Made in Spain

Javier Mestre

Fragmento

cap-1

Preludio

1

Además de buenos clientes, eran amigos. No iba a reparar en esfuerzos ni gastos, se lo debía a una vida entera de lealtad. En el aeropuerto de Tánger tomó un taxi: Chefchaouen, le dijo al taxista, ahora mismo. No regateó. Su cerebro no procesó una marabunta de olores, unos agresivos, otros sensuales. No miró por la ventana durante el tránsito por un territorio lleno de gente de colores, los colores del dinero fácil en coches con detalles kitsch en medio de la ridícula ostentación del ex pobre; los colores de la pobreza media, aún llenamos el estómago y la ropa se deja zurcir, pero la lucha es diaria; los colores de las chilabas raídas de la pobreza extrema, los niños de la calle descalzos ofreciendo miserias convertidas en mercancía casi por pena, las basuras rebuscadas, el polvo. No prestó atención a los barrios exteriores de Tetuán con sus calles sin asfaltar ni al vertedero gigantesco donde son eternos los trocitos de bolsa de plástico que vuelan de aquí para allá como banderas libérrimas del subdesarrollo. No apartó los ojos del ordenador portátil mientras, ya cerca de la localidad azuliblanca, el viejo Mercedes regiraba por la carretera estrecha jalonada de vendedores de cerámica mal esmaltada y mujeres con sombreros anchos como constelaciones rojinegras que aún siegan el cereal con la mano y una hoz en terrazas rubias de mies y pardas de tierra, fronterizas con bancales de higueras y olivos.

Cerró el portátil cuando el conductor encaró a bocinazos la avenida de entrada en la pequeña ciudad que había sido sagrada hasta que la mancillaron los invasores españoles a principios del siglo XX. Había gente por todas partes y estaba visto que el taxista no quería atropellar a nadie; además, a buen seguro que cargaba a un señor importante que merecía llegar enseguida a su destino, porque ni se había molestado en discutir el precio: no había más que mirar su elegante traje de hombre de negocios europeo.

El abogado observó su entorno por primera vez desde el aterrizaje en Marruecos. Todos los edificios eran blancos y predominaban las puertas y ventanas de un llamativo azul que le recordó el sulfato de cobre con el que su padre acostumbraba a rociar las tomateras durante los sufridos años de la jubilación. Por un bulevar ajardinado y limpio adivinó la tensión placentera, ya olvidada hacía mucho en España, de las miradas de seducción que se intercambian en un paseo de jóvenes arriba, jóvenes abajo, cruzándose ellos con ellas una vez por recorrido como si no pasara nada, pero sí pasaba, claro que pasaba, bastaba un asomo de guiño, un roce de pupilas, un giro hacia atrás rápido y furtivo de la cabeza de ella para desencadenar una marejada imaginaria en la calma chicha... Se había parado el taxi junto a otros de su estilo, llegada a destino, pero el abogado quería ser depositado en el hotel Parador. El conductor intercambió palabras aparentemente afectuosas con sus colegas y le dijo a su cliente que no se preocupara, cerró el maletero de donde iba a sacar la magra maleta y emprendió el rodeo de la medina dejando a la derecha un sombrío bar del que salía ebrio un hombre viejo con chilaba gris y capucha. Desembocó en una gran plaza, junto a las ruinas de un castillo convertido en un jardín con bar para turistas. Era el corazón de un sistema de venas y arterias estrechas y concurridas por las que no cabía un coche. Y el hotel Parador, flanqueado de árboles gruesos y frondosos, se erguía como un modesto observatorio para europeos que desean mirar, pero sin mancharse.

Era un establecimiento limpio, algo decadente, austero en la decoración, aunque cumplía los estándares mínimos exigibles. Quizás le hacía falta una buena operación de remozado, pero el trato amable y servicial de los empleados y la decencia general de las instalaciones tuvieron un efecto altamente tranquilizador para ese español encorbatado que ya había abierto las compuertas del olfato a la invasión de aromas y pestes. Se cruzó con franceses y estadounidenses de mediana edad armados de ropa ligera y cámara de fotos, prestos a ser abordados por una nube de guías voluntarios para conducirlos en un recorrido por la ciudad antigua a cambio de unas monedas y una comisión del restaurante donde cenaran.

Entregó el pasaporte español en recepción. Un hombre alto y espigado, aprendiz de mayordomo inglés, lo tomó diligentemente. Lo hojeó con una mezcla de profesionalidad y envidia, frío y caliente al mismo tiempo frente al documento primermundista que abre las puertas de todos los países. Copió el nombre, Jacinto Grimau, en una ficha policial con trazas de burocracia miserable y algo kafkiana. Un botones lo condujo, armado de una anticuada llave analógica colgada de un pesado llavero de plástico numerado, hasta una habitación amplia con vistas a la medina por encima de las copas de los hermosos árboles. El muchacho le explicó cómo llegar al restaurante y la piscina en un español incipiente pero trillado al mismo tiempo. Grimau le entregó unos dirhams y cerró la puerta para quedarse solo un rato, ordenar los pensamientos, descansar del largo viaje quitándose la inhumana coraza de clase social una vez se sentía en un espacio totalmente íntimo donde volver a ser humano el tiempo indispensable para reponer fuerzas.

Dio unos golpes a la colcha. A pesar de las apariencias no salió ni un átomo de polvo. Se desmadejó unos minutos sobre la cama hasta juntar la energía suficiente para ducharse, vestirse con la única muda casual que portaba en la maleta (un pantalón chino beige y un polo crudo que le daba un aire de explorador). Se repeinó ante el espejo tomándose su tiempo, como le gustaba hacer cada mañana, y bajó al hall del hotel para iniciar las indagaciones. El proyecto de mayordomo aprovechó para devolverle el pasaporte y le preguntó qué era lo que deseaba en un castellano melifluo de sonidos ásperos por influencia rifeña.

—¿Hasta qué hora es la cena?

—Nuestro restaurante abierto hasta las once, aunque si llega más tarde podríamos hacer excepción...

—No, no creo. Ocurre que quisiera visitar un hotel... digamos que un hotel barato, de esos a los que van los jóvenes occidentales a...

—A fumar hachís, es eso, ¿no?

—Sí, eso me temo. Se trata del hotel Mauritania. Esta tarde quiero saber dónde está para visitarlo mañana. Busco a alguien que se aloja allí.

—Mauritania no buen lugar. Allí hippies y traficantes. Pero no se preocupe. Ahmed le lleva. Sólo tiene que darle unos dirhams.

Grimau no tuvo tiempo de asentir. El recepcionista llamó de inmediato a uno de los muchachos que pululaban por la puerta, esperando la llegada de turistas. Le dio unas instrucciones con lengua severa, tajante, imperativa, muy alejada del español de mermelada con el que agasajaba a los distinguidos clientes.

—Vaya con él. Hotel Mauritania muy cerca de aquí.

Al abogado Jacinto Grimau no se le notó nada el escalofrío que le recorrió el cuerpo desde el meñique del pie derecho hasta la coronilla poco densa en vegetación pilosa. Muy cerca de aquí... No pudo dejar de evocar las imágenes de un niño que pasea de la mano de sus padres, los cuales conversan amigablemente con su abogado y su esposa tras una paella de domingo en el restaurante campestre. Lo vio crecer en un instante mientras atravesaba la plaza donde

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