Sonja
Tine Koptschik pasó con ímpetu la aspiradora de mano por la camilla de tratamiento, como si quisiera retirar la funda de goma negra. Y eso que solo tenía que quitar los abundantes pelos de perro que cubrían la camilla y el suelo. Antes, en la cooperativa de producción agraria, se ocupaba de ciento cincuenta vacas. Ahora, en la primavera de 1992, la cooperativa estaba a punto de liquidarse a causa de la reunificación. Así que Tine conocía bien el ganado, por eso sus movimientos eran vigorosos, aunque en ocasiones un poco torpes para una consulta de animales pequeños.
—¿Hemos terminado por hoy? —preguntó Sonja mientras incluía en la lista a la señora Kupke con Whisky, el perro salchicha de pelo áspero.
—No, aún hay un pastor alemán en la sala de espera.
Sonja miró un momento el reloj. Las once en punto. En realidad el horario de consulta había terminado. El día había ido muy bien: tres gatos, un canario y dos perros. Si siempre fuera así, la consulta valdría la pena.
—¡Adelante el perro ladrador!
Tine guardó la aspiradora de mano en el estante, donde sobresalía tanto que volvió a caerse en el acto. Sonja se contuvo. No tenía sentido alterarse. Tine era poco hábil con los dedos, tenía que estar dispuesta a aceptar esas pérdidas. A cambio, era honrada y sincera, no exigía más de lo que le podía pagar y nunca se quejaba cuando en invierno hacía frío en la consulta. Además, poseía un ingenio extraordinario y se las apañaba incluso con un rottweiler con malas pulgas.
—Pase, joven. Ay, pobre, Falko está empapado.
—Llueve a cántaros, hoy hace un tiempo horrible y demasiado frío para estar en marzo.
Sonja se estremeció al oír la voz de la joven. Otra vez ella. Maldita sea, hasta entonces el día había ido muy bien, pero siempre llegaba el colofón.
—Buenos días, doctora Gebauer. —Jenny Kettler le dio la mano y le dedicó una sonrisa. ¿Sin más, sin nada que ocultar? ¿Quería ponerla a prueba? ¿O solo eran imaginaciones suyas? Sonja intentó mirarla con despreocupación y naturalidad, pero no era fácil.
Jenny Kettler. Guapa, delgadísima, con aquella provocadora melena roja, encantadora con su dulce sonrisa. Convencida de conseguir todo lo que quisiera solo con desplegar sus encantos femeninos… Sonja se prohibió seguir pensando y prefirió dedicarse al perro.
—Bueno, Falko, estás estupendo. La herida del morro está bien curada. Apenas se ve…
Falko se dejó examinar el morro sin resistirse. Tampoco hacía ascos a una caricia detrás de la oreja, pero miraba de reojo ansioso la lata gris que estaba arriba, en la estantería. Los animales eran sinceros, por eso le gustaban tanto a Sonja.
—Creo que hay que vacunarlo —dijo Jenny Kettler—. Además, no para de rascarse. A mi abuela le preocupa que tenga ácaros o algo parecido.
Sonja hojeó el carnet de vacunaciones y comprobó que hacía dos años que el perro no se vacunaba. ¡Qué descuido! Sacó el peine para las pulgas y no tardó en encontrarlas.
—Tiene pulgas —anunció—. Y muchas.
Jenny miró el peine con los ojos desorbitados y vio tres puntitos negros que saltaban.
—¡Puaj!
—Le recetaré unos polvos. Fróteselos en el pelo y espárzalos también en su manta y cesta, en todas partes donde le guste tumbarse.
A Sonja le divirtió mucho ver la reacción de horror de Jenny. Sí, la gente era muy sensible a las pulgas. La porquería que los campesinos pulverizaban en los campos o los gases de combustión de sus coches no les molestaban en absoluto, pero cuidado, ¡el perro tiene una pulguita inofensiva!
—Pero si se tumba en todas partes: en el sofá, en la alfombra, en la cama de la abuela…
—Si los bichitos negros están en el colchón —intervino Tine, incapaz de callarse pese a que ya la habían amonestado varias veces—, se instalan a su gusto. Ponen huevos y crían sin parar.
Jenny la miró, presa del pánico, y luego lanzó una mirada de reproche a Falko.
—¿Por dónde has andado, sinvergüenza?
Falko no estaba dispuesto a revelar información al respecto. En cambio, levantó la cabeza hacia Sonja para dejarse acariciar en la zona del grueso collar, donde siempre le picaba tantísimo.
—La mayoría de las veces cogen las pulgas de animales salvajes, de erizos, por ejemplo. Los zorros también colaboran, y los corzos. Tienen un montón de inquilinos subarrendados…
Jenny vio asqueada cómo Sonja aplastaba tres pulgas con un pañuelo de papel.
«Mejor —pensó la veterinaria—. Cuanto menos me soporte, mejor.»
—Y esos polvos, ¿no son venenosos? —preguntó Jenny, preocupada—. Tengo una niña pequeña que gatea y camina por todas partes…
Cierto. La niña acababa de cumplir un año. Se llamaba Julia. Una monada, según le habían contado. Sonja lo sabía, aunque no sintiera ninguna curiosidad por el tema.
—Basta con frotar al perro con los polvos y alejarlo un rato de la niña, no hace falta tener más precauciones.
Falko aguantó la inyección sin siquiera pestañear y luego se abalanzó sobre las galletas de perro que le ofrecía Sonja. «Buen chico, Falko.» A Sonja le gustaría tener uno así. Sin embargo, de momento no tenía dinero. Si tuviera perro tendría que alimentarlo adecuadamente, y no con esa porquería enlatada que se vendía ahora también en el Este. Era puro aprovechamiento de basura: pellejo, piel, pezuñas, huesos… Lo trituraban todo y luego lo llamaban producto con contenido cárnico. La mayor parte eran cereales, que salían muy baratos, además de sustancias aromáticas para que aquel puré oliera a carne, y conservantes prohibidos para el consumo humano. ¡No, gracias!
—Son treinta y cuatro con cincuenta. ¿Paga en metálico o le envío una factura?
Pagó en efectivo. No estaba mal. Era un milagro que aún les quedara dinero a Jenny Kettler y su abuela. Semejante reforma costaba una fortuna. No obstante, tal vez habían recibido subvenciones justo a tiempo, y el arquitecto, ese Kacpar Woronski, tampoco debía cobrarles un dineral. Estaba loco por la dulce Jenny.
Sí, Sonja tenía sus informadores y estaba al corriente. Kalle Pechstein, por ejemplo, era un cotilla. Un cotilla enamorado, pues el pobre aún se hacía ilusiones con Margret Rokowski, alias Mücke. Sí, el tiovivo del amor seguía dando vueltas. Primero a la derecha, luego a la izquierda. Se balanceaba y rechinaba, pero a quien estaba dentro le parecía fantástico. Si estabas al lado, en cambio, como Sonja, tenías más bien la sensación de relacionarte con una panda de locos. Sin embargo, a sus cuarenta y cinco años era mayor y tenía más experiencia que los jóvenes, tenía edad incluso para ser la madre de Jenny Kettler. Bueno, por suerte no lo era.
—Voy a limpiar otra vez antes de irme. —Tine interrumpió sus pensamientos.
Sonja escrutó la estantería con la mirada y empujó de nuevo la aspiradora manual hacia dentro, luego cerró el armario de los medicamentos para que no se cayera nada y se rompiera.
—Genial, Tine. Luego bajo y cierro.
—¡Hasta mañana, sanos y salvos!
—¡Por supuesto!
Sonja recogió los papeles para subirlos a su piso. La casa de dos plantas estaba bastante destartalada, pero no tenía dinero para reformarla. Se la compró a los padres de una amiga, que cruzaron al Oeste justo después de la reunificación, y en realidad fue una ganga porque no pagó mucho por ella. Al menos según el estándar occidental. Con todo, tuvo que pedir un crédito porque también necesitaba el mobiliario para la consulta de veterinaria.
No lo habría conseguido sin su padre, que seguía enviándole doscientos marcos al mes. Él decía que no le importaba, pero Sonja sabía que no era cierto. Walter Iversen tenía que reducir bastante los gastos para poder ayudarla. No le gustaba, sobre todo ahora no podía quedarse sin recursos, de lo contrario su antiguo y nuevo amor lo devoraría sin piedad.
Conocía a las mujeres del Oeste, solo les importaba el dinero y los bienes materiales. Quien no tenía nada, tampoco valía nada. Por desgracia, necesitaba la ayuda de su padre, ya que la consulta no rendía lo suficiente. En el Este no había ni mucho menos tantas mascotas como en el Oeste. La mayoría de la gente trabajaba, incluidas las mujeres, así que ¿quién tenía tiempo de ocuparse de perros o gatos? Además, los animales costaban dinero, y todo el mundo prefería comprarse un televisor nuevo.
La cooperativa de producción agrícola, en la que tenía puestas tantas esperanzas, hacía tiempo que había vendido las vacas, los cerdos y las aves. De vez en cuando la llamaban de uno de los pueblos de alrededor, donde mucha gente aún tenía ganado. En realidad, un colega era el responsable de aquellos animales, y ella solo intervenía si estaba enfermo o impedido por algo. Ni pensar en forrarse.
—Ya llegará —le dijo Tine—. Cuando en el Este todo funcione bien. Entonces la gente también comprará animalitos domésticos. Además, alguien me contó que en la mansión Dranitz habrá caballos. Para hacer excursiones en carro con los grandes capitalistas que vayan a darse masajes en la barriga en el futuro hotel balneario.
A Sonja el asunto del hotel balneario le parecía una quimera. ¿Quién iba a ir a Dranitz, y encima para hacer algo tan moderno? Dranitz estaba donde Cristo perdió el zapato, para eso valía más la pena un hotel en Waren an der Müritz, donde tenían el lago delante de las narices, podían ir en barca, bañarse, pasear o comprar. Había fondas, una heladería y un par de bares. Dranitz estaba muerto por la tarde. Era el aburrimiento total.
Lanzó una mirada a la nevera y resistió la tentadora imagen del plato con el pastel que Tine le había llevado a primera hora. Habían tenido celebración familiar. En casa de los Koptschik siempre se comía bien y repartían las sobras con generosidad entre los vecinos. A su jefa, Sonja, le reservaron tres tartas de nata y dos porciones de pastel de nueces.
—¡Puede engordar un poco más sin problema, doctora Gebauer!
A juzgar por la complexión lozana de Tine, puede que tuviera razón. En cambio, si partía de la idea que tenía Sonja de una figura de ensueño, tendría que renunciar para el resto de su vida a la nata, el azúcar y cosas parecidas. Todo engordaba.
Aun así, no sabía si lograría librarse algún día del malicioso apodo de «albóndiga». Tal vez no. Se lo pusieron los compañeros de clase, y lo llevaba pegado a los talones como una sombra. Era rubia y rellenita, sin apenas cintura, pero tenía unos pechos generosos que de joven la avergonzaban muchísimo. Ya estaba acostumbrada, ahora llevaba un sujetador fuerte con tirantes anchos y contestaba a los comentarios picantes con réplicas mordaces.
Sacó de la nevera el resto de la sopa solianka del día anterior, encendió el fogón y puso la olla encima. Aquello olía fenomenal y, además, no llevaba azúcar. Solo se le echaba nata agria, pero no mucha. Lo justo para notar el sabor fresco y cremoso en la salchicha. Colocó rápidamente el plato hondo y la cuchara en la mesa de la cocina, además de una limonada recién salida de la botella. Así tenía que ser. La limonada siempre había sido su consuelo.
Mientras removía la solianka en la olla, miró por la ventana. Al fondo vio los tejados rojos y grises, una fila de chopos aún sin hojas y una mancha gris detrás: el Müritz. El lago tenía poco encanto cuando llovía, pero bajo la luz del sol relucían las pequeñas olas y el agua se teñía de azul como el cielo. De niña solía sentarse en Dranitz a la orilla del lago, lanzaba piedras al agua o modelaba sirenas con el légamo. Ahora veía el Müritz desde la ventana de la cocina, lejano e infinito como un mar. Era lo mejor de aquella casa, tal vez la compró solo por eso.
Sonja sirvió la aromática solianka en el plato, y ya estaba a punto de coger la nata agria cuando sonó el teléfono.
«Mierda —pensó—. ¡Siempre cuando estoy comiendo! Pero da igual, si en Federow el veterinario no es muy eficiente y tengo que intervenir, ya me va bien.»
Dejó la solianka y se fue al salón, donde había montado su despacho en un rincón. Levantó esperanzada el auricular de plástico gris.
—Buenos días, al habla la doctora Gebauer.
—Hola, Sonja —saludó la voz de su padre por el auricular—. Espero no molestarte si estás comiendo.
—Pues sí —masculló ella, un tanto malhumorada—. Pero ¿qué más da? De todos modos estoy demasiado gorda.
Oyó el suspiro de su padre y supo lo que iba a contestar.
De pronto dijo:
—¿Por qué dices siempre eso? Es una tontería, Sonja.
—Lo que importa son los valores que tengas, ¿no? —lo citó ella, insolente.
Suspiró de nuevo, y ella tuvo mala conciencia. ¿Por qué siempre se prestaba a aquel estúpido juego? Se quejaba, él quería consolarla, ella le contestaba arisca. A continuación los dos se sentían mal y se evitaban.
—Bueno, papá. ¿Por qué llamas?
Su padre se aclaró la garganta.
—Estoy aquí recogiendo y he encontrado algunas cosas tuyas. Pensaba que a lo mejor querías verlas antes de que las tire.
Madre mía. Viejos recuerdos, quizá de la época del colegio o, aún peor, de su espantoso matrimonio. Pecados de juventud. Podía tirarlo a la basura. Aunque… a lo mejor le gustaría guardar alguna que otra cosa.
—Muy bien. Cojo el coche y paso por allí.
—Conduce con cuidado, hija.
—¡Siempre lo hago, papá!
Apenas había cien kilómetros hasta Rostock, si iba rápido tardaba una hora. Sonja siempre conducía deprisa, en el coche se sentía liberada, corría por las avenidas, volaba por la autopista y exprimía al máximo lo que su Renault de color azul claro tenía bajo el capó. Tal vez le gustaba tanto conducir porque así aquel cuerpo molesto en el que tan a disgusto se sentía ya no era un estorbo.
Se comió ensimismada la solianka tibia, hasta se le olvidó ponerle nata agria, y luego dejó los platos y los cubiertos en el fregadero. Después se permitió media porción de pastel de chocolate y nata y un poco de crema de licor de huevo, así, de pie, a cucharadas del papel de aluminio que los tapaba. Solo le quedaba bajar rápido a cerrar la consulta y luego podría irse.
Conocía el trayecto al dedillo, lo había recorrido infinidad de veces desde que se mudó de nuevo al Este. Decidió regresar justo después de la reunificación, porque lo cierto era que en realidad en el Oeste nunca se sintió a gusto. Primero, la guerra conyugal con Markus, la separación, todo el teatro con los abogados, los reproches, las acusaciones, las ofensas. Era una frustrada, una anormal, una frígida y todo lo que se le ocurriera.
Lo cierto era que nunca tuvo ganas de sexo con Markus, y no cambió en el transcurso del breve matrimonio. Aunque él se esforzaba de verdad, eso tenía que reconocerlo. Música suave, velas, champán, ropa de cama de seda. No le gustaba nada de él, apenas soportaba el olor a sudor de su piel, el apestoso aliento a tabaco, sus jadeos.
Un par de veces se emborrachó tanto que se dejó hacer de todo, pero luego se bloqueó. Se alegró muchísimo cuando por fin se hizo efectivo el divorcio y no tuvo que verlo más. Aliviada, se concentró en sus estudios de veterinaria y en el trabajo que necesitaba para sobrevivir. Sacó buenas notas en los exámenes y, tras licenciarse, incluso recibió una oferta de la industria farmacéutica, pero no quería aceptarla bajo ningún concepto.
En cambio, trabajó en una consulta donde el jefe le exigía cada vez más a cambio de un sueldo muy bajo. Pero aprendió mucho, y pronto tuvo claro que el trabajo de veterinaria no era especialmente gratificante. Sobre todo cuando le cogía cariño de verdad a un animal.
Había un montón de animales desatendidos, pero aún había más bichos a los que sus dueños mataban de amor. Sobrealimentados, torturados con absurdas mantitas y zapatos, achuchones, besos, infectados con virus de la gripe, humanizados, degradados. La doctora Sonja Gebauer, tan orgullosa de sus estupendas notas en los exámenes, ejercía por desgracia con demasiada frecuencia de cómplice de un falso amor por los animales. Por eso no dejó escapar la ocasión de abrir su propia consulta y, aunque fuera duro, nunca se arrepintió.
La calle Ernst Reuter de Rostock había cambiado poco durante los últimos meses. De vez en cuando pintaban un balcón con los llamativos colores occidentales pero, por lo demás, predominaba el noble gris de los tiempos de la RDA. Solo el bosque de antenas sobre los tejados era más espeso. Las casas pertenecían ahora al llamado «fideicomiso» que gestionaba los bienes nacionalizados de la RDA. Es decir, las propiedades que antes eran estatales y en realidad eran de todos. Por lo menos en teoría.
Sonja vivió el tiempo suficiente en el Oeste para saber que aquellos bienes acabarían a las primeras de cambio en los bolsillos de unas cuantas grandes empresas e intereses privados. Ahora, la economía del marco funcionaba así. A cambio, en el dorado Oeste cualquiera tenía la opción de hacerse millonario por mérito propio. Por lo menos en teoría…
Aparcó el coche delante del número 77 y bajó. Sería el último día que subía aquella escalera y notaba el hedor fruto de la mezcla de los distintos olores de las casas y lo que estaba hirviendo en las ollas. No le parecía mal, nunca le gustó el piso que ocupó su padre después de huir al Oeste. Sin embargo, le costaba digerir que ahora quisiera regresar precisamente a Dranitz. En realidad, esperaba que se mudara a su casa, había espacio de sobra. Pero lo impidió el tiovivo del amor, al que se había subido a su edad.
Cuando le abrió la puerta le hizo un gesto de reproche.
—¡Has vuelto a conducir demasiado rápido, Sonja! Te lo he pedido…
—Si conduzco despacio, no presto atención —lo interrumpió ella—. Así que piso el acelerador. Por pura seguridad.
Él hizo un gesto de desaprobación con la cabeza y se apartó para dejarla pasar.
—¡Pero bueno! —exclamó al ver el caos en el salón—. ¿De dónde han salido todos esos trastos?
Walter sonrió satisfecho y buscó una taza de café en medio de aquel desastre. Le costó un rato encontrar una, y cuando lo hizo, le sirvió café de un termo, añadió leche y le puso un terrón de azúcar.
Sonja se quitó la chaqueta y se arrodilló al lado de una de las cajas. Lo que temía. Sus cosas del colegio. Todo guardado con pulcritud.
—¡Esto puedes tirarlo, papá!
Él le dio la taza, Sonja la aceptó y bebió un trago largo mientras su padre cogía uno de los cuadernos y lo abría.
—Lo miro y te veo de nuevo cuando ibas al colegio —dijo en voz baja—. Con la mochila en la espalda y dos trenzas rubias.
—¡Por favor, ahórramelo, papá!
Un cuaderno de segundo curso. Qué letra más limpia y recta. Las letras parecían impresas entre las líneas de ayuda. De vez en cuando había una frase escrita debajo en tinta roja, casi siempre un elogio. Empezó a meterse en líos de verdad a los catorce años. No la admitieron en bachillerato, por lo visto era demasiado «inestable».
Más adelante, en el Oeste, en Hamburgo, cursó el bachillerato en el instituto nocturno, para gran disgusto de su entonces marido, ya que Markus opinaba que no lo necesitaba. En el Oeste la mujer se queda en casa y se ocupa de la casa y los niños mientras el marido gana dinero, decía, pero nunca se dejó convencer por semejante bobada. Tampoco en 1967, cuando todo era tan ultraconservador en el otro lado.
—No necesito eso para nada, papá —insistió ella, y añadió—: Pero es un detalle que lo hayas guardado todos estos años.
Cerró el cuaderno y volvió a guardarlo en la caja. Hurgó un poco más adentro y sacó un bloc de dibujo. Había animales dibujados con carboncillo y lápices de colores. Perros, un oso, un león y un animal que parecía un zorro. No estaba nada mal. Siempre dibujó bien.
—Enséñamelo. A lo mejor podría enmarcarlos y colgarlos en la consulta.
Su padre se alegró y comentó que en algún sitio tenía dos marcos de fotos que podía utilizar.
—Si no son demasiado anticuados…
—Son de Dranitz, me los llevé en su momento, cuando me fui.
—¡Entonces llévatelos allí! No quiero tener esos chismes.
Abrió otra caja. Dios, sus muñecas. Los juguetes. Un arlequín con un traje de seda devorado por las polillas, libros ilustrados hechos trizas, un osito de peluche con solo un ojo y calvas en la piel. Todo desprendía un terrible olor a moho; quizá las cajas habían estado en el sótano.
—¿Has guardado todo eso? —preguntó ella, abatida.
—Era incapaz de tirarlo.
A Sonja no le estaba sentando bien hurgar en aquellos viejos trastos. Evocaban muchos recuerdos. Las guarderías donde siempre lloraba cuando él la dejaba por la mañana. Las noches, cuando se dormía en brazos de su padre. Los domingos con limonada y bocadillos en la orilla del lago. Entonces le enseñó a nadar.
—Si eres incapaz de tirarlo, me lo llevaré —dijo ella. Dejaría todos aquellos viejos cachivaches en un vertedero. Basta. Nada de recuerdos que le envenenaran la vida.
Su padre asintió. Seguro que también se sentiría liberado si se deshacía de todo. Al fin y al cabo, no podía llevárselo a Dranitz. Bajo ningún concepto. Solo significaba algo para ellos, la «señora baronesa» no tenía nada que ver.
Acabó el café, que ya se había enfriado, y miró a su alrededor.
—¿Algo más?
—No —contestó él—. Eso era todo.
—No habrás guardado también mi ropa vieja, ¿verdad? —inquirió ella con una sonrisa—. ¿Mis zapatos? ¿La radio? ¿Mi despertador?
Él se rio por lo bajo y negó con la cabeza.
—No te preocupes. Aún tengo tu despertador, pero lo necesito. ¿O quieres llevártelo?
—¡Cielo santo, no!
Sonja se levantó aliviada y apartó en el sofá un montón de pañuelos de papel para poder sentarse. Su padre se fue a la cocina. «¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?», pensó.
En verano de 1967 se largó al Oeste con su novio Markus, al que conocía desde la guardería. Más tarde se enteró de que la Stasi había interrogado a su padre y que incluso pasó un tiempo encerrado. Por cómplice. A nadie le interesó que el régimen nazi lo hubiera perseguido, ni que él no supiera nada de los planes de su hija. La familia de Markus tampoco corrió mejor suerte. Sí, la Stasi podía convertir en un infierno la vida de los familiares de los llamados huidos de la república. En todo caso, su padre consiguió un empleo en el puerto de Rostock después de que lo pusieran en libertad y por eso tuvo que mudarse de Dranitz.
Sería a principios de 1968, calculó Sonja. Así que su padre había pasado veinticuatro años en aquel piso. Tal vez acompañado, le gustaban las mujeres, seguro que mantuvo alguna que otra relación. Sin embargo, eso no era asunto suyo. Por suerte.
Su padre regresó con un plato de galletas, se sentó en una caja y se lo pasó. Sonja cogió una galleta por cortesía, aunque en realidad no le gustaba aquella cosa seca.
—Bueno —dijo mientras le servía café—. Hay algo más. Está arriba, en la cómoda del dormitorio. Espera…
Se abrió camino entre las cajas y desapareció en la habitación. Poco después volvió con un librito envuelto en papel rojo. Sonja lo reconoció enseguida y soltó un hondo suspiro.
—¡Mi diario! ¡No puede ser verdad!
—Claro que sí —sonrió y se lo dejó en el regazo—. Míralo, Sonja, pero no lo tires, por favor. Si no lo quieres, dámelo, a mí me gustaría guardarlo.
No lo abrió. Se limitó a observar la encuadernación roja descolorida. Estaba decorado con infinidad de garabatos, letras, figuritas, ornamentos, florecillas. El lomo estaba raído y reventado en dos puntos. El librito ya tenía unos cuantos años, casi treinta.
—Me lo llevo —decidió—. No te preocupes, no lo voy a tirar. Es una especie de documento histórico, ¿no?
—Y que lo digas. Pero sobre todo es una parte de ti.
La escudriñó con la mirada y Sonja comprendió a qué se refería. No olvides cómo era antes. Nuestros años juntos. Tú y yo en la pequeña buhardilla de la vieja mansión Dranitz. Tanta confianza, tanta ternura, tanto amor entre padre e hija.
De pronto Sonja se sintió agobiada, el espacio le parecía asfixiante, necesitaba abrir una ventana. En un arrebato metió el viejo diario en el bolso y decidió hacerlo desaparecer en casa, en el armario.
—Por cierto, ¿dónde está el diario de mamá? —preguntó.
Su padre se lo leyó cuando tenía dieciséis años. Después lo cogió con frecuencia del escritorio de su padre, casi siempre cuando estaba sola. Leía una y otra vez los mismos fragmentos y, a menudo, no podía evitar llorar. Costaba entender que aquella joven obstinada y egoísta que escribió aquellas líneas fuera su madre. Elfriede von Dranitz vivió cosas horribles, la guerra, la ocupación de los rusos, el asesinato del abuelo, pero también amó de forma incondicional y durante una breve temporada parecía haber sido muy, muy feliz. Murió con solo veintiún años.
—Se lo he dado a Franziska.
Sonja contempló la expresión apocada de su padre. Se sentía incómodo, y tenía motivos para estarlo, porque ella se puso hecha una furia.
—¿Le has dado el diario de mi madre a esa… esa mujer? ¿Sin preguntármelo antes?
—Elfriede era su hermana, no lo olvides. Además, me parece que te convendría dejar de una vez este absurdo juego del escondite. Puede que no lo creas, pero Franziska y Jenny no hace mucho que están al corriente.
—¡Pero esto es cosa mía, papá! —repuso Sonja, colérica—. Esa mujer es la culpable de la muerte de mi madre —le soltó—. En vez de llevársela al Oeste, la dejó en ese hospital.
—Elfriede tenía el tifus, no podía llevársela.
—¡Entonces podría haberse quedado con ella hasta que se curara!
—Se vieron obligadas a irse…
—¡Excusas! No son más que excusas. No soportaba a mi madre, ese fue el motivo. ¡Si se la hubiera llevado, a lo mejor hoy mamá seguiría viva!
Él le sonrió como si fuera una niña pequeña que dice tonterías.
—Pero entonces tú no existirías, mi niña furiosa.
—Tampoco sería una gran pérdida para el mundo —masculló ella.
—¡En eso no estoy de acuerdo!
Sonja respiró hondo para desahogar la rabia, y luego preguntó cuándo pensaba «la señora baronesa» devolverle el diario.
—Se lo pediré. Mañana vendrá para ayudarme con las cajas. Pasado mañana viene el camión de la mudanza. —Suspiró—. Si por una vez pensaras con el corazón, Franziska te recibiría con los brazos abiertos.
—¡Olvídalo!
Su padre le lanzó una mirada resignada.
—Por cierto, tenemos intención de casarnos —añadió—. En mayo, cuando la primavera esté en plena floración.
Sonja lo miró y comprendió que lo decía en serio. Por un momento se sintió indispuesta. Necesitaba salir de allí. Ya. De lo contrario acabaría vomitando en una de aquellas cajas.
—Tengo que irme, papá —le soltó, tensa. Se levantó de un salto y salió corriendo del piso.
Abajo, en la calle, respiró hondo hasta que se encontró un poco mejor. Le volvió a invadir la ira y se le aceleró el pulso. ¡Casarse! Así que ese incordio de mujer lo había conseguido. Le arrebataba a su padre.
Jenny
—¡Tiene pulgas!
Jenny dejó el paquete de polvo antipulgas en la mesa del comedor y buscó con la mirada en el salón de la abuela. Por supuesto. Había vuelto a dejar a la pobre niña en aquel horrible parque. Allí estaba Julia, agarrando con las manitas los barrotes de madera, con puré de zanahoria pegado en sus orondos mofletes.
—¿Pulgas? —preguntó la abuela sin inmutarse ni alzar la vista del escritorio—. Me lo imaginaba.
Jenny hizo caso omiso del comentario. La abuela le había contado algo de ácaros o de un eccema en la piel, pero ¡borrón y cuenta nueva! Se acercó a su hija, que no paraba quieta, y la sacó de la prisión.
—¡Siempre está encerrada en esa cosa! —se quejó—. Parece que esté en chirona, la pobre cría. ¡No puedo ni verlo!
Su abuela arrugó la frente y se colocó bien las gafas. Vaya, estaba de mal humor. Luego se centró en las facturas. Había acumulado unas cuantas, pero no quería que su nieta lo supiera.
—No me deja trabajar en paz, Jenny. Y por lo menos en el parque no le puede pasar nada.
Hacía unas semanas que Julia había empezado a dar sus primeros pasos y, a pesar de que caminaba como un pato, iba a gran velocidad por todas partes. No paraba de caerse sobre el culete acolchado por el pañal, balbuceaba y le encantaba vaciar las estanterías y los armarios de la cocina. Los manteles de la abuela resultaron ser muy poco prácticos, porque la salvaje Julia tiraba de ellos con todo lo que hubiera encima. Las reformas de la mansión aún no habían acabado y por todas partes sobresalían cables o clavos de las paredes, por lo que había que vigilar los movimientos de la pequeña con cien ojos.
Falko metió el hocico por el resquicio de la puerta y la abrió, luego entró con toda naturalidad y se desplomó bajo la mesa con un sonoro suspiro al tiempo que apoyaba la cabeza en los pies de la abuela.
Jenny cogió en brazos a la niña, que pretendía saludar a su compañero de juegos con un grito de entusiasmo y un abrazo cariñoso.
—¡Nooooo! —se lamentó la niña, que agitaba los brazos y las piernas. La palabra «no» la aprendió justo después de «maaaa».
—No puede ser, cariño —le explicó Jenny con severidad—. No mientras esté cubierto de polvos.
La pequeña Julia soltó un ensordecedor grito de protesta. Se estaba revelando cada vez más como una auténtica Dranitz: obstinada, enérgica y atrevida.
Falko miró con desconfianza a su gritona y movida amiga, pero no hizo amago de acercarse a ella. Quizá esperaba que no volvieran a tirarle de las orejas y la cola.
—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó la abuela para acallar el griterío de la niña.
—Nada —contestó Jenny también a gritos—. Sigue montando el número con nosotras, es un caso… Mira, Julia, tu muñeca, la muñequita quiere ir contigo, cariño…
A Julia no le gustaban mucho las muñecas. Le quitó de la mano a su madre la que le ofrecía y la lanzó por los aires con cajas destempladas, de manera que acabó justo en las patas delanteras de Falko. El perro husmeó el objeto volante y luego lo empujó con el hocico.
—Dale una galleta, así se calmará —gritó la abuela.
La táctica funcionó de inmediato: Julia cogió la galleta y se la metió en la boca. De pronto se hizo un silencio agradable. Jenny acercó una silla y se sentó con su abuela a la mesa, sobre la que también comían. En la cocina solo habían puesto una pequeña mesa provisional, en la que como mucho podían sentarse tres con comodidad.
—No voy a seguir así mucho tiempo, abuela. La próxima vez la llamaré «tía». ¿Qué se ha creído? ¿Que somos tontas? Todo el mundo en el pueblo lo sabe, solo tiene que sumar dos más dos para saber que hace tiempo que nos hemos enterado.
La abuela dejó el lápiz sobre el papel escrito y miró a Jenny con severidad.
—Walter me ha pedido discreción. Para él es importante que sea Sonja quien dé el primer paso.
Jenny ya lo sabía, pero Sonja empezaba a ponerle de los nervios. ¿Cómo podía ser tan testaruda? ¿Qué le habían hecho para que no quisiera saber nada de ellas? ¿Acaso le interesaba la mansión y ellas se adelantaron? ¿O tenía algo en contra de la gente del Oeste en general? Sin embargo, eso tampoco encajaba, ya que ella vivió muchos años en el Oeste.
—¿Sabes qué? —siguió Franziska, que agarró con rapidez el bolígrafo antes de que Julia lo tirara—. Le voy a enviar una invitación a nuestra boda. Sencilla y sin compromiso.
¿De dónde sacaba la abuela sus locas ocurrencias? ¿Por qué iba a ir Sonja a la boda de su padre si no quería tener nada que ver con su nueva familia?
—Como tú veas —respondió vacilante—. ¿A quién quieres invitar, por cierto? Lo celebramos en la intimidad, ¿no?
—De momento tengo ocho personas en la lista: Mine, Karl-Erich, Mücke y Kacpar, Wolf y Anne Junkers. Y Sonja. Ah, sí: sin olvidar a Ulli. Y nosotras tres. Y con la pequeña Julia, cuatro…
—¡No puede ser, abuela!
Su abuela la miró, molesta, y se empujó las gafas, que ya tenía en la punta de la nariz.
—¿Por qué no puede ser?
—Porque entonces somos trece en total. Da mala suerte.
La abuela se reclinó en la silla.
—No serás supersticiosa, ¿verdad? —preguntó, divertida.
—En una boda toda cautela es poca —afirmó Jenny muy seria.
La abuela contestó con una sonrisa; en eso no iba completamente desencaminada. Con todo, había reflexionado a fondo antes de dar el paso y la iniciativa fue de Walter, que opinaba que, después de más de cincuenta años de compromiso, en realidad una boda no implicaba ningún riesgo.
—Si el número trece te molesta, te diré que tenía pensado invitar también a mi hija, Cornelia.
Jenny le quitó de la mano a la pequeña Julia la cucharita de café con la que estaba aporreando el platito de la abuela.
—¿Quieres invitar a mamá? ¡No lo dirás en serio!
Una mirada al rostro de su abuela le bastó para comprender que no era una broma. ¡Cielo santo! Jenny sabía que no tenía ninguna posibilidad de disuadirla. Solo le quedaba esperar que su madre rechazara la invitación. A Cornelia no le gustaban mucho las celebraciones familiares, y de hecho fue al entierro del abuelo a regañadientes.
—Creo que Cornelia tiene derecho. Por lo menos de enterarse de que su madre va a volver a casarse, ¿no te parece?
Jenny se encogió de hombros. Conocía a su madre. Cornelia despreciaba el matrimonio por ser «una unión forzada y burguesa» que condenaba a dos personas a la monogamia. En su opinión, los hombres y las mujeres están hechos para ser polígamos, de ahí que abogase por el amor libre y una vida en común con un grupo reducido. Al menos, eso decía antes, y Jenny no creía que hubiera cambiado mucho.
—¿Qué tienes en contra de tu madre? —preguntó la abuela con un suspiro—. ¿No sería hora de acercaros un poco?
—¡No!
—Yo creo que te quiere mucho y se preocupa por ti.
—Pues debería haber empezado antes —repuso Jenny.
De pronto se le pasaron por la cabeza un montón de cosas que siempre la afectaron. La insensibilidad de su madre. Sus fantásticas teorías. Sus arrebatos de histeria. Repartía bofetadas, y luego siempre se llenaba la boca criticando la crianza antiautoritaria.
—Una vez me caí y me sangraron las rodillas. ¿Crees que me consoló? ¿Que se ocupó de mis rodillas? No, tenía que repartir no sé qué octavillas y se fue. Bernd, uno de los que vivía en el piso compartido, me puso una tirita. Y cuando tuve el sarampión, Maria estuvo conmigo. O Biggi. Pero nunca mamá, siempre tenía algo mejor que hacer que ocuparse de su hija. ¿Qué era lo que decía? Es importante que los niños cuenten con referentes cambiantes. Siempre tenía una máxima preparada para camuflar su egoísmo y su falta de cariño.
Jenny se dejó llevar por la rabia y explicó cosas que nunca había contado a nadie. Le salió así, y lloró de pura indignación. La pequeña Julia debió de notar el enfado de su madre y empezó a lloriquear y a pedir que la abuela la cogiera.
—Ay, Dios —suspiró Franziska mientras cogía a la niña—. No sabía nada de eso. Pobre niña. De haberlo sabido…
—No pasa nada —contestó Jenny, y se sorbió los mocos—. Ha pasado mucho tiempo. Pero ahora sabes por qué no quiero que venga mamá.
—Tal vez os sentaría bien a las dos desahogaros —reflexionó Franziska.
—¡Olvídalo!
La anciana calló, afligida, y le dio otra galleta a Julia. Falko se levantó de debajo de la mesa y colocó el hocico húmedo en las rodillas de Jenny para mendigar algo de comida. Jenny atisbó en la alfombra varios puntitos negros. ¡Puaj! Por lo visto, los polvos hacían efecto muy rápido.
—Todo esto es culpa mía —dijo la abuela, pesarosa—. Yo trabajaba en la empresa y Conny tenía que apañárselas sola. Pero ¿qué podía hacer? Queríamos recuperarnos, volver a ser alguien, que no nos vieran como unos parásitos…
—Ay, deja las viejas historias, abuela —protestó Jenny.
—La culpa fue de la guerra. Sin esa miserable guerra nuestra familia ahora no sufriría una división tan terrible. La guerra y la expulsión de Dranitz…
Jenny se arrepentía de sus confesiones. A su juicio, la abuela le daba demasiada importancia a lo que llamaba familia. ¿Para qué quería llevar a su madre a Dranitz? Se las arreglaban mejor sin Cornelia.
—¿Sabes, abuela? Creo que las mujeres Dranitz se habrían peleado aunque no hubiera habido ninguna guerra.
—Tonterías —se indignó la abuela—.Yo nunca discutía con mi madre.
—¿Y con tu hermana pequeña Elfriede?
La abuela soltó un bufido y no respondió. En cambio, le quitó una hoja de los dedos pegajosos a Julia y le explicó a Jenny el plan previsto para la celebración. Quería tenerlo todo bien preparado, a fin de cuentas no quedaba mucho para mayo. A las once le daría el «sí, quiero» a Walter en el registro civil de Waren. A la una del mediodía celebrarían en la mansión el banquete de boda en la más estricta intimidad. Para entonces debía estar terminada la reforma del salón. A partir de las seis de la tarde había prevista una celebración abierta en una carpa junto al lago, con un bufé frío y bebidas, farolillos, música y baile.
—¿Quién va a ir?
—La gente del pueblo, amigos y conocidos, a quien le apetezca.
Para ser una «pequeña boda en la más estricta intimidad», a Jenny la planificación le parecía bastante laboriosa. Pero no tenía nada que alegar, la abuela y Walter se lo merecían.
—¿Ya habéis reservado el viaje de novios? —preguntó—. ¿Venecia? ¿La Antártida? ¿El Caribe?
—Por el amor de Dios, ¿cómo se te ocurre? Todo eso es demasiado caro y, además, no puedo pensar en ello mientras haya obras en la mansión.
—Vamos, abuela. Por una vez en la vida te lo tienes que permitir. Apuesto a que tú y el abuelo también renunciasteis a la luna de miel cuando os casasteis, ¿verdad?
—Bueno, sí, pero el domingo fuimos juntos a la feria…
—¡Madre mía! Eso sí que fue una buena juerga, ¿eh?
—Eran otros tiempos —protestó—. Necesitábamos guardar el poco dinero que teníamos.
Jenny se rindió. La abuela Franziska siempre encontraba un motivo para no darse un capricho. Y eso que Jenny opinaba que necesitaba unas vacaciones con urgencia. Ya era casi un milagro que hubiera resistido todo lo vivido los dos últimos dos años. Al fin y al cabo ya no era tan joven.
—¿Quieres que te ayude a fregar los platos, abuela?
Se había acostumbrado a almorzar con Julia y la abuela en la mansión. Su abuela cocinaba bien y le gustaba, y Julia engullía con entusiasmo las patatas con verdura y salsa, aunque prefería el flan de vainilla con zumo de frambuesa que hacía la abuela de postre.
—No hace falta. Ya lo haré más tarde.
—Está bien. Entonces Julia y yo nos marchamos. ¡No te olvides de ponerle los polvos a Falko esta noche!
La abuela se despidió de su bisnieta con un sonoro beso y le puso la chaqueta rosa acolchada que había comprado por catálogo. A continuación le puso el gorro de lana y los minúsculos zapatos. Jenny se contuvo para no recordarle que fuera no hacía frío: la abuela tenía la convicción de que Julia acabaría con una otitis si en marzo la llevaba sin gorro hasta el coche.
Llovía de nuevo. Tuvo que prestar muchísima atención para no resbalar mientras se abría paso con Julia en brazos entre los escombros que rodeaban la mansión. Habían contratado a una empresa de contenedores que recogería la chatarra la semana siguiente.
Mientras abría su Kadett, Jenny echó un vistazo rápido a la mansión. No tenía buen aspecto con un tiempo tan triste. Sí, el entramado del tejado estaba reformado, por fin lo arreglaron tras varias reclamaciones, pero las obras en el interior avanzaban con mucha lentitud. Quizá ella era demasiado impaciente, pero a Jenny le daba la impresión de que se pasaba la mayor parte del tiempo esperando.
Por supuesto, ellas mismas echaron una mano y durante días estuvieron sacando escombros de las habitaciones junto con el arquitecto, Kacpar Woronski, con el que Jenny trabajó en un despacho de arquitectos de Berlín, para que el electricista tuviera vía libre y pudiera empezar con su parte. Por desgracia, cada vez había más empresas constructoras que empezaban bien pero que luego se ausentaban durante días porque los llamaban de otra obra. Cuando por fin volvían a aparecer, casi siempre era viernes y, por tanto, fin de semana. Tardaron casi dos meses en instalar la calefacción en toda la casa, y una semana más en que funcionara como era debido. A decir verdad, imaginaba que la reforma sería mucho más fácil y, sobre todo, más rápida.
Jenny recordó la época que había pasado en el despacho de arquitectos Strassner en la Kantstraße, lo que le resultó de lo más desagradable, pues significó recordar que un tal Simon Strassner, por aquel entonces su jefe y amante, nunca se dejaba atosigar por las empresas constructoras. Tenía sus métodos. Aunque se los guardaba para sí mismo.
Aseguró a la pequeña Julia en la sillita y le dio su osito de peluche para que se echara una siestecita. El osito, un regalo de Navidad de Mücke, era indispensable para ir en coche. En cuanto Julia tenía el animal de peluche marrón en el brazo, aunque refunfuñara, se metía una de las orejas rechupeteadas en la boca junto con el pulgar y al instante se le cerraban los ojos.
Le costó sacar el Kadett del charco en el que lo había aparcado sin darse cuenta. La llovizna era pertinaz y había ablandado de nuevo el suelo que apenas se había secado. En la carretera que llevaba al pueblo se cruzó con un furgón conocido de color rojo vivo: el electricista, que en realidad dijo que aparecería a primera hora, hacia las siete, pero no se había presentado todavía. Ahora eran las cuatro menos diez, y seguro que ya se iba a casa. Rabiosa, en la entrada del pueblo pasó por un amplio charco, salpicando el agua sucia. Por el retrovisor vio una figura que agitaba los puños, furiosa. Asustada, Jenny pisó el freno y bajó la ventanilla, alterada.
—¿Lo has hecho a propósito? —oyó que gritaba la silueta empapada que se le acercaba a grandes zancadas hasta detenerse junto a la puerta del conductor y quitarse el gorro, que chorreaba.
¡Dios mío, era Ulli!
—Lo… lo siento muchísimo —tartamudeó—. Pensaba que estabas en Austria. No, quiero decir que no te he visto, claro…
«¿Qué disparates estoy diciendo? —pensó—. Ahora seguro que cree que estoy loca.»
—¡No hay que correr tanto con una niña ahí detrás!
Le dieron gana de contestarle que dejara a Julia al margen. pero dado que, en primer lugar, tenía razón y, en segundo, parecía un ratón recién bañado, renunció a la réplica.
—Yo pago la tintorería, ¿vale?
Ulli sacudió el gorro empapado, pero no se lo volvió a poner.
—Tonterías —masculló—. Pero ten más cuidado de ahora en adelante. ¿Sabes dónde está Mücke?
Vaya, por ahí iban los tiros. Recién llegado de Schladming, donde supuso que había estado negociando las condiciones del divorcio de Angela, quería comprobar cuanto antes si Mücke estaba libre. Mala suerte, chico.
—¿Mücke? Está en Waren. Ha encontrado trabajo en una guardería. Aquí la echaron, por desgracia.
¿Lo sabía? Jenny estuvo pensando cuándo se fue a Schladming. Poco después de Navidad. Entonces disfrutó de unas buenas vacaciones para esquiar. ¿De dónde sacaba la pasta para aquello? Según le habían contado, Ulli estaba con jornada reducida.
—¿Aún vive con sus padres?
—Claro. Y con Kacpar. Los Rokowski lo han acogido en casa.
—Vaya.
Ulli le dio vueltas al gorro mojado en las manos y se quedó mirando al frente, afligido. Cuando fue consciente de la mirada de Jenny, se recompuso y adoptó un semblante de falsa indiferencia.
—¿Aún no has estado en casa de tus abuelos? —preguntó Jenny.
—Voy de camino.
—Ya —sonrió Jenny—. Seguro que Mine te informará de todas las novedades con pelos y señales.
Su sonrisa era contagiosa, y Ulli también se permitió esbozar una.
—¿Tu abuela está bien? —preguntó.
—Magnífica. Se casa en mayo.
—¡Madre mía!
Detrás de ella un camión tocó la bocina porque estaba bloqueando la angosta calle del pueblo.
—Entonces hasta luego. Puedes pasar por casa cuando quieras, le darás una alegría a Julia.
Él levantó la mano para despedirse y dio un salto a un lado porque el camión también pasó por el charco. Jenny esperó a que desapareciera el gran vehículo de transporte, luego pisó el acelerador. Cuando echó un vistazo por el retrovisor vio que Ulli desaparecía a toda prisa por un callejón: era un chico alto, de espalda ancha, deportista. El año anterior cruzó a remo el lago Dranitz en medio de una tormenta en un tiempo récord. Luego, de repente, le había dado un beso. Ella, perpleja, respondió con una bofetada. Lo lamentaba un poco, ya que en el fondo le gustó. En general, Ulli le gustaba. Sin embargo, por algún motivo no encajaban. Se pelearon y ahora por lo visto iba detrás de Mücke. Su amiga estaba muy solicitada en aquel momento. No solo Ulli iba detrás de ella, también Kalle la rondaba. Y por supuesto Kacpar, su novio.
Para ser sincera, Jenny debía admitir que le daba cierta envidia. Tres admiradores se arremolinaban a la vez en torno a la encantadora Mücke, bajita y rechoncha, mientras que ella, que hasta entonces se consideraba irresistible, no tenía ni un solo pretendiente cerca. Por lo menos ninguno que le gustara.
«A cambio tengo a Julia —pensó, obstinada—. Y a la abuela.» No obstante, la abuela tenía a Walter, y a Jenny le daba la impresión de que el amor de juventud que la abuela había reencontrado había enfriado su entusiasmo por la mansión. Por supuesto, Jenny se alegraba de que la abuela disfrutara de aquella felicidad tardía, pero a veces no podía evitar tener la sensación de estar sola con los obreros que se retrasaban, los defectos y las reclamaciones.
De pronto parecía que la abuela ya no tenía tanta prisa con los proyectos de construcción pendientes. En vez de trabajar con rapidez por el objetivo del «Hotel rural Dranitz: Bienestar para el cuerpo y el alma», cada vez hablaba más de su familia, que con la guerra se dispersó en todas las direcciones, y de que había que reconciliarse. Jenny se inclinaba por considerarlo un síntoma de vejez. Además, aunque tuviera tantas ganas de estar en familia, no era en absoluto el momento adecuado.
Su casa apareció en el horizonte. Aparcó el coche, bajó y subió la escalera con la pequeña Julia dormida y aferrada a su osito. En la puerta del piso encontró un sobre grueso marrón. ¡Bien! La escuela a distancia había contestado. Por un instante su estado anímico mejoró en un cien por cien. Con la mano derecha sujetando a su hija, se agachó y cogió el sobre del suelo con la izquierda, luego se lo metió entre los dientes y abrió la puerta.
Había visto el anuncio en la prensa y pidió el material informativo. Hacía tiempo que le rondaba por la cabeza la idea de estudiar empresariales, así estaría cualificada y podría dirigir el hotel rural Dranitz. Sin embargo, primero necesitaba el bachillerato. ¡Qué idiota fue al dejar los estudios entonces! Pero daba igual, los errores se podían corregir, así que ahora tenía que cursar el maldito bachillerato.
Tendría que pegar un sablazo a la abuela, ya que suponía que los cursos a distancia no serían gratuitos, pero era para su futuro, que también era el futuro de la mansión Dranitz. Un hotel balneario con sauna y piscina, establo, paseos en carro, botes de remos en el lago: un auténtico oasis para los urbanitas estresados que en los últimos tiempos brotaban como setas en Berlín. Baños de hierbas y masajes, champán y canapés, tal vez también charlas, conciertos, pequeñas veladas artísticas: bienestar para el cuerpo y el alma. Cuando se lo imaginaba, recuperaba el ánimo y las etapas difíciles no le parecían tan penosas.
—¡Maaaa! —lloriqueó la pequeña Julia agitando los brazos. La dejó en el suelo, cerró la puerta del piso y vio cómo la niña recorría el pasillo dando tumbos hasta la habitación infantil. En el umbral de la puerta tropezó y cayó hacia delante en el suelo de madera. Jenny corrió hasta ella, la agarró de la mano para consolarla y entraron en la cocina.
—Vamos primero a la bañera, y luego hay un puré muy rico. Mira, el osito también está.
Por suerte, Julia no se puso a llorar. Cuando estaba cansada solía berrear por cualquier cosa, mientras que otras veces se caía de frente y se volvía a levantar riendo. Ay, su Julia era como un ratoncillo dulce. A medida que se iba haciendo mayor se podían hacer más cosas con ella. Ya casi lo ent