Llévame al cielo

Carla Guelfenbein

Fragmento

Lo que nunca dije

LO QUE NUNCA DIJE

Supongo que debo comenzar por el principio. Por la jaqueca de papá cuando íbamos camino al aeródromo. Era la tercera de esa semana. Debía ser muy fuerte, porque cerraba los ojos y los contraía como si algo horrible estuviera ocurriendo tras ellos. Me había pedido que no lo comentara con mamá. Era extraño que me pidiera algo así, porque entre ellos, hasta donde yo sabía, no existían secretos. Por el contrario, el amor que se prodigaban me resultaba azucarado, casi empalagoso. Papá solo tenía ojos para ella. La miraba con una expresión de bobo, como si se tratara de Julia Roberts.

Al llegar al aeródromo, su dolor de cabeza se había agudizado. Cientos de personas esperaban en la calle que abrieran las puertas para presenciar el show de esa tarde, en especial el de papá, el Gran Agostini. En el hangar nos encontramos con sus compañeros. Nos saludaron como siempre, levantando la mano y golpeándola contra la nuestra en el aire. En un momento, papá me llamó a un lado. Me dijo que tal vez no era buena idea que hiciera esas piruetas en el aire —que requerían el máximo de su habilidad y concentración— con ese dolor de cabeza.

—¿Qué crees? —me preguntó, mirándome a los ojos.

—Papá, ellos vinieron a verte. No puedes defraudarlos. Seguro que arriba se te quita —le respondí.

Pensé en todos esos chicos guapos que estarían mirándome caminar junto a papá por la pista. Necesitaba mi dosis de reafirmación del ego del mes y no iba a renunciar a ella tan fácilmente. Así funcionamos las ratas del mundo.

—Tienes razón, Emi, seguro se me quita. ¡Vamos! —dijo con una sonrisa, y ambos nos encaminamos hacia la pista.

La exhibición de ese domingo tenía la particularidad de que todos volarían aviones construidos en los años treinta y cuarenta. Papá lo haría en su Bücker Jungmann. Que los pilotos caminaran hacia sus aviones de cabina abierta, con sus casacas de cuero y gafas de piloto, le otorgaba al evento un halo romántico. Como siempre, papá sería el último, el broche de oro que cerraría la velada.

Cuando llegó el momento, caminé tomada de su mano hasta el biplano. El sol comenzaba a ponerse y la cordillera de la Costa se coloreó de tonos amarillos y magentas, como en las postales. Era la hora precisa para que el Gran Agostini dibujara el cielo. Papá me dio un beso en la frente y se dirigió a su puesto de mando. Sujeté por la punta el aspa de la hélice frontal, y le di el empujón que la hizo andar. El Bücker se elevó. Tras las vallas, se oyeron los aplausos cuando despegó. Papá alzó una de sus manos enguantadas y saludó a la muchedumbre. Su avión montó a gran altura, hasta volverse apenas un punto, y luego se precipitó, dejando a su paso nítidas espirales. Por instantes, daba la impresión de que su avión se había convertido en una hoja que, movida por la brisa, caía lentamente. Los vuelos de papá tenían tal soltura y gracia, que pronto uno olvidaba que era un avión el que trazaba esas formas. Yo soñaba con poder volar como él algún día. Contaba los tirabuzones de papá, «uno, dos, tres, cuatro», luego sus emprendidas que surcaban las nubes, para desaparecer en ellas y volver a asomarse formando nuevos bucles y arabescos contra el fondo azul, mientras a mis espaldas oía los vítores, los gritos de exclamación y los aplausos. Ese día papá desplegó todas las piruetas que su viejo Bücker le permitía, mientras el sol descendía haciendo que todo a su alrededor brillara, como si la luz surgiera de su pequeño avión.

Fue en uno de los tirabuzones. Debía recuperar la horizontal, trazándolo en sentido inverso. Era una maniobra que había realizado cientos de veces, miles de veces, millones de veces, infinitas veces. Pero algo ocurrió y papá no logró enderezarse. Lo vi caer, caer, caer, al tiempo que escuchaba un largo «ohhhhh» que surgía de los espectadores a mis espaldas. Hasta que su viaje de descenso terminó. Fue un ruido seco, definitivo. Desde la distancia vi el avión con su cola alzada y sus alas apuntando una hacia el sur y la otra hacia el norte. Por eso, cuando todos corrieron hacia el lugar del accidente, yo estaba segura de que vería a papá salir con su casco de aviador entre las manos —levantando el puño al modo de los vencedores— y correría a encontrarse conmigo. Pero los minutos pasaron, y la gente siguió gritando, moviéndose de un lado a otro, como en un hormiguero que ha sido embestido por un mazo de fuego. Oí el ulular de una sirena. Me acerqué y vi cómo sacaban su cuerpo, lo subían a una camilla y lo cubrían con una manta. Corrí. Corrí en la dirección opuesta a ese tumulto que ahora emitía sonidos agudos y dolientes. Corrí en medio de los gritos de los guardias, de la violenta explosión que se oyó al cabo de unos minutos. El humo lo cubrió todo con su olor a fierros quemados.

Atravesé las pistas y las vallas hasta llegar al hangar más lejano, el que ya nadie ocupa porque su techo se vino medio abajo en el último terremoto, y me hice un ovillo en un rincón. Allí sus voces no me alcanzaban; tampoco la imagen del cuerpo de papá, su boca abierta, el brazo que colgaba de la camilla sanguinolento, y su mano, su mano que ya no estaba ahí, que había desaparecido. Me cubrí la boca. Sabía que si dejaba salir el grito que me aprisionaba la garganta ya no podría detenerlo. Quería volver atrás, atrás, atrás… No podía sacarme de la cabeza la mirada de papá cuando le dije que su dolor pasaría, que todo estaría bien. Una mirada que contenía el deseo de que yo lo detuviera, y que yo no acepté. ¿Por qué me hizo esa pregunta? ¿Por qué me hizo responsable de su muerte?

La noche se desplomó sobre el hangar y todo se volvió oscuridad. Mi cuerpo temblaba. El dolor y el frío hicieron su madriguera en ese rincón de donde no quería salir más, hasta morirme como papá. No dormía, pero todo estaba lejos, muy lejos. Sabía que en algún momento la opresión entre mis costillas se haría tan intensa que no podría respirar.

A lo lejos escuché voces y entre ellas la del tío Nicolás que me llamaba: «¡Emi, Emi, Emi!». Venía a salvarme. Me tomaría de la mano y me diría que todo estaba bien. Subiríamos a su camioneta y me llevaría a casa. Papá, Tommy y mamá estarían esperándome. Todos reiríamos con las bromas de papá, Tommy hablaría de los insectos que había encontrado esa tarde en el jardín, mientras mamá lo haría callar para que le contáramos de la magnífica tarde que habíamos tenido, de los vítores de admiración que las piruetas del Gran Agostini habían desatado. También hablaríamos de nuestro viaje, el fabuloso viaje de Amelia Earhart, que poco a poco, de tanto imaginarlo, se había hecho realidad en nuestras mentes. Sí. Todo eso ocurriría cuando yo lograra levantarme del rincón en el fondo del hangar. Intenté articular una palabra, gritar, pero ningún sonido salió de mi boca. Tenía que lograrlo, tenía que llamar la atención de esas voces que ahora se hacían más lejanas, que desaparecían en el silencio de la noche.

El tío Nicolás me halló en la madrugada. Cuando todos cejaron, él continuó buscando en cada escondrijo del aeródromo, hasta que lo vi aparecer en la puerta del hangar y correr hacia mí.

* * *

Después vinieron los meses de oscuridad.

A mamá la llenaron de fármacos. Se paseaba por la casa como un fantasma. Tommy resistió, no sé cómo. Y yo solo pensaba en morir. Morir para que la culpa me soltara del cuello.

quería morir

morir

morir

morir

rabia

dolor

culpa

sobre todo culpa

no podía respirar

ni vivir

ganas de morir otra vez

culpa

llorar

quería huir

volar

pero el cielo era otro

amenazante

negro

quería salir del negro

pero no podía

mamá

Tommy

no eran suficientes

dolor

no pasaba

no pasaba

culpa

dolía mucho

entonces lo intenté

intenté morir

Y por unos segundos, cuando las pastillas comenzaron a circular por mi sangre, sentí paz. Una paz que entraba en mí como un viento suave.

10.25 a.m., jueves

22 días, 10 horas y 25 minutos desde que Gabriel desapareció

Estoy sentada junto a mi maleta en la recepción de Las Flores aguardando al tío Nicolás. Han transcurrido tres meses desde que intenté desaparecer. Tres meses encerrada en esta casa que me cambió la vida. Tengo miedo de perder la seguridad que me dieron estas paredes. Miedo de ser una extraña para mi hermano Tommy, para mamá. Miedo de no volver nunca a sentir el abrazo de Gabriel, sus labios en los míos, la certeza de nuestro amor. Tengo miedo del miedo que siento.

Apenas me ve, el tío Nicolás corre hacia mí y me estrecha con sus brazotes de oso, como solía hacerlo papá. Él y papá eran compañeros de acrobacias. Las hacían para ganar dinero, no para ser famosos, eso decía papá.

—Has crecido desde la última vez que te vi —me dice el tío Nicolás al soltarme. Tiene los ojos empañados y simula toser para pasarse por ellos la manga de la chaqueta.

Cuando me trajo a Las Flores, no paré de gritarle durante todo el camino. Estaba convencida de que mamá, él y el siquiatra se habían confabulado para encerrarme en una casa de locos. El tío Nicolás me explicaba, una y otra vez, que no se trataba de una casa de locos, sino que de un lugar donde los chicos a quienes la vida había puesto una prueba difícil, podían refugiarse hasta que la crisis pasara. ¿Crisis? Lo mío no era una crisis. Yo quería morirme y punto.

En ese entonces, no sabía que en Las Flores estarían Gabriel, Gogo, Clara, Domi. Que nos encontraríamos en esos jardines dejados de la mano de Dios.

Tampoco sabía que los perdería.

—Te traje esto —dice el tío Nicolás, y me entrega mi Nikon D5300.

Lo vuelvo a abrazar. Le pido que me mire para tomarle una foto. A través del lente distingo su expresión de zozobra. Sé que teme por lo que será de mí en el mundo de afuera.

—Gírate —le indico—. Quiero que mires hacia el cielo.

Y él abre los brazos.

El tío Nicolás es el hermano de mamá y nunca se ha casado. Papá solía decir que a su cuñado le gustaban demasiado las mujeres para comprometerse con una, lo que irremediablemente hacía que mamá los mirara a ambos con una expresión irónica, como a dos estúpidos.

Avanzamos por las calles de Santiago. Pero para mí es otra ciudad, otro país, otro planeta. Todo está muy lejos. Nunca debí salir de Las Flores.

¡Ah, qué idiota soy, qué increíblemente estúpida! Mi estúpida maleta, mi estúpida cara de niña, mi estúpida mirada vacía que se asoma por la ventanilla de la camioneta a mirar las estúpidas luces de la estúpida Navidad. Mi estúpida voz cuando la levanto para pedirle al tío Nicolás que se detenga a un costado de la calle. El estúpido vómito que sale de mi boca.

Cuando regreso a la camioneta, el tío Nicolás pasa su mano por mi pelo y me mira sin saber qué decirme.

—Es el desayuno, a veces les da por ponerle sapos al té con leche —le digo. Él sonríe.

Me habla con voz suave, pero yo no lo escucho porque mis oídos zumban. Todo se aleja, todo se vuelve líquido, nada aquí afuera tiene la solidez de las cuatro paredes de Las Flores ni de los jardines desangelados de Las Flores ni de la comida asquerosa de Las Flores. Hasta el tipo o la tipa más imbécil es capaz de vivir en este mundo sin forma. Pero yo no. Yo no puedo.

Estoy hablando como lo hacía antes de entrar a la clínica. Los mismos sentimientos que vacían todo de contenido. Pero eso no voy a decírselo al tío Nicolás, porque se sentiría defraudado, y no quiero seguir defraudando a las personas que me quieren.

Mamá nos aguarda en casa. Las ojeras la hacen ver como un mapache. Sé que me echó de menos. Como yo a ella. Pero no tanto como echo de menos a papá. Lo primero que golpea mis sentidos cuando entramos, son los olores. Los banales olores de una (ex) hermosa familia de clase media: los inciensos de mamá, rezagos de la cena de la noche anterior, el cloro del baño… Todo se agolpa en mi nariz y se va directo, sin paraderos, a despertar mi memoria. Algo así como «el efecto magdalena» de Proust (que por cierto, no es una mujer sino un bizcocho), que es todo lo que sé de él y de su obra.

Mamá me abraza y yo la abrazo. Su contacto cálido y familiar me reconforta. Al fin y al cabo es mi mamá. Así permanecemos un rato, ella acariciando mi cabeza y yo con el rostro oculto en su pecho, como cuando era niña. Tal vez una parte de mí sigue siéndolo. Tal vez una parte nuestra nunca se hace grande.

11.05 a.m., jueves

22 días, 11 horas y 5 minutos desde que Gabriel desapareció

En mi cuarto nada ha cambiado. Está todo intacto. Mi gnomo sobre la cama, mis libros, mi móvil de aviones que tiembla con la corriente de aire en el techo azul. Mi, mi, mi. Supongo que debería sentirme feliz de estar de vuelta entre lo que se supone es mi vida. Pero no siento nada. Lo único que me importa ahora es saber dónde está Gabriel. Dónde lo tienen sus padres. Ellos están convencidos de que yo soy la responsable de su última crisis. Cuando se lo llevaron contra su voluntad de Las Flores, no tuvo siquiera tiempo de despedirse, de recoger sus cosas. Lo sacaron como en una de esas operaciones comando que se ven en las películas. Nadie lo vio salir.

Pongo a cargar el celular. El que me quitaron el día que entré a la clínica y me entregaron esta mañana cuando salí. Apenas se enciende, llamo a Gabriel. La voz de una señorita me dice que el número al cual estoy llamando no se encuentra disponible, que intente más tarde. También le envío un mail a la dirección que él me dio, pero el mail rebota al instante. Lo busco en FB. Escribo:

Gabriel Dinsen

Lo más cercano que encuentro es a un tal Gabriel Dinseni que trabaja en la policía de Bombay. Sé que podría poner un aviso en FB y que se haría viral en cinco minutos. Pero ¿qué puedo decir? ¿Que busco a un chico que conocí en una clínica para perturbados, a la que yo misma fui a caer cuando perdí la cabeza e intenté suicidarme? ¿Qué sé de Gabriel, además de su nombre, que nunca fue al colegio, que es un genio de las matemáticas y el chico más guapo del mundo?

Lo que sí encuentro por miles son esos mensajes de seudosabiduría que constituyen el material base de FB.

Aquél k no a fracasado es que no lo a intentado nunca

La vida no es un problema para ser resuelto,

es un misterio para ser bibido

La vida es bella cuando la bives junto a ella

Alguien debería exterminarlos, hacerlos desaparecer del planeta, torturarlos hasta que juren no escribir una sola palabra más en su vida.

Gabriel no tiene mi número de celular. Cómo pude ser tan estúpida de no dárselo nunca. Aunque si lo pienso bien, lo más probable es que sus padres le hayan quitado el suyo, además del computador. Ellos no tienen ni la más puta idea de lo que él siente. Solo yo sé que mientras no volvamos a estar juntos, se pondrá peor y peor.

La rutina de Las Flores

LA RUTINA DE LAS FLORES

Las primeras semanas en Las Flores apenas tenía fuerzas para salir de la pieza que compartía con una chica de mi edad, Clara. Una hélice en movimiento había entrado en mi cabeza, en mi corazón, cercenándolo todo. Estaba cansada de sentirme así. Añoraba que alguien me ayudara, que detuviera el dolor y la culpa. Pero no esas auxiliares que entraban diez, veinte, cien veces al cuarto, como hienas tras su presa. «Mi niña», me decían. Yo no era la niña de nadie y cuando oía sus voces impostadas, como si yo fuera una pendeja de un año o una deficiente mental, les gritaba. Puta. Puta concha de tu madre. Y las palabras sonaban sucias en mi boca y sabían amargas, un sabor que afirmaba mi convicción de que nadie podría ayudarme. Cada cierto rato me obligaban a salir del cuarto. Caminaba por el pasillo blanco, de luces blancas, donde a veces se escuchaban lamentos y gritos negros. No quería estar ahí, en medio de esa ruina tan grande como la mía. Debieron darme algo muy fuerte porque al cabo de unos días no sentía nada. Pasaba horas sentada frente al televisor. Adormecida.

Uno de mis deberes era alimentarme en el comedor con las demás chicas. Algunas eran flacas, otras gordas, altas, bajas, algunas vestían bien, otras iban sucias y desgreñadas, o tenían cicatrices en las muñecas, algunas eran duras, curtidas, y otras frágiles, pero al final éramos todas iguales. Quebradas, desesperadas.

También tenía que ir todos los días a las terapias con el doctor Canales. Pero yo no estaba ahí. No estaba en ningún sitio. Solo en mi cabeza. Ni las auxiliares ni el doctor Canales, que me miraba con sus ojos de búho aguardando que yo le hablara, lograban sacarme de ella.

Para escapar, cuando llegaba a mi cuarto, miraba el cielo a través de un orificio de la ventana enrejada donde, de tanto en tanto, aparecía una nube. Papá me había enseñado a distinguirlas. Cuando cumplí once años, me regaló el International Atlas of Clouds, un libro de 1930 donde están todas las nubes de la tierra. A veces, mirando las nubes, a sabiendas de que en realidad no son más que agua evaporada, tenía la impresión de ver el infinito.

Al cabo de un par de semanas comencé a pasearme de un lado a otro del pasillo y a fumar en La Sala del Humo, que tenía olor a alquitrán requemado y donde podías fumar hasta reventarte. Por la tarde me sumaba a La Fila de las Ilusiones donde, en vasitos de plástico, las auxiliares-hienas nos repartían los medicament

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