizado champú, lociones, ungüentos, acondicionadores y todo tipo de bálsamos de olores agradables. Pero estaban todos muertos y aquella acumulación de frascos en el gabinete de la entrada del baño intimidaba a Freya. Frente a semejante diversidad para escoger, decidía no elegir ninguno.

Por fin había descubierto cómo vestirse. Recogió uno de sus arrugados vestidos del suelo, lo puso sobre la cama y se metió en él como en una madriguera: desde abajo, luchando dentro hasta conseguir llegar con los brazos y luego con la cabeza hasta las aberturas correctas. El largo chaleco guarnecido de piel que iba sobre el vestido era mucho más fácil de poner, pero tenía muchos problemas con los botones. Sus doncellas siempre le habían abrochado los botones con toda rapidez y facilidad, charlando y riendo ante el día que se presentaba, y nunca nunca abrochaban un botón en el ojal que no correspondía, pero estaban todas muertas.

Freya maldijo y peleó y manipuló su vestimenta con absoluta torpeza durante quince minutos y a continuación estudió el resultado en su espejo, cubierto de telarañas. «No está tan mal», pensó, considerando todos los aspectos de la situación. Quizá alguna joya contribuyera a darle un mejor aspecto. Pero cuando se dirigió a la habitación del joyero, se dio cuenta de que las mejores piezas habían desaparecido. Las cosas no dejaban de desaparecer en aquellos días. Freya no podía imaginarse dónde habrían ido a parar. De todas formas, qué más daba: no necesitaba una tiara sobre su pegajoso y jabonoso cabello ni un collar de ámbar y oro alrededor de su mugriento cuello. Mamá no hubiera aprobado que fuera vista sin joyas, naturalmente, pero mamá estaba muerta también.

En los silenciosos y vacíos pasillos de su palacio se depositaban gruesas capas de polvo como si fuera nieve. Tocó un timbre para que viniera un criado y se quedó mirando por una ventana esperando a que llegara. Fuera, una tenue y ártica luz crepuscular brillaba gris sobre los tejados helados de su ciudad. El suelo temblaba ante los latidos de las ruedas dentadas y de los pistones que rugían abajo, en el distrito de máquinas, pero apenas había sensación de movimiento porque esto era el Alto Hielo, al norte del norte, y no se veían huellas en el suelo que indicaran que por allí hubiera pasado nadie, solo una blanca llanura que brillaba ligeramente con el reflejo del cielo.

Su criado llegó, colocándose bien la peluca empolvada con ligeras palmaditas.

—Buenos días, Smew —le saludó ella.

—Buenos días, Su Fulgor.

En un instante le habían entrado las ganas de pedirle a Smew que se acercara a sus habitaciones e hiciera algo con todo aquel polvo, con las ropas tiradas por el suelo, con las joyas perdidas; que le enseñase cómo funcionaba la ducha. Pero era un hombre y habría sido una irrupción impensable en las tradiciones que un hombre entrara en las habitaciones privadas de la margravina. En su lugar, dijo lo mismo que todas las mañanas:

—Puedes acompañarme al comedor para el desayuno, Smew.

Montando delante de él en el ascensor camino del piso inferior, se imaginó su ciudad escurriéndose por la capa de hielo como un minúsculo escarabajo negro arrastrándose por un enorme plato blanco. La pregunta era: ¿adónde se dirigía? Eso era lo que Smew quería saber; se podía ver en su cara, en la forma rápida en que le miraba inquisitivamente a veces. Los de la Comisión de Iniciativas también querrían saberlo. Huir de un lado para otro de las garras de los hambrientos depredadores era una cosa, pero ya había llegado la hora de que Freya decidiera cuál iba a ser el futuro de su ciudad. Durante miles de años, la gente de Anchorage había dejado en manos de la Casa de Rasmussen la toma de semejantes decisiones. Las mujeres Rasmussen eran especiales, después de todo. ¿No habían gobernado siempre Anchorage desde el final de la Guerra de los Sesenta Minutos? ¿No era cierto que los Dioses del Hielo les hablaban en sus sueños, diciéndoles dónde debería ir la ciudad si querían encontrar buenas personas con las que hacer negocios y evitar las trampas de hielo y los depredadores?

Pero Freya era la última de su linaje y los Dioses del Hielo no le hablaban. Casi nadie le hablaba a ella ya y cuando lo hacían era solo para preguntar, de la forma más educada y cortés, cuándo se iba a decidir por una dirección. «¿Por qué me preguntan a mí? —quería gritarles—. ¡Soy solo una niña! ¡Yo no quise ser margravina!». Pero ya no quedaba nadie a quien gritar.

Por fin, esta mañana, Freya tendría una respuesta para ellos. Lo que sucedía era que no estaba segura de si les iba a gustar.

Desayunó sola en una silla negra de respaldo muy alto ante una mesa larga y negra. El ruido del tenedor contra su plato, su cuchara en la taza de té, todo parecía insoportablemente ruidoso en aquel silencio. Desde las sombrías paredes, los retratos de sus divinos antepasados la contemplaban con un aire ligeramente impaciente, como si ellos también estuvieran esperando a que ella decidiese un destino.

—No os preocupéis —les dijo—. Ya he tomado una decisión.

Cuando hubo terminado el desayuno, entró su chambelán.

—Buenos días, Smew.

—Buenos días, Luz de los Campos de Hielo. La Comisión de Iniciativas espera el placer de la presencia de Su Fulgor.

Freya asintió y el chambelán abrió de par en par las puertas del salón del desayuno para que pudiera entrar la comisión. Solían ser veintitrés personas; ahora solo estaban el señor Scabious y la señorita Pye.

Windolene Pye era una mujer alta, corriente y de mediana edad, con un pelo rubio peinado en la parte superior del cráneo en una especie de moño plano que daba la impresión de que estuviera manteniendo el equilibrio de un pastel danés en la cabeza. Había sido la secretaria del difunto jefe de los navegantes y parecía entender sus cartas y tablas bastante bien, pero se sentía muy nerviosa en la presencia de su margravina y le hacía pequeñas reverencias cada dos por tres.

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