Deberíais crecer, niñas... estáis muy verdes aún

Svetlana Alexiévich

Fragmento

cap-3

Las voces... Decenas de voces... Se abalanzaron sobre mí desvelando una verdad insólita, y esa verdad ya no cabía en aquella fórmula simple y bien conocida desde la infancia: hemos ganado la guerra. Se produjo una reacción química instantánea: la retórica quedó diluida en la materia viva de los destinos humanos... Resultó ser la sustancia más perecedera de todas. El destino es cuando detrás de las palabras sigue habiendo una voz real.

¿Qué es lo que pretendo oír si ya han pasado decenas de años? ¿Cómo fue en Moscú o en Stalingrado, una descripción de las operaciones militares, los nombres olvidados de los altiplanos arrebatados al enemigo? ¿Necesito que me narren los movimientos de las unidades y los frentes, las retiradas y ofensivas, la cantidad de convoyes volados y de incursiones de partisanos, todo ello descrito en miles de volúmenes? No, busco otra cosa. Lo que estoy recopilando lo definiría como «el saber del espíritu». Sigo las pistas de la existencia del alma, hago anotaciones del alma... El camino del alma para mí es mucho más importante que el suceso como tal, eso no es tan importante. El «cómo fue» no está en primer lugar, lo que me inquieta y me espanta es otra cosa: ¿qué le ocurrió allí al ser humano? ¿Qué ha visto y qué ha comprendido? Sobre la vida y la muerte en general. Sobre sí mismo, al fin y al cabo. Escribo la historiografía de los sentimientos... La historia del alma... No se trata de la historia de la guerra o del Estado, ni de la vida de los héroes, sino de la del pequeño hombre expulsado de una existencia trivial hasta las profundidades épicas de un enorme acontecimiento. La Gran Historia.

Las muchachas de 1941... Lo primero que quiero preguntar es ¿de dónde salieron? ¿Por qué eran tantas? ¿Cómo se atrevieron a levantarse en pie de guerra en igualdad con los hombres? ¿A disparar, a poner minas, a explotar, a bombardear, en definitiva, a matar?

En el siglo XIX, Pushkin se formuló la misma pregunta al publicar en la revista Sovremennik un fragmento de las memorias de Nadezhda Dúrova, una doncella que había servido en el cuerpo de caballería: «¿Qué causas forzaron a una señorita joven, de una buena familia noble, a dejar su casa, a renunciar a su género, a aceptar tareas y obligaciones que incluso asustan a los hombres, y presentarse en las batallas —¡y qué batallas!— napoleónicas? ¿Qué la había motivado? ¿Las secretas penas amorosas? ¿El exceso de imaginación? ¿La devoción, natural e indomable? ¿El amor?».

Entonces ¡¿qué?! Más de cien años después surge la misma pregunta...

JURAMENTOS Y PLEGARIAS

«Quiero hablar... ¡Hablar! ¡Desahogarme! Por fin alguien nos quiere oír a nosotras. Llevamos tantos años calladas, incluso en casa teníamos que tener las bocas cerradas. Décadas. El primer año, al volver de la guerra, hablé sin parar. Nadie me escuchaba. Al final me callé... Me alegro de que hayas venido. Me he pasado todo el tiempo esperando a alguien, sabía que alguien vendría. Tenía que venir. Entonces era joven. Muy joven. Qué pena. ¿Sabes por qué? No fui capaz de memorizarlo...

»Unos días antes de la guerra había hablado con una amiga, estábamos convencidas de que no habría ninguna guerra. Fuimos al cine y, antes de la película, pasaron una crónica: Ribbentrop y Mólotov se daban un apretón de manos. Se me quedaron clavadas las palabras del presentador, dijo que Alemania era el fiel amigo de la Unión Soviética.

»En menos de dos meses, las tropas alemanas ya estaban en las proximidades de Moscú...

»En mi familia éramos ocho hijos, los cuatro primeros éramos niñas, yo la mayor. Un día papá volvió del trabajo y lloró: “En su día me alegraba de haber tenido primero hijas. Futuras novias. Pero ahora todas las familias envían a alguien al frente y nosotros no tenemos a quién enviar... Yo me he hecho viejo, no me aceptan, y vosotras sois niñas, los niños son todavía pequeños”. En mi casa sufrieron mucho.

»Cuando organizaron los cursos para personal sanitario, mi padre nos apuntó a mí y a mi hermana. Yo había cumplido los quince, ella tenía catorce. Él decía: “Es todo lo que puedo ofrecer para lograr la Victoria. A mis niñas...”. En aquel momento no se pensaba en otra cosa.

»Un año después estaba en el frente...»

Natalia Ivánovna Serguéeva,

soldado, auxiliar de enfermería

«Los primeros días... En la ciudad no había más que confusión absoluta. El caos. Un terror helado. Perseguían a los espías. La gente decía: “No tenemos que dejarnos provocar”. Nadie ni por un minuto aceptaba que nuestro ejército había sufrido una catástrofe, que lo habían derrotado en pocas semanas. Nos habían enseñado que los combates siempre serían en terreno ajeno. “No cederemos ni un palmo de nuestra tierra...” Y de repente nos batíamos en retirada...

»Antes de la guerra empezó a correr el rumor de que Hitler se estaba preparando para atacar la Unión Soviética, pero las conversaciones sobre esto fueron reprimidas severamente. Por los organismos correspondientes... ¿Entiende a qué me refiero? El NKVD...[1] La Checa...[2] Si la gente se atrevía a opinar, era en susurros, en sus casas, en la cocina. Los que vivían en pisos compartidos, solo se permitían hablar de ello en las habitaciones, con las puertas bien cerradas, o en un cuarto de baño después de haber abierto el grifo. Pero cuando Stalin habló... Se dirigió a nosotros: “Hermanos y hermanas...”. Todos olvidamos nuestros resentimientos... Mi tío, el hermano de mi madre, estaba en un campo de trabajos forzados, era empleado de ferrocarriles, un comunista convencido. Le habían detenido en el trabajo... ¿Entiende? ¿Quién lo hizo? El NKVD... Arrestaron a nuestro querido tío, pero en la familia sabíamos que era inocente. Lo sabíamos. Tenía condecoraciones militares de la guerra civil... Pero tras el discurso de Stalin, mi madre dijo: “Defenderemos nuestra Patria, y después ya aclararemos lo demás”. Todos amábamos la Patria.

»Yo corrí enseguida a la oficina de reclutamiento. Me había pasado los últimos días en cama con una amigdalitis, aún tenía unas décimas de fiebre. Pero no pude esperar...»

Elena Antónovna Kúdina,

soldado, conductora

«En mi familia no había niños... Éramos cinco hermanas. Nos informaron: “¡La guerra!”. Yo tenía un gran oído musical. Soñaba con matricularme en el conservatorio. Decidí que mi don sería útil en el frente, que sería soldado de transmisiones.

»Nos evacuaron a Stalingrado. Cuando comenzó la batalla de Stalingrado, todas nos alistamos como voluntarias. Todas juntas. Toda la familia: mi madre y nosotras, las cinco hermanas. Mi padre para entonces ya combatía en el frente...»

Antonina Maksímovna Kniáseva,

cabo mayor, enlaces y transmisiones

«Todos compartíamos el mismo deseo: ir al frente. ¿El miedo? Claro que lo teníamos... Pero daba igual... Fuimos a la oficina de reclutamiento, nos dijeron: “Deberíais crecer, niñas... Estáis muy verdes aún...”. Habíamos cumplido los dieciséis o los diecisiete. Al final me salí con la mía y me aceptaron. Una amiga y yo queríamos ir a la escuela de francotiradores, pero nos dijeron: “Iréis a la gua

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